Como el agua que fluye, «que se despeña y choca, y salta y se retuerce… ¡Pero llega al mar»! (I)
Recuerdo vívidamente el día que se difundió la noticia de que le había sido otorgado el Premio Nacional de Literatura a Dulce María Loynaz. Yo estaba en Caibarién, en un evento literario, y allí algunos comentaban que la condecoración obedecía a una estrategia del gobierno para responder a la segunda nominación que recibía la autora al Premio Cervantes y evitar la sorpresa de que le fuera concedido este antes que el mayor reconocimiento intelectual patrio. El comentario, si bien llevaba algo de razón, me pareció mezquino, porque anteponía los intríngulis de la vida palaciega y de salón a los de la literatura, e intentaba reducir la obra de la autora a los vaivenes de la política y la publicidad. Por aquellos tiempos yo era un jovencito de veintiún años y aún no había sentido en carne propia toda la intensidad de esos vaivenes, por lo que mi malestar ante el suceso tenía un sesgo romántico y descansaba, sobre todo, en mis escasas lecturas de su producción por entonces: el volumen de Poesías escogidas publicado por Letras Cubanas en 1984 y el Bestiarium aparecido en un número de Revolución y Cultura en 1985, que me habían bastado, no obstante, para apreciar las vibraciones de un temperamento fortísimo y para identificar una voluntad de transgresión que, ahora puedo afirmarlo con conocimiento de causa, resulta la piedra angular de su poética.
En 1991 la Casa de las Américas comercializó la Valoración Múltiple compilada por Pedro Simón. De este suceso también archivo un recuerdo amargo: unos filólogos de mi provincia la destazaron en un panel, aduciendo no sé cuáles y cuántas carencias y textos sobrantes, cuando en realidad lo que pasaba era que ellos no habían sido convocados a integrar la selección. Aunque el libro incluye algunos pasajes de los que hubiéramos podido prescindir sin que se afectara nuestra integridad lectora, también traza un acercamiento diacrónico a la obra de la Loynaz que no ha podido ser superado hasta hoy, máxime porque en varias de estas piezas «antiguas», muchas incluso escritas como de soslayo, laten ya las principales pautas seguidas para abordar una escritura que si bien ha sido admirada (y despreciada), no siempre ha sido bien leída, tal vez, precisamente, porque los críticos repiten hasta el cansancio una serie de tópicos esbozados en las más valiosas de ellas.
Después vino la hecatombe. En 1992 le concedieron el Cervantes y cuanto comentarista pudo pergeñó su paginita para sumarse a una oleada legitimadora que no solo abarcaba a Dulce María (a quien en buena ley no le hacía falta), sino a la pléyade de «estudiosos» que a la sazón le aparecieron. A esas alturas ya la había leído mejor gracias a que la mayoría de sus libros fueron publicados en Cuba durante la primera mitad de la década del 90 y me sirvieron, lo cual nunca voy a agradecerle bastante, para paliar las severidades del Período Especial inmerso en un caudal de alta (y antipática).
[1] literatura como casi no hemos tenido desde esas fechas hasta acá. Sin embargo, porque soy un perito en causas «perdidas» y no me gusta llover sobre mojado y glosar pensamientos críticos ajenos, no quise sumarme al coro. Apenas articulé unas notas entre las muchas cuartillas que socialicé en Cubaliteraria acerca de la poesía cubana. La vida, sin embargo, es de una terquedad ejemplarizante. Al recibir la investidura de director del Centro de Promoción Cultural que lleva su nombre, muchos suponen que recibí asimismo la de especialista en su obra. Ese desliz de interpretación me ha compelido a afrontar conferencias, charlas, presentaciones de libros y ahora la redacción de este texto, que asumo como la oportunidad para expresar un conjunto de consideraciones personales sobre una de nuestras cumbres literarias y además para ventilar algunas reticencias que me inspiran determinados sectores de la crítica especializada, más preocupados en arrimar la brasa a su sardina, cualquiera que esta sea, que en facilitar el acceso a una labor cuya aparente sencillez confunde y enmascara algunos de sus méritos esenciales.
