A primera vista, pudiera parecer que adentrarse en los intríngulis del uso de la rima en Miguel Hernández resulta, hoy, una maniobra más afín a estudiantes de Filología, ansiosos por demostrar sus conocimientos en materia de Preceptiva, que un abordaje problematizador acerca de aspectos esenciales de la lírica moderna española. Para mí, convencido hace mucho de que la forma es la expresión última del contenido, indagar en esta zona de la producción del oriolano es intentar un diálogo con la mejor tradición de la poesía del idioma y evaluar una serie de decisiones de carácter conceptual presentes en la obra de Hernández, autor que conjugara, como pocos en la lengua, una sensibilidad distintiva del siglo xx con el empleo casi absoluto de las formas estróficas tradicionales.
Dadas las particularidades de Miguel Hernández —origen provinciano, hijo de tratante de cabras y a ratos pastor él mismo, con una instrucción escasa y tempranamente trunca, entregado con devoción a la lectura autodidacta, o conducida, primero, por don Luis Almarcha, vicario de la diócesis, luego por su amigo Ramón Sijé, y, más adelante, por colegas como Vicente Aleixandre y Pablo Neruda—, es probable que las mencionadas decisiones conceptuales no provengan de un minucioso estudio del desarrollo de la literatura en sus diversos estadios, ni de un amplio bagaje cultural que le permitiera saber cómo reaccionaron, ante disyuntivas estéticas similares, los poetas franceses, ingleses, alemanes, italianos o norteamericanos, sino de una intuición poética profunda, a la vez mimética y original, cimentada siempre en una relectura y una recontextualización de la mejor tradición lírica de España, desde la poesía popular del Romancero hasta los episodios de alta complejidad del barroco en la voces de Francisco de Quevedo y don Luis de Góngora.
Para varios estudiosos de la literatura española, es conflictiva la ubicación de Hernández desde el punto de vista generacional. Dámaso Alonso en su Poetas españoles contemporáneos lo califica, en el ensayo titulado «Una generación poética (1920-1936)», de «genial epígono» de los autores del 27.[1] Juan Chabás en Literatura española contemporánea (1898-1950) lo tilda de «el más joven de los poetas nacidos entre dos guerras», lo une a Lorca y Alberti, y después analiza su obra, bajo el acápite «Cruce de influencias barrocas y superrealistas», al lado de las de Aleixandre, Luis Cernuda, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y Juan José Domenchina. Ángel Valbuena Prat, en Historia de la literatura española, revisa su producción en el capítulo «La generación del 27: Humanismo, poesía, teatro y prosa», y realiza una interesante lectura de su evolución para afirmar que quizá sea el más poderoso de los líricos modernos españoles. Otros prefieren incluirlo en la un tanto fantasmagórica generación del 36, junto a Leopoldo y Juan Panero, Luis Felipe Vivanco, Luis Rosales, Dionisio Ridruejo, Juan Gil Albert y Germán Bleiberg. Así lo hacen Jesús Menéndez Peláez, Ignacio Arellano, José M. Caso González y J. M. Martínez Cachero en el volumen III de su Historia de la literatura española y Francisco Rico en el volumen 6/2 de su tratado Historia y crítica de la literatura española. Tanto unos como otros justifican su determinación en las características sobresalientes de cada generación, que Hernández comparte en mayor o menor medida, como veremos más adelante. En ese sentido, me parece inteligente la consideración de Andrew Debicki en su ensayo «Miguel Hernández y la historia literaria», en el que le atribuye una trayectoria inusitada, diferente de la de los más conocidos del 27, pero más complicada y rica que la de los del 36, particularidad que lo hace trascender cualquier ubicación dentro del esquema generacional tradicional y lo convierte en una figura de transición y un agente de cambio en uno de los procesos centrales de la poesía española del siglo xx.
Cada día más incrédulo con el método generacional para abordar la evolución (o involución) de un escritor, pudiera añadir que ese ir a caballo entre grupos no es una singularidad de Hernández, sino algo consustancial a los grandes autores, inclasificables desde el momento en que sus búsquedas estéticas los conducen por caminos tendientes, de manera casi invariable, a alejarlos del resto de los miembros de esa suerte de pelotón que acude a las líneas de partida del maratón literario a la vuelta de algunos lustros. Esta apreciación me compele a utilizar las concurrencias conceptuales y formales de las generaciones como telón de fondo que permita resaltar las diferencias esenciales de Hernández con sus contemporáneos y justipreciar su personalísimo empleo de la rima, presente en todas las colecciones de poemas que escribió y capital para entender el resultado final de sus mutaciones ideológicas y artísticas.
