En Hablo de tierra conocida Galindo añade otro matiz a su diálogo con la divinidad: el del amor carnal. En la tesis aludida, afirmaba que para el poeta la amada resulta también «tierra conocida» donde existe un remanso contra las vicisitudes de la existencia, que el amor en Galindo va desde la visión idílica del Cantar de los Cantares hasta una concepción sexual que afiance la perdurabilidad de los frutos del espíritu, presente en el «Poema de tu lengua», cuyas asociaciones surrealizantes lo convierten encima en un texto atípico por antonomasia dentro de su contexto:
Tu lengua como animal de amor
Tu poderosa lengua como un río de duraznos
Tu lengua como una rara joya rescatada al olvido
Hecha ternura con el jugo de todas las raíces
Hecha con todos los misterios que la tierra cubre
Sea tu lengua selvática y profunda
Cuando penetra como un enjambre tibio por mi boca
Sea tu lengua de miel
De cántaro
De pez frenético
De olvido
Porque las golondrinas han de tener tu misma lengua
Y las piedras del mar han de tener tu misma lengua
Y hasta los árboles más tiernos han de tener tu misma lengua
Yen la tarde de todas las palomas
Las amorosas yeguas han de tener tu misma lengua
Así es amor
Por esa lengua tuya
Diáfana
Precisa
Portadora del polvo y del fuego de todas las edades
Llegamos al conocimiento más justo del amor.
Virgilio López Lemus definió Hablo de tierra conocida como «una búsqueda incesante y un hallazgo del amor que no es solo Eros, que no canta solo al diálogo de los cuerpos, sino que enaltece el conocimiento humano, la dimensión ética, afectiva, de que es capaz nuestra especie».[1] No lo explicita López Lemus, pero lo añado yo: aparte de Eros, hay Ágape, la entrega de sí mismo y la necesidad de posesión que incluyen al ser amado y también a Dios y que son una de las características principales que diferencian a los cristianos, pues Jesús es la gran revelación de esa forma de amor. Hay grandes poetas cristianos (san Juan de la Cruz, John Donne) que han tomado la senda de llegar al Ágape a través del Eros, de simbolizar, mediante la cópula sexual, la fusión del alma con Dios, posibilidad última del amor como conocimiento y como emancipación.
Esa es la tónica de la primera sección de Últimos pasajeros en la nave de Dios, titulada «La flor más blanca del jardín». El arribo al misterio divino gracias a la intervención femenina es otro signo predilecto de los poetas cristianos. Desde Dante nos resulta familiar que la amada represente un cúmulo de virtudes a veces un tanto inaccesibles y que su espíritu antes que su cuerpo —casi nunca en esta tradición se produce el hallazgo carnal— sirva al cantor para develar, sucesivamente, los misterios tan parecidos del amor y de la fe. Con matices en cuanto a la naturaleza de las relaciones del poeta con su amada, en esta línea están el Petrarca del Cancionero, el Ariosto y el Tasso líricos, Pietro Bembo, Giovanni della Casa, y muchos españoles como el marqués de Santillana, Ausías March, Garcilaso, Fernando de Herrera, Góngora, Quevedo o el Miguel Hernández de El rayo que no cesa. No es exactamente el caso de Galindo, pues sus sujetos líricos no cantan a la amada imposible, sino a una amada que es todas las mujeres posibles, y a través de cuya carne se asciende en el camino de la salvación. Solo que los poemas del cubano, en su afán de ir más allá, conjugan el erotismo sacro de un san Juan o un Donne con las sutilezas teológico-cognoscitivas de un Dante y la subjetividad problemática de un Petrarca y consiguen convertirse en textos erótico-amatorios poseedores, para mí, de uno de los más altos calibres líricos dentro de la poesía cubana.[2]
Estas maneras de aproximarse a la divinidad se complementan con la revisión que hace el poeta, en la historia del arte y la literatura, de otros colegas que intentaran sostener el diálogo con Dios. No es una actitud nueva en su lírica la de volverse a examinar la obra de grandes artistas: en Mortal como una paloma en pleno vuelo aparecen sonetos titulados «Juana Borrero» o «Giorgio de Chirico», o poemas en los que «conversa» con Rolando Escardó o con Dylan Thomas; en Rosas blancas para el Apocalipsis sondea a Fray Angélico o a Lautréamont; sin embargo, en «Vamos a mirar detrás de las estrellas, segunda sección de» Últimos pasajeros en la nave de Dios, Galindo avanza en su exploración intertextual e indaga en Van Gogh, en Chagall, en Dostoievski, en Carl Spitteler, en Vallejo, a quienes considera, de algún modo, paladines en la tarea de hallar a Dios en la tierra, inmerso en las contradicciones del arte y de la vida, en el doloroso crecimiento espiritual de los hombres.
