A estas alturas, parece un acto de temeridad acometer el encargo de escribir sobre la «Elegía a Jesús Menéndez» de Nicolás Guillén; obviamente, porque es difícil aportar algo nuevo después de las anotaciones de Mirta Aguirre, Ángel Augier y Luis Álvarez, quienes han hecho, a mi juicio, contribuciones cardinales al estudio de esta pieza crucial en la historia de la poesía cubana e hispanoamericana del siglo xx. No obstante, voy a arriesgarme; no porque crea en la novedad o agudeza de mis observaciones, sino por el hecho de que la admiración por la obra de mi coterráneo resulta un buen pretexto para que, citando a esos y otros críticos, polemizando con ellos y deslizando aquí y allá alguna discreta reflexión, le rinda homenaje al autor y a ese curioso texto en particular.
En 1952, apenas un año después de la aparición del poema, publica Mirta Aguirre su ensayo «En torno a la “Elegía a Jesús Menéndez”». En él ofrece varias claves de interpretación que se han mantenido inamovibles a través de las páginas críticas sucesivas; a saber: el sentido sinfónico, de oratorio revolucionario que mezcla verso libre, prosa, romances eneasílabos, endecasílabos de variados tipos; o el uso de diversas peculiaridades acentuales, entre las que descuella, sin duda, el fragmento que trata de las cotizaciones bursátiles, donde «Nicolás Guillén logra transformar en material genuinamente poético las informaciones de las páginas financieras de la prensa»;[1] y, sobre todo, el carácter realista y a la vez simbólico del poema.
En este último aspecto me gustaría detenerme y hasta debatir con los criterios de Mirta Aguirre y la vinculación de la «Elegía…» con el realismo socialista. Afirma la ensayista al respecto: «¿Este estilo simbólico, legendario, de voz casi mesiánica, no contradirá –podrían preguntase los jóvenes escritores a quienes la cuestión interesa– las exigencias poéticas del realismo socialista?»[2]
Hay un chiste atribuido a Jorge Luis Borges que siempre me ha causado mucha gracia. Un periodista le preguntó qué opinaba acerca del realismo socialista y él dijo: «Lo mismo que sobre la pastelería protestante o el fútbol católico, que son dos términos difíciles de hacer creíbles en una sola cláusula». En efecto, si uno conoce la nefasta influencia del llamado realismo socialista en la literatura soviética (para no entrar en otras literaturas de los países de Europa del Este), ya visible, dicho sea de paso, en la época en que Mirta Aguirre escribe estas opiniones sobre Guillén, no vacilará en aseverar que la «Elegía…» no es, bajo ningún concepto, una obra que pueda adscribirse a dicha corriente. No olvidemos que esta, aun en sus conquistas más sobresalientes (Así se templó el acero de Nikolai Ostrovski, por ejemplo), no alcanza a eludir el maniqueísmo de los personajes propio de la idea de que el artista debía pintar sucesos y personas reales desde una óptica optimista e idealizada que proporcionara la imagen de un futuro glorioso para la URSS bajo la era comunista. Tampoco sería prudente olvidar el detalle de la feroz censura desatada contra aquellos escritores que no acataron las normativas y procedimientos de la teoría estética propugnada por los líderes del PCUS, la cual retardó la difusión nacional e internacional de figuras como Anna Ajmátova, Marina Tsvetáieva, Óssip Mandelstam, Borís Pasternak, Mijaíl Bulgákov, Anatoli Ribakov, Vasily Grossman, Yuri Dombrovski y Mijaíl Zóschencko, y constriñó la visión que de la literatura producida en la Unión Soviética podía tener el resto del mundo.