Ya desde sus poemas de adolescencia, no publicados en vida y conservados autógrafos en un cuadernillo íntimo, Hernández anuncia una temprana filiación con los modos de la poesía popular tradicional: romancillos, endechas, romances, redondillas, cuartetas. La mayoría de estos tanteos son de arte menor y predomina en ellos un lenguaje pastoril propio a la vez de sus lecturas de entonces (José María Gabriel y Galán, Vicente Medina, José María Ballesteros) y de la actividad fundamental del poeta por esos años; Hernández se atreve a una incipiente experimentación en dos sentidos: la contaminación del registro lingüístico y el juego recontextualizador de las formas estróficas. En la primera dirección, sería interesante anotar la audacia de creaciones léxicas como «astro que tremulece», «temblorea una esquila»; o «la noche baltasara», o el incipiente gongorismo en que los dátiles son «proyectiles de oriámbar» y la campana es «galeota amarrada a una galera». En la segunda, coquetea con la octava en piezas como «Abril-gongorino» y «Octavas», claras precursoras de Perito en lunas —título extraído, precisamente, de una de ellas—; y, además, con la lira, proveniente de Garcilaso, san Juan y fray Luis de León, en el texto «Elegía-al guardameta», en el cual hay una curiosa combinación de la estructura estrófica renacentista con el vocabulario técnico del fútbol, mixtura que parece anunciar el sendero por donde transitará en cuadernos posteriores al verter en las formas estróficas consagradas (la octava, el soneto, el romance) una imaginería y un lenguaje casi siempre contemporáneos.
Perito en lunas, su primer poemario, aparece en 1933. Dos años atrás, Hernández ha viajado a Madrid y trabado relación con algunos miembros de la generación del 27. Es lógico que lo deslumbraran sus presupuestos estéticos fundamentales, en determinado sentido coincidentes con sus propios balbuceos poéticos, a saber: plantear un encuentro entre ciertos principios de las vanguardias literarias y la poesía española clásica, desde la lírica popular, Gonzalo de Berceo o Gil Vicente, hasta poetas barrocos, además de Góngora, como el Conde de Villamediana, Pedro Soto de Rojas, Gabriel Bocángel, Polo de Medina y, además, Gustavo Adolfo Bécquer y fray Luis de León; proponer la pluralidad de estilos y de lenguajes, sin renunciar a las formas clásicas; y hacer más o menos visible la presencia del surrealismo, que permitió incorporar nuevos temas e imágenes a la poesía, desde el mundo de los sueños hasta otros campos lingüísticos (las hipérboles numéricas en Federico García Lorca o los juegos matemáticos en Rafael Alberti), sin desdeñar impurezas como la denuncia y la burla dirigidas contra las instituciones. Con esas inquietudes en su zurrón, Hernández regresa a Orihuela tras el fracaso de aquella exploración capitalina y se aplica en la escritura de Perito en lunas, bajo la influencia de Góngora, Alberti, Jorge Guillén y Ramón Gómez de la Serna, cuyas greguerías marcaron de modo notable la metaforización del cuaderno hernandiano.
Siempre he creído que los poetas del 27 volvieron a Góngora más por el espíritu que por la forma. Es la actitud, sospecho, de la «traducción» en prosa de las Soledades por Dámaso Alonso, la lúcida conferencia de Lorca, las célebres memorizaciones de este y Alberti de las propias Soledades y de la Fábula de Polifemo y Galatea, y la Antología poética en honor de Góngora compilada por Gerardo Diego. Salvo algunos pasajes de Marinero en tierra y A cal y canto de Alberti (los tercetos de «Sueño del marinero» en el primer caso; y los sonetos «Araceli» y «Amaranta», los tercetos de «El jinete de jaspe» y las silvas de «Homenaje a don Luis de Góngora y Argote», en el segundo) y las sextas rimas de Diego en Fábula de Equis y Zeda (las cuales tienen más de pastiche que de vuelta a una poesía que, según el mismo Dámaso Alonso, ya había tenido completo su curso estelar), no hay entre los líricos del 27 una aproximación a la manera de Góngora semejante a las octavas de Miguel Hernández en Perito en lunas. Por supuesto, el hecho de revisitar el barroco, por sí solo, no constituye un mérito literario, y es preciso releer con cuidado para no incurrir en los errores de la crítica que tachó el libro de retórico, culteranista y vacío de emociones y sentimientos.
