«Miguel Hernández, poeta-decimista de más aire», artículo de Waldo González publicado en la revista Unión, aborda esta forma estrófica en la obra del alicantino. El acercamiento de González aclara que casi todas las décimas que hay esta la poesía lírica están agrupadas en los textos sueltos anteriores a El silbo vulnerado, tres bajo el título «Mar-profundo y superficial» y otras veintitrés en una sección titulada «Décimas»; salvo las que aparecen en las poesías completas en el acápite «Otros poemas (1935-1936)» con el nombre de «Epitafio desmesurado a un poeta» —dedicadas al uruguayo Julio Herrera y Reissig— y las de «Rosario, dinamitera» incluidas en Viento del pueblo. González apunta la variedad temática, la presencia de rasgos simbolistas y vanguardistas y la conjunción con la naturaleza como elementos distintivos de las primeras. Acerca del epitafio a Herrera y Reissig, alude a lo bien que retrata el oriolano a su colega. Finalmente, con respecto a «Rosario, dinamitera», el articulista anota de modo breve el papel de Hernández en la guerra civil como Comisario de Cultura de la 46 División militar y el vínculo emotivo que esta función política estableció entre él y la joven voluntaria mutilada en el fragor de la lucha. Luego, González aborda la décima en la dramática de Hernández, terreno en el cual no pretendo incursionar en estas páginas, pero en el que se verifica un mayor empleo de la estrofa, sin duda propiciada por las reminiscencias de sus lecturas del teatro de Lope y Calderón, quienes la cultivaron con frecuencia y altos méritos. Hasta aquí, las consideraciones de Waldo González. Sin embargo, necesito establecer algunas precisiones para dilucidar un poco el porqué del escaso cultivo de la décima en la lírica de Hernández.
Adolfo Menéndez Alberdi en La décima escrita y Virgilio López Lemus en La décima renacentista y barroca —los máximos estudiosos del tema en Cuba— coinciden en aseverar que la décima existe en la poesía española casi desde sus orígenes y le confieren un arranque popular que luego, tal vez por la dificultad de las rimas consonantes, fue cediendo ante el romance en la preferencia de los cantores anónimos y se mantuvo más vigente en la tradición escrita, en manos de los poetas cultos, que la utilizaron de manera muy disímil.[1] Es inexistente la décima en Gonzalo de Berceo y en Sem Tob. No la cultivó el Arcipreste de Hita. Casi no lo hicieron el Marqués de Santillana y Juan de Mena, atrapados en las vacilaciones naturales con otras variedades octosilábicas, en los avatares de la rudimentaria italianización o en el ejercicio del verso de arte mayor castellano. Tampoco la manejó Jorge Manrique. Apenas hay noticias de ella, medio confundida entre unas cuantas de sus coplas, en Garcilaso, cuya misión de transplante de lo italiano a lo español le condujera a jerarquizar el soneto, el terceto, la octava y la canción, por encima de las variantes del octosílabo propias de los castellanizantes encabezados por Cristóbal de Castillejo. Nada en san Juan de la Cruz indica una vinculación con la décima. En santa Teresa de Jesús y fray Luis de León, tanto como en Fernando de Herrera, no puede demostrarse con claridad una conciencia decimística. Lope, Tirso de Molina y Calderón de la Barca sí la tuvieron, fundamentalmente en el teatro, de donde tomó Hernández modelo para las décimas de su auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, balbucientes aún, y para El labrador de más aire y Pastor de la muerte, en las que da primacía al aspecto político, a la trasmisión de un mensaje civil e ideológico y que, para mi gusto, apenas recuerdan la gracia dialógica y la pericia dramatúrgica de sus predecesores. Aunque Lope y Calderón acudieron a ella en su poesía lírica, por desgracia otros moldes como el soneto y el romance han gozado de mayor fortuna divulgativa por historiadores, antólogos y críticos literarios (y al menos en el caso de Lope creo que llevaban razón). Quevedo y Góngora la emplearon con abundancia: el primero, sobre todo en la zona satírico-humorística de su obra; el segundo, también en la