En primer término, hay un traspié del que no se han salvado ni siquiera sus más lúcidos exégetas: el de leerla tomando como eje la cronología de los libros publicados sin parar mientes en analizar aquellos que por dejadez, accidente o decisión autoral no circularon en su momento. Por tal razón casi todos los estudios integrales de su creación parten del análisis de Canto a la mujer estéril (publicado en 1937 en la Revista Bimestre Cubana) o de Versos (escrito entre 1920-1938 y publicado en este último año) y pasan por alto el Bestiarium, que no vería la luz sino varias décadas después. La propia Dulce María refiere cómo Raimundo Lazo y Aurelio Boza Masvidal, en su hora (1919, al parecer), la alertaron sobre el valor literario de la colección, pero aclara que ella no tomó en serio las sugerencias y solo accedió a darlo a conocer una vez que las exigencias de sus editores la condujeran a desenterrar sus manuscritos inéditos.[2]
Hay, sin embargo, cinco textos que señalan la relevancia de este cuaderno dentro de la faena autoral de Dulce María. Todos, valga aclararlo, firmados por mujeres. Dos de ellos, forman parte de la Valoración Múltiple, los de Mirta Yáñez y Annie Plasencia;[3] el tercero y el cuarto los publicó Nara Araújo en revistas de España y México, aunque solo el último lo recogió en su libro El alfiler y la mariposa.[4] El quinto es un fragmento del capítulo II de Contra el silencio,[5] de Zaida Capote, dedicado a repasar la poesía de la Loynaz. Las cuatro estudiosas convienen en apuntar que este es un poemario medular que “irrumpe en el mundo poético de Dulce María Loynaz para reclamar el lugar que no ocupara en su momento”.[6] Ese lugar vendría a ser el de la rebelión contra la autoridad escolástica que la reprobó en su examen de Historia Natural, el de anunciar los caminos e incluso el vocabulario de lo que ocurriría después en su poesía, el de condenar la crueldad humana contra los animales, el de defender la imaginación frente a la autoridad y la norma, y el de rozar, en algún momento, el universo de las vanguardias, sobre todo en el poema «Mosquito», que reza: Diminuto aeroplano en que viaja/la Fiebre Amarilla. Y tienen razón. Lo extraño es que ninguna aludiera a un bestiario sumamente célebre y que tal vez Dulce María conociera, al menos de oídas, el de Guillaume Apollinaire, pues tiene más de un punto de contacto con el escrito por la joven habanera.
El poeta francés había publicado la edición definitiva de Le Bestiarie ou Cortége d’Orphée en 1910 con una tirada muy reducida de ciento veinte ejemplares. Antes, en 1908, había incluido varios de esos poemas, bajo el acápite La Marchande des quatre-saisons ou le Bestiarie mondain en el número 24 de la revista Phalange. Este divertimento, inspirado sin duda en la poesía emblemática medieval (Fournival, Victor de Beauvais, el bestiario de Aberdeen), que a su vez se inspirara en el Physiologus griego del siglo ii de n.e., posee una dimensión simbólica, porque cada animal evocado, ya sea a través de la comparación o de la metáfora, se coloca al servicio de una moral, de algún precepto que el poeta destina a sí mismo o dirige a todos, en los que expresa sus exigencias y sus aspiraciones, y en los cuales van la confidencia personal dolorosa junto a la broma, el candor junto a la sabia elaboración, características que por igual contiene el cuadernillo de Dulce María. Quizá esta no conociera en verdad el experimento de Apollinaire sino a sus ilustres antepasados y las similitudes entre ambas colecciones obedezcan a la casualidad, o a lo que Samuel Feijóo denominaba «contactos poéticos». Aun siendo así, resulta notorio cómo coinciden las sensibilidades de dos personas tan diferentes: un hombre inmerso en las grandes batallas conceptuales del arte y la literatura modernos y conocedor de primera mano de escuelas, tendencias y maestros, y una muchacha cubana en apariencia al margen de tales coyunturas agonísticas e interesada en vengarse de la burocracia docente imperante en el bachillerato.
