Reeditar de manera independiente «Canto a la sabana» de Roberto Manzano, es un paso más hacia la definitiva ubicación de este texto, y de su autor, en el panorama de la lírica cubana en la segunda mitad del siglo veinte. La redacción de estas líneas, también; a pesar de que el espacio me obliga a no abundar demasiado en ideas y consideraciones en las cuales, por su alto cariz polémico, me gustaría detenerme con mayor profundidad; como mismo me compele a no explayarme en las particularidades del resto de la producción poética de Manzano, a mi juicio siempre creciente, y que lo coloca entre los cuatro o cinco poetas cubanos verdaderamente notables que aparecieran en la palestra durante los años setenta.
Aunque el poema fuera publicado en 1996 dentro del libro homónimo, había sido escrito en Ciego de Ávila en 1973, y desde su surgimiento resultó impactante para algunos sectores de la joven poesía cubana de entonces, muchos de cuyos exponentes lo elevaron casi a la categoría de mito y llamaron a su progenitor «el poeta inédito más importante de la década del setenta»,[1] sin duda porque veían en sus versos un intento de superación de la retórica coloquialista, a esas alturas ya tendiente al anquilosamiento que haría del antedicho lapso uno de los más aciagos de la lírica nacional durante el pasado siglo.
Las causas de este estancamiento las han expuesto con claridad otros críticos (Arturo Arango, Jorge Luis Arcos), que coinciden, de modo general, en lo siguiente: el silenciamiento, gracias a la mala política cultural, de algunas voces que pudieran ser consideradas entre las mayores de la generación del 50, trajo por consecuencia la interrupción natural del conversacionalismo,[2] pues afectó de modo directo a estos autores, medió sobre los que continuaron publicando e incluso debe de haber operado, a manera de autocensura, en las reflexiones estéticas de quienes se abstuvieron —por prudencia o por pereza— de examinar otras vías; y, además, provocó la proliferación de los epígonos —y de los prudentes y/o perezosos que se autoepigonizaron— en los concursos y en las páginas de antologías, revistas y boletines, para homogeneizar la norma y llevarla al borde de la caricatura.[3]
Arcos y Arango, y también Virgilio López Lemus,[4] han apuntado, igualmente, que en estos años comienza la reacción contra el coloquialismo, pero aprecian como sus líneas más interesantes aquellas que conducen a una decantación provechosa de los principales temas y procedimientos estilísticos originarios del conversacionalismo, y priorizan, a mi juicio, las tendencias donde la mirada analítica de la realidad cobra mayor fuerza, o las que apelan con más ahínco a una apertura lexical muy marcada. Características en apariencia ausentes de «Canto a la sabana» y de otros textos del llamado tojosismo —desdeñoso apelativo con que la crítica de los setenta bautizó la corriente que pretendía una vuelta al universo referencial del campo cubano y a la reinserción en el discurso poético nacional de viejas palabras en desuso provenientes de este entorno—, que llevan a Arcos y a López Lemus a desatender (al menos en los textos citados) la presencia de esa dirección en el contexto estudiado, y a Arango, luego de comentar lo interesante del regreso de lo rural a la poesía cubana, obvio indicador de que el hombre ha asumido el paisaje como «la conquista definitiva de una naturaleza que retorna, al cabo de cuatro siglos, a las manos de sus verdaderos dueños»,[5] a la siguiente aseveración:
El tojosismo, que dio muy pocos libros buenos, pero sí excelentes poemas, tuvo su principal enemigo en la unilateralidad y en el abandono de la línea analítica, vital, que había caracterizado al coloquialismo en sus mejores años. Esta es una poesía idealizadora, cuya voz cantó a la Revolución en tonos rosados, que nada tienen que ver con la intensidad, la riqueza, la mutabilidad que caracterizan la realidad de hoy. Del conversacionalismo, en cambio, conservaron lo anecdótico y la persistencia de los temas familiares, quizás los más constantes de los últimos treinta años.[6]
Es decir, a una postura similar a la sostenida por Arcos y López Lemus en lo referente a priorizar el interés por lo social, así como en validar los vínculos de esta poesía con el conversacionalismo. Hay que aclarar que Arango sí señala la existencia de las voces de Osvaldo Navarro, Roberto Manzano, Alex Pausides, Albis Torres, Raúl Doblado y Luis Lorente, que traen a la poesía de la época «una suerte de neorromanticismo»,[7] y han sido, a la postre, algunas de las más visibles entre los autores que optaron por esa variante estética.
