Como el agua que fluye, «que se despeña y choca, y salta y se retuerce… ¡Pero llega al mar»! (III)
Hay todavía otro detalle en el que deseo abundar y es la visión heraclitiana del agua en este libro. Para Emilio Ballagas, existe proximidad con Tales de Mileto, para quien el agua constituyó el origen de todas las cosas.
[1] Sin embargo, varios poemas refieren al agua como devenir donde todo fluye (lo mismo el hombre que el mundo), a la par que se convierte en su opuesto hasta alcanzar una unidad armónica. Recordemos que Heráclito en verdad decía: «En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos» (se sobreentiende que ni nosotros ni el río), y no como luego fuera difundido por Platón en el Crátilo: «No se puede entrar dos veces en el mismo río». O sea, el original de Heráclito resulta todavía más dialéctico, porque ambos elementos cambian, se trasmutan y hacen más incesante el devenir. Esa dialéctica me ayuda a reforzar la tesis de que no hay ingenuidad alguna en la composición del volumen y sí una profunda conciencia de que, como ya cité antes, «la poesía debe llevar en sí misma una fuente generadora de energía capaz de realizar alguna mutación por mínima que sea». En ese sentido, Juegos de agua puede considerarse una suerte de libro de las mutaciones en ese conjunto de entes mutantes, «raros», que es la producción literaria de Dulce María, siempre a contrapelo de las modas y las escuelas, siempre creyendo que la relectura de la tradición es la mejor manera de arribar a las revoluciones.
Esta revolución, por supuesto, no alcanzó solo al espectro de la poesía cubana, dentro de la cual Juegos de agua obtuvo reseñas de algunos de los mejores críticos del momento (Ballagas, José María Chacón y Calvo, Eugenio Florit), aunque también contó con el silencio o la crítica tangencial de otros como Cintio Vitier o Roberto Fernández Retamar, en cuyos Lo cubano en la poesía y La poesía contemporánea en Cuba la presencia de la Loynaz es casi nula; sino que tuvo su resonancia en España, donde apareció la edición príncipe. Allá tenía reseñas y semblanzas de Juan Ramón Jiménez y de Gerardo Diego, y luego las tuvo de Carmen Conde, de Concha Espina, de Juan Sampelayo, de José García Nieto y de Antonio Oliver Belmás, entre otros. Sobre el impacto de Juegos de agua en la poesía de España nos comenta Antonio Piedra muchos años después:
Estamos, en principio, ante un libro singular en la poesía española contemporánea. Fue publicado en un momento de reorganización poética, al final de la década de posguerra, en donde a la vez todo era posible: la voz existencialista de Hijos de la ira de Dámaso Alonso, el neorromanticismo fundante de Sombra del paraíso de Vicente Aleixandre, los neogarcilasistas que pedían un retorno a los adentros, los revolucionarios de Espadaña y de Proel, los que clamaban por una poesía social como terapia de choque con Blas de Otero a la cabeza, y también los nostálgicos de la vanguardia que, en torno al postismo, intentaban una recuperación interesante pero poco menos que imposible. En 1947 se publican en España una serie de libros importantes. De entre ellos yo señalaría, porque en cierta manera apuntalan y despejan los horizontes de una década convulsa, cinco: Como quien espera el alba de Luis Cernuda, Movimientos elementales de Gabriel Celaya, la Antología rota de León Felipe, Mujer sin edén de Carmen Conde, y Juegos de agua de Dulce María Loynaz.
