He de confesarlo: adoro los llamados «segundos violines», aquellos autores que, por coincidir en el tiempo con algún indiscutible concertino, quedaron para exégesis de arqueólogos de la literatura en raras ediciones de culto. Así, me estremece tanto como la elegancia de Petrarca, el desenfreno experimental de las rimas de Boccaccio; tanto como la grandeza de los sonetos de Shakespeare, la angustia metafísica de John Donne; tanto como la majestuosidad de Ronsard, la aguda ironía de Joachim du Bellay. Por eso me he dedicado a poner en español (al menos para Cuba) a estos perfectos desconocidos para el público lector, con la esperanza de hacerles un poco de justicia como poetas a esos hombres que pasaron a ciertas historias de la literatura como narrador el primero, como orador el segundo y como redactor de la Defensa e ilustración de la lengua francesa el tercero.
Du Bellay nació en Liré, pequeña ciudad de la región de Anjeo, en 1522. Oriundo de una descendencia célebre por sus militares y diplomáticos, tuvo una infancia difícil como huérfano repudiado por su tutor, y pasó sus primeros años en la casa de campo de la estirpe paterna, en contacto con la naturaleza, sin gran actividad intelectual. Desde niño soñó con vincularse a la carrera de las armas, bajo la conducción de su primo Guillaume de Langey, pero la temprana muerte de su padre frustró dichos planes; entonces la familia decidió acercarlo al orden eclesiástico, con la ayuda de otro primo, el cardenal Jean du Bellay, abad de París y diplomático célebre de su época. Para prepararse para tal servicio, el joven Du Bellay fue enviado a estudiar derecho a la Facultad de Poitiers, hacia 1545.
En Poitiers aprendió latín, conoció al erudito Muret, y a los poetas neolatinos Salmon Macrin y Jacques Peletier du Mans, quienes ejercieron notable influencia en sus ideas, luego expresadas en el libro Defensa e ilustración de la lengua francesa. También en Poitiers pergeñó sus primeros poemas en latín y algunos versos en francés. A finales del año 1547, trabó amistad con Pierre Ronsard, y lo siguió a París, al colegio de Coqueret, donde pretendía ilustrarse en la poesía y llevar una vida dedicada a las musas.
En el colegio de Coqueret se instruyó en el italiano y escribió, en francés, los sonetos de La Oliva, su primer libro de poemas reconocido. Con Ronsard, Pontus de Tyard, Jean-Antoine de Baïf, Guillaume Desautels, Etienne Jodelle y Jean de La Péruse, formó el grupo acreditado como La Brigada que, a instancias de su maestro Jean Dorat, se afanó en el conocimiento de los grandes modelos griegos y latinos (Homero, Hesíodo, Píndaro, Horacio, Virgilio, Catulo, Propercio, Tibulo, Ovidio), los cuales tradujeron y comentaron, firmes en la idea de conferir a la poesía francesa una altura equivalente a la alcanzada por aquellos autores. Los alentaba el ejemplo de los italianos (Dante, Boccaccio, Petrarca, Ariosto, Bembo), a quienes admiraban como artistas sobre todo por el hecho de haber sabido, inspirados en el ejemplo de los antiguos, dotar a su lengua de una literatura nacional. Unos años más tarde, La Brigada se convirtió en La Pléyade bajo el influjo de Ronsard que fue, sin duda, el jefe de esa escuela y el más admirado de sus miembros.
En julio de 1548 apareció el volumen El arte poética, de Thomas Sibilet, en el cual su autor desarrollaba algunas de las ideas defendidas por esta tropa de jóvenes: nobleza de la poesía y superioridad de los géneros antiguos sobre los de la Edad Media; pero igual proponía como modelos a los modernos Clément Marot, Mellin de Saint-Gelais, Antoine Héroët y Maurice Scève, y los colocaba, incluso, en sitio similar al de los antecesores greco-latinos. La nueva escuela decidió replicar esa infamia y confió a Joachim du Bellay la redacción de un manifiesto donde se expusieran las doctrinas esenciales del grupo y se hiciera frente al texto de Sibilet y a la confusión que podía crear entre las incipientes letras francesas. Así surgió Defensa e ilustración de la lengua francesa, libro señero en la literatura francófona debido a su carácter programático y, a la vez, moderno y universal por la manera de entender la relación lenguaje-literatura.
