En el lapso de escritura de El hombre acecha (1937-1939) suceden varias cosas trascendentales en la vida íntima, artística y política de Hernández. En lo privado: en marzo de 1937 se casa con Josefina Manresa en medio de las peripecias de la guerra y antes de finales de año nace su hijo Manuel Ramón; logra, incluso, pasar algún tiempo con su esposa en Cox a causa de una enfermedad. En lo artístico: escribe Viento del pueblo y Teatro en la guerra, tras cuya aparición es invitado al V Festival de Teatro Soviético; viaja por la Unión Soviética y conoce París y Estocolmo; también en ese año sale a la luz El labrador de más aire y concluye, en el retiro de Cox, El pastor de la muerte, reconocido con un accésit en el Concurso Nacional de Literatura. En lo político: fue invitado a tomar parte en la ponencia colectiva del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura.[1] El año 38, sin embargo, tiene otro cariz: comienza a advertirse el desmoronamiento de las tropas republicanas ante el avance de los militares franquistas y en octubre muere su hijo. El nacimiento de su siguiente vástago, Manuel Miguel, en enero del 39, puede significar un breve respiro emocional, mas en marzo de ese año culmina la contienda con la derrota republicana. Miguel rechaza la posibilidad del exilio, marcha a su pueblo, luego a Sevilla y, finalmente, intenta pasar a Portugal, es detenido por la policía del régimen de António de Oliveira Salazar y devuelto a la guardia civil española, con lo cual da comienzo el peregrinar por diferentes prisiones del país hasta su muerte en 1942.
El hombre acecha es su libro menos coherente, sin duda por el aluvión de altibajos que marcaron la existencia del poeta durante su concepción. En él se incluyen lo mismo poemas frutos del entusiasmo militante de Hernández en el transcurso de su visita a la Unión Soviética, que textos redactados en campaña cuyo destino era una edición inicial frustrada por la caída de Valencia en poder de los batallones de Franco. El tono se hace más amargo, aunque deja entrever una velada esperanza, ya patente en la dedicatoria a Pablo Neruda, donde dice:
[…] Pablo: Un rosal sombrío viene y se cierne sobre mí, sobre una cuna familiar que se desfonda poco a poco, hasta entreverse dentro de ella, además de un niño de sufrimiento, el fondo de la tierra…Tú preguntas por el corazón, y yo también. Mira cuántas bocas cenicientas de rencor, hambre, muerte, pálidas de no cantar, no reír: resecas de no entregarse al beso profundo. Pero mira el pueblo que sonríe con una florida tristeza, augurando el porvenir de la alegre sustancia. Él nos responderá. Y las tabernas, hoy tenebrosas como funerarias, irradiarán el resplandor más penetrante del vino y la poesía.
Esa florida tristeza del pueblo poco guarda del entusiasmo de la dedicatoria a Vicente Aleixandre, igual que la referencia al vino y las tabernas ha perdido la energía hedonista de la «Oda entre sangre y vino» que le regalara a Neruda. Los versos de estas composiciones abandonan los vestigios surrealistas y se abalanzan hacia una desnudez explícita donde ha desaparecido cualquier vecindad con las retóricas barroquizantes o el virtuosismo que en ocasiones la crítica ha tildado de efectista en sus octavas y sonetos. Hay quienes gustan de esta poesía porque suponen que, al eclipsarse lo que ellos llaman retórica y virtuosismo, el poeta entrega un torrente que viene del corazón y no de la inteligencia. No coincido del todo. Perito en lunas y El rayo que no cesa son libros inteligentes, pero también apasionados, sobre todo el segundo. En cambio, en El hombre acecha, bien que justificados por las trágicas circunstancias vitales de Hernández, el furor y el desencanto del discurso se confabulan contra la estructura inteligente (a pesar de que no logran aniquilarla) y solo escasos poemas —para mi gusto, desde luego— sobreviven lo doctrinario típico de la literatura «comprometida». Nada gratuita encuentro en este poemario la preeminencia del alejandrino, metro ideal para pontificar enfáticamente acerca del homo homini lupus est plautino retomado por Thomas Hobbes y recontextualizado por el poeta ante las dramáticas contingencias de su vida. Pero esos alejandrinos, que encuentro retóricos, también los encuentro virtuosos en su uso del ritmo acentual, en el armónico fluir de sus rimas a contrapelo del material «antipoético» que acarrean («Rusia», «La fábrica-ciudad», «El hambre»).
