Como el agua que fluye, «que se despeña y choca, y salta y se retuerce… ¡Pero llega al mar»! (II)
Ahora quisiera volver al tema de la influencia francesa y los nexos de Dulce María con el simbolismo. No existe testimonio escrito, o al menos yo no lo conozco, de que la Loynaz manejara los estudios críticos de Verlaine contenidos en Les poètes maudits, donde el pobre Lelián, aparte de hablar de sí mismo, comenta con desbordante entusiasmo la poesía de Tristan Corbière, Stéphane Mallarmé, Arthur Rimbaud, Marceline Desbordes-Valmore y Villiers de L’Isle-Adam. Para la historiografía literaria, este volumen afianza los nexos de todos estos poetas con su maestro, Charles Baudelaire, y remarca los vínculos entre este y los antes mencionados: vidas trágicas, tendencia a las conductas autodestructivas, crecimiento literario en soledad, lejos de las capillas y las academias y, por ende, una libertad creativa descomprometida de los contextos históricos y puesta al servicio de la voluntad de cada poeta y de su arrojo para adentrarse en la búsqueda artística. Pero la ausencia de testimonio no indica el desconocimiento de la Loynaz, porque aun cuando no los hubiera leído en francés ni frecuentara la obra de ninguno de ellos, sí sabemos que había leído bien y que admiraba a múltiples autores de lengua española muy marcados por el simbolismo y su(s) poética(s): Rubén Darío, José Martí, Julián del Casal, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez.
De la asunción y relectura de esas influencias nace, quizá, Versos, cuya acotación temporal en el título (1920-1938) induce a pensar antes en lo que Roberto Manzano llama «un almacén lírico» que en un libro organizado con la coherencia de un pensamiento estético renovador. Si miramos con calma, esa opinión apenas se sostiene, pues el poemario posee una suerte de espina dorsal de clara filiación simbolista: los sujetos líricos van hilvanando un discurso sobre la tristeza del artista incomprendida por el hombre común (visible en «Eternidad», «Mi tristeza es suave…», «La tristeza pequeña»); sobre la necesidad de humanizar las cosas feas de la vida («El madrigal de la muchacha coja», «El pequeño contrahecho», «Coloquio con la niña que no habla» y «El amor de la leprosa») y traer a la tierra, en virtud de la fe, la mirada del poeta torremarfilista ( «La oración del alba», por ejemplo, entabla un sutil diálogo controversial con «¡Torres de Dios! ¡Poetas!» de Darío alrededor de este asunto); sobre la tesis de que el hombre encuentra en el entorno solo vestigios de divinidad que debe plasmar en símbolos y analogías que lo ayuden a compartir con el lector su encantamiento sublime («Oda a la Virgen María», «La oración de la rosa», «La sonrisa»); sobre el alivio que representan la Noche y el Silencio en el diario descubrir la realidad, sobre el sentido oculto que subyace en la entraña de todo (“Profesión de fe», «Premonición», «Vino negro», «Destrucción», «Nocturno», «Desprendimiento»); sobre la necesidad de recurrir a una nueva y misteriosa belleza para enfrentar la deshumanización del mundo, reclamo que aparece, de una u otra manera, en casi todos los poemas del conjunto.
Herederas del simbolismo son, además, la música y la versificación del cuaderno. Dulce María echa mano de los hallazgos de otro simbolista, Jules Laforgue, y se expresa mediante un metrolibrismo que ya había tenido en Cuba la teorización de Regino Boti y la praxis artística de este y de José Manuel Poveda, claros antecedentes de la Loynaz. También de corte simbolista resulta el léxico predominante en el volumen, donde términos tan caros a Verlaine como «agua», «noche», «luna» y «muerte» se repiten una y otra vez o aparecen expresados a través de la sinonimia o en palabras de campos semánticos afines.