Le Bestiarie —curiosamente, también el primer poemario de Apollinaire— acusa una marcada influencia del simbolismo, que como lo definiera Jean Moréas en Le Manifeste du Symbolisme aparecido en Le Figaro en 1886 era «enemigo de la enseñanza, la declamación, la falsa sensibilidad y la descripción objetiva», prescripciones que igual se cumplen en el Bestiarium de la cubanita. Siempre me ha sorprendido mucho ver a la crítica literaria cubana más reciente, al acercarse a Dulce María, olvidar los apuntes de Alberto Lamar Schweyer, Emilio Ballagas, José María Chacón y Calvo, Eugenio Florit, o Juan Sampelayo, que la relacionan con la poesía francesa y el simbolismo.[7] Lamar y Ballagas la emparientan con Marceline Desbordes-Valmore, con quien, en efecto, la Loynaz tiene más de una convergencia en el fondo y en la forma; Chacón y Calvo opina que Juegos de agua resulta un título parnasiano, Florit la presenta como una persistencia del simbolismo que no se dejaba vencer por lo «nuevo», mientras que Sampelayo la relaciona, aunque en negativo, con Paul Verlaine. Estas asociaciones me parecen muy sugerentes y me gustaría detenerme un poco en el asunto.
Pero antes quisiera transcribir el concepto de la propia poetisa acerca de la poesía, que me servirá para poner en crisis algunos puntos de vista críticos que es preciso desbrozar antes de seguir adelante:
Resumiendo pues estas ideas que solo son las recogidas por mi experiencia personal, les digo, que la poesía debe llevar en sí misma una fuente generadora de energía capaz de realizar alguna mutación por mínima que sea. Poesía que deja al hombre donde está —al ama de casa en su quehacer doméstico, a la mecanógrafa en su silla de mecanógrafa, al sabio en su sillón de sabio— ya no es poesía.
Poesía es siempre un viraje, un vuelco y así ha de sentirse, cuando se lea y cuando se escriba.[8]
El texto citado corresponde al año 1950 y obedece a una comparecencia de Dulce María en la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana, en la clase de Literatura de Raimundo Lazo. Que esté fechado tres décadas después que el Bestiarium no significa que las ideas en él expuestas no estuvieran en la cabeza de la autora desde el principio, como sí indica la actitud subversiva y desautomatizadora que entrañan los poemas de juventud y que se mantuvo incólume, o mejor, que fue ganando en fuerza e intensidad en Canto a la mujer estéril, Versos, Juegos de agua, Poemas sin nombre y Últimos días de una casa; así como en sus memorables piezas narrativas Jardín, Un verano en Tenerife y Fe de vida.
Esa actitud subversiva y desautomatizadora, cuyo gesto primigenio subyace en Bestiarium, es la que a mi juicio define la poética de la autora y la conduce a mantenerse firme contra las corrientes de la moda literaria y de la vida de salón tan del gusto de la mayoría de los escritores. De ella nace esa originalidad a toda prueba que caracteriza su obra y esa voluntad de trasgresión que acuña volumen tras volumen y en la cual tampoco la crítica ha reparado en su conjunto, dejándose guiar por quienes la constriñeran al «intimismo lírico», a una «cierta intemporalidad» y a una «ascendencia modernista muy cercana al purismo»,[9] frases con las que Jorge Luis Arcos refrenda opiniones del Cintio Vitier autor de la anotación sobre la poetisa en Cincuenta años de poesía cubana, donde afirma:
Dulce María Loynaz da una nota distinta, no condicionada por las inquietudes y reacciones de lo que suele llamarse la «emancipación de la mujer». Poetisa natural, silenciosa, destinada, esa falta de fermento polémico en su expresión permite que la esencia de lo femenino trascienda en ella con una pureza, un temblor, una autenticidad, que desarman toda actitud crítica. Y no por simpatía, sino porque, en rigor, tanto sus aciertos como sus caídas revelan siempre una verdad y eso tan raro que puede llamarse propiamente un estilo.[10]
También a la «falta de fermento polémico» parece remitirse Enrique Saínz cuando asevera: «De ahí que la influencia vanguardista tenga en sus textos una vigencia de escasos relieves, despreocupada como estuvo siempre […] por todo cuestionamiento con pretensiones innovadoras».[11] Incluso Zaida Capote, quien ha escrito el que es para mí el estudio más completo sobre su obra, donde identifica y analiza muchos de los cambios que la autora trajo a la literatura cubana e hispanoamericana, plantea: «No creo que pueda afirmarse que la poesía loynaciana “conoce de una variada evolución”». [12] Cita que en apariencia se contradice con la que cierra el capítulo II de Contra el silencio, dedicado al estudio de su lírica:
Cada libro de poesía es, en la peculiar carrera literaria de Dulce María Loynaz, un hito; cada uno de ellos se distingue por lo que aporta al resto de su obra, por su novedad, así como también por el modo de reelaborar su herencia poética y vivencial previa. Así, íntimamente ligados por imágenes, ideas y sentimientos compartidos, sus poemarios se organizan como la muestra coherente de esa obra singular que sin duda son.[13]
Coincido con este último apunte, pues veo la poesía de la Loynaz como una espiral siempre en ascenso cuyo fulcro reside en Juegos de agua, cuaderno en el cual se consolida de forma práctica una plataforma teórica que nutre el resto de su itinerario, idea que pretendo demostrar en estas páginas, en las cuales también aludiré, de pasada, a interesantes hallazgos de su prosa narrativa en aras de apoyar mis razonamientos alrededor de su lírica.