Si recordamos el también aciago influjo que sobre la literatura cubana posterior a 1959 ejerció la corriente de marras —de la que fuera la Aguirre, por cierto, una de las principales ideólogas—, no nos resultaría extraña esa temprana preocupación de la autora por la paradoja entre el tono simbólico, legendario, mesiánico del poema y las exigencias poéticas del realismo socialista. Me atrevería a asegurar que a la ensayista militante le inquietaba la recepción, entre las filas del Partido y fuera de ellas, del recurso guilleniano de aprovechar la casualidad de que el líder azucarero se nombrara igual que Cristo para proponerlo como el Mesías de la Revolución en el profético fragmento VII de la composición. [3] Y, lo que pudiera ser peor desde su punto de vista, que apelara al lenguaje bíblico, a su remedo, en un momento en que el ateísmo era una de las piedras de toque en los estatutos del Partido. Cautelosa, Mirta Aguirre se apresura, incluso sin hablar de la Biblia, a reforzar las calidades revolucionarias del texto y a hacer hincapié en el aspecto realista y es ahí, creo, donde no le hace justicia a Guillén, pues esa mirada desacralizadora y hasta pragmática sobre las Sagradas Escrituras, en un autor cuya postura atea resulta incuestionable, es uno de los hallazgos principales de la «Elegía…» desde el punto de vista de la función comunicativa —tan cara a las consideraciones marxistas del arte—, ya que amplía las resonancias del canto político y civil hacia un conjunto de lectores quizá desentendidos de la historia y la ideología, pero prontos a dejarse seducir por una versión sutil de los Evangelios: postura mesiánica que se opone al desajuste social, el crimen como posible erradicación del motivo de la revuelta, denuesto del asesino en una curiosa mezcla de Judas y Poncio Pilatos, resurrección, difusión del mensaje por otros confines de la tierra[4] y vaticinio del advenimiento de una aurora de libertad, justicia y progreso para todos.
En un ensayo que publiqué hace varios años, titulado «Nicolás Guillén: visión de un adelantado», insistía en el marcado signo ontológico de las elegías y lo señalaba como un filón desatendido por la crítica. Debido a la importancia de aquellos planteamientos para el tema que ahora trato, me permito citarlos de nuevo aquí en aras de una mejor comprensión de mis argumentos:
[…]no quisiera pasar por alto un detalle que me parece interesantísimo: el marcado signo ontológico de las Elegías.Siempre he creído que la poesía cubana, desde sus inicios, ha padecido un exceso de sociología que lastra las páginas de algunos de sus más brillantes autores. Está en Heredia, en Zenea, en Milanés, en Acosta, en Pedroso, en Ballagas, en Cintio, en Fina, en Eliseo, en el mismo Guillén. Y ni hablar de la historia desde 1959 hasta nuestros días. Creo, al mismo tiempo, que lo mejor de la poesía nacional radica en la indagación ontológica de esos mismos autores, o de otros como Martí, Lezama, Baquero, Feijóo, que han hurgado profundamente en el ser nacional y universal buscando, en múltiples ocasiones, ser en el Ser. No es el caso de Guillén. Al menos no de manera expresa. Las alusiones guillenianas a Dios, o a cualquier forma de dios, generalmente son desacralizadoras o, cuando menos, retóricas. Sin embargo, si organizamos las elegías comenzando por “El apellido” y luego «Elegía camagüeyana», «Elegía cuban», «Elegía a Emmett Till», «Elegía a Jacques Roumain», y, finalmente, «Elegía a Jesús Menéndez», encontraremos algo particular: Guillén indaga en sus orígenes ancestrales como ser racial, después en sus orígenes fundacionales como ser vivo, más tarde en sus orígenes como ser miembro de una nación, de un continente, y, por último, indaga en los orígenes de tres seres humanos, negros todos, muertos todos, símbolos todos y resucitados todos (el niño, a través del estado angelical de inocencia que le confiere su propia infancia, el poeta a través de la inmortalidad literaria y la amistad, el prócer a través del ejemplo revolucionario que emana de su figura) para volver a indagar en los orígenes de los orígenes. ¿Y qué está más cerca del Ser que lo imperecedero, incluso si lo consideramos en su variante atea? Nada, supongo.[5]
Por desgracia, pocos han leído así a Guillén, enarbolado siempre como estandarte de la poesía revolucionaria, entendida esta en su más estrecha connotación ideopolítica. Muchos de sus más agudos exegetas (Mirta Aguirre, Ángel Augier, Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar, Nancy Morejón, Guillermo Rodríguez Rivera) centran su discurso crítico en estas perspectivas, en los aportes de la poesía negra, de la preocupación antillana, del son, del mestizaje, de la identidad, de lo social, de lo histórico. Esa es, sin duda, una de las razones que conduce a Jorge Luis Arcos a advertir una suerte «de depreciación del modelo ideal en que la crítica había convertido la obra poética de Guillén»,[6] y a abogar por la necesidad de un proceso de asentamiento cognoscitivo que extraiga a Guillén y a su poesía de todas las determinaciones contextuales y las mediaciones externas y lo estudie por la naturaleza y la calidad intrínseca de su obra.