Unos años antes, el poeta y crítico Guillermo Rodríguez Rivera, refiriéndose a la incipiente directriz había escrito:
Quiero decir que la poesía de temática rural corre el riesgo, si se deja seducir por lo más externo y tradicionalmente «poético» del campo, de desarrollar un baldío «neocriollismo» —«tojosismo», lo ha bautizado simpáticamente el joven narrador Omar González— sin la justificación que tuvo la directa plasmación de lo criollo en el siglo xix, creadora de símbolos de nuestra nacionalidad, afirmadora de nuestra idiosincrasia frente al colonialismo español. Ver el campo hoy, no es sólo dejarte seducir por la tojosa, el gallo, el arroyo y la sabana. Es verlo también, y sobre todo, como una realidad en transformación por la acción revolucionaria que genera un sinnúmero de nuevos fenómenos en el marco de nuestra vida rural.[8]
O sea, un claro ejemplo de cómo la crítica literaria tergiversa sus funciones y se lanza a prescribir el deber ser de la literatura que habrá de realizarse en un contexto político e ideológico determinado. Aunque, bien mirado, no le falta un poco de razón a Rodríguez Rivera, pues algunos poetas afiliados al llamado tojosismo apenas rebasaron el exteriorismo pintoresquista y otros se descalabraron poéticamente en el intento de plasmar la «realidad en transformación por la acción revolucionaria». Eso sí, en ninguno de ambos grupos estaba Roberto Manzano —al decir del crítico exponente «de un curioso “neorromanticismo”»—,[9] pero nadie lo dejó claro entonces y muy pocos lo han hecho después.
Aquí cabría preguntarse a qué se debió el rechazo casi unánime de la crítica a esta tendencia y a sus cultivadores, a los cuales me complacería nombrar —como hacen aún los más auténticos de sus protagonistas— poetas de la tierra, en aras de librarnos del término tojosismo, a mi entender cargado con un matiz peyorativo que ningún bien le hace al discurso exegético. En primer lugar, a la escasa perspicacia de los críticos para apreciar, inmersos en el torbellino del instante, las sutilezas de la renovación; en segundo, a que los epígonos de la poesía de la tierra, como siempre sucede, pero esta vez a una velocidad de pesadilla, llevaron sus ganancias a manidos arquetipos de escaso valor literario;[10] y en tercer puesto, a la incapacidad agonística demostrada por esta suerte de no-grupo, la cual les cerró los limitados espacios disponibles hacia la legitimación crítico-histórica. Como en el segundo punto no vale la pena detenerse, intentaré explicar el tercero y el primero, y, dentro de los elementos a mi juicio renovadores que aportó el breve episodio de la poesía de la tierra, jerarquizar el «Canto a la sabana» de Roberto Manzano.