A modo de colofón para Versos, Dulce María coloca Canto a la mujer estéril, que ya había circulado antes en la Revista Bimestre Cubana en 1937 y en forma de separata en el mismo 1938. Este desafiante y mal comprendido poema la diferencia radicalmente de las otras poetisas latinoamericanas coetáneas con las que ha sido a menudo comparada y con quienes guarda, desde luego, similitudes temáticas y discursivas que obedecen, por un lado, a la visión de género y, por otro, al manejo de fuentes e influencias más o menos comunes. No obstante, ninguna de ellas abordó con tanta crudeza y desparpajo un tema tan sensible como la infertilidad, en tanto la cubana arrostró el desafío e hizo públicas sus consideraciones sin abandonar la filiación simbolista (todos los detalles analizados en el resto del libro pudieran corroborarse en una lectura minuciosa del Canto…)y apostó por otro tipo de maternidad, la artística, con lo cual añade otro toque simbolista, lo saturnino, actitud con la que Verlaine había cantado al sacrificio como única fuente de creación y de renovación, y había alabado el mérito del dios que devora a sus hijos en aras de un dinamismo lento e implacable que, como la Vida y el Tiempo, devora todas sus creaciones.
Esa postura sustitutiva que antepone el Arte a la Vida, o mejor, que completa la Vida con el Arte, anima desde el inicio Juegos de agua. Baste leer la dedicatoria: A Pablo Álvarez de Cañas, en vez del hijo que él quería. O lo que es igual: ya que no puedo o no quiero darle un hijo de carne y hueso, le doy estos poemas que son agua y sangre, símbolos de la comunión cristiana, para que crezcan con él y en él como fruto del Amor. Porque el amor, en casi todos sus matices, permea también la poesía de la Loynaz. Ya Versos muestra los más variados tonos, desde las paradojas de rancia herencia pretarquista-quevediana de «Soneto» hasta las resonancias de la carroña baudelairiana de «Siempre, amor», pasando por el deseo de amar en libertad de «La balada del amor tardío», por el miedo que engendra el acto de amar en «El amor indeciso», por la exhortación al riesgo amatorio de «Si me quieres, quiéreme entera» (tan similar al «Tú me quieres blanca» de Alfonsina Storni), por la disolución en el hastío de los sentimientos amorosos en «La mujer de humo», o por el renunciamiento ético al amor y a los demás placeres carnales en ese pequeña joya titulada «Precio»:
Toda la vida estaba
en tus pálidos labios…
Toda la noche estaba
en mi trémulo vaso…
Y yo cerca de ti,
con el vino en la mano,
ni bebí ni besé…
Eso pude: Eso valgo.
Este va a ser un tema tan importante en Juegos de agua, que forma parte del subtítulo: Versos del agua y del amor, pues también en sus más variados tonos, el amor se enseñorea en este libro, desde un poema muy próximo a los «Rondeles» casalianos como es «Cuando vayamos al mar…» (en el cual el sujeto lírico se declara poseedor de un secreto que extrañará al interlocutor, aunque aquí se declinan las oscuras resonancias casalianas a la enfermedad u otras sutilezas del amor y el texto goza de un leve y enriquecedor matiz erótico), hasta «Estribillo del amor de mar», «Naufragio» o «Poema imperfecto», en los que el mar destaca la inasible subjetividad del amado, una constante de la poesía amatoria desde que Catulo y Propercio entonaran sus quejas por las cambiantes voluntades de Lesbia y de Cintia, respectivamente. Hay otro poema apenas mencionado por la crítica que se me antoja clave en cuanto a la enunciación de un discurso de género: «El agua rebelada». En él se alude otra vez a la opción emancipadora de la mujer, que se sacude «cauce y nombre», «como los ríos desbordados», porque le es imprescindible sentirse libre para amar a plenitud.
Este libro también acusa, desde su primer texto, una clara filiación simbolista. Obsérvense si no las coincidencias entre «Juegos de agua» y «Claire de lune», primer poema de Fêtes galantes de Verlaine, que transcribo, además, en una traducción de Juan Ramón Jiménez que no debe haberle sido ajena a Dulce María. Dice la poetisa:
Los juegos de agua brillan a la luz de la luna
como si fueran largos collares de diamantes:
Los juegos de agua ríen en la sombra… Y se enlazan,
y cruzan y cintilan dibujando radiantes
garabatos de estrellas…
Hay que apretar el agua
para que suba fina y alta… Un temblor de espumas
la deshace en el aire; la vuelve a unir… desciende
luego, abriéndose en lentos abanicos de plumas…
Pero no irá muy lejos… Esta agua sonámbula
que baila y que camina por el filo de un sueño,
transida de horizontes en fuga, de paisajes
que no existen… Soplada por un grifo pequeño.