zona humorística y, además, enmascaradas tras diversos experimentos en sus célebres letrillas; mas en ellos son primordiales el soneto, la octava, el romance, los tercetos y no la espinela. Algo similar ocurre con sor Juana Inés de la Cruz, cuya relevancia en el verso de arte menor le viene por las redondillas, las coplas y los villancicos. Durante el neoclasicismo, el asunto fue peor: desapareció del teatro, dejaron de proliferar las glosas y casi nadie le prestó, en medio del festín del endecasílabo, el heptasílabo y el pentasílabo, demasiada atención. Los más entusiastas de sus adeptos en el romanticismo resultaron el Duque de Rivas y José Zorrilla, aunque uno y otro la prefirieron para la poesía dramática. José de Espronceda y Gustavo Adolfo Bécquer no gustaron de ella y existen exiguas huellas de su aparición en Rosalía de Castro.[2] A pesar de que los modernistas americanos recurrieron a la décima no lo hicieron, quizá, con afán experimental semejante al que pusieran en otras formas estróficas tradicionales, y hay testimonio de ello en los libros de Rubén Darío, Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig (sin duda el que más experimentó con la estrofa). Entre los modernistas españoles importantes, no le mostraron simpatía Antonio Machado ni Juan Ramón Jiménez, y una asaz inapreciable Miguel de Unamuno. Nula fue en la lírica personalísima de León Felipe. Y, de pronto, vuelve a la palestra en las voces de la generación del 27 y ocupa sitios de privilegio en Jorge Guillén y Juan José Domenchina y suficiente espacio en las Primeras poesías de Luis Cernuda y en varios sitios del devenir lírico de Gerardo Diego; desaparece de los cuadernos de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Pedro Salinas, Manuel Altolaguirre y Emilio Prados, para reaparecer, ya en los años 40, en los inicios del franquismo, en Luis Rosales y en las páginas de la revista Garcilaso y de los autores cercanos a su órbita estética.
¿Qué indica esta enumeración y cómo afecta a la décima hernandiana? Resalta el hecho de que prácticamente ninguno de los poetas de primera línea en lengua española, a excepción de los barrocos, fue un decimista connotado. Miguel Hernández, heredero consciente o intuitivo de esa tradición, no debió de haber insistido demasiado en una estrofa que no traía el sello de los grandes maestros. Para recontextualizar el barroco de acuerdo con las ideas de la generación del 27, optó por la octava gongorina en Perito en lunas y por el soneto quevedesco en El silbo vulnerado y El rayo que no cesa, formas en las que, al fin y al cabo, había mayores posibilidades de penetración ideotemática y de lucimiento técnico y que estaban mejor definidas en sus paradigmas de los siglos de oro. Para asomarse al neopopularismo recurrió a la dualidad de registros léxicos que ya expuse. Si bien trabajó la décima en su teatro con fines de propaganda política, para abordar la nueva situación histórica y estética que hubo de enfrentar con la guerra civil, se decantó por el romance gracias a sus ventajas en el tratamiento de lo épico. Y para la poesía esencial, desnuda, que necesitaba volcar en Cancionero y romancero de ausencias, creo que la décima le sonaría retórica, excesivamente artificiosa y estrecha. Máxime si aventuramos la especulación de que las décimas escritas por Hernández entre 1933 y 1934 terminan por ser un rápido episodio de acercamiento a la poesía pura, muy próximo al de Jorge Guillén (basta comparar el parentesco exterior de estas composiciones con las de Cántico),[3] y la única indagación que le faltaba en el espectro de tendencias propugnado por la generación del 27, la cual subsume en su obra con gallardía en ocasiones más feliz que la de sus propios integrantes. El epitafio a Herrera y Reissig, agrupado junto a otras elegías y homenajes a amigos y arquetipos literarios (Aleixandre, Neruda, Garcilaso, Bécquer, Raúl González Tuñón; de cierta manera Sijé, Lorca y Pablo de la Torriente Brau), forma parte, sospecho, de un extraordinario ejercicio mimético y de crítica literaria en el cual asumió, simbióticamente, concepciones poéticas y procedimientos estilísticos. El caso de «Rosario, dinamitera» no puedo menos que concebirlo como una leve variación formal en la estructura de Viento del pueblo, donde el octosílabo siempre tiende al romance, salvo en esta composición dedicada a una mujer, para la cual es muy probable que la décima le ofreciera una vecindad con el madrigal impensable en la epicidad romancesca.[4]