En otros sitios he comentado la característica de la poesía cubana, prácticamente desde sus orígenes, de que en cada generación surgen uno o dos críticos que asumen el trabajo de publicidad, homologación y, si es posible, conformación de «cánones» para la posteridad, en una lucha feroz contra las demás tendencias y grupos, donde no falta la consabida antología, el aluvión de artículos y reseñas encomiásticos, la resemantización de los postulados del análisis y, a la postre, la pugna por el control de las redacciones de revistas y casas editoras. Por los años en que aparece la poesía de la tierra, resultaba ya un hecho el predominio sociológico mayoritario de los poetas de la generación del 50 y de la llamada primera promoción de los poetas de El Caimán Barbudo,[11] que no iban a permitirse el lujo de dejar prosperar así como así una tendencia que desafiaba los presupuestos centrales de sus respectivas poéticas, a la larga bastante similares, y que eran, entre otros: tono conversacional, realismo, epicidad, reflejo inmediato de las circunstancias históricas, ideologización, efusión sentimental, humor, ironía, carácter anecdótico y apariencia de desaliño formal. Y si encima, los poetas de la tierra —en su mayoría residentes en provincias, alejados de los centros de poder cultural, sin la suspicacia ni el conocimiento necesarios para asimilar esa ley inviolable de la supervivencia literaria que consiste en penetrar los intersticios cedidos por la corriente oficial y desde ellos consolidar sus posturas estéticas— no se nuclearon convenientemente, no hicieron antologías que los lanzaran como el nuevo camino de la poesía nacional, no inundaron las revistas —por otra parte en poder del «adversario»— con manifiestos encubiertos y validaciones de su poética, sino que lo apostaron todo a la justicia literaria y a la generosidad crítica, no había nada que hacer.[12]
Y nada se hizo. Unos pocos críticos los mencionaron, casi siempre en pase de revista y bajo sospecha, como ya vimos; el resto ni siquiera se detuvo en tan leve accidente, mucho más preocupados por los esplendores y la fanfarria de otras zonas de la vida literaria cubana. Los libros de los mejores poetas de la tierra fueron publicados a destiempo. Después irrumpió en la liza la generación del 80, al final sostenedores de una especie de coloquialismo al revés (en lo temático-ideológico sobre todo), que enseguida llamó la atención crítica y tuvo ensayos, reseñas y antologías a veces excesivas. Y, por si fuera poco, la poesía de los 90 entró en la lucha al ritmo vertiginoso de la posmodernidad tardía y terminó de acaparar una curiosidad que hacia la poesía de la tierra —en ese entonces un estadio superado por sus mejores cultivadores— nunca había sido en absoluto atenta. ¿Las causas? Fácil: la ausencia de compromiso de los críticos con la tendencia, el exceso de compromiso con otras, pero, ante todo, la imposibilidad de apreciar, inmersos en el caos agonal, lo que en verdad representaba la poesía de la tierra: el inicio de un movimiento que intentaba rescatar para nuestras letras nada menos que el lirismo y la subjetividad.
Me llama poderosamente la atención cómo Rodríguez Rivera y Arango emplearon el término neorromanticismo, sin duda asociando a los poetas de la tierra con la poesía nativista cubana del xix en su variante criollista. Pero quisiera recordar que el reflejo de la naturaleza y el paisaje no fue privativo de José Fornaris y Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, sino que estaba en lo mejor de nuestra expresión poética desde Espejo de paciencia, los versos de Manuel de Zequiera y Manuel Justo de Ruvalcaba, y los de José María Heredia, Felipe Poey, Plácido, José Jacinto Milanés, Ramón Vélez Herrera, Francisco Pobeda, Juan Clemente Zenea, Rafael María de Mendive, Joaquín Lorenzo Luaces y Luisa Pérez de Zambrana, para alcanzar quizá su punto cenital en ese raro poema en prosa que es el Diario de campaña de José Martí. E insistir, además, en que esa visión no se apartó de la poesía del xx de manera radical, a pesar de que la entrada en la modernidad reclamaba de esta el entorno citadino y la captación del lenguaje de la urbe cosmopolita, con su mezcla de idiomas y dialectos, del slang al sánscrito;[13] y estuvo presente en ciertas zonas de Regino Boti, Agustín Acosta, Eugenio Florit, Manuel Navarro Luna, Regino Pedroso, José Lezama Lima, Eliseo Diego o el primer Roberto Fernández Retamar, como también se mantuvo en la producción de una de nuestras mayores voces del pasado siglo: Samuel Feijóo. Es decir, los poetas de la tierra (Manzano y Pausides me parecen los de más auténticos hallazgos en aquella época), no retrotraen la poesía cubana al xix de una manera retardataria, más bien se insertan en una larga tradición de diálogo entre naturaleza, historia y cultura, quizá abandonada por la euforia conversacional y coloquial para asumir posturas de dudosa epicidad y de una clara concepción coral de la literatura.