¿Agua de siete velos desnudándote y nunca
desnuda! ¡Cuándo un chorro tendrás que rompa el broche
de mármol que te ciñe, y al fin por un instante
alcance a traspasar como espada, la Noche!
Dice Verlaine por boca de Juan Ramón Jiménez:
Vuestra alma es un paisaje escogido que hacen
encantador enmascarados y bergamascos,
tocando en sus laúdes, danzando y casi tristes,
bajo la burla de sus disfraces fantásticos.
Y mientras van cantando en el modo menor,
el amor vencedor y la vida oportuna
parece que no creen en su dicha y deslíen
en el claro de luna su canción y su música,
en el claro de luna, sereno, triste y bello,
que hace soñar a los pájaros en los árboles
y sollozar en éxtasis los grandes juegos de agua,
los juegos de agua esbeltos entre los blancos mármoles.[2]
Como vemos, los términos simbolistas «agua», «noche» y «luna» vuelven a repetirse desde el inicio del cuaderno. Quisiera detenerme, no obstante, solo en el agua, que a partir del título se anuncia como el símbolo fundamental. La propia autora, al dividir el libro, nos propone tres variantes de interpretación: agua de mar, agua de río y agua perdida, los nombres de las tres secciones que integran el volumen. El abanico de significados de cada una de ellas es múltiple. Comencemos con el mar, cuya principal lectura resulta, sin duda, la del infinito, la de la fuerza humilde pero inconmensurable que todo lo puede asimilar y destruir; aunque también la del lugar que envuelve la isla, ese sitio paradisíaco donde tan bien se está a pesar de la furia de las aguas; por otra parte, el mar representa uno de los grandes cronotopos del viaje, de la aventura, de las búsquedas del individuo y también de sus fracasos (miremos el poema «Naufragio», por ejemplo), así como de las paradojas del ser y del género (no olvidemos que este acápite termina con un texto titulado «Mujer y mar»). El río, a su vez, simboliza el fluir, la perseverancia, el arraigo (recuérdese el archicitado «Al Almendares»), y, sobre todo, la posibilidad de intuir que hay otra orilla, esa que tal vez nunca vamos a alcanzar más nos obliga a ir en pos suya en cada nueva oportunidad. En cuanto al agua perdida, la escritora la asocia con los manantiales, los estanques, las cascadas, los surtidores, la lluvia, es decir, otras variantes del ciclo de transformaciones de una sustancia tan maleable que siempre termina por ir al mar y desde este, de nuevo, emprende el vuelo en pos de la eternidad. A propósito de ello, me gustaría detenerme en el poema «Noé», que cierra la colección y al que la crítica especializada tampoco le ha puesto mucho asunto. En apenas cuatro versos Dulce María introduce el símbolo de la salvación en el personaje bíblico elegido por Dios para preservar a su familia, a las demás especies y, a la postre, al mundo, gracias a que garantizaría la reproducción de hombres y animales después de la ira de Jehová ante la corrupción de la vida terrenal. En Juegos de agua Noé no emplea ni la paloma ni el cuervo para obtener señales del cese del diluvio existencial, sino que utiliza la palabra, una versión sonora del río, que fluye, y asimismo del mar poderoso y eterno, que viene y va sin cesar. A pesar de que esta palabra en apariencia no vuelve con las buenas nuevas, bastaría cotejar el siguiente poemario de la Loynaz (Poemas sin nombre) para entender que, en efecto, Noé salvó al hombre y a la mujer para que encontraran otra vez a Dios a través del amor y de la palabra, temas centrales de los textos en prosa publicados en 1953.