En contraste con la décima, el soneto, desde los primeros conatos de Santillana, y luego de su extrapolación definitiva al castellano por Garcilaso y Boscán, estuvo entre los favoritos de casi todos los grandes poetas de la lengua. Así lo atestiguan las colecciones de sonetos del propio Garcilaso, Herrera, Lope, Góngora, Quevedo, Calderón, sor Juana, Darío, Lugones, Antonio Machado, Unamuno y Juan Ramón Jiménez. Si bien es cierto que perdiera prestigio durante el neoclasicismo y que los románticos no lo atendieran con justicia (el soneto conspiraba, por su concisión, contra las enormes tiradas de versos tan del gusto de la época, y, por su «rigidez» formal, con el «desaliño» inherente a las poéticas del romanticismo), tuvo un despertar en el modernismo comparable al apogeo del barroco y, no me cabe duda, de ese chorro común lo bebieron los poetas del 27 cuando decidieron desbrozar las malezas de los «ismos» y erigirse en lo que Alberti llamó, con acierto, «vanguardistas de la tradición». Entonces lo acogieron de buen grado el mismo Alberti, Aleixandre, Alonso y Guillén, por lo general en sus cuadernos iniciales, que coinciden cronológicamente con el período que analizamos, en el cual se supone escribiera Lorca en Nueva Inglaterra sus póstumos Sonetos del amor oscuro. La mayoría de ellos lo abandonó para entrar en los terrenos del verso libre, más a tono con los intereses expresivos de la posvanguardia en la que se aprestaron a explorar nuevas sendas. Fue el soneto patrimonio, en los años 40 y ulteriores, de los poetas clasicistas de la generación del 36 (Bleiberg, Rosales, Ridruejo, los Panero, José García Nieto) y, luego, de jóvenes que lo emplearon con entusiasmo (Rafael Morales, Vicente Gaos), para después irse haciendo menos visible en la poesía española más reciente. Por tales causas, no es casual que Miguel Hernández lo eligiera para su nueva revisitación del barroco, ahora desde el otro gran faro del movimiento, Francisco de Quevedo (y también, por qué no, desde esa especie de baliza entre este y Góngora que fue Lope de Vega).[5]
Pero hay otro detalle. El silbo vulnerado y más tarde El rayo que no cesa son libros de poemas de amor. Desde Dante y los stilnovistas, pero sobre todo a partir de Petrarca y sus mejores discípulos (Torcuato Tasso, Pietro Bembo, Giovanni della Casa), el soneto había sido el molde por excelencia en algunas cúspides de la lírica amorosa (Garcilaso, Herrera, Lope, Quevedo, sor Juana, Luis de Camões, Pierre Ronsard, Joachim du Bellay, Louise Labé, Philip Sidney, Shakespeare, Charles Baudelaire, Elizabeth Barret Browning, Antero de Quental).[6] Probablemente, Miguel Hernández no conociera de veras a muchos de esos poetas, pero sí frecuentaba la tradición española, razón suficiente para intentar ensartar otra cuenta en ese rosario que no le abriría las puertas de la comunicación con Dios, pero sí con lo que para él pudiera ser su representación en la tierra, la mujer, encarnada, aparentemente, en Josefina Manresa.
Introduzco la cuestión de la mujer como camino para llegar a la divinidad pensando más en Laura que en Beatriz.[7] La austeridad ética, filosófica y política de Dante se disuelve en Petrarca tras el velo de un yo íntimo que convierte a la poesía en un medio de indagar en la verdad interior, un tanto desconocida, conformada con la belleza y el trabajo moral, bajo los cuales laten la miseria humana y la contradicción esencial del amor, a un tiempo esperanza y espera e ilusión y desilusión. La poesía deviene, así, expresión de un yo lírico, de una individualidad problemática, atenazada por la incertidumbre del existir: mezcla de amor divino, terreno, natural y memoria literaria.