[1] En el penúltimo ensayo de The Sacred Wood, dedicado a William Blake, Eliot apunta que la humanidad suele conspirar contra la honestidad conceptual y formal de la alta poesía al considerarla antipática. Según el propio Eliot, la poesía de Blake tiene la antipatía de la alta poesía, de aquella que, por una extraordinaria labor de simplificación, exhibe la enfermedad esencial o la intensidad del alma humana, y cuya honestidad nunca existe sin una gran realización técnica, descubridora de nuevas formas expresivas para el cúmulo de ideas nuevas a través de las cuales el poeta propone una relectura del universo y de la propia poesía. Ver T. S. Eliot: «Blake» en The Sacred Wood: Essays on Poetry and Criticism, Methuen, London, 1960, pp. 151 y ss.
[2] Ver «Conversación con Dulce María Loynaz» en Valoración Múltiple, compilación y prólogo de Pedro Simón, Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 1991, pp. 62-64.
[3] Ver Mirta Yáñez: «Didascálico y poético», pp. 385-390; y Annie Plasencia: «Bestiarium: testimonio inapreciable de oficio poético», pp. 391-396.
[4] Cf. «Naturaleza e imaginación: el Bestiarium de Dulce María Loynaz» en Anthropos, Barcelona, núm. 151, dic., 1993, pp. 65-67, y «El alfiler y la mariposa, la sombra y la luz: convención y trasgresión en la poética de Dulce María Loynaz» en Iztapalapa, México, núm. 37, jul.-dic., 1995, pp. 141-156. Este último aparece como «El alfiler y la mariposa» en el libro homónimo, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997, pp. 109-134.
[5] Ver Zaida Capote: Contra el silencio, Editorial Letras Cubanas, pp. 49-52.
[6] Ídem., p. 49.
[7] Cf. Todos los textos están recogidos en Valoración Múltiple: Alberto Lamar Schweyer en «Otras opiniones», pp. 633-635; Emilio Ballagas: «Gracia y pureza en Juegos de agua”, pp. 308-314; José María Chacón y Calvo: «Juegos de agua: perfección formal e intimidad verdadera», pp. 315-330; Juan Sampelayo: «Actual y eterna», pp. 331-335; Eugenio Florit: «Una voz definitiva en la lírica cubana», pp. 123-126.
[8] Ver Dulce María Loynaz: «Mi poesía: autocrítica» en Valoración Múltiple, pp. 79-97. La cita en la página 82.
[9] Ver Jorge Luis Arcos: «Las palabras son islas. Introducción a la poesía cubana del siglo XX» en Las palabras son islas, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1999, p. XXVIII.
[10] Cf. Cintio Vitier: Cincuenta años de poesía cubana, Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, La Habana, 1952, p. 157.
[11] Consultar Enrique Saínz: «Para una lectura de Dulce María Loynaz» en Indagaciones, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1998, pp. 38-65. La cita en la página 38.
[12] En Contra el silencio, p. 9.
[13] Ídem, p. 57.
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