
Tomada de 20 minutos
Valdría la pena destacar que como mismo aglutinó las tendencias de la generación del 27, Hernández, en un irónico guiño involuntario, también se adelantó a algunos miembros de la generación del 36 en el rescate de Garcilaso y en el cultivo del soneto, la octava, el terceto, la décima, el romance. Esta aproximación hernandiana no encierra la visión castrense, imperial, caballeresca y amorosa de la vida que propugnaban García Nieto, Pedro de Lorenzo y otros en aras de recuperar lo neoclásico, tan a tenor de los presupuestos ideopolíticos del franquismo, pero no deja de llamarme la atención. También es cierto que Hernández no le impuso a su manejo de las formas clásicas la defensa contra los excesos de los poetas del 27, pues fue bastante «excesivo» con la barroquización como hemos visto; lo inscribo solamente a modo de ejemplo de cómo un gran poeta resume y se mueve entre las corrientes predominantes de su momento histórico-literario. En similar sentido podría decirse que la poesía social y política del oriolano denota «menos perfección estilística y más gritos, menos metáforas y más gritos… Vida, vida, vida», un reclamo de Eugenio de Nora, Victoriano Crémer y otros poetas agrupados en la revista Espadaña, quienes querían instaurar una poesía realista, menos edulcorada y tópica, comprometida con la problemática existencial e histórica del hombre. A ellos también les tomará la delantera, en ese terreno, Miguel Hernández.
«El ahogado del Tajo» tiene el tono romántico de Bécquer, usa el verso blanco, semi-libre, moderno. Y me suena también a profunda intuición. Si con los tercetos zanjaba la cuenta estética con Sijé y su entorno y con la silva la de Garcilaso, al tantear en los dominios del versolibrismo y dar paso en el poema a la emoción de lo vivido, al recuerdo, a experiencias convertidas en emociones, a la presencia del amor, el desengaño, el deseo de evasión, la desesperanza y la muerte, estaba saldando la deuda con lo que era, al decir de Jorge Guillén, «la culminación de la poesía del sentimiento y de la fantasía», y la irrupción en la lírica española de una nueva tradición equivalente a la de Garcilaso, como bien acotara Cernuda. Tradición a la que se conectan Neruda y Aleixandre, sus modelos contemporáneos, en algún momento de sus obras. El caso del poema a Herrera y Reissig lo estimo menos representativo: la certificación de lectura y admiración por un poeta extraño, a contracorriente de su medio social, que pudo haberle motivado por el lenguaje suntuoso, las reminiscencias barrocas, eróticas y simbolistas o por las anticipaciones de la vanguardia, en especial del surrealismo. La décima, que en el uruguayo fue llamativa, era la mejor herramienta para homenajearlo y seguir allanando el camino hacia los derroteros de la nueva poesía representada por Aleixandre, Neruda y González Tuñón.
Pero antes de llegar a ellos quiero detenerme en otros dos textos signados por la muerte y de corte elegíaco: «Elegía primera» a Federico García Lorca y «Elegía segunda» a Pablo de la Torriente Brau. No pertenecen a los poemas sueltos del 35-36, están incluidos en Viento del pueblo, mas por su acento y por su tema cabrían perfectamente al lado de los que hemos venido analizando. En ellos no se habla de las estéticas de los escritores, ni se remedan sus estilos (Pablo no se destacó por escribir versos), sino se erigen sus personalidades como víctimas del horror franquista y como patrones de dignidad intelectual ante una situación de crisis política que compromete el destino del país y de las ideas progresistas en el mundo. Desde el punto de vista humano, son textos sentidos inspirados en el fallecimiento de seres muy cercanos a sus afectos, que conmueven porque trasmiten un dolor tangible, apenas literaturizado, virtud que es, a la postre, un mérito literario poco habitual.[1] Desde el punto de vista más clásico de concebir la literatura, prefiero en ellos el ubi sunt manriqueño en el de Lorca, y la inclusión de personajes en el de Pablo (Valentín, Manuel Moral, los capitanes, comisarios, soldados y el comandante), recurso típico de la épica que lo emparienta con España, aparta de mí este cáliz de Vallejo, aunque sin alcanzar los hallazgos con el dialogismo que alumbran los del peruano.