Eso sí, me parece atinado hablar de neorromanticismo, o mejor, de nuevo romanticismo, en tanto creo que la historia de la poesía cubana de la segunda mitad del xx es, sobre todas las cosas, la expresión de una posmodernidad que ha llevado a los creadores a efectuar revisitaciones en nuestra historia literaria en aras de intentar las vías de superación posibles de una primera mitad signada por la impronta de los dos movimientos más sólidos en el ámbito de la poesía hispanoamericana: el modernismo y la vanguardia, con sus evidentes rectificaciones conocidas como posmodernismo y posvanguardia. Estas revisitaciones son, de hecho, una característica de la poesía mundial que Octavio Paz comenta de manera magistral en La llama doble. Amor y erotismo, donde afirma que, a partir de los años 50 del siglo xx, si bien no han dejado de emerger obras y personalidades notables, no ha surgido ningún gran movimiento estético o poético después del surrealismo, sino que hemos tenido revivals («neoexpresionismo», «transvanguardia», «neorromanticismo»), derivaciones (de Dadá, de los surrealistas, de Husserl y Heidegger, y cita, respectivamente, el pop-art, la beat generation y el existencialismo), que dan la idea de un fin de siglo crepuscular, simplista y sumario, signado por la trivialidad, la adoración a las cosas materiales y la falta de auténtico amor. [14]
En el prólogo al libro Toque de queda de Carlos Esquivel he abundado más al respecto, proponiendo una interpretación de la poesía cubana posterior a 1959 como un conjunto de revivals del xix donde se destacan tres tendencias fundamentales, con sus respectivas ramificaciones y rectificaciones: nuevo romanticismo, neomodernismo y neovanguardia. [15] Para no diluirme en elucidaciones reiterativas, citaré aquí el párrafo en el cual pruebo a explicar la primera de ellas, a la sazón la más importante para los objetivos de este trabajo:
Insisto en aplicar el término nuevo romanticismo para no confundirnos con el ya conocido neorromanticismo —a mi juicio incluido dentro del anterior—manifiesto en los poemas de Crepusculario o Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, y cuya versión cubana, en los años cincuenta y ulteriores, se halla en cierta zona de la poesía de Carilda Oliver Labra, Domingo Alfonso, Raúl Rivero, Félix Contreras o Guillermo Rodríguez Rivera. El nuevo romanticismo es algo más: ante todo, el apego a la preocupación histórico-social propia de esta tendencia durante el xix, de signo muy marcado en América (en la poesía del argentino José Mármol, por ejemplo), y además la vuelta a los ideales de Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del hombre. O las diversas variantes de coloquialismo y poesía conversacional que en apariencia dominaron el panorama nacional hasta bien entrados los años ochenta. Y acoto en apariencia porque ya dentro de esa misma relectura del romanticismo hubo poetas que renunciaron a lo coloquial urbano y al prosaísmo, la ironía, la anécdota y el humor, para emitir un canto de cisne por la ruralidad nacional, a semejanza de Wordsworth cantando la decadencia del campo inglés, o de Blake quejándose de la presencia en este de los satánicos molinos del progreso. Alex Pausides (Aquí campeo a lo idílico) y Roberto Manzano (Canto a la sabana) son, a mi juicio, las dos voces fundamentales de esta leve sacudida que, ya desde los años 70, pretende regresar a la tierra, a la mirada y al habla del niño para representar la patria, la historia y hasta la propia poesía.[16]
Y lo son precisamente porque fueron de los pocos que en el marasmo creciente de nuestra poesía —extraviada entre los excesos epigonales del conversacionalismo y la corriente coloquialista, y presa en las normativas del Primer Congreso de Educación y Cultura, celebrado en 1971, a partir del cual se eleva al máximo la función orientadora de la crítica, que comienza no a tratar de explicar lo escrito, sino a prescribir qué y cómo debía de escribirse en defensa de la Revolución— optaron por nadar contra la corriente e ir al rescate del impulso lírico y de la subjetividad, características consustanciales al romanticismo que sus modernos revisitadores habían pasado por alto, obnubilados con el aspecto sociológico del acercamiento, lo cual propició una poesía adocenada y apologética del proceso social muy distante de la actitud analítica que Arango le atribuye a lo mejor del conversacionalismo y el coloquialismo en la nota citada párrafos atrás.