No obstante, el poeta inmenso asoma por entre la maleza de la urgencia comunicacional. El hombre acecha es menos coherente en su estructura que otros cuadernos, pero no incoherente. La poesía doctrinal no puede tragarse la honda raíz popular del cantor que emerge en tres textos: «Canción primera», «Carta» (un romance con estribillo, forma de ilustre prosapia en la tradición castellana) y «Canción última»; en ellos subsiste una intensidad lírica que, de consuno con el tema y las formas elegidas, advierte sobre el próximo giro de la poesía de Hernández hacia el intimismo y la concisión que poblarán las páginas de Cancionero y romancero de ausencias. Hay, además, dos piezas en alejandrinos que se desmarcan del sentido apodíctico del resto: «El herido» y «Las cárceles», en las cuales el drama ontológico del individuo ante la muerte, la libertad, la incomunicación, se resuelve en un mensaje de supervivencia a través de la palabra, porque nada, ni nadie, puede detener el retoñar del alma de los hombres, la independencia del espíritu que crece desde la carne y se nutre de la esperanza. Con esa expectativa finaliza el cuaderno: el sueño del retorno al hogar, al amor conyugal y filial que amortigüe el odio y haga suaves las garras de la fiera que en el sujeto lírico ha hecho brotar el horror de la guerra.
Solo que la pesadilla no había terminado en la existencia de Miguel Hernández. A partir de su primera detención, y con breves episodios de amnistía, el poeta irá de una cárcel a otra (la de Torrijos, en Madrid; el Seminario de Orihuela, entonces convertido en prisión; el presidio del conde Toreno, en la capital; Palencia; Ocaña; el Reformatorio de Adultos en Alicante), y de una enfermedad a la siguiente (bronquitis, jaquecas, paratifus B, fiebre tifoidea, tuberculosis pulmonar aguda) hasta su temprana muerte, antes de cumplir los treinta y dos años, el 28 de marzo de 1942. En este lapso, las privaciones físicas propias del encierro (frío, hambre) y los sufrimientos morales y psíquicos por la pérdida de la guerra, de la libertad y prácticamente de la posibilidad del indulto, pero también la muerte del primer hijo y las penurias económicas de Josefina y su otro varón, han incidido duro sobre él. El sombrío panorama, sin embargo, produce un libro descomunal en su estatura poética: Cancionero y romancero de ausencias, único en cuyo título se alude a las formas tradicionales, y en el que el autor retorna a sus primeras inquietudes líricas, al acervo popular manifestado en sus poemas de adolescencia y se vuelve a los romancillos, las endechas, los romances, las redondillas, las cuartetas, las canciones, en un ejercicio literario en el cual no hay exceso de literatura sino una perentoria voluntad confesional que ya no admite los grandes moldes.