«A Raúl González Tuñón”, «Oda entre arena y piedra» y «Oda entre sangre y vino» no son en puridad elegías. Entran mejor en el epígrafe de los pastiches-homenajes y resultan un evidente indicador de la inquietud estética de Hernández hacia la nueva poesía, impura, preconizada por los autores cercanos a Caballo Verde para la Poesía, donde primaba la imagen surrealista, el verso libre, el aire de renovación. Es cierto que el poema dedicado al argentino es un soneto, mas aquí lo novedoso descansa en el tema: el proletariado se rebela contra la injusticia social y se vincula a la lucha política. No sé si fue escrito antes o después del inicio de la guerra civil, que radicaliza la postura ideológica de Hernández, pero la dedicatoria a un exiliado comunista y el tono coloquial próximo a la arenga, anticipan los registros de Viento del pueblo, de la literatura engagé que las circunstancias históricas reclamaban a los militantes de izquierda.[2] En las odas a Aleixandre y Neruda sí está presente la intención mimética: desaparece la rima y galopa, frenético, un versolibrismo a veces salpicado de endecasílabos que, en los planos metafórico e imaginal, entra de lleno en los orbes creativos de Residencia en la tierra y La destrucción o el amor, típicos del neorromanticismo surrealizante de Neruda y Aleixandre, influencia observable en otras piezas de la colección como «Mi sangre es un camino», «Vecino de la muerte», «Me sobra corazón« y «Sonreídme».[3] Ese parecía ser el rumbo del Miguel Hernández de entonces, quien subrepticiamente nos ha enseñado en estos poemas sueltos un itinerario estético-ideológico que va de Garcilaso a Bécquer, pasa por Herrera y Reissig y por el catolicismo de Sijé, y culmina en González Tuñón, Aleixandre y Neruda, es decir, del renacimiento a la vanguardia comprometida, con leves estancias en el romanticismo y el modernismo. El estallido de la guerra civil y su repercusión en la vida y el pensamiento poético del autor cambia las opciones formales de Miguel Hernández por una pura necesidad de comunicación, pero acentúa el sentido visceral de la poesía y la responsabilidad histórica y política del escritor que avisan la existencia de estos poemas.
En las revistas Hora de España, El Mono Azul y Mediodía fueron apareciendo paulatinamente, antes de integrarlos en volumen, algunos textos que después conformarían Viento del pueblo. Hay acercamientos críticos que advierten con asombro la fulminante mudanza que sufre la poesía de Hernández al ponerse al servicio del testimonio sobre los acontecimientos de la recién comenzada contienda bélica en la que se apresuró a alistarse voluntario en el Quinto Regimiento. Otros comentan que en la misma halla un sentido nuevo a su poesía cuando intenta erigirse en la voz de la conciencia popular. Tengo una opinión menos tajante, esbozada en mis anotaciones anteriores. Con la entrada en guerra de la persona y la poesía de Miguel Hernández, las claves ideopolíticas y cívicas que se avizoraban en sus poemas de tránsito, cristalizan y se consolidan en un discurso coherente con su progresiva incorporación a la ideología marxista y a sus valoraciones acerca de la función de la literatura y el arte como instrumentos de propaganda en la lucha por el poder y como vehículos para la educación de las masas.
Por supuesto, la actitud retumbó entre sus colegas menos inclinados de modo abierto a estas maneras o menos listos desde el punto de vista estético para asumir las revueltas que el clima beligerante (no solo en España, en el mundo, pues el resultado del enfrentamiento entre las no homogéneas huestes republicanas y las tropas sublevadas de Francisco Franco afectaba la correlación de fuerzas, a esas alturas muy tirante, entre el eje fascista, la Unión Soviética y potencias como Inglaterra y Estados Unidos) traería a la lírica occidental. Con posterioridad a Miguel Hernández, ya en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial, fue frecuente el giro hacia la épica antibelicista —y valga la paradoja— en grandes poetas de vanguardia como Paul Eluard y Bertold Brecht. La brutalidad de los conflictos militares y la denuncia de los intereses económicos ocultos tras ellos, las habían cantado también los poetas europeos sacudidos por la Primera Guerra Mundial: Guillaume Apollinaire, Wilfred Owen, Siegfried Sassoon, August Stramn y Guiseppe Ungaretti.