En primer término, me gustaría destacar el profundo drama humano que debe haber constituido para Hernández decidirse por la poesía culta, culterana incluso, en detrimento de la poesía popular que le era consustancial, en aras de superar la imagen juvenil de poeta provinciano sin educación que pretende insertarse en la élite literaria de su país. De esta conducta nace, tal vez, la constante preocupación del autor por sublimar en la hermosura poética los avatares más escabrosos de su biografía (penas de amor, angustia existencial, inconformidad social y política, cárcel, hambre, enfermedad, nostalgia del hogar), que se irá haciendo manifiesta en la evolución de su producción poética.
En segundo lugar, deseo distinguir el valor que entraña su reconquista de la octava para la literatura escrita en español. Desde los siglos de oro, la octava había dejado de ser el metro de la poesía pastoril que fuera en Garcilaso, Juan Boscán, Jorge de Montemayor, Gil Polo y Francisco de la Torre, quienes la tomaran de la usanza italiana proveniente de Giovanni Boccaccio y culminante en Angelo Poliziano, Pietro Bembo y Ludovico Ariosto, para convertirse en manos de Alonso de Ercilla, Bernardo de Balbuena y Diego de Hojeda, entre otros, en el metro por excelencia de la poesía épica, y mantenerse, por lo general dentro del registro heroico, mitológico o humorístico, en textos neoclásicos de Andrés Bello y José Cadalso, o en los tonos casi siempre graves del romanticismo del Duque de Rivas y José de Espronceda, y el posromanticismo de Ramón de Campoamor y Gaspar Núñez de Arce. Poco cambio se encuentra en ella durante el modernismo, a pesar de aparecer, aunque de forma muy aislada, en José Martí, Salvador Rueda, Alfonso Reyes, Leopoldo Lugones, Miguel de Unamuno, José Santos Chocano, Eduardo Marquina y Ramón de Basterra. No obstante, determinados experimentos con la forma en Unamuno, Santos Chocano, Marquina y De Basterra, la octava siguió la ruta de la epicidad más o menos estentórea. Miguel Hernández, al emplearla para volcar su universo lunar y otras realidades próximas, en una peculiar mitología donde ya no hay ninfas ni cíclopes, sino legítimo reflejo del paisaje alicantino, entorno vital del sujeto lírico, no solo la retoma en su original concepción, sino que la desviste también de bucolismo gracias al inconfundible tratamiento de la imagen, la metáfora y la sinestesia, al sugerente cromatismo (que oscila entre el blanco, el gris lunar, el dorado, el rojo, el azul y el negro), y al manejo de dos niveles de lenguaje, uno agreste y otro culto, donde coexisten vocablos campesinos como «pita», «palma», «granado«, «ordeño», «pezuña», «yunta» en alegre vecindad con cultismos como «opimos», «ancoro», «pirea», «prometea», «eclipsoides» y «crinita».
Estas audacias metafóricas y lingüísticas dignas del mejor Góngora son el resultado de la apropiación, pero también, y eso me parece lo esencial, una sutil captación del aliento vanguardista del barroco, padre ilustre del romanticismo y, por supuesto, de casi todos los «ismos» de principios del siglo xx. Y entre ellos, colijo, el barroco coincide en especial con el surrealismo, que como su insigne abuelo, expresa la conciencia de una crisis perceptible en los agudos contrastes sociales, el hambre, la guerra, la miseria; insiste en el tema del sueño y la duda sobre los límites entre apariencia y realidad; y, desde el punto de vista estético, favorece la búsqueda de la novedad y de la sorpresa, el gusto por la dificultad, vinculada con la idea de que si nada es estable, todo debe ser descifrado, y la noción de que en lo inacabado y en la exploración perenne reside el supremo ideal de una obra artística. Visto así, podemos concluir que Hernández no solo se identifica en este libro con el espíritu y la forma gongorinos mejor que la mayor parte de los poetas del 27, y con ciertas formas de su tendencia neopopularista (agazapada en la antedicha dualidad lexical y en el empleo de la anáfora, la epanadiplosis y la anadiplosis, tan habituales en la poesía popular), sino con la presencia del surrealismo en la lírica de España, muy cuestionada por críticos como Dámaso Alonso, Pedro Salinas o Guillermo de Torre, quizá urgidos por el deseo de borrar en ella la impronta de lo foráneo.