Seguro Hernández no había leído a Petrarca, pero sí a sus discípulos españoles. En el comentario introductorio a la figura de Giambattista Marino en sus Maestros italianos, Antonio Prieto dedica extensas páginas a exponer un punto de vista interesante sobre la pervivencia del petrarquismo en España. Intentaré resumirlo. Según su apreciación, la lucha entre imaginación y reflexión, la aegritudo amoris que padece el sujeto lírico y que expresa en un velado sensualismo apenas perceptible y prefiere la lejanía, la sublimación espiritual, las quejas acerca de la frialdad de la amada, opuesta al fuego abrasador —mas intelectual— donde el amado se consume, desaparecen paulatinamente de la poesía italiana en los textos poéticos de Boccaccio, que desgarra el ideal platónico de mujer, desciende a la realidad cortesana, va a los brazos de la dama y se sumerge con ella en el placer. Es decir, abre el camino a un sensualismo por el que transitarán Poliziano, Lorenzo de Médicis y Giovanni Pontano hasta llegar a Ariosto y Tasso, más vecinos a la esencia del petrarquismo, aunque es preciso aclarar que Ariosto, en sus sonetos y canciones a Alessandra Benucci solo se parece a Petrarca, porque él estaba casado con ella, podría tener esa necesidad de romper límites que caracteriza al amor pero no la obligación de morir amando sin poder morir que padecía el amante de Laura. Aunque no lo registra Prieto, lo acoto yo: Bembo y Della Casa, junto a otros petrarquistas del Cinquecento, a la fuerza se alejaron del modelo al llevar hasta extremos ridículos las ganancias de Petrarca.[8] Los mejores poetas del período (Michelangelo Buonarrotti, Vittoria Colonna, Pietro Aretino), a pesar de un aparente petrarquismo, se decantaron con mayor o menor violencia por el sendero de la sensualidad. Prosigo con Prieto. Asevera el ensayista que el auténtico petrarquismo navegó con más suerte en las letras españolas a partir de los Sonetos fechos al itálico modo de Santillana, dedicados a la inaccesible doña Violante de Prades. Antes, añade, el valenciano Ausiàs March había comulgado con el Canzoniere en sus Cants d’Amor, en los que late la misma exigencia de restarle sensualidad al concepto de amor y acercar más a la amada a una escala de virtud que conduce a Dios. Menos divinizante es Garcilaso, pero en él se mantiene la distancia con la adorada, la queja constante sobre la frialdad de doña Isabel Freyre.[9] Aduce Prieto a estas alturas que el petrarquismo fue el motor para entender «a lo divino» la lírica amorosa y que la atingencia entre Petrarca y la mística de san Juan rebasa los marcos de la influencia formal y alcanza los de comunión espiritual. A Laura, Violante, ¿Teresa? e Isabel las sucede Leonor de Milán, condesa de Gelves, también casada y muerta antes que Fernando de Herrera, a quien este le escribiera esos sonetos de amor en que la lucha psíquica, la antítesis, la dialéctica entre razón y sentimiento participan en el dolor y en la felicidad del poeta siempre distante de la amada imposible. El salto a Góngora y Quevedo resulta evidente. Los sonetos amorosos de ambos, transidos de comparaciones antitéticas y de artificios petrarquistas muy del gusto barroco y afines con el neoplatonismo, a través del cual los poetas despliegan la contemplación, el recuerdo y la idealización de la mujer amada, le permiten a Prieto concluir su reflexión y proseguir con el estudio de Marino, al que contrapone a Góngora en muchos aspectos.
Esta digresión me permite arriesgar otra conjetura: la aflicción de amor que acusa el sujeto lírico de El silbo vulnerado y de El rayo que no cesa se añade por línea directa al auténtico petrarquismo español concentrado en sus insignes sonetistas. En el tiempo en que se escriben ambos libros, todavía Josefina Manresa no se había casado con Miguel; era, pues, una versión de la amada imposible, lejana, a veces fría, cuyos desplantes le hacen pensar en la muerte como sublimación del eros. No olvidemos que ya en sus poemas iniciales dedicados a la escurridiza Carmen Samper, Hernández había coqueteado con algunos lugares comunes propios de la tradición occidental de la poesía amorosa y provenientes, en su mayoría, de la influencia petrarquista: el carpe diem, la pena deleitosa, el dulce tormento, etc. En estos cuadernos posteriores se atenúa el brillante cromatismo anterior del poeta y los tintes se vuelven negros, tiznados por el dolor, en un claroscuro de obvia raíz barroca, que realza el patetismo de las composiciones o su por momentos dulce melancolía. La antítesis y la hipérbole, aparte de las ingeniosas metáforas, son los recursos estilísticos más socorridos, también en una clara remisión a Petrarca y a sus herederos Góngora y Quevedo.