A nadie debe asombrar, con esa atmósfera, la postura de Hernández y de quienes reflejaron los avatares de la conflagración e hicieron trabajo ideológico para uno y otro sector. La polarización política es una característica de la literatura en la España de la época. Los poetas se nuclearon alrededor de revistas y centros editoriales desde los cuales ejercer su papel de voceros de los bandos en pugna: el republicano, más heterodoxo en lo ideológico (y tal vez más débil en virtud de su pluralidad), y el nacional, más coherente en esa dirección, aunque no exento de asperezas y arrebatiñas por el liderazgo interno. Las publicaciones El Mono Azul, Hora de España y Mediodía, agruparon a los republicanos; Vértice y Jerarquía —cuyo nombre es harto elocuente— a los sublevados. Antonio Machado, José Bergamín, Alberti, Altolaguirre, Cernuda, Gil-Albert, León Felipe, José Moreno Villa, Prados, Arturo Serrano Plaja, Pedro Garfias, entonaron célebres cantos al calor de la República; Manuel Machado, Gerardo Diego, Agustín de Foxá, José María Pemán, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, lo hicieron al de militares y falangistas. Y hablo, exclusivamente, de autores conocidos. No olvidemos que El Mono Azul, en su primer número, lanzó un llamamiento a todos los poetas antifascistas de España, anónimos o no, para crear el Romancero de la Guerra Civil. Del otro lado, se compilaron la Corona de sonetos a José Antonio, la Antología poética del Alzamiento, el Cancionero de la guerra. «Cantar al pueblo» era la consigna de los primeros; «cantar la causa», la de los segundos.
Como era de esperar, y expresó Luis Cernuda en Ensayos sobre poesía española contemporánea, pocos de estos cantos bajo consigna sobrevivieron al conflicto. Los de Miguel Hernández, sí. Incluso, a despecho de la crítica de uno y otro polos.[4] Intentaré explicarme. Si El rayo que no cesa contara con el espaldarazo de Juan Ramón Jiménez y Altolaguirre, el mismo editor malagueño, en los primeros meses de la guerra, fustigó “El niño yuntero”, acusándolo de escasez de elementos poéticos; Tomás Navarro Tomás, en el prólogo a Viento del pueblo, critica la facilidad versificadora del alicantino, y Ramón Gaya la emprende contra el libro diciendo que no todos esos versos son siempre poesía, que Hernández no consigue domesticar su facilismo ni su manía por conseguir una poesía masculina y fuerte, para terminar aludiendo a la desunión que existe en el poemario entre poesía y verdad y que permite encontrar en él, junto a versos casi a lo Garcilaso, un renglón de crónica periodística. Neruda, después de la muerte del oriolano, insiste más en el filón antifranquista del asunto y colabora para crear el tópico del poeta-pastor-soldado-preso muerto en la cárcel, que, pese a ser más o menos cierto, no sirve para examinar las complejidades estéticas del autor convertido en mito. Esa actitud se recrudeció entre los españoles del exilio luego de concluida la guerra y repercutió, sin duda, en la visión cubana que del poeta ofrecieran Juan Marinello, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y los demás oradores del homenaje que se efectuara a Hernández, en enero del 43, en el Palacio Municipal de La Habana. Me admira el detalle de que, en Cuba, donde después del 59, por obvias coincidencias ideológicas y por necesidades de la política cultural del nuevo estado, se editó y difundió su obra poética y dramática, apenas existan estudios de peso sobre ella. Salvo Marinello, supongo, ninguno de los mayores críticos de poesía cubanos (José Lezama Lima, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Samuel Feijóo, Mirtha Aguirre, José Olivio Jiménez, Roberto Friol, Francisco de Oraá, Jorge Luis Arcos, Luis Álvarez, Rafael Almanza) se ha asomado con hondura a su producción.[5] La imagen del pastor soldado cuya voz emite la esencia de España, instituida por Marinello, parece haber signado el resto de los enfoques cubanos, que muchas veces no pasan de las generalidades, excepto el de Enrique Labrador Ruiz, quien rechaza los cerrojos preceptistas para enfocar esta poesía y le da una sacudida a la crítica cubana de la temática.[6]