No obstante, estas no son las únicas virtudes de la poesía de la tierra. Muy interesante resulta la forma en que la mayoría de estos autores miran la realidad desde la perspectiva del universo infantil, en busca de un estado de inocencia no contaminado con los avatares de la política o de las estrategias discursivas al uso, que les facilita una espontaneidad y una apertura lexical y sintáctica vecinas al habla de los niños, cuya diferencia con los tonos chatos y preconcebidos de los epígonos del conversacionalismo y el coloquialismo es abrumadora, no sólo en una lectura sincrónica del fenómeno, sino sobre todo hoy, si efectuamos una lectura diacrónica y comparamos los mencionados textos de Manzano y Pausides con algunos poemas emblemáticos de las otras corrientes, los cuales apenas han sobrevivido lo coyuntural y permanecen en nuestra historia literaria más como piezas de museo que como obras abiertas propiciadoras de nuevos abordajes.
Por último, quisiera apuntar que los presupuestos de la poesía de la tierra no fueron sólo la plataforma de despegue de Roberto Manzano y Alex Pausides, poetas de una notable evolución imposible de tratar en la brevedad de estas líneas, sino también del Luis Lorente de Las puertas y los pasos, la Soleida Ríos de De la sierra y De pronto, abril, y el Ángel Escobar de Viejas palabras de uso, tres de las voces más representativas de lo mejor de nuestra lírica en la segunda mitad del siglo anterior. Todos, creo, utilizaron esta vía como elemento desautomatizador de la retórica entronizada y, luego, se lanzaron hacia otras búsquedas, razón que contribuyó, junto con los excesos de los epígonos y el poco caso de los críticos, a que esta poesía no tuviera un ciclo de vida mayor en aquellos momentos. Estoy casi seguro de que no hacía falta, pues al cabo ahí tenemos la obra actual de estos autores —y de otros como Ibrahim Doblado, por ejemplo—, erigida sobre los textos del setenta, que las dotaron sin falta de las peculiaridades que ahora podemos notar en ellas. Lo que sí sería conveniente para nuestra historiografía literaria es acometer un estudio grave, profundo, de la manifestación en sentido global, para tratar de abolir de una vez y por todas la peregrina idea de que fue una tontería de poetas provincianos que en un ataque de nacionalismo trasnochado quisieron revivir al Cucalambé.[17] Como dije al inicio, la reedición de «Canto a la sabana» pudiera ser un buen paso en esa dirección.
Antes de terminar, deseo sólo subrayar otras particularidades de «Canto a la sabana» diferentes de aquellas comunes a la poesía de la tierra en las cuales ya abundé. Primero, su inquietante preocupación ontológica, en la cual el sujeto lírico se investiga constantemente en el río del existir, se sabe herencia y vida por venir, instrumento de la memoria para preguntar y preguntarse el «¿hacia dónde vamos?» que acosa a todo poeta auténtico junto a los consabidos «¿qué somos?» y «¿de dónde venimos?» Otros aspectos medulares son la densidad simbólica y la riqueza metafórica del poema, visibles ya desde sus versos iniciales: «Mi ojo/es un vidrio/negro de presencias», y que cobran altura mientras avanzamos hacia el final, donde una curiosa epicidad-lírica nos recuerda el tono de “Suave patria” de Ramón López Velarde antes de regresarnos al enigma del ojo vidriado que mira y se busca. Estos versos poseen, asimismo, la poco común cualidad de ser, a un tiempo, sensoriales e intelectivos, detalle ya registrado por Rafael Almanza en la nota de contracubierta de Canto a la sabana (Ediciones Unión, 1996) y una razón más para diferenciarlos del discurso de la época (ya fuera el de los coloquialistas o el de los demás poetas de la tierra), en el cual primaba por regla general lo emotivo, o lo sensorial, mas casi nunca lo intelectivo y muchísimo menos la combinación arriba mentada. Todos estos rasgos distintivos conducen, al final, a un solo derrotero: a identificar al Roberto Manzano autor de «Canto a la sabana» como la voz más notable de la poesía de la tierra, y al poema mismo como el debut de un altísimo poeta que hasta la fecha ha sabido, con una dignidad artística escasa en nuestros predios, anteponer invariablemente la autenticidad al éxito. Esta conducta, privativa de los grandes, aún no ha sido comprendida por muchos. Sin embargo, ahí está su bibliografía para demostrar, a quien quiera y sepa leerla, la validez del aserto que arriesgué en el primer párrafo de este ensayo acerca de su notoriedad. Ojalá y estas consideraciones sirvan, al menos, para alumbrar a los desinformados y para provocar a los incrédulos.