No obstante, debemos recordar un detalle: muchas de las grandes revoluciones de la poesía española anterior y coetánea con Miguel Hernández, nacieron bajo el influjo del pensamiento poético extranjero. El peso de las tradiciones arábigo-judaica y galaico-portuguesa-provenzal en los primeros balbuceos de separación del tronco latino-visigodo; la adopción de los metros y del ideario italiano por Garcilaso y Boscán y su repercusión en san Juan de la Cruz y fray Luis de León; la relectura particular que hiciera Gustavo Adolfo Bécquer del romanticismo alemán; la asociación del parnasianismo y el simbolismo franceses con el universo whitmaniano de Rubén Darío;[2] las indagaciones intimistas de Machado, Unamuno y Juan Ramón Jiménez en contra de los clichés estereotipados por los epígonos de Darío; el hálito renovador del creacionismo de Vicente Huidobro y del personal surrealismo de Trilce de César Vallejo y de las Residencias de Neruda y el eco que tuvieron en sus coetáneos peninsulares; y la postura de Paul Valéry de buscar en las formas clásicas, en el excesivo cuidado de las leyes filológicas, en el empleo de arcaísmos y términos lexicales de raigambre local, un bastión de resistencia contra los excesos de los ismos vanguardistas, pudieran ser buenos ejemplos. Es, precisamente, en esta última influencia, la de Valéry, en la que quisiera detenerme. Aunque Dámaso Alonso, en el ya citado Poetas contemporáneos españoles, insiste en minimizar, sin dejar de reconocerla, la autoridad del francés sobre su generación —y para ello acude al expediente de acusarlo de frío, aburrido, y hasta pone en entredicho su virtuosismo técnico; opiniones que refrenda con el testimonio de Vicente Aleixandre y Juan Ramón Jiménez—, es innegable el peso de la poesía pura en Jorge Guillén y, hasta cierto punto, en Pedro Salinas, y el nacimiento de esa pulcritud expresiva y de esa intensidad intelectual gracias al diálogo sostenido con las ideas de Monsieur Teste. En el caso de Hernández, sin embargo, el ascendiente está clarísimo: una cita de Valéry sirve de epígrafe a Perito en lunas. Y no me parece casual, ni fruto de la moda aprendida —más que aprehendida— por el alicantino en Madrid. Supongo que la estancia madrileña del poeta le facilitara el contacto con los excesos del efímero y más bien estéril ultraísmo español, presente en ciertas zonas de las obras de Rafael Cansinos Assens, Gerardo Diego, Pedro Garfias, Juan Larrea y J. Rivas Panedas, entre otros. Y que, emulando con Valéry y su postura ante las vanguardias, apostara por el rescate de la octava, por la imagen y la metáfora cuidadosa, y por los arcaísmos y los localismos, virtudes que, a la postre, han hecho de Perito en lunas un libro especial, aunque desatendido, dentro de la poesía española de la época.
Entre 1933 y 1934, cuando compone El silbo vulnerado, escribió Miguel Hernández una serie de poemas sueltos hoy recogidos en sus poesías completas. En sentido general, son textos de transición, esos que los autores conciben pero no publican porque representan ajustes de cuentas con los modelos, o cierres de una etapa creativa que han sido mejor resueltos en los volúmenes publicados, o indagaciones en caminos futuros que no llegan a madurar, no caben en ningún cuaderno y pasan a formar parte de la papelería que suele acompañar a múltiples escritores. Late en muchos de ellos, todavía, la deuda con el neogongorismo («Corrida real» y «Citación fatal»), con Garcilaso («Égloga-menor», los «Silbos»), san Juan de la Cruz («Cántico-corporal», «El vuelo vulnerado») y fray Luis de León (los «Silbos»), apreciables en los tercetos, las liras, silvas y estancias que componen las églogas y odas compiladas en la colección. También pueden constatarse las coincidencias con los poetas del 27 (Lorca, Alberti, Diego) en cuanto al tema taurino, o con Jorge Guillén en el cultivo de la décima, del cual me ocuparé más adelante.