Aitor Larrabide, en «Miguel Hernández en Cuba: entre el clavel y la espada», antes de llegar al asunto que titula su ponencia, recogida en Actas…, realiza un paneo por la situación en España. Ya sabemos cómo le fue a la trascendencia de Hernández con los amigos, imaginemos lo que sería con los enemigos. En la era de Franco la crítica hernandiana anduvo por senderos cautelosos hasta casi los años 50. Antes de la guerra, había sido visto como una promesa, después, como el intelectual comprometido con la República. Aquí operó la polarización: los franquistas se ocuparon poco y mal de su poesía temiendo darle demasiado realce al ejemplo que sus contrarios empleaban para juzgarlos. No es hasta la década del sesenta cuando ocurre una ampliación en los temas estudiados (su influencia en la primera generación de posguerra, por ejemplo) y se abre el espectro de los investigadores. La tensión con respecto a la obra y la figura de Hernández cede relativamente, pero aún su poesía «de combate», apenas antologada antes, sigue ocupando escaso sitio en las preferencias de críticos, historiadores y antólogos. En la antología Poesía española de Federico Carlos Saínz de Roble, de 1950, que abarca del siglo xii al xx, por ejemplo, aunque se dice que es, a juicio del compilador, «el más extraordinario poeta español que surgió después de 1934», no hay una palabra que aluda al asunto guerra civil en la nota introductoria a su selección. Y esta es lo más piadosa que pueda esperarse: «Sino sangriento», «Elegía» (a Ramón Sijé), «Un carnívoro cuchillo», trece sonetos de El rayo que no cesa, y varios poemas de los últimos que escribió, entre ellos «La ascensión de la escoba», «Vuelo», «Sepultura de la imaginación», «Eterna sombra» y «Las nanas de la cebolla», excelentes, pero que descontextualizados no apuntan hacia el profundo drama humano y artístico que reflejan sino hacia la exquisitez y la perfección formal. Esta sutil estrategia despolitizadora, lo mismo que la de franca politización de la izquierda, privaron al poeta de ser difundido, leído y estudiado en su totalidad. Concuerdo con Larrabide en que la indolencia, la comodidad y el poco rigor de la crítica favoreció varios de los tópicos y de las malas interpretaciones llegadas hasta nosotros.[7]
Pero todo esto es sociología de la literatura, dimes y diretes de las militancias en pugilato que no explican los verdaderos méritos estéticos de su poesía. He de ser sincero: esta zona de Viento del pueblo, El hombre acecha y los poemas escritos entre 1938 y 1939, antes del Cancionero y romancero de ausencias, me complace menos que Perito en lunas, El rayo… y el Cancionero…; sin embargo, encuentro en ella, a pesar de la premura imprescindible por el contexto en que concibió los poemas que la integran, la misma perspicacia para elegir la forma óptima, la misma precisión lexical, una pareja inteligencia compositiva para armar el conjunto (sobre todo Viento…, pues El hombre…y los otros textos no vieron la luz en vida de Hernández) y un similar élan vital que en sus libros anteriores, solo que ahora abocado más a la épica que a la lírica.
Este me parece el punto capital: muda el aliento porque se desplaza el género; y el género se desplaza porque las preocupaciones íntimas (las penas de amor por la amada imposible, la angustia de existir, las consideraciones estéticas) sucumben ante el empuje de un problema histórico de importancia nacional y universal. Y ante una realidad distinta, que reclama una mezcla genérica donde predomine la epopeya, Miguel Hernández se saca de la chistera un libro desde cuyo título y cuya archicitada dedicatoria a Vicente Aleixandre, nos anticipa que va a hablar (cantar), a través suyo, de otros y por otros, que el yo ha de abrirse a una continuidad de la poesía popular, sobre todo española, que consiste en irse fundiendo con la voz colectiva para generar ciclos épicos que pasen de una generación a otra y salvaguarden la memoria del pueblo. Dice el párrafo final de la dedicatoria:
Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este mundo de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con las orejas y el alma tendida al pie de cada siglo.