Sin entrar en ningún tipo de valoración particular, el poemario de Dulce María se diferencia de los otros cinco en dos aspectos capitales: por su ajuste riguroso a una temática elemental -es decir, la idea aquí se convierte en naturaleza comprobable-, y porque el pretendido rumbo neorromántico de la poetisa cubana ya está resuelto aquí como experiencia vital, como pensamiento, y como factura poética. El punto de equidistancia entre Juan Ramón Jiménez y el 27, que constituía la gran tentación y la potente disyuntiva de aquellos años, tiene en Juegos de agua su expresión y su propio pulso. El neorromanticismo loynaziano arrebata los argumentos a la teoría precedente para quedarse con los valores contantes y sonantes, casi exclusivos, que supone la aplicación de una cosmogonía en un libro tan estricto como el suyo.[2]
Por supuesto, quienes hayan seguido hasta aquí el discurrir de mis ideas, entenderán que discrepo de colgarle a Dulce María el sambenito del neorromanticismo o cualquiera de los otros que le han atribuido y que antes he mencionado. Su aversión personal a las escuelas le hubiera impedido sentirse militante de alguna, incluso aunque admirara profundamente a sus líderes, como sucede con el modernismo y su confesa fascinación por Martí, Casal y Darío.[3] Creo que sus vínculos con el simbolismo estriban en que su sagacidad artística le permitió entender que este era la cuna de la cual nació todo lo nuevo: el poema en prosa de Baudelaire, Rimbaud y Lautréamont, el prosaísmo de Laforgue y Tristan Corbière, el simultaneísmo de Apollinaire y Blaise Cendrars. Y de esas fuentes bebió, como mismo hicieran T. S. Eliot y Ezra Pound, los dos grandes renovadores de la poesía mundial en las primeras décadas del siglo xx, y Vicente Huidobro y César Vallejo, en cuyas producciones poéticas son bastante visibles las aportaciones simbolistas sobre todo a la hora de construir las metáforas. Por eso no puedo comulgar con la opinión de Florit acerca del tema cuando acota:
Lo que sí es oportuno, creo, es situar a Dulce María Loynaz en aquel mundo postmodernista que se iba disolviendo hacia 1920 y que, a su vez, iba a abrirse a las corrientes revolucionarias sueltas también por los demás países de nuestra cultura occidental años antes y después de la guerra del catorce. Pues en este mundo a que me refiero, Dulce María Loynaz […] representó una persistencia del simbolismo que no se acababa de dejar vencer por los ataques de lo nuevo «nuevo».[4]
Al contrario, me parece que lo que sucedía en realidad era que el simbolismo no combatía a lo nuevo, sino que se trasmutaba en lo nuevo una vez que las enseñanzas de los poetas antedichos marcaron el destino de la lírica occidental de manera irreversible y abrieron el espectro a las diversas formas de vanguardia que, en el caso americano, coexistieron con el modernismo y se complementaron con él. La escasa duración del modernismo cubano hizo que el llamado posmodernismo adquiriera en Cuba una fuerza mayor, impulsado por la influencia de poetas latinoamericanos como Leopoldo Lugones (a partir de Lunario sentimental, publicado en 1909) o Porfirio Barba Jacob, quien incluso residió en La Habana en los años 20. De esos influjos proviene el metrolibrismo que ya comenté y, además, el prosaísmo, que si bien no se manifiesta tanto en Juegos de agua, donde la autora se decanta por un lenguaje más “purista”, sí va a ser piedra de toque en Versos (imágenes como “esencia de pomo” o “gelatina sensible” o “talco herido” rayan lo antipoético) y será la principal conquista estilística de Últimos días de una casa, con el cual Dulce María comparte inquietudes estéticas con la corriente que a la altura de 1958 empezaba a ganar fuerza en Cuba y en toda Hispanoamérica: el conversacionalismo.[5]
En su acercamiento de 1947 a Juegos de agua el crítico español Juan Sampelayo se pregunta cosas del jaez de «¿Quién recuerda ya los cantos de Maldoror? ¿Quién recuerda ya las “clownerías” sensitivas de Laforgue […] ¿Quién recuerda ya la divisa “No escribimos más que para los ojos de los Ivan Goll, de los Soupault, de los Tzara, de los Cendrars?”»,[6] sin entender que esos autores habían sido los pilares, entre otros, de las grandes revoluciones de las vanguardias tanto en Europa como en América y que, contrario a lo que él pensaba, Dulce María debe de haberlos leído con suma atención y sacado de esas lecturas el provecho de mezclar los experimentos más audaces planteados por ellos con la tradición española a la que siempre se aferró en aras de defender y a la vez modernizar la lengua materna.