Párrafos antes de este reclamo, el ensayista aborda las elegías de Guillén. Pasea por el conocido trayecto elegíaco en la producción del poeta, remarcado por él mismo y sobre todo por Ángel Augier en su imprescindible estudio «Las grandes elegías de Nicolás Guillén»,[7] hasta llegar al párrafo que añado a continuación para que se comprenda mejor mi posterior polémica con algunas de sus ideas:
Su elegía, por tantos motivos, arquetípica, es «Elegía a Jesús Menéndez». No hay dudas de que es su construcción poética más ambiciosa ideotemática y estilísticamente. Poema polifónico, suerte de aleph de diversos tonos y modalidades expresivas, algo realmente inusual, novedoso, dentro del contexto poético cubano, y que tuvo que producir un gran impacto en el momento de su publicación. No es para nada una elegía clásica, por su diversidad estructural y compositiva. La conjunción de metros clásicos, de un lenguaje metafórico contemporáneo, de prosa rítmica, poética, de prosaísmo, y de poemas-sones, expresa un conjunto sinfónico de una gran coherencia significacional y expresiva. Ha sido calificado como el ejemplo emblemático de la poesía social cubana. Ahora bien, eso no puede conducirnos a derivar de todo ello juicios propiamente estéticos que acaso el tiempo se encargará de situar en una óptica más objetiva. Solo quiero añadir que en poemas como La tierra baldía de T. S. Eliot, se había ensayado también esa mezcla de lo propiamente lírico y lo épico, de lo subjetivo y de lo objetivo. Aquí, indudablemente, lo extraliterario ha desempeñado un papel decisivo: no hay que olvidar que este poema fue considerado por una zona de la crítica como el logro artístico más relevante de toda la poesía cubana.[8] Digo esto porque si bien estoy seguro de que muchos otros poemas de Guillén quedarán para siempre como ejemplos, en un ámbito al menos iberoamericano, de una calidad lírica excepcional, de una expresión poética de valores universales, no creo, sinceramente, que este sea el caso de sus elegías, por mucha importancia que ellas puedan tener para conocer la cosmovisión guilleniana, por mucha relevancia que puedan mantener dentro de una apreciación diacrónica de la historia de nuestra poesía. La importancia de un poema no implica necesariamente un juicio de valor estético, aunque en este caso —me refiero a la «Elegía a Jesús Menéndez»— sea, por diversas razones, uno de los poemas más polisignificativos escritos por un cubano, y aunque se aprecien en él indudables calidades literarias.[9]
Por supuesto, comparto las aseveraciones acerca de las características del poema, el rechazo a las categóricas afirmaciones de Mirta Aguirre y a su impronta en muchos trabajos menores que pueblan las planas de múltiples libros y revistas cubanos, y hasta la predilección por otras zonas de la poesía de Guillén (El son entero y Poemas de amor son mis colecciones favoritas), pero no puedo comulgar con la actitud de restarle méritos estéticos a la «Elegía…» por las mismas razones extraliterarias que han servido a otros críticos para engrandecerla. Y me llama la atención un detalle: Arcos menciona la similitud del texto guilleniano con La tierra baldía y pasa por alto el que quizá sea el mayor mérito literario de la pieza, el de ser en nuestra poesía —tal vez junto con Muerte de Narciso pero en una dimensión bien diferente— el momento cumbre de la asimilación de las vanguardias y de la aplicación de sus enseñanzas en la escritura poética y, encima, el primer peldaño apreciable de la contaminación intergenérica con que el propio Guillén marcara años después, con El diario que a diario (1972), la temprana presencia de la neovanguardia y su filiación posmoderna en la lírica cubana.[10]
[1] Ver Mirta Aguirre: «En torno a la “Elegía a Jesús Menéndez”» en Un poeta y un continente, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1982, p. 18.