Y de esa manera, elige el romance como uno de sus modelos básicos. Ramón Menéndez Pidal, en El romancero español, Los romances de América y otros estudios, Romancero hispánico y otras antologías y obras críticas, defendió la tesis —opuesta a las de Johann Gottfried von Herder, Jakob Grimm et al., que sustentaban el surgimiento de los romances como antecedentes populares de los grandes cantos épicos del medioevo— de que el Romancero nació a manera de desprendimiento de los cantares de gesta y pervivió en la evocación colectiva gracias a la trasmisión oral de juglares, poetas «profesionales» y gente común que los cantó. En La lírica castellana hasta los siglos de oro, Mirta Aguirre añade la idea de que el pueblo aprendía como romance aquello que musicalizaba mejor, lo más apto para ser memorizado y repetido como canción. Ambas teorías, la alemano-francesa-inglesa y la hispana, destacan la relevancia del pueblo, ya sea en el papel de creador o en el de difusor, y, además, subrayan la incuestionable vinculación inicial del Romancero con la épica. Poesía popular y colectiva, no porque sea solo obra de la colectividad, sino porque quienquiera que sea su autor, adopta un molde métrico y estilístico y un caudal de motivos previamente aceptados por la comunidad. La masa siente que el romance le pertenece y, así, lo repite y hasta se arroga el derecho de modificarlo en las sucesivas edades. Con el renacimiento, la imprenta permite que la edición de romances, inicialmente efectuada en pliegos sueltos, de cordel, atraiga la atención de la gente culta y comienza un renacer que pasa a los múltiples Cancioneros y asciende hasta los siglos de oro, cuando el llamado Romancero nuevo florece en la obra de Lope, Góngora y Quevedo, entre otros muchos autores del barroco que lo cultivaran con mayores o menores méritos.[8] El interés de los románticos alemanes, ingleses, franceses, italianos y norteamericanos (aparte de Herder y Grimm, figuras como Goethe o Hegel, lo estudiaron y editaron; Lord Byron los tradujo; y Víctor Hugo escribió algunas paráfrasis empleándolo) hace que los románticos peninsulares —Almeida Garret en Portugal, el Duque de Rivas en España— recuperen el aprecio por el romance y dé comienzo el período moderno de su cultivo en las letras hispanas.[9] Lógico, los afanes épico-líricos o lírico-épicos del romanticismo hallaron en el romance, en su histórica y factible mixturación entre lirismo y epopeya, un vehículo idóneo de expresión. Proliferó entonces en Espronceda, Zorrilla, Bécquer (quien lo despoja de epicidad y carga la mano hacia los conflictos del yo), llegó hasta los modernistas Machado (ambos hermanos), Unamuno, Juan Ramón Jiménez, y, luego, encontró adeptos entre los poetas del 27, sobre todo en el neopopularismo de Lorca y Alberti.
Bien pudiera aludirse que este rescate del romance para cantar la guerra civil no lo inventó Miguel Hernández, sino la intelligentsia española, tanto de la República como del bando nacional, ya que era un metro fácil de memorizar para los himnos y las marchas guerreras, y sencillo de imprimir lo mismo en sueltos que en las publicaciones periódicas. Pero si ese aserto lleva razón, también la lleva el de que pocos hicieron de él un uso tan juicioso como el que se aprecia en Viento del pueblo. Tal vez podamos encontrar buenas soluciones artísticas, o auténtico sabor popular, en los romances escritos por los poetas de uno y otro grupo, mas no conozco ningún libro con la misma coherencia interior en su armazón, con tan alta intensidad emotiva que se mueva desde la elegía hasta la oda y toque el canto épico y la poesía de barricada, o que emplee con tanta pericia el uso alternativo de los tiempos verbales, en lo que Rafael Lapesa, en La lengua de la poesía épica en los cantares de gesta y en el Romancero viejo, definió, refiriéndose a la antigua poesía española, como una intuición eludidora de la monotonía narrativa. De los romances del poemario, prefiero «Vientos del pueblo me llevan», porque aprehende la poética del conjunto: conjuga la epicidad con la efusión de un yo a veces confesional, a veces apelativo, al tratar, con la misma gallardía, el pase de revista militar caro a la epopeya o la voluntad de inmolación propia del héroe romántico con que cierra el poema. Otro romance atípico, «El niño yuntero», en contra de la opinión de Altolaguirre, es un texto sui generis, pues encierra en sus versos un retrato conmovedor de la infancia campesina española que, ya adulta, busca redimirse en las trincheras antifascistas. Y recalco lo de atípico pensando en que la herencia renacentista había acuñado, primero en la voz anónima y después en la de Juan del Encina, la usanza de arromanzar las redondillas y cuartetas en composiciones con unidad argumental y narratividad distintivas del romance (recuérdese el que comienza «Yo me estaba reposando…»).[10]