Hay, en este apartado, dos textos interesantísimos por su manera de emplear la intertextualidad: «David, de las Islas Turcas» y «Mañana el guerrillero»; en ellos, Galindo se conecta con páginas del Diario de José Martí y de Ernesto Guevara en Bolivia, respectivamente, para buscar los caminos hacia Dios mediante el análisis de pasajes en apariencia intrascendentes en la existencia de dos próceres que son, para él, figuras claramente sacrificiales. Carmen Sotolongo, en el prólogo de Aún nos queda la noche, establece el parentesco de ambos poemas con la presencia de Cristo, «una de sus imágenes preferidas en la galería de personajes de la abnegación eucarística»,[3] en la sección final del poemario, «La voz de Dios canta en mi corazón». En efecto, Martí y Guevara tienen mucho de Cristo en su prédica subversiva desde el punto de vista político y en su entereza de morir en aras de sus ideales de justicia y libertad; incluso, la pervivencia y proliferación de esos ideales después de sus muertes —salvando las distancias, desde luego—, nos remite en cierta medida a la diseminación del cristianismo en el pensamiento filosófico, religioso y cultural de Occidente. Estas coincidencias las aprovecha Galindo para colocarlos como colofón de su «museo ideal», como punto álgido en el que confluyen historia, política, religión y poesía, y para dejar listo el escenario en el cual abordará su reinterpretación de Dios en Cristo, hombre purificado por el holocausto y ascendido al misterio de la divinidad.
Siempre he creído que el tema de Dios es una de las grandes carencias de la poesía cubana. Impensable, en nuestros predios, hallar un Dante o un Milton, a pesar de los archiprobados vínculos entre temática religiosa y circunstancia sociopolítica que apunta con tino Leonardo Sarría en su prólogo a la compilación Golpes de agua. Antología de poesía cubana de tema religioso. Esto ocurre quizá porque la oreja peluda de lo político ha terminado por imponerse en el imaginario poético a la presencia de Dios, cuyo papel ha quedado relegado a «arquetipo de justicia, moral, y en consecuencia, supremo restaurador de los desequilibrios y frustraciones sociales»,,[4] a un oyente, como acota Arturo Arango, «persistentemente invocado, citado, pero en escasas oportunidades asociado con el ejercicio de la fe, y menos aún desde la ortodoxia o la obediencia».[5] Aunque la observación de Arango se refiere a la más joven poesía cubana, el razonamiento es aplicable a mucha de nuestra poesía religiosa anterior a los años 90 del siglo XX, anterior, incluso, a 1959. En el prólogo a Golpes de agua, Sarría acude a la opinión de Luis Álvarez para catalogar a la poesía católica cubana como «un movimiento que va de la escritura ampulosa, huecamente retórica, catequética o de resonancias épicas […] hacia una interiorización de la voz lírica, la cual irá haciéndose cada vez más robusta a través de los poetas románticos y a lo largo del siglo XIX cubano». [6] No obstante, me parece que, salvo en algunas páginas elegíacas de Luisa Pérez de Zambrana, en Poemas sin nombre de Dulce María Loynaz, en «Beth-el» de Feijóo, en «Oración y meditación de la noche» de Gaztelu, en Dador de Lezama y en algunas zonas de la producción de Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García Marruz, la relación con la divinidad no alcanza las perturbaciones cognoscitivas o el éxtasis participativo que ofrecen los grandes monumentos de la poesía religiosa universal.[7]