Si estos poemas enseñan la fuerza imprecatoria de Quevedo, igual hacen gala del erotismo sensual y nada petrarquista de Lope. A diferencia de sus compatriotas, la vida amorosa del Fénix fue intensa y pública. Aunque sublimizara en la literatura los incidentes de sus pasiones, en los versos escritos a Elena Osorio, Isabel de Urbina, Juana de Guardo, Micaela de Luján y Marta de Nevares se trasluce un élan vital que trasciende lo contemplativo de Petrarca y lo sustituye por una inmediatez cordial y vibrante. Algo de esa inmediatez subyace en los sonetos de Hernández: la virilidad vehemente del reclamo amoroso, el torbellino febril que se somete a la forma clásica, la inserción en El rayo… del elemento taurino (símbolo de muerte, pero asimismo de fuerza y rebeldía, de masculinidad) y su primigenio sentido de la tierra, patente en el léxico de ambos conjuntos, en el reflejo de su realidad oriolana: las hormigas, el limón amargo, el barbecho, los hortelanos, la naranja helada, la granada pechiabierta, el huerto, los árboles que refiere, el leñador, la tuera, el cardo, la zarza, el trigo, el romero, la juncia, el lagar, el avispero, los pájaros, las flores.
Aquí, por supuesto, hay que mencionar la presencia de la pintora gallega Maruja Mallo en la vida de Miguel Hernández. En su ya citada biografía, José Luis Ferris demuestra, mediante nutridos testimonios, que esta mujer unos años mayor y célebre por su actitud desprejuiciada, fue la primera experiencia sexual del poeta y dejó en él una severa impronta física y emocional. El marcado contraste entre ella y Josefina Manresa, aprisionada en su religiosidad y sus recatos pueblerinos, hace la diferencia entre el tono y el espíritu de ambos grupos de poemas y descarta la opción de que estuvieran dedicados a la misma persona, a pesar de las posibles ambivalencias y altibajos comunes a las relaciones sentimentales. De hecho, resulta evidente que, por esas fechas, el contacto carnal entre Josefina y Miguel había sido realmente nulo, dato que hace improbable la escritura de los sonetos 7 («Después de haber cavado este barbecho»), 8 («Por tu pie, la blancura más bailable») o 20 («No me conformo, no: me desespero»), en los cuales —entre otros— el arrebato erótico prima sobre el distanciamiento petrarquista. Asimismo, Ferris señala, con acierto, la influencia de los postulados de la escuela de Vallecas, a la que Maruja Mallo pertenecía, en la órbita lírica de estos libros. Los presupuestos estéticos de Alberto Sánchez y Benjamín Palencia son harto notables en El silbo vulnerado y El rayo que no cesa: la revitalización de la tradición a partir de una nueva visión del paisaje español, una visión panteísta, rural, exaltadora de la naturaleza, ajena a los tópicos del arte anterior y a los prejuicios de los artistas de vanguardia, eminentemente urbanos. Esta postura la acentúa el conocimiento de que antes, durante y después del desenlace de su encontronazo amoroso, Maruja Mallo y Miguel Hernández colaboraron en proyectos artísticos referentes al decorado de algunas obras teatrales del poeta que la pintora llevaría a cabo.
Y acudo a la palabra encontronazo para catalogar el vínculo entre el oriolano y la gallega porque, sin duda, eso fue el encuentro para él: un deslumbramiento sensorial que cesó tan abruptamente como había empezado, una vez que ella hubo saciado la curiosidad sexual que la aventura le prometía. Este desenlace la convirtió, a los ojos de Hernández, en otra variante de la hembra inaccesible, queja que se transparenta en algunas piezas de El rayo que no cesa, como aquellas que hablan del desengaño posterior al júbilo voluptuoso, entre las que destacan los sonetos 23, 24, 25 y 26. Este parece haber sido un sino fatal en la biografía de Miguel, pues no solo Carmen Samper y Josefina Manresa fueron mujeres elusivas, sino también la poeta murciana María Cegarra, con quien sostuvo por esos años un flirteo que no pasó de las cartas y las alusiones veladas, y María Zambrano, la cual, según anota Ferris, sintió una atracción —al parecer correspondida— por el joven alicantino, que se deshizo apenas la malagueña rebasó el mal momento emotivo que atravesaba. Esta sucesión de desplantes de mayor o menor hondura refuerza la idea del lamento petrarquista ante la amada imposible como eje conceptual de la poesía amorosa de Hernández en esta época.