Las consideraciones anteriores no bastarían, quizá, para sugerir un uso consciente del romance, si esta fuese la única forma que encontráramos en Viento del pueblo. No obstante, la preponderancia de composiciones volcadas en su mayoría en alejandrinos (un soneto; varios textos con estrofas de cuatro versos constituidos por tres alejandrinos y un pie quebrado heptasílabo; varios polimétricos en los que predominan los tetradecasílabos), me induce a pensar que el verdadero neopopularismo presente en los romances hernandianos, necesitaba, en las miras estéticas del autor, un equilibrio con otro metro que asimismo remitiera a la mejor tradición hispana y albergara en su seno, como el octosílabo, la posibilidad de fusionar el realismo histórico con la leyenda heroica (la cuaderna vía de Gonzalo de Berceo y el Poema de Fernán González); la narración con el arrebato lírico (Libro de Apolonio y Libro de Alexandre); el tono doctrinario con la furia maldiciente y el habla popular con el refinamiento literario (ambas magnitudes aparecen en el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita, marcado incluso por un sentido anticonvencionalmente cristiano; y en la dura imprecación hija de la tristeza, la austeridad y el desengaño que rezuma el Rimado de Palacio del canciller Pero López de Ayala).[11] Hernández pudo haberse decantado por la octava, que tan bien conocía; pero la octava es en exceso culta, retórica en su esencia. El contrapunto ideal para el romance era el alejandrino que, desde Berceo, fuera instrumento acorde para las fusiones que Hernández requería. Y, por si no bastara, después de varios siglos de ausencia en la historia de la poesía española, el alejandrino regresó en las páginas de El poeta filósofo de Cándido María Trigueros —un peculiar neoclásico a quien, me temo, la historiografía y la crítica literarias españolas le deben alguna restitución—,[12] y más tarde en los románticos Zorrilla, Espronceda, Alberto Lista, Gertrudis Gómez de Avellaneda, quienes enlazaron el discurso de las doctrinas conceptuales y estilísticas con las búsquedas que culminarían en el apogeo modernista, en los experimentos de Rubén Darío, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera y Julián del Casal. A sus virtudes fusionistas, unía el alejandrino la amplitud expresiva que dio cobijo a la torrencialidad de la alocución y a los exabruptos del yo romántico, y a las revalorizaciones hispano-francesas-norteamericanas del modernismo. Y como Hernández también estaba urgido de una expresión torrencial en que saciar las necesidades elocutivas imposibles de recoger en el romance, menos adaptable a la arenga y la propaganda política, tenemos una causa más para aseverar la total conciencia —al menos en estado intuitivo— en el empleo del romance octosilábico y del alejandrino en sus diversos modos rítmicos.
En alejandrinos con pie quebrado heptasilábico está escrito uno de los poemas centrales no ya de Viento del pueblo, sino, a mi entender, de toda la poesía de Miguel Hernández: «Canción del esposo soldado». En esta oda al pronto nacimiento de su primer hijo, según Serrano Segura, Hernández
…se identifica con todos los soldados-esposos como él, y en trance, también como él, de ser padres. Su circunstancia personal se transcendentaliza en lo colectivo y hace que la poesía nazca de la vida misma como una floración natural irreprimible: el poeta exalta el acto de la unión amorosa, no como una culminación del placer, sino como un rito de la naturaleza, religioso e inevitable: la guerra nada puede contra la «siembra» del hijo, contra este amor puro y hondo de los esposos. El hijo se convertirá, naturalmente, en el símbolo de la esperanza: «Para el hijo será la paz que estoy forjando».