Es una verdad de Perogrullo, al menos para mí, que detrás de cada gran poeta se esconde un gran lingüista. Basten para demostrarlo las menciones de Dante, Petrarca, Shakespeare, Donne, Quevedo, o Góngora, todos obsesionados con el afán de encontrar nuevos moldes expresivos para formas nuevas del pensamiento poético (y del pensamiento en general, me atrevería a decir). Esta característica, por supuesto, prosiguió hasta nuestros días (recordermos a Baudelaire, Rimbaud, Darío, Whitman, Martí, Valéry, Eliot, Vallejo, Paz, Lezama), y no le fue ajena a Joachim du Bellay, como lo reafirma una breve ojeada a los presupuestos fundamentales de su tratado teórico-preceptivo Defensa e ilustración de la lengua francesa.
Como indicaba su título, La Pléyade pretendía, en primer lugar, defender a la lengua francesa contra sus detractores y, en segundo término, ilustrarla, hacerla tomar la elevación suficiente para ser el soporte de una gran literatura, a imagen y semejanza de los clásicos, como habían hecho sus vecinos italianos. Para ello proponían mejorar la lengua y conseguir expresar, igual que en latín, las más altas inspiraciones. Du Bellay argumentaba que el latín, en sus orígenes, también había sido un idioma pobre, pero que los romanos lograron ennoblecerlo tomando ejemplo de los griegos; así pues, si los autores franceses se animaban a escribir en francés, indudablemente este se enriquecería y los literatos serían recompensados, pues resultaba imposible equipararse a los clásicos escribiendo en griego o en latín, y se precisaba obtener la inmortalidad en la lengua nacional, que si ya valía para traducir a los antiguos serviría, a su vez, para expresar ideas y sentimientos nuevos.
Bajo estos razonamientos, expuso algunas formas de enriquecer la lengua, ya fuera utilizando las palabras presentes, ya fuera creando dicciones nuevas de acuerdo con sus necesidades de expresión. Entre las ya existentes, recomendaba el empleo de las viejas voces en desuso, el empréstito de las expresiones provenientes de los dialectos provinciales (el picardo, el valón, el gascón, el normando), los cuales también descendían del latín y, por tanto, eran «hermanos» del francés, y, por último, el uso de las palabras técnicas pertenecientes al mundo de los oficios, hasta entonces preteridas del lenguaje literario. Con respecto a las nuevas palabras, señalaba Du Bellay la necesidad de tener la sabiduría y el coraje de inventar los términos necesarios para modernizar el francés. Aquí sugiere diversos modos: adjetivos o sustantivos en aposición (aigre-doux, pied-vite, homme-chien), adverbio más adjetivo o participio (mal-rassis), y verbo más complemento directo (l’eté donne-vin, l’air porte-nue, mouton porte-laine); formuló, además, la exigencia de crear vocablos formados por derivación, imitando de modo consciente la evolución espontánea del lenguaje y, finalmente, llamó a sus contemporáneos a fijarse con más detenimiento en las palabras surgidas del griego y del latín, como perennel, floride, inversión, ode, lyrique, orgie, périphrase, y otras.
Pero no bastaba, según el joven poeta, con engrandecer la lengua; era necesario, asimismo, realzar el estilo con el empleo de los giros, las figuras retóricas (principalmente las perífrasis, los epítetos y las metáforas) y, sobre todas las cosas, hacerse a la idea de alcanzar un acabado oficio poético. Es curioso el énfasis con que Du Bellay planteó este asunto del oficio poético, amparado en tres puntos fundamentales: la necesidad del trabajo, la versificación y el cultivo de los grandes géneros. Según el angevino, el verdadero poeta equipara el trabajo con el «furor divino» busca la inspiración en sus lecturas, medita en silencio, corrige infatigablemente lo escrito y escucha sin falta el consejo de amigos y mentores. Para él, la versificación era un oficio, y, como tal, exigía el conocimiento de sus leyes y una laboriosa iniciación en el arte de los versos; predicaba que la rima debía ser rica, pero que jamás debía sacrificarse el sentido de un verso en pos de la excelencia de la rima; insistía también en que era inexcusable rimar por el oído y no, como aún hoy suelen hacerlo muchos «autores», por los ojos o los dedos. De esto se desprende su insistencia en respetar el sentido musical de la poesía, basándose en la imprescindible armonía necesaria tanto en el verso como en la estrofa. Por último, afirmaba que los grandes géneros eran los de la Edad Antigua (la oda, la epopeya) y apostrofaba contra los géneros menores de la Edad Media (el rondel, la balada, la canción), de los cuales solo consideraba importante el soneto, dignificado por Dante y por Petrarca1.