En un comentario sobre las maniobras conceptuales y escriturales del modernismo, en Los hijos del limo, Octavio Paz reflexiona acerca del parentesco de cierta zona de esa poesía española (Machado, Juan Ramón Jiménez) con el llamado posmodernismo americano (algunos textos de Lugones, la mayoría de los de Ramón López Velarde), y enumera varios puntos de coincidencia: la crítica a las actitudes estereotipadas, a los clichés preciosistas, la repugnancia al lenguaje falsamente refinado, la reticencia ante un simbolismo de tienda de antigüedades, la búsqueda de una poesía esencial. Aclara, más adelante, que pronto los senderos se bifurcan, pues los españoles no se interesan tanto por los poderes poéticos del habla coloquial como por renovar la canción tradicional. Para Paz, tanto Machado como Jiménez confunden el lenguaje hablado con la poesía popular, a la postre un invento romántico (de Herder), desechan el slang vivo y renovador de las ciudades modernas, y terminan por volver a la tradición española: la canción, el romance, la copla. Me parece que algo de eso existe también en la línea neopopularista de Lorca, Alberti y Gerardo Diego. No en este cancionero de Miguel Hernández, porque tengo casi la certeza de que, en las condiciones en las cuales el libro fue pensado y escrito, ese retorno era la única opción formal justa. De poco podían servir entonces las bondades neogongorinas de la octava, el sabor lopesco-quevedesco del soneto o los poderes discursivos del alejandrino para contar —y cantar— una tragedia personal desvinculada de los destinos colectivos y a contracorriente con la situación de la mayoría de los poetas españoles del momento. La cárcel, la separación de la esposa y el hijo, la inminencia de la muerte, la realidad exclusiva de Miguel Hernández, hace que su respuesta estética sea por igual exclusiva y se vuelque en versos de una esencialidad en apariencia elemental, lejana de las búsquedas posvanguardistas, profundamente tradicionalistas, o sociologizantes por las que se orientaba la poesía española coetánea. Resulta original porque regresa a los orígenes temático-estilísticos del propio poeta y al magma vigoroso del que se originara la lírica castellana.
En su ensayo «El mundo poético de Miguel Hernández», Concha Zardoya hace una caracterización del cuaderno que suscribo por entero:
…es un verdadero diario íntimo: las confesiones de un alma en soledad. Son poemas breves, escritos en pocas palabras, sinceras, desnudas, enjutas. El dolor ha secado la imagen y la metáfora. Ni un rastro de leve retórica. Su dolor solo: el dolor del hombre; el sombrío horizonte de los presos, el ir a la muerte cada madrugada. Canciones y romances lloran ausencias irremediables, el lecho, las ropas, una fotografía… La esposa y el hijo le arrancan le arrancan las notas más entrañables. Ni un brillo en esta poesía requemada por el dolor, hecha ya desconsolada ceniza.
Pero aún debo resaltar otras peculiaridades. La primera, fundamental para mí, estriba en que este es el libro más radicalmente erótico de Miguel Hernández. No se trata ahora del erotismo natural y vibrante de los sonetos, y mucho menos del lamento intelectual de estirpe petrarquista ante la frialdad de la amada imposible. La inaccesibilidad de Josefina Manresa no radica en su esquivez o su desgana, sino en su ausencia. Este detalle conduce a que se manifieste en numerosos poemas (1, 2, 3, 4, 6, 14, 16, 17, 18, 19, 20, 24, 26, 30, 31, 33, 45, 49, 51, 61, 80, 89, 98) el eros de la lejanía, que agudiza la pulsión del deseo, palpable tanto en el tema como en la repetición, a lo largo del poemario, de sustantivos que ayudan a corporeizar a la mujer (cuerpo, boca, pestañas, labios, ojos, vientre, entrañas, brazos, piernas), de otros que dan testimonio del apetito (amor, deseo, pasión), de los que se mueven en un campo semántico afín (hoguera, lumbre, lecho, delirio), y de un enjambre de verbos de clara resonancia freudiana (abrazar, abrir, cerrar, gritar, quemar, morder, escupir, coger, beber, abarcar, conocer, gozar, fecundar, parir). Tanta y tan concentrada llega a ser la sublimación del deseo, que Hernández roza en tres ocasiones (fragmentos 59, 79, 81) una de las grandes constantes de la lírica amatoria de Occidente: el fantasma erótico. Según Octavio Paz en La llama doble, desde la elegía séptima del cuarto libro de Propercio afloró la presencia del fantasma convocado por el amante en su lecho solitario y especie de culminación antes de tiempo del viaje del amor hacia la muerte. Quevedo, después, invirtió los términos, y sus amantes serían ceniza con sentido y polvo enamorado más allá de la muerte. Novalis, Baudelaire, Gérard de Nerval, López Velarde y otros, añadieron diversos matices a la conversación erótico-amorosa con los difuntos. Aunque Josefina Manresa vivía, era tan enorme la separación y el dolor generado por un deseo cada vez más insaciable, que el siguiente poema[2] del Cancionero y romancero de ausencias, de penetrantes reminiscencias quevedescas, donde el sujeto lírico también se convierte en fantasma y prosigue la búsqueda deseante y deseada de la parte femenina, entra de lleno en ese diálogo de Eros y Tánatos:
El amor ascendía entre nosotros
como la luna entre las dos palmeras
que nunca se abrazaron.El íntimo rumor de los dos cuerpos
hacia el arrullo un oleaje trajo,
pero la ronca voz fue atenazada.