Me gustaría agregar que en ella, merced a los pasajes intensamente eróticos (raros de por sí en Viento del pueblo y El hombre acecha), el reposado lirismo de algunas estrofas y la frustrada premonición sobre la felicidad matrimonial y doméstica que le sobrevendrá al final de la contienda, aprecio un puente, un punto de enlace entre El rayo que no cesa y Cancionero y romancero de ausencias, el libro más hondo y personal de la producción del alicantino.
Notas
[1] Siempre me ha asombrado la facilidad de Miguel Hernández para producir estos textos elegíacos poco tiempo después de las muertes que lamenta, como también ocurre con la elegía a Ramón Sijé. El talento para supeditar el caudal emotivo a la disciplina de la forma y sobreponerse así a la inmediatez del sentimiento, es un don raro en la mayoría de los poetas. Ese don, imagino, le permitió enfrentar después los retos de la poesía urgente de Viento del pueblo y El hombre acecha y, en cierta medida, del Cancionero y romancero de ausencias.
[2] Las coincidencias ideotemáticas y formales entre Viento del pueblo y La rosa blindada y La muerte en Madrid, de González Tuñón, dedicados a la guerra civil española, son un jalón más para remarcar el lazo entre ambos autores y ayudan a comprender mejor la presencia del argentino junto al chileno y el sevillano en esta tríada de nuevos «tutores» de Hernández.
[3] El tono y la preocupación por la clase obrera y el campesinado y por la necesidad de una revolución popular reaparece en «Sonreídme», ahora sazonado por una visión anticlerical y antirreligiosa que lo propone cual un documento de ruptura definitiva con el catolicismo y su perniciosa labor retardataria para la conciencia del pueblo.
[4] En las Actas. I Jornadas hernandianas en Cuba, del 2008, aparecen varios estudios que abordan la repercusión crítica de la obra de Hernández en España y en Cuba. Los autores Aitor Larrabide, Ricardo Hernández Otero, Jorge Domingo, Zaida Capote, Tania Cordero y Amado del Pino, entre otros, arrojan luz sobre el particular. Me encantaría introducir en este ensayo muchas de sus reflexiones, refrendarlas o polemizar con ellas, pero me es imposible, pues me desviaría demasiado del objetivo de estas páginas: indagar cómo el empleo del metro y la rima son en esta poesía el fruto de decisiones conceptuales de primer orden, siempre asentadas en el diálogo nutricio con la tradición literaria española. Así, agradezco a todos ellos la información obtenida sobre la temática y fundo sus criterios en mi discurso en aras del espacio y el tiempo.
[5] En el volumen antes citado hay aproximaciones de Enrique Saínz, Virgilio López Lemus, Guillermo Rodríguez Rivera y Roberto Manzano, incluso una mía, pero ninguna sobrepasa el análisis de la relación Hernández-poesía cubana para penetrar de modo profundo en la obra del poeta.
[6] En el año 2009, en Orihuela, apareció la compilación de Aitor Larrabide y Concepción Allende Vasallo Presencia de Miguel Hernández en Cuba. Antología de textos (1937-2008), en la cual se recogen, entre otros muchos, acercamientos de Roberto Fernández Retamar, Manuel Díaz Martínez y Luis Suardíaz que, pese a eludir parcialmente los tópicos arriba mentados, no logran superarlos del todo y carecen, para mi gusto, de la hondura necesaria en el análisis de las problemáticas esenciales, tanto en lo conceptual como en lo formal, de la poesía del alicantino.
[7] En una más detallada revisión bibliográfica de las ediciones de la obra del poeta, habría que mencionar, sin falta: 1949, en Argentina, El rayo que no cesa, con prólogo de José María de Cossío; 1952, en Madrid, Obra escogida, a cargo de Arturo del Hoyo; 1960, en Argentina, Obras completas, a cargo de Elvio Romero y con prólogo de María de Gracia Ifach; 1976, en Madrid, Obra poética completa, con varias reediciones, al cuidado de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia; 1979, en Madrid, Poesías completas, preparada por Agustín Sánchez Vidal; 1997, en Madrid, Miguel Hernández. El hombre y la poesía, edición de Juan Cano Ballesta; 2010, en Madrid, Miguel Hernández. Antología poética, edición conmemorativa por el centenario, con selección de José Luis Ferris. También se destaca la edición de algunos libros concretos: 1976, en Madrid, Perito en lunas. El rayo que no cesa, edición, estudio y notas de Agustín Sánchez Vidal; 1978, en Barcelona, El hombre acecha. Cancionero y romancero de ausencias, con introducción y notas de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia.