Hacia el final de la Defensa…, Du Bellay disertó acerca de la traducción. Como era de esperar, condenó la manera practicada por los discípulos de Marot y elogiada por Sibilet, o sea, aquella donde se dan a conocer al lector las ideas del modelo, pero se renuncia a las gracias del estilo y a los giros originales que forjan la belleza de una obra poética2. Retomando casi literalmente los preceptos de Quintiliano, el redactor de este manifiesto alabó las bondades de la imitación, y la definió como el difícil arte de seguir las virtudes de un autor hasta el punto de casi convertirse en él; así, según Du Bellay, hicieron los latinos con los griegos, los imitaron tan bien que se transformaron en ellos, los devoraron y, luego de tenerlos excelentemente digeridos, los convirtieron en su sangre y en su alimento. De aquí deviene su teoría de la nutrición: un poeta sustentado por obras antiguas, llega a hacerlas tan suyas que los pensamientos, los sentimientos y los modos de expresión quedan tan impregnados en él que acuden de manera espontánea a su pluma durante el proceso de su propia inspiración3. Esta doctrina predicada por Du Bellay y sus correligionarios de La Pléyade, predominó durante mucho tiempo en las letras de Francia; a pesar de la feroz oposición que autores como François de Malherbe y Nicolas Boileau hicieran a estos pronunciamientos, todos los historiadores coinciden en afirmar que, gracias a La Pléyade, surgieron las grandes obras maestras del clasicismo, tan felizmente inspiradas en el arte antiguo.
Joachim du Bellay fue un hombre de precaria salud. Apenas cumplidos los treinta años comenzó a padecer de sordera4, y hubo de pasar alrededor de dos años, entre el 50 y el 52, postrado en cama. Durante ese período leyó y tradujo innumerables autores latinos y griegos y continuó dedicándose al ejercicio de la poesía. Para esa fecha, había publicado ya su primer libro de versos, La Oliva (escrito casi al mismo tiempo que Defensa e ilustración de la lengua francesa), una colección de 50 sonetos, aumentados a 115 en su segunda edición (1550). Mucho se ha conjeturado acerca de este título (una amante secreta, antecedentes familiares), pero esto, creo, carece de importancia. Du Bellay plasmó en él una pasión enteramente literaria, en la cual la sinceridad de los sentimientos ocupaba poco espacio. Le cantó a una amante ideal y se inspiró, rayando en la traducción literal, en Petrarca y otros poetas italianos de su escuela.
Petrarca confesó su amor por Laura de Noves en magníficos versos que, aunque sinceros y dolorosos en ocasiones, no dejan de estar escritos en una forma ingeniosa y, a veces, artificial. Sus imitadores italianos (Bembo y sus seguidores), llevaron —como hace siempre toda reacción retórica de cualquier movimiento poético— estas características hasta la caricatura. Du Bellay, encantado con los refinamientos del petrarquismo, se enroló en la aventura de cantar las bellezas de su dama a través de comparaciones con metales preciosos, astros y divinidades; de narrar sufrimientos psíquicos, tormentos morales, torrentes de lágrimas, apelaciones a la muerte, ofrendas de servidumbre a la amada inalcanzable y otras lindezas que no pasaban de ser figuras retóricas (alegorías, perífrasis, hipérboles, antítesis, juegos de palabras y metáforas a veces incoherentes). La Oliva, no obstante, reposaba sobre una concepción nueva del amor y de la belleza, eco lejano de la filosofía de Platón que ya había inspirado a los poetas de la Escuela Lyonesa (Heroët, Scève). Du Bellay expuso con brillantez la idea de que el amor por la belleza terrestre traducía la aspiración sublime del alma, prisionera en los cuerpos y en el mundo terrenal, de alcanzar la belleza divina e ideal. A la idea de un amor puramente físico se agregaba la de un amor casto y puro, impulsado hacia la belleza y la perfección. Hacia el final de la colección, el idealismo platónico se mezcla con la fe cristiana y las elevaciones religiosas enuncian una emoción más profunda y conmovedora que la sutileza de los poemas de amor.