Notas.
[1] Ver Alex Pausides: «Palabras del arquero», tabloide Somos, Casa Editora Abril, 1994, p. 12.
[2] Debo aclarar que empleo —y emplearé— los términos conversacionalismo y coloquialismo en el mismo sentido que lo ha hecho Virgilio López Lemus; es decir, el conversacionalismo como un tono existente en la poesía cubana casi desde su nacimiento, y el coloquialismo como una corriente que cobra auge a principios de la década del 60 y se mantiene vigente como “norma” poética hasta bien entrados los 80.
[3] Ver Jorge Luis Arcos: «Las palabras son islas. Introducción a la poesía cubana del siglo xx», en Las palabras son islas, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1999, pp. XXXVI y ss.; y Arturo Arango: “Tres preguntas iguales y una respuesta diferente” en Reincidencias, Editorial Abril, Ciudad de La Habana, 1990, pp. 11 y ss.
[4] Consultar “Palabras del trasfondo” en Palabras del trasfondo, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1988, pp. 66 y ss.
[5] Op. cit., p. 12.
[6] Ídem.
[7] Op. cit., p. 11.
[8] Cf. «En torno a la joven poesía cubana» en Ensayos voluntarios, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1984, pp. 101-131. La cita en las páginas 125-126.
[9] Op. cit., p. 128.
[10] Por cierto, aquí podría mencionar la obra de Osvaldo Navarro, cuyo Espejo de conciencia (1979) es un paradigma en lo del dudoso valor poético. Dato curioso: este autor fue, quizá, el mejor tratado por la crítica, que acogió con beneplácito sus libros De regreso a la tierra (1973), Los días y los hombres (1974), el propio Espejo de conciencia y Las manos en el fuego (1981). No resulta raro, Navarro dijo lo que debía decirse y se fue aproximando cada vez más a los temas y a los recursos del coloquialismo que en su primer poemario había intentado decantar.
[11] Fíjense si estos chicos aprendieron bien la lección que han pasado a la historia literaria cubana tras el nombre de la revista que convirtieron en tribuna estética.
[12] Todavía hoy no han sido reconocidos muchos de ellos ni por la importancia que tuvieron en los años setenta ni por la evolución posterior de su obra. Me alegra consignar aquí que el volumen Ensenada de Mora de Alex Pausides, compuesto en su totalidad por poemas escritos en el primer lustro de los setenta, típicos de la poesía de la tierra, y publicado en 2005 por Letras Cubanas, haya sido galardonado con el Premio de la Crítica. ¿Será este un hecho aislado y fortuito, o una señal de que comenzamos, aunque sea de manera paulatina, a rescribir la historia de nuestra poesía más reciente?
[13] Cf. Octavio Paz: «Una de cal…» en Papeles de Son Armadans, año XII, tomo XLVII, noviembre de 1967, p. 181.
[14] El comentario en cuestión está en las páginas 150-151.
[15] Indagar en por qué los poetas cubanos saltaron hacia un revival del romanticismo, en tanto la más novedosa poesía en otras lenguas iba directamente a la vanguardia y se ahorraban treinta años de vueltas y revueltas (en Estados Unidos: la beat generation, los poetas del Black Mountain College, los de la deep image, los de la Escuela de Nueva York; en Inglaterra: el grupo de Liverpool; en Italia: el grupo 63; en Francia: los poetas vinculados a Tel Quel o al Oulipo), es tema para un ensayo que algún día escribiré.
[16] Ver «Meditaciones después del toque de queda» en Toque de queda, Editorial Sanlope, Las Tunas, 2006, p. 10.
[17] Si ese estudio fuera acompañado de una buena antología con los mejores logros alcanzados por la poesía de la tierra, mejor. Y si hurgara, además, en las huellas de esta(s) poética(s) que pueden apreciarse en la narrativa y las artes plásticas coetáneas con ella(s), tal vez notaríamos con sorpresa una inquietante conciencia epocal apenas entrevista hasta ahora.
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