En la zona de la bibliografía biográfico-crítica es imprescindible no pasar por alto los siguientes títulos: Miguel Hernández. Vida y obra. Bibliografía. Antología (Nueva York, 1955) de Concha Zardoya; Miguel Hernández, poeta (Madrid, 1955) de Juan Guerrero Zamora; Miguel Hernández. Destino y poesía (Buenos Aires, 1958) de Elvio Romero; La poesía de Miguel Hernández (Madrid, 1962) de Juan Cano Ballesta; Miguel Hernández (Madrid, 1973) de Vicente Ramos; Miguel Hernández, rayo que no cesa (Barcelona, 1975) de María de Gracia Ifach; Miguel Hernández, corazón desmesurado (Barcelona, 1975) de José María Balcells; Vida, pasión y muerte de un poeta (México, 1975) de Jesús Poveda; Cómo fue Miguel Hernández (Barcelona, 1977) de Manuel Muñoz Hidalgo; Miguel Hernández: Biografía ilustrada (Barcelona, 1978) de Jacinto-Luis Guereña; Miguel Hernández (Madrid, 1979) de Federico Bravo Morata; Vida de Miguel Hernández (Barcelona, 1982) de María de Gracia Ifach; Miguel Hernández; vida y poesía y otros estudios hernandianos (Alicante, 1987) de Darío Puccini; Miguel Hernández, desamordazado y regresado (Barcelona, 1992) de Agustín Sánchez Vidal; Miguel Hernández y su tiempo (Madrid, 1993) de Pedro Collado; Aproximaciones a la obra de Miguel Hernández (Madrid, 1994) de Leopoldo de Luis y Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta (Valencia, 2002) de José Luis Ferris.
Especialmente interesante, por ser escrito por alguien muy cercano al autor, resulta el volumen de Josefina Manresa Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández (Madrid, 1980).
[8] La tradición popular difundió el romance fuera de las fronteras de España a través de los judíos sefarditas expulsados en 1492, quienes llevaron consigo incontables romances viejos al destierro en Italia, Países Bajos, Turquía, Grecia, Jerusalén, Egipto, Marruecos; y, también, a través de los conquistadores, quienes lo trajeron a América, donde ha pervivido, sobre todo —no únicamente, debemos recordar el papel del romance en la pretendida proliferación de una literatura nacional que encabezara Domingo del Monte en Cuba en el siglo xix— en la literatura folclórica, hasta nuestros días.
[9] Aparte de los estudiosos mencionados, Guillermo Díaz-Plaja, en Introducción al estudio del romanticismo español, analiza este período con lucidez y variedad de ejemplos.
[10] Esta cualidad es aplicable igualmente a «Aceituneros».
[11] Si nos atrevemos a leer como una especie de protoalejandrinos los heptasílabos a veces unidos por el encabalgamiento en los Proverbios morales de Sem Tob, tendremos otro ejemplo en el que se conjugan varias de las características descritas.
[12] En el capítulo dedicado al autor en Historia y crítica de la literatura española, volumen 4/1, de Francisco Rico, Francisco Aguilar Piñal avanza unos pasos en la restitución de este “refundidor”, como él mismo lo llama, que inició la poesía filosófica en España y, entre otros merecimientos, tradujo numerosos autores del latín, el griego, el italiano, el inglés, el alemán y el francés (Focio, Virgilio, Pietro Metastasio, Alexander Pope y Molière, entre otros) y desempeñó un importante papel en el rescate de algunos maestros de los siglos de oro como Miguel de Cervantes y Lope de Vega. Igualmente, sería prudente releer con calma sus revisitaciones del xvi en Poesías de Melchor Díaz de Toledo, o su obra teatral Los menestrales.
Ver también Ejercicio 57 y Ejercicio 58.
Visitas: 179
Deja un comentario