La Oliva
(1549)
Esos cabellos de oro son los lazos, señora,
donde primero fue mi libertad prendida,
Amor la llama en torno del corazón enciende,
y esos ojos son dardos que el alma me traspasan.
Sólidos son los nudos, la llama áspera y viva,
el gesto de la mano que dispara, veloz,
y, sin embargo, amo, adoro y me seduce
aquello que me oprime, que me abrasa y me corta.
Así, para romper, extinguir y sanar
ese lazo apretado, ese ardor, esa herida,
yo no procuro hierro, ni licor, ni remedio:
la dicha y el placer que me causa morir
a través de tal mano no consienten que ensaye
ni una cortante espada, ni frialdad, ni raíz.5
Ces cheveux d’or sont les liens, Madame,
Dont fut premier ma liberté surprise,
Amour la flamme autour du cœur éprise,
Ces yeux le trait qui me transperce l’âme.
Forts sont les nœuds, âpre et vive la flamme,
Le coup de main à tirer bien apprise,
Et toutefois j’aime, j’adore et prise
Ce qui m’étreint, qui me brûle et entame.
Pour briser donc, pour éteindre et guérir
Ce dur lien, cette ardeur, cette plaie,
Je ne quiers fer, liqueur, ni médicine:
L’heur et plaisir que ce m’est de périr
De telle main ne permet que j’essaie
Glaive tranchant, ni froideur, ni racine.
Cuando el furor, que bate entre las grandes copas,
de este corazón mío la Oliva desarraigue,
entonces con el perro el lobo dormirá,
fiel guardián de los tímidos rebaños.
El cielo, que se ve entre tantas antorchas,
detendrá en el momento su corte tan violenta.
El fuego sin color y sin luz estará,
y oscuro el redondel de los dos astros bellos.
Los animales todos cambiarán de morada
los unos con los otros, y lo claro del día
parecerá la noche más húmeda y umbrosa.
De cerca los colores serán muy semejantes,
estará el mar sin agua, y el bosque, sin la sombra,
y sin olor las rosas y el resto de las flores.
Quand la fureur, qui bat les grands coupeaux,
Hors de mon cœur l’Olive arrachera,
Avec le chien le loup se couchera,
Fidèle garde aux timides troupeaux.
Le ciel, qui voit avec tant de flambeaux,
Le violent de son cours cessera.
Le feu sans chaud et sans clarté sera,
Obscur le rond des deux astres plus beaux.
Tous animaux changeront de séjour
L’un avec l’autre, et au plus clair du jour
Ressemblera la nuit humide et sombre,
Des prés seront semblables les couleurs,
La mer sans eau, et les forêts sans ombre,
Et sans odeur les roses et les fleurs.
Ya la noche atesora en su redil
un rebaño de estrellas vagabundas,
y para irse a insondables cavernas,
del día huyendo, recoge sus negros cabellos.
Ya el cielo de las Indias se enrojece,
y el alba más aún con sus trenzas doradas,
rociando mil perlas rosadas y redondas
de sus tesoros las arcas acrecienta:
cuando del occidente, como una estrella viva,
veo aparecer encima de tu verde ribera,
oh, mi querido río,6 una ninfa riente.
Y viendo, entonces, esta nueva Aurora,
el día, humillado, de un doble tinte encarna7
y el Anjeo y el Índico lo orientan.8
Deja la nuit en son parc amassoit
Un grand troupeau d’etoiles vagabondes,
Et pour entrer aux cavernes profondes,
Fuyant le jour, ses noirs chevaulx chassoit.
Deja le ciel aux Indes rougissoit,
Et l’aulbe encor’ de ses treses tant blondes,
Faisant gresler mille perlettes rondes,
De ses thesors les prez enrichissoit:
Quand d’occident, comme une etoile vive,
Je vy sortir dessus ta verde rive,
O fleuve mien! une Nymphe en rient.