He analizado los dos libros a la vez por su indiscutible parentesco. Se sabe que Hernández incorporó, con leves arreglos, los diez mejores sonetos de El silbo... a El rayo…, tercera versión, y definitiva —la primera se llamó Imagen de tu huella y en ella casi todos los poemas obedecen al influjo de la pasión por Maruja Mallo—, de su inquietud de esos años por la poesía amorosa. Esta última versión tiene tres poemas que no son sonetos: el 1, más conocido como «Un carnívoro cuchillo…», cuartetas; el 15, célebre como «Me llamo barro aunque Miguel me llame…», una silva; y el 29, «Elegía», dedicada a Ramón Sijé, escrito en tercetos. Según José Antonio Serrano Segura, estos poemas comparten la tarea de constituir un eje de simetría en el cuaderno, entre cada uno de ellos hay catorce sonetos, y luego de la «Elegía» aparece el «Soneto final».[10] El primero, primo lejano en el tono de «A mis soledades voy…» de Lope, abre el camino de la conflictiva introspección; el segundo, pudiera ser una profética arte poética que avizora los tonos encendidos de su poesía social y política; el tercero, igual que el anterior, una pieza un tanto extraña en una colección de amor supuestamente destinada a la distante y medio silenciosa Josefina Manresa, a quien le escribe, un mes después de la salida de El rayo…:
Yo, que creía que ya no te acordabas de mí, he puesto esta dedicatoria: «A ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya.» Resulta que ni tú ni yo hemos dejado de pensar en nosotros. Todos los versos que van en este libro son de amor, y los he hecho pensando en ti, menos unos que van por la muerte de mi amigo.[11]
La «Elegía», a su modo, es otro poema amoroso, esta vez para el amigo con el cual se han enfriado las convergencias ideológicas y literarias, pero al que sigue profesando cariño y admiración. Su inesperada muerte provocó este canto que, como vaticinara Chabás, ha ido convirtiéndose en antológico dentro de su abundancia de textos memorables. Aunque la incluyera en El rayo…, la «Elegía» es una pieza que por sus características bien pudo haber sido agrupada en volumen aparte, junto a los otros poemas sueltos concebidos entre 1935 y 1936, porque comparte con ellos el sentimiento de la pérdida real (ya sea por la muerte física o por la distancia), el homenaje a las maneras de entender el arte y la vida, el «sino sangriento» que revela en otro de los grandes logros de su lírica, el canto homónimo que quizá hubiera sido título ideal para una colección donde Hernández enseñara sus dotes de poeta elegíaco. Serrano Segura recuerda, en su análisis de la «Elegía» a Ramón Sijé, que ya desde sus intentos prístinos, Hernández había compuesto elegías, bien que retóricas («Elegía media del toro», «Elegía-al guardameta» y «Elegía a Gabriel Miró», «Funerario y cementerio», «Elegía al gallo», «Citación final»), con muertes lejanas o metafóricas como pretexto. La de Sijé habla de una muerte efectiva, cercana, y entra en la órbita de las penas de amor que se resuelven con la presencia de Tánatos. Al mismo tiempo, es justificación para otra «Elegía», esta vez en honor de Josefina Fenoll, la novia-viuda de Sijé. Para esta vuelve a seleccionar el terceto, tal vez como confirmación intuitiva de la cercanía entre ambos universos poemáticos o como deuda con las maneras de un entendimiento de la poesía que estaba comenzando a abandonar dada su cercanía con la estética y la ideología de Aleixandre y Neruda. Por ese camino del par antinómico y complementario amor-muerte, llega a los textos en que lo fúnebre se mezcla con el pastiche-homenaje: la «Égloga» dedicada a Garcilaso, «El ahogado del Tajo» consagrada a Bécquer y «Epitafio desmesurado a un poeta» en conmemoración de Herrera y Reissig. Ya adelanté el valor mimético de estos poemas. En la égloga recurre a la silva, cara al toledano, y va discurriendo, garcilasianamente, por la vida, obra y entorno del autor, hasta concluir:
Como un loco acendrado te persigo:
me cansa el sol, el viento me lastima
y quiero ahogarme por vivir contigo.
Notas.
[1] El viaje que haré a continuación por el empleo de la décima en la poesía española, pretende contemplar solamente a los poetas que considero de primera magnitud. Para ampliar la información sobre el tema sugiero consultar los libros de Menéndez Alberdi y de López Lemus, así como Métrica española de Tomás Navarro Tomás.