En efecto, después de varias décadas en que hablar de Dios o profesar algún tipo de creencia religiosa era considerado no solo de mal gusto, sino que resultaba hasta peligroso para el desenvolvimiento social de las personas, hoy resulta abundante la presencia del sustantivo Dios en la más reciente poesía cubana, casi siempre como una figura retórica, como un interlocutor silencioso a quien se le pide explicación o consuelo, o se le increpa por los males que acosan al individuo, y en muy raras ocasiones como una auténtica expresión de fe o de duda teológica. Pero ello no le resta valor, al menos en la expresión de las voces principales. Dios, en cualesquiera de sus variantes, fue una motivación poco recurrente en la poesía cubana posrevolucionaria (excepto entre los origenistas y algunos de sus menos heterodoxos seguidores); para mí, el hecho de su reaparición valorizado como una variante dialógica, y a pesar de cuanto puede haber en ella de retoricismo, de moda estilística, entraña ya un notable atisbo de carácter ontológico en esta poesía que pudiera entroncarla con la gran tradición de la poesía occidental cuyo derrotero primordial ha sido indagar en Dios (o en su ausencia, muerte y discutible resurrección) como brújula para averiguar acerca del sitio y el destino del hombre en el universo,[8] y de la cual nos hemos mantenido muy distantes por inquirir demasiado en las relaciones con la nación y con el estado.
Por supuesto, ha habido excepciones. Eso que antes llamé perturbaciones cognoscitivas y éxtasis participativo, creo encontrarlo en algunos poetas contemporáneos cuya intención controversial con la(s) figura(s) de la divinidad y con los procesos de conversión y presunto descubrimiento del misterio divino, les confiere un grado de particularidad. Pienso, digamos, en el Rafael Almanza de Hymnos I e Himnos II y de «Sonetos del amor divino», en el Roberto Méndez de El cuaderno de Aliosha y El rostro, en el Jesús Lozada de Archipiélago y Los ojos quebrados, en la Bertha Caluff de Las playas de todos los mundos y El vigoroso trazado, en el Alberto Garrido de El leopardo en la casa de Dios, y en parcelas de la lírica de Juana García Abás, Virgilio López Lemus, Ileana Álvarez, Liudmila Quincoses y Francis Sánchez. Y, sin dudas, en el Carlos Galindo de la trilogía que integran Rosas blancas para el Apocalipsis, Últimos pasajeros en la nave de Dios y Aún nos queda la noche.[9]
Sostengo que el instante más alto, dentro de la obra de Galindo, en lo referente al diálogo con Dios, está en la tercera sección de Últimos pasajeros…, la ya mencionada «La voz de Dios canta en mi corazón».[10] Es aquí donde con mayor nitidez pueden apreciarse los granos de disensión, de subversión, de recontextualización cultural que pueblan el diálogo entre el poeta y la divinidad. En su enjundioso estudio Literatura y conversión, el ensayista alemán Hans Jürgen Baden[11] disecciona algunas posturas de la conversión religiosa y dice preferir aquellas en que la soberbia, la rebeldía del espíritu poético consiguen sobreponerse a la mansedumbre del converso y proponer siempre nuevos ángulos que, sin plantear un resquebrajamiento de la fe, contribuyen a enriquecer la cosmovisión del poeta y a librarlo de redactar proclamas proselitistas o pasajes cantables para la escuela dominical. Como ejemplos de ese diálogo proteico entre poeta y divinidad, Baden señala a Paul Claudel y a T. S. Eliot, dos autores muy presentes entre las fuentes e influencias de Carlos Galindo. Amén de la importancia que el aprendizaje en la lectura de ambos pueda haber tenido en el villaclareño, sospecho que en Galindo persevera la misma desobediencia, para abordar el tema divino, que mantuvo ante la norma coloquialista en su juventud; su abordaje polémico —y polisémico— de asuntos como la crucifixión, el milagro de la resurrección de Lázaro, o determinados preceptos en apariencia inamovibles de la doctrina cristiana o de la fe en sentido general, parece plantear una tesis altamente perturbadora: la imperfección humana se complementa con la divina y la complementa, solo gracias a una mutua superación de ambas imperfecciones se producirá la fusión entre el Amante y el Amado. En resumen, ya lo había dicho Bonnefoy: L’imperfection est la cime.