Alors voyant cette nouvelle Aurore,
Le jour honteux d’un double teint colore
Et l’Angevin et l’Indique orient.
Si nuestra vida es menor que una jornada
para la eternidad, si el año que se cumple
despide nuestros días sin ilusión de vuelta,
si finita resulta toda cosa nacida,
¿qué sueñas tú, mi alma, prisionera en el cuerpo?
¿Por qué te place tanto la oscuridad del día
si, para remontarte a una estancia más limpia,
tú llevas a la espalda dos alas bien plumadas?9
Allá está el bien que todo espíritu apetece,
allá el sosiego al cual el mundo entero aspira,
allá se halla el amor, allá, también, el gozo.
Allá, oh, alma mía, en el más alto cielo,
podrás tú, al fin, reconocer la Idea
de la belleza que, en este mundo, adoro.
Si notre vie est moins qu’une journée
En l’éternel, si l’an qui fait le tour
Chasse nos jours sans espoir de retour,
Si périssable est toute chose née,
Que songes—tu, mon âme emprisonnée?
Pourquoi te plaît l’obscur de notre jour,
Si, pour voler en un plus clair séjour,
Tu as au dos l’aile bien empennée?
Là est le bien que tout esprit désire,
Là le repos où tout le monde aspire,
Là est l’amour, là le plaisir encore.
Là, ô mon âme, au plus haut ciel guidée,
Tu y pourras reconnaître l’Idée
De la beauté, qu’en ce monde j’adore.
Contra los petrarquistas (fragmentos)
(1553)
Yo he olvidado el arte de petrarquizar,
y quiero del amor francamente charlar
sin tener que agradarles y mi voz disfrazar:
los de tantos quejidos
no poseen un cuarto de real amistad,
y no tienen de penas siquiera la mitad,
cual sus ojos, que en busca de hallar vuestra piedad,
vierten lloros fingidos.
Ese no es más que el fuego de sus fríos calores,
nada más que el horror de sus falsos dolores,
y todo no es siquiera, de suspiros y ardores,
viento, lluvia y tormentas,
en suma, que no existe, al oír sus canciones
de su amor más que llamas y congelaciones,
flechas, lazos, y mil distintas condiciones
de parejas afrentas.
Lo de vuestras bellezas, todo es en fino oro,
perlas, mármol, cristal y hasta marfil sonoro,
todo tiene el honor del índico tesoro,
flores, claveles, rosas:
lo de vuestras dulzuras, todo es azúcar, miel,
lo de vuestros rigores, todo es áloe y es hiel,
lo de vuestros espíritus todo es el cielo cruel
con sus gracias sinuosas.
Yo me río a menudo del llorar de esos locos,
que mil veces querrían morirse por vosotros,
si creyesen ustedes de su hablar tan meloso
el perjuro artificio;
mas, por la parte mía, sin fingir ni llorar,
con respecto a ese punto les puedo asegurar
que yo quiero bien sano y presto continuar
para darles servicio.
De las bellezas vuestras yo diré solamente
que, si la vista mía no juzga locamente,
vuestra hermosura está ajustada igualmente
a vuestra buena gracia;
y de mi amor diré que mi rara afección
ha llegado a la cima de total perfección
de aquello que pudiera tenerse de pasión
por una bella cara.
Si no obstante Petrarca os parece grandioso,
retomaré mi canto otrora melodioso
y volaré a la estancia de los dioses gloriosos
con ala bien regida;
y allá, en el seno de sus divinidades,
elegiré cien mil de entre las novedades
de las que pintaré las mayores beldades
y la más bella Idea.
J’ai oublié l’art de pétrarquiser,
Je veux d’amour franchement deviser,
Sans vous flatter et sans me déguiser:
Ceux qui font tant de plaintes
N’ont pas le quart d’une vraie amitié,
Et n’ont pas de tant de peine la moitié,
Comme leurs yeux, pour vous faire pitié,
Jettent de larmes feintes.
Ce n’est que feu de leurs froides chaleurs,
Ce n’est qu’horreur de leurs feintes douleurs,
Ce n’est encor de leurs soupirs et pleurs
Que vent, pluie et orages,
Et bref, ce n’est, à ouïr leurs chansons,
De leurs amours que flammes et glaçons,
Flèches, liens, et mille autres façons
De semblables outrages.