[2] Sí la apreciaron, y bastante, Ramón de Campoamor y Gaspar Núñez de Arce; el asturiano la explotó en las Doloras y el vallisoletano en El vértigo y Miserere, pero los resultados artísticos de ambos quedan muy por debajo de las conquistas alcanzadas por los autores que les anteceden en la enumeración de cultores —o no— de la espinela. Curiosamente, los dos gozaron en vida de prestigio entre la crítica y de popularidad, cosas que perdieron luego con el arribo del Modernismo y las vanguardias y la entrada de la poesía española en la modernidad. Asimismo, llama la atención que hoy algunos poetas españoles revaloricen el coloquialismo de Campoamor y su efusión irónico-sentimental.
[3] A veces me he preguntado si la predilección por la décima en Jorge Guillén —e incluso en Juan José Domenchina— no tiene también que ver con la influencia francesa asimilada a través de la poesía pura de Valéry. En esta lengua hay combinaciones octosílabas, eneasílabas y hasta endecasílabas de diez versos aconsonantados de modos diversos, por lo general con un pareado intermedio. Aparte de Valéry en algunos de sus poemas más célebres, la cultivaron con asiduidad François de Malherbe y Víctor Hugo, entre otros. Recuerdo aquí, siguiendo esa línea de razonamiento, los vínculos de Miguel Hernández con el autor de Charmes.
[4] La décima como instrumento de la sátira, a la usanza de Góngora y Quevedo, tuvo que haber sido desestimada por Hernández, que apenas rozó la ironía o la jocosidad. No fue un poeta humorístico nunca. Las diatribas increpadoras de Viento del pueblo y El hombre acecha ni siquiera aprovechan el sarcasmo sino la auténtica cólera erigida en apóstrofe.
[5] Una nota curiosa: la palabra silbo también fue del gusto barroco. Transcribo su uso en una décima de Quevedo. ¿La conocería Miguel Hernández? Imposible saberlo. De cualquier modo, obsérvese el aire de familia que guardan con ella las del alicantino. Se titula «Al ruiseñor»:
Flor con voz, volante flor,
silbo alado, voz pintada,
lista de pluma animada
y ramillete cantor.
Di, átomo volador,
florido acento de pluma,
bella organizada suma
de lo hermoso y lo suave,
¿cómo cabe en sola un ave
cuanto el contrapunto suma?
[6] Paradójicamente, John Donne, que fue un gran sonetista y un gran poeta amoroso, no tiene sonetos con esta temática. En su colección Songs and Sonnets, que recoge los poemas amatorios, a pesar del título no hay en verdad ningún soneto. Holy Sonnets sí está compuesto por diecinueve sonetos, mas en ellos aborda el asunto religioso, aunque se sirve en múltiples ocasiones de equivalencias muy a lo san Juan de la Cruz, entre lo espiritual y lo carnal, lo divino y lo erótico.
[7] Si algo hay dantesco en Miguel Hernández es su biografía que, salvo excepciones, no suele construirse. Los pasajes «infernales» de la poesía hernandiana poco deben al genio florentino ni en la letra ni en el espíritu.
[8] Esto pasó quizá en la poesía francesa, desde Maurice Scève hasta Ronsard y Du Bellay. Por suerte, la filiación petrarquista de los tres fue breve y les permitió abrirse a una poesía más personal y profunda.
[9] Por desgracia para Garcilaso, Isabel Freyre, aunque casada con don Antonio de Fonseca, correspondía con sus favores la pasión de otro gran poeta renacentista: Sá de Miranda, casualmente el encargado de italianizar la literatura portuguesa.
[10] Para ampliar información acerca de la vida, obra y características conceptuales y formales de sus libros, recomiendo el ensayo de José Antonio Serrano Segura «La obra poética de Miguel Hernández». En este texto hay una interesante aproximación a la «Elegía» dedicada a Ramón Sijé cuya lectura me parece fundamental.
[11] José Luis Ferris sostiene que esta dedicatoria, en realidad, fue escrita para Maruja Mallo, pero que luego de la ruptura entre ella y el poeta, este decidió aprovechar la ambigüedad de la misma y emplearla como punta de lanza en su reconquista de Josefina Manresa.
Ver tambén Ejercicio 57.
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