¿Cómo si no entender la experiencia de Poemas sin nombre, que constituye otra novedad? Esta colección de textos en prosa donde el sujeto lírico intenta una aventura de salvación mediante el amor (con visibles ecos de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús), representó una rara avis en el conjunto de la poesía cubana. A pesar de la religiosidad de múltiples poetas notables cubanos del siglo xx (los miembros de Orígenes, y otros) nunca había existido, ni lo hubo después, un cuaderno íntegramente dedicado al diálogo con y al conocimiento de Dios. Si a esto añadimos la calidad literaria de los poemas, la mezcla de lirismo y violencia que trasunta un lenguaje adherido a la más rica norma castellana, siempre vigilante del peso de la metáfora, de la palabra como forma final del descubrimiento de la divinidad, que inscribe este libro entre los pasajes más altos del idioma, reafirmamos la idea de excepción antes expuesta. A pesar de que la poetisa había ensayado de modo tímido con el poema en prosa en Juegos de agua, todavía estaba muy cercana al ritmo musical del poema en versos. La auténtica ruptura se produce en Poemas sin nombre, único por sus características conceptuales y, además, por el manejo de la prosa: un español limpio y macizo que goza con hacer poética la palabra simple, con que esta descubra nuevos órdenes y sentidos para el sondeo del universo y se trascienda a sí misma en su función de facilitadora del diálogo con la divinidad.
Dulce María, sin embargo, siguió buscando en esa ruta: ahí tenemos los Poemas náufragos,[7] colección que recoge textos salvados de la destrucción y que, como apunta César López en su prólogo a la Poesía de la autora: «plasman en su poética una prosa que se desenvuelve sin negar ninguna de sus posibilidades, ni las líricas ni las narrativas. Relatos, prosas de poeta, crónicas emocionales, evocaciones, introspecciones, memorias. Todo eso y algo más, ejercicio magistral de quien enseña lo que tiene y puede hacerlo en cualidades plenas».[8] O sea, una aventura otra que intenta regresar a ese estado primigenio en que se confunden la prosa y la poesía en un magma fundacional como el que declaraba encontrar Miguel de Unamuno en la escritura martiana; una aventura liderada por quien, habiendo manejado a su arbitrio el verso español más tradicional y la prosa más castiza (recuérdese Un verano en Tenerife), podía saltar hacia esa dimensión unitiva de los Poemas náufragos. Aquí sería prudente recordar que Dulce María había intentado, en la narrativa, un experimento igual de único: la novela lírica Jardín demuestra a las claras su pertinacia en obtener una armonía, un equilibrio, una concentración expresiva entre los en apariencia dispares géneros de la poesía y la prosa.
No pretendo detenerme demasiado en su prosa narrativa, sino solo acotar algunos pormenores. De analizar en profundidad Jardín me libran los cientos de páginas que sobre ella han escrito muchas cabezas más lúcidas que la mía. Lo mismo en la Valoración Múltiple que en Encuentros…, podemos hallar disímiles acercamientos a esta peculiar novela; no obstante, prefiero remitir a los lectores a cuatro textos que me parecen más agudos en sus análisis y más a tono con la dinámica de los estudios literarios contemporáneos: el capítulo III del ya mentado Contra el silencio de Zaida Capote, el ensayo «Mujer desde el jardín: Dulce María Loynaz» de Olga García Yero (en Leer páramos lejanos. Cuatro ejercicios críticos, Editorial Ácana, Camagüey, 2001); y los libros Silencio y destino. Arquetipos culturales y representación simbólica en Jardín de Dulce María Loynaz de Alberto Garrandés (Editorial Plaza Mayor, San Juan, 2002) y Hongo fino. La Modernidad en Jardín de Dulce María Loynaz: Imantación y delirio de Rufo Caballero (Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2005). En todos ellos se ofrecen lecturas que coadyuvan a refrendar mis tesis sobre la constante experimentación de Dulce María y sobre sus vínculos con la vanguardia narrativa latinoamericana, heredera de los aportes de sus ilustres antecesoras europeas, muchos de ellos colindantes con el simbolismo. Quiero, apenas, anotar que los orígenes de Jardín igual pudieran encontrarse en Juegos de agua, pues la mujer que tiene su amor en el mar y el marinero de rostro oscuro y el propio mar que aparecen en la colección de poemas reaparecen aquí en los personajes de Bárbara y el marinero y, obviamente, en el mar que rodea al jardín donde se mueven estos.