Fueron pétreos los labios.El ansia de ceñir movió la carne,
esclareció los huesos inflamados,
pero los brazos al querer tenderse
murieron en los brazos.Pasó el amor, la luna, entre nosotros
y devoró los cuerpos solitarios.
Y somos dos fantasmas que se buscan
y se encuentran lejanos.
Amor y muerte, al final, habían sido los grandes temas de su poesía anterior, a partir de El silbo vulnerado. El amor a Josefina, a Maruja, a sus amigos y colegas, a España, a las masas populares, es la argamasa fundamental de su canto, muchas veces elegíaco, porque todos sus seres y conceptos amados son acechados por la muerte y resultan, algunos, víctimas de la aniquilación física. En el Cancionero…, bulle el dolor de una nueva pérdida: la de su primer hijo, Manuel Ramón. Serrano Segura cataloga el poemario como una especie de elegía fragmentaria, en apuntes, por el deceso del niño. En efecto, los poemas 54, 55, 56, 57, 58, 62, 64, 66, 67, 68, 70, 76, 77, 82, 83, 84, 86, 87, abordan explícitamente este asunto, despojados de toda grandilocuencia: canciones, romances, romancillos que se auxilian de la llana rima asonante, sin alardes de metaforización, con un cromatismo oscuro apenas interrumpido por las evocaciones al agua (mar, río) o a la luz del amor que puede amparar al cantor de la oscuridad absoluta. Estos apuntes comienzan con el lamento por la ausencia de la amada, agudizan el aliento amargo en los segmentos dedicados a la muerte del pequeño; después los trenos se funden en el tema de la guerra, para concluir en el canto 98 con la propuesta que sostiene el libro en su totalidad: el dolor, la ausencia, la cárcel, la falta de libertad, la muerte, serán salvados solo por amor.
Esta es una poesía escasa en adjetivos; en ella abunda lo nominal, signo de aprehensión cabal del mundo poetizado, de la estricta memoria emocional del poeta que no quiere —ni puede— entretenerse en lo superfluo o discursivo; y lo verbal, indicador de una velocidad basada en la acción que, a su vez, dota al libro de una levedad contrapuesta a lo apocalíptico del contenido, a la pesadez, la inercia, la opacidad del mundo carcelario y de los rigores a que la ausencia somete al sujeto lírico. Según Ítalo Calvino en Seis propuestas para el próximo milenio, la levedad y la velocidad —cualidades que se crean en la escritura, con los medios lingüísticos propios del poeta, y que no significan ligereza de pensamiento, sino opciones autorales en sus estrategias de comunicación— son dos características distintivas de la nueva y más audaz literatura del siglo xx en tránsito hacia el XXI.
Debo añadir que en este libro Hernández aborda otra vertiente temática de alta singularidad, el silencio, visible en el trabajo de síntesis a que reduce la expresión de un drama personal intenso que, quizá en otro autor, o en otro instante de su propia evolución lírica, hubiera conducido a densos poemas plañideros, pomposos y poco conmovedores. Susan Sontag, en «La estética del silencio», defiende la tesis de que cuando un artista toma una decisión de esta naturaleza obedece a la necesidad de demostrar la superación de las pautas tradicionales que reconoce como válidas, porque ha tenido el ingenio de preguntar con profundidad y ahora tiene el carácter de buscar pautas más sublimes de perfección. Aunque en la obra anterior de Miguel Hernández las grandes preguntas ontológicas ceden espacio a la afirmación vital