[2] Ídem, pp. 24-25.
[3] Sobre este asunto señala Cintio Vitier en su «Hallazgo del son» en Lo cubano en la poesía, Universidad de Las Villas, 1958, p. 365: «Desde luego, la ambigüedad que se quiere establecer con el nombre de Jesús Menéndez y el nombre de Cristo, resulta lo menos afortunado del poema». Aquel Vitier de 1958, por una causa contraria, pero en el fondo similar a la de Aguirre, el sectarismo ideológico, se molesta con el hallazgo guilleniano de mezclar al líder religioso y al líder sindical. Me hubiera gustado saber qué pensaba del asunto el Vitier que luego aplaudiera la teología de la liberación y la apertura de las filas del Partido Comunista de Cuba a personas de las más diversas creencias religiosas. Acerca de esta parábola y su entramado de alusiones bíblicas ha reflexionado acuciosamente Mónica Mansour en su «Transformaciones en la poesía de Guillén» en Revista de Literatura Cubana, Ciudad de La Habana, Año VI, no. 11, julio-diciembre de 1998, pp. 47-67.
[4] En esta zona del poema (fragmento VI) se aprecia claramente la convergencia con otro monumento de la poesía social de la época, el Canto general (1950) de Pablo Neruda. Las preocupaciones a la vez épicas y éticas, civiles e históricas, políticas y metafísicas, y las referencias por un lado a la geografía continental y por otro a la explosión descolonizadora, son algunos de los puntos de contacto entre ambas obras.
[5] Ver «Nicolás Guillén: visión de un adelantado» en revista Antenas, Centro Provincial del Libro y la Literatura de Camagüey, no. 8, mayo-agosto 2002, p. 8.
[6] Ver Jorge Luis Arcos: «Para una re-lectura de Nicolás Guillén» en Para adelantar el día de Nicolás Guillén. Estudios por un centenario, compilación de Luis Álvarez y prólogo de Jorge Luis Flores, Editorial Ácana, Camagüey, 2002, p. 44.
[7] En Revista de Literatura Cubana, Ciudad de La Habana, Año VI, no. 11, julio-diciembre de 1998, pp. 6-16.
[8] Aquí Arcos refiere las opiniones de Mirta Aguirre al respecto. A modo de ejemplo, adjunto un fragmento capital: «la “Elegía a Jesús Menéndez”, ese poema grande que hoy toda la crítica literaria nacional señala en voz baja —en voz baja, porque para decirlo de otro modo, salvo una excepción honrosísima, nadie ha tenido coraje— como el logro más alto de cuanto ha producido la poesía cubana en cien años. Y, acaso, en toda su historia.», op. .cit., p. 15. El entusiasmo militante de la autora, que la lleva a olvidar a Heredia, a Casal, a Martí, a Lezama, a Diego, refrenda por sí solo la postura de Arcos, pero es bueno no dejarse provocar hasta el extremo de repetir la parcialidad crítica que refutamos.
[9] Ver Arcos, op. cit., pp. 38-39.
[10] El ensayo de Osmar Sánchez Aguilera «Matices y colores bajo el gris (Otro vistazo a una década, un género, un poeta)» en Cuba. Poesía, arte y sociedad. Seis ensayos, Editorial Verbum, Madrid, 2006, me parece el mejor acercamiento a este curioso libro de Guillén. Aunque Sánchez Aguilera no hace en ningún momento una afirmación tan tajante como la mía en cuanto a la presencia de lo posmoderno, la propia descripción de sus procedimientos artísticos (revivals, interdiscursividad, intertextualidad, dialogismo, parodia, carnavalización) permite aventurar tal hipótesis.
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