Hacia esa cima de arduo ascenso nos invita a caminar el poeta, con la certeza de que seremos siempre mejores mientras mejor entendamos su mensaje simple: Dios es Amor, a la patria, a la literatura, al arte, a la mujer, al hombre, a la historia, a la vida, a la poesía. Quizá con esa esperanza alcanzaremos a abordar la nave que una y otra vez nos espera para, algún día, ayudarnos a entrar, a ser, en el misterio.
Notas.
[1] Ver «Merecido a Galindo» en Palabras del trasfondo, pp. 242-243.
[2] No cabe duda de que Galindo tuvo mala suerte con las antologías. En La eterna danza, generosa muestra que propone una lectura de la poesía erótica cubana desde el siglo XVIII hasta nuestros días, Víctor Fowler no considera ningún texto del villaclareño.
[3] Ver op. cit., p. XVI. El análisis de las figuras del sacrificio y su vínculo con la historia y la poesía se extiende desde la página XV hasta la XX.
[4] Consultar a Leonardo Sarría: «Pórtico a la poesía cubana de tema religioso» en Golpes de agua. Antología de poesía cubana de tema religioso, 2 t., Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 2008. El ensayo introductorio está entre las páginas 7 y 30 del tomo I; el comentario aludido y la cita en p. 21.
[5] Ver Arturo Arango: «Existir por más que no te lo permitan» en La Gaceta de Cuba, no. 6, Ciudad de La Habana, noviembre-diciembre, 2003. La cita en p. 24.
[6] Luis Álvarez: «Cuba: poetas y poesía católica en el siglo XIX» en Palabra nueva, A. X, no. 101, octubre, La Habana, 2001, pp. 30-37, glosado por Sarría en op. cit., p. 19-20.
[7] Aunque la opinión de Álvarez se centra en la poesía católica, sin dudas predominante en el XIX y buena parte del XX, creo que es aplicable a toda la poesía religiosa cubana, ya provenga de otras denominaciones cristianas, del universo afrocubano o de variantes religiosas asimiladas de las culturas orientales o amerindias.
[8] Piénsese, tan solo, en el papel desempeñado por el par antinómico Dios-poesía en las obras de Homero, Lucrecio, Dante, John Donne, san Juan de la Cruz, John Milton, Stéphane Mallarmé, Paul Claudel, Friedrich Nietzsche, Rainer Maria Rilke y Paul Celan, por ejemplo.
[9] Insisto en lo de su mala suerte con las antologías. Tampoco aparece en Golpes de agua, ni siquiera en la generosa lista que el antólogo coloca a pie de página en el prólogo y que agrupa a muchísimos autores que han trabajado el tema pero que no fueron incluidos en la selección. Ver op. cit., pp. 29-30.
[10] Acerca de los méritos de Aún nos queda la noche como pieza final e imprescindible de la trilogía, suscribo las opiniones de Carmen Sotolongo en el prólogo del volumen cuando apunta que la primera sección «Isla en el corazón» ahonda en las dimensiones simbólicas de Cuba como cronotopo de un posible estado de gracia, y que la tercera, «Aún nos queda la noche», fragua la equiparación del poeta con Dios, «con su linaje cósmico forjador de conciencias y de las formas de la vida» (Ver pp. XXI-XXIV). No obstante, persevero en la posición de que el contrapunteo esencial entre el Amado esquivo y el Amante suspicaz pero deseoso, se muestra mejor en las páginas arriba aludidas.
[11] Consultar a Hans Jürgen Baden: Literatura y conversión, traducción de Luis Alberto Martín Baro, Ediciones Guadarrama, Madrid, 1969.
Visitas: 164
Deja un comentario