Esta fina arquitectura compositiva me ayuda en una tarea difícil: desmentir a Dulce María con respecto a la organización del libro. Esta afirmó:
Mi libro Juegos de agua, que parece hecho ex profeso para tratar el bello tema, es solo una recolecta de poemas incidentes en él, pero escritos en diversidad de épocas y circunstancias. Tanto que cuando los quise reunir, me encontré que no alcanzaban para un libro y en la imposibilidad de hacer las seis o siete composiciones más que se necesitaban, me vi obligada a intercalar pequeñas prosas olvidadas, para cubrir espacio. Lo que ha parecido a muchos una originalidad o un adorno, no ha sido más que necesidad simple; la misma de la modesta anfitriona a quien no alcanza la vajilla azul y la salpica como de propósito con platos color de rosa.[3]
Pero ojo. No se debe creer a pie juntillas en lo que los autores dicen. Y menos a una autora como esta, que se las pasó burlándose sutil o abiertamente de los críticos y de los estudiosos y rechazando con energía cualquier atisbo de planificación o intelectualización del proceso escritural.[4] Esa filiación más o menos romántica cae por su propio peso si apreciamos cómo cada sección va abriendo paso a la otra y cómo el poema final deja lista la espiral para que venga el próximo poemario. Además, resultaría demasiado ingenuo creerle a Dulce María que fue casualidad lo de rellenar su cuaderno con pequeñas prosas olvidadas, si constatamos que ese próximo poemario va a ser una de las mayores colecciones de poemas en prosa de la lengua española y va a abrir la senda para el futuro Poemas náufragos (en el cual de uno u otro modo sigue viva la idea del arte como fracaso, pero un fracaso sin el cual no podría intentarse la intervención en el caos), tal vez el momento más alto en la obra lírica de la Loynaz. Me parece más verosímil el hecho de que la poetisa decidió «ensayar» en Juegos de agua la efectividad del poema en prosa, variante que luego iba a convertirse en la más trabajada por ella y con la cual obtuvo, a mi juicio, sus mayores cotas de expresión poética. Asimismo, el ardid de centrar la construcción del poemario en una sustancia con tanto poder transformacional como el agua, y acompañarla encima del término «juegos» apunta más hacia una obra abierta, con distintos modelos para armar, bastante inusual a esas alturas en la poesía en lengua española, que hacia un poemario monotemático y monótono como la escritora pretende hacernos creer.
Notas:
[1] No suena demasiado descabellado jugar con la idea de que Dulce María hubiera leído en su juventud la primera edición de La poesía francesa del Romanticismo al Superrealismo, compilada por Enrique Díez-Canedo y Fernando Fortún, que fuera publicada en Madrid en 1913. Allí hay una copiosa selección de los poetas simbolistas, traducidos por notorios autores de la época: Juan Ramón Jiménez, Mauricio Bacarisse, Guillermo Valencia, Enrique González Martínez y los mismos antólogos, entre otros.
[2] Como Verlaine es un poeta al que se le ha hecho poca justicia al traducirlo al español (no es el caso de la traducción realizada por Juan Ramón Jiménez, que me parece encomiable), puesto que muchas de las aportaciones de su pensamiento y su estilo solo son apreciables al leerlo en el original, trascribo aquí «Claire de lune», para que pueda el lector franco parlante comparar ambos textos: Votre âme est un paysage choisi/Que vont charmant masques et bergamasques/Jouant du luth et dansant et quasi/Tristes sous leurs déguisements fantasques.//Tout en chantant sur le mode mineur/L’amour vainqueur et la vie opportune,/Ils n’ont pas l’air de croire à leur bonheur/Et leur chanson se mêle au clair de lune,//Au calme clair de lune triste et beau,/Qui fait rêver les oiseaux dans les arbres/Et sangloter d’extase les jets d’eau/Les grands jets d’eau sveltes parmi les marbres.
[3] Ver Dulce María Loynaz: «Mi poesía: autocrítica» en Valoración Múltiple, p. 97.
[4] Estas líneas semejan más bien un ejercicio de la captatio benevolentiae tan del gusto de las mujeres escritoras latinoamericanas, que buscaban enmascarar en la modestia de género y en la burla sutil para con los lectores (sobre todo hombres) la verdadera intención subversiva de sus textos desde los puntos de vista ideotemático y formal. A pesar de que el Canto a la mujer estéril entraña un desafío abierto a esa actitud, esta se mantiene en muchas confesiones de Dulce María sobre Jardín, Un verano en Tenerife o Fe de vida, que son libros muy desautomatizadores y provocativos.
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