Ahora, preferiría centrarme en los poemas que conceptual o formalmente anuncian ganancias venideras en la obra de Hernández. Ante todo, he de señalar aquellos inspirados en su incipiente relación con Josefina Manresa, la mayoría sonetos, en los cuales la presencia de la dicotomía amor-pena sirve de anticipo a El silbo vulnerado y El rayo que no cesa, y las coplas de «A mi gran Josefina adorada», en el que la expectativa por la correspondencia amorosa remite a los doloridos versos del Cancionero y romancero de ausencias, tal vez el instante cimero de la producción lírica del oriolano. Estas piezas reabren la senda del amor, una de las obsesiones temáticas cruciales en su poesía.[3]
Otra de esas obsesiones, la de los toros, igual se afianza por esos años, durante su segunda estancia madrileña, cuando José María de Cossío, quien a la sazón preparaba un volumen taurino para Espasa-Calpe, lo contrata como secretario para que le recopile datos y le redacte notas sobre toreros. De ahí nace quizá «Citación final», una ampliación de la presencia del toro —alusión de virilidad y de españolidad ya cantada en sus trabajos de adolescencia y en la octava III de Perito en lunas—, que aquí se convierte en símbolo de la muerte, y, a la inversa, la muerte se transfigura en toro amenazador que alcanzará cotas de alto esplendor lírico en los sonetos 14, 17, 23, 26 y 28 de El rayo que no cesa, inclusive como metáfora del apetito y el brío eróticos que ceden, se aniquilan, pero también se complementan con el impulso de Tánatos. Su vinculación con la tauromaquia prosigue en libros siguientes, mas cambia de signo, siguiendo el curso de la ideología del autor: en Viento del pueblo, escrito en pleno fragor de la guerra civil, en la hora que Hernández afronta la poesía político-social, el toro varonil, erótico y mortífero se contrapone con la mansedumbre de los bueyes (en el romance «Vientos del pueblo me llevan») y se alista junto a los leones y las águilas, el huracán y el rayo, como expresión de la sed vindicadora de los humildes que transita el conjunto; en tanto en El hombre acecha, vuelve a ser invocado, en alejandrinos blancos, casi como única posibilidad de salvación de la soberanía y el ansia de lucha del bando republicano, una vez que el poeta presiente la derrota militar e interioriza profundamente el drama colectivo, con lo que su poesía adquiere una mayor desnudez expresiva.
Heraldos de preocupaciones sociales son también los poemas sueltos donde Hernández enuncia el tema del campesinado. «Profecía sobre el campesino» constituye un buen ejemplo. El sujeto lírico denuncia la explotación de los aldeanos, pero no los incita a la rebelión como hará en Viento del pueblo, sino que propone una solución basada en el trabajo, la religión y la bonhomía. Cierra el texto con unos versos pretendidamente proféticos que no pasaron de ser utópicos para desgracia del pueblo español y del propio Miguel Hernández:
El encanto del campo está seguro;
para ti, en ti, por ti, de ti lo espero.
En nombre de la espiga, te conjuro:
¡siembra el pan con esmero!
Día vendrá en un cercano venidero
en que revalorices la esperanza,
buscando la alianza
del cielo, y no la guerra.¡Tierra de promisión y de bonanza
volverá a ser la tierra!
También de ambiente agrario, resalta en la colección «El silbo de afirmación en la aldea», una suerte de beatus ille particular que contrapone la vida mecánica de las grandes urbes con la aldea de la edad áurea y la pura existencia campesina. Aunque este texto asimismo resulta conciliador y no propone soluciones viables al drama del campesinado español, en algunos momentos emplea unos niveles de lenguaje que advierten sobre los tonos del que es, posiblemente, el peor Miguel Hernández: el poeta increpador de la arenga política que intenta asumir el clamor de inconformidad de la voz popular en esas zonas de Viento del pueblo y El hombre acecha donde la inmediatez malogra por igual el aluvión lírico y el entusiasmo épico. En este silbo, más próximo a la sátira, todavía no se manifiesta esa voz en toda su magnitud, y culmina el poema con unos versos que, al menos en materia de religiosidad, sí fueron más o menos premonitorios en la vida del poeta:
Lo que haya de venir, aquí lo espero
cultivando el romero y la pobreza.