Voy a apuntar, por último, solo dos características de los demás libros: cómo Dulce María se aventura a sazonar la novela de su época mixturándola con el libro de viajes en Un verano en Tenerife, muchos años antes de que V. S. Naipaul hiciera similar apuesta para sanear la maltrecha novela contemporánea; y cómo luego viola todas las convenciones genéricas y sigue jugando con los críticos y los lectores al aseverar que Fe de vida contiene sus memorias, cuando en realidad escribe otra novela, esta vez para contar, detrás de la pretendida autobiografía y la biografía de Pablo Álvarez de Cañas, una historia de amor con dos capítulos: el de su relación con el «periodista» canario y el de su relación con su primo Enrique de Quesada y López, quien fuera su primer esposo. De cierto modo, los prolegómenos de ambas narraciones subyacen ya en Juegos de agua, en el que la poetisa deja claras sus filiaciones insulares y también su incondicionalidad a Pablo, al que no iba a darle un hijo, pero sí una obra literaria excepcional que daba fe de una fertilidad como pocas en el universo de la lengua castellana.
[1] Emilio Ballagas: «Gracia y pureza en Juegos de agua» en Valoración Múltiple, pp. 308-314. El comentario sobre Tales en p. 310.
[2] Ver Antonio Piedra: «La dama del agua» en Encuentros. Sobre la obra de Dulce María Loynaz, compilación de Madelín Díaz Monterrey, Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2012.
[3] Cf. «Conversación con Dulce María Loynaz» en Valoración Múltiple, pp. 31-66. La alusión a Darío en página 42; de Martí y Casal habla en la página 45.
[4] Eugenio Florit: «Una voz definitiva en la lírica cubana» en Valoración Múltiple, pp. 123-1226. La cita en la página 124.
[5] Para abordar el estudio más detallado de Últimos días de una casa recomiendo los ensayos «Días en la casa de la poesía» de César López en Valoración Múltiple, pp. 354-384; «Contexto cubano de Últimos días de una casa: antecedentes y relaciones estilísticas y formales» en Jardín, Tenerife y Poesía: Fe de vida de Dulce María Loynaz, de Virgilio López Lemus, Editorial Cauce, Pinar del Río, 2005, pp. 25-39; y «Testimonio de una destrucción: Últimos días de una casa de Dulce María Loynaz» de Jesús J. Barquet en Escrituras poéticas de una nación: Dulce María Loynaz, Juana Rosa Pita y Carlota Caulfield, Ediciones Unión, La Habana, 1999, pp. 23-54.
[6] Juan Sampelayo: «Actual y eterna» en Valoración Múltiple, pp. 331-335. La cita en la página 333.
[7] Sin duda el mejor texto para abordar el estudio de Poemas náufragos resulta Dulce María Loynaz: la agonía de un mito, de Ileana Álvarez y Francis Sánchez, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Juan Marinello, La Habana, 2001.
[8] César López: «Proyecto para una lectura demorada», en Poesía de Dulce María Loynaz, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1993, pp. v-xix. La cita en la página xviii.
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