De vos beautés, ce n’est que tout fin or,
Perles, cristal, marbre et ivoire encor,
Et tout l’honneur de l’Indique trésor,
Fleurs, lis, œillets, et roses:
De vos douceurs, ce n’est que sucre et miel,
De vos rigueurs, n’est qu’aloès et fiel,
De vos esprits, c’est tout ce que le ciel
Tient de grâces encloses…
Je ris souvent, voyant pleurer ces fous,
Qui mille fois voudraient mourir pour vous,
Si vous croyez de leur parler si doux
Le parjure artifice;
Mais, quant à moi, sans feindre ni pleurer,
Touchant ce point je vous puis assurer
Que je veux sain et dispos demeurer,
Pour vous faire service.
De vos beautés je dirai seulement
Que, si mon œil ne juge follement,
Votre beauté est jointe également
A votre bonne grâce;
De mon amour, que mon affection
Est arrivée à la perfection
De ce qu’on peut avoir de passion
Pour une belle face.
Si toutefois Pétrarque vous plaît mieux,
Je reprendrai mon chant mélodieux,
Et volerai jusqu’au séjour des dieux
D’une aile mieux guidée;
Là, dans le sein de leurs divinités,
Je choisirai cent mille nouveautés
Dont je peindrai vos plus grandes beautés
Sur la plus belle Idée.
Notas:
1. Es útil aclarar que hoy se tiene otra idea de los géneros, y el soneto es, desde luego, considerado una forma estrófica.
2. Mis traducciones de Du Bellay están más cercanas a la manera de Marot que a la del propio Du Bellay. Para mí, lo más importante de un poema es su andamiaje conceptual, es decir, el pensamiento que en él se expresa, y no siempre puedo equilibrar en una traducción la fidelidad al pensamiento con la fidelidad a los procedimientos literarios de mis modelos. Advierto, por otra parte, mi intento de salvar en los poemas de Du Bellay la música, el ritmo y cuantas sutilezas de lenguaje y estilo me ha permitido mi conocimiento del francés y, sobre todo, del español.
3. Ojalá y los desvelos que me he tomado para intentar acercarme cuanto fuera posible a la obra y el pensamiento de Joachim du Bellay se revierta en la calidad de mis versiones, y sirva para paliar en algo lo expresado en la nota anterior. De cualquier manera, ya había tratado de curarme en salud, suscribiendo la frase de José María Valverde, insigne poeta y traductor, que reza: «Traducir es una actividad que tiene un gran valor moral, porque es un ejercicio de ascética en dos sentidos: en primer lugar, porque siempre lo hace uno mal —este es un buen ejercicio para la educación del carácter— y, en segundo lugar, porque hay que olvidarse de uno mismo al traducir».
4. Como dato curioso, es interesante acotar que Pierre Ronsard, el otro gran poeta de la época, también era sordo desde su juventud.
5. En la época era muy común el uso de raíces para fabricar pócimas y remedios. Recuérdese, por ejemplo, las constantes alusiones a la raíz de la mandrágora en ciertas zonas de la poesía medieval europea, y hasta en algunos autores del temprano Renacimiento.
6. El Loira, principal río de la región de Anjeo, donde nació Du Bellay.
7. El día ya era rosado debido al color de las perlas del alba; ahora, el sonrojo de descubrir la belleza de una nueva aurora le da su doble coloración.
8. Este tema de la Bella Madrugadora, uno de los más socorridos por la poesía preciosista, aparece con diversas variantes en Desportes, Malleville, Voiture, y otros. El sol se eleva, pero su claridad se ve eclipsada por la belleza radiante de la mujer amada que obliga al día a guiarse no solo por el océano Índico (el Oriente para Du Bellay) sino, además, por la claridad que desprende la dama angevina (angevino es el gentilicio de los habitantes de Anjeo, provincia donde naciera Joachim du Bellay) y, por extensión, por la claridad que ella genera en toda la región de Anjeo.
9. Es obvia la filiación platónica de este poema: impaciencia del alma por escapar a la prisión del cuerpo y poder conocer no las apariencias, sino la contemplación real del mundo de las ideas puras. Platón se refirió, hablando de ello, a las alas del alma.
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