Aquí de nuevo empieza
el orden, se reanuda
el reposo, por yerros alterado,
mi vida humilde, y por humilde muda.
Y Dios dirá, que está siempre callado.
En estos poemas sueltos hay también atisbos de poesía religiosa: tres sonetos «A María Santísima», los tercetos de «Mar y Dios», el romance «Silencio-divino» y, en cierta medida, la silva «La morada amarilla». Tal religiosidad no me parece de genuina inspiración, sino deudora de sus estudios infantiles en colegios de curas y de sus relaciones discipulares con Luis Almarcha y Ramón Sijé. Como posteriormente, al entrar en contacto con el pensamiento progresista de la intelectualidad radicada en Madrid y sufrir los constantes ataques anticlericales de Neruda contra El Gallo Crisis, revista de corte católico dirigida por Sijé —que pusieron en peligro incluso su entrañable amistad con el otro alicantino, y hasta sus relaciones amorosas con Josefina Manresa, aún apegada a las devociones eclesiales—, Hernández renuncia a su credo, se vincula al partido comunista español y la temática religiosa desaparece de su producción, no estimo sensato detenerme demasiado en esta arista de su trabajo. No obstante, me gustaría especificar que «Silencio-divino» con su interpretación de la imposibilidad humana de comunicarse con la divinidad, «Mar y Dios» con su trascendentalismo literaturizado y «La morada amarilla» con su fusión entre imagen divina y naturaleza,[4] y todos en general por la maestría técnica con que fueron resueltos, son, de conjunto con los «Silbos» y las décimas, lo más granado de estos poemas no publicados en libro.
Notas
[1] Esta frase ha sido entendida por algunos como un elogio, pero siempre me ha sonado sospechosa en extremo, pues, en ese mismo libro, de casi quinientas páginas, Alonso solo vuelve a mencionar a Hernández dos veces: la otra, en una nota al pie, para decir que, si nació en 1910, más bien pertenece a la generación siguiente; la última, en una lista de poetas que han abordado el tema del toro, en un estudio dedicado a Carmen Conde. Es curioso el hecho de que, en el texto destinado a elogiar el uso del soneto en Vicente Gaos, Dámaso Alonso, entre una serie de sonetistas célebres (Dante, Petrarca, Garcilaso, Camões, Góngora, Lope, Quevedo, Ronsard, Shakespeare, Antero de Quental, Unamuno), ignore el nombre de Hernández, algunas de cuyas piezas de El silbo vulnerado y El rayo que no cesa, podrían estar sin desdorarla en la ilustre compañía antes enunciada.
[2] También resulta oportuno tener en cuenta aquí que, aunque fuera de forma epidérmica, la rehabilitación de Góngora en España comienza con Rubén Darío, quien consideraba al cordobés un poeta raro, nebuloso, maldito. Estas ideas nacieron bajo la tutela de Paul Verlaine, cuyo pobre conocimiento del castellano le impediría entender bien al autor de las Soledades, pero cuya intuición poética le apuntaba que detrás de aquellas metáforas culteranas había un poeta imprescindible para la historia de la literatura universal.
[3] Entre sus poemas de adolescencia aparecen algunos dedicados a una muchacha de Orihuela nombrada Carmen Samper, apodada La Calabacica, que fue la primera novia imposible, elusiva, en la vida de Miguel Hernández y que se negaba a tener relaciones con el poeta porque este tenía «ojos de loco». Esta anécdota la recoge José Luis Ferris en su acuciosa biografía del autor Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta. Ferris añade, con respecto a la peculiaridad de los ojos de Hernández, testimonios de Rafael Alberti, Ernesto Giménez Caballero, Vicente Aleixandre y Nicolás Guillén, entre otros. Páginas después, el biógrafo alicantino insiste en la posibilidad de que esta característica física de Hernández obedeciera a su padecimiento de hipertiroidismo, una enfermedad apenas conocida en la época y que pudiera haber sido la causante de sus constantes cefaleas y trastornos estomacales posteriores.
[4] Por su énfasis en la descripción de los campos de Castilla y la devoción que por ellos demuestra el poeta, este poema, dedicado a María Zambrano, recuerda cierta zona de la poesía de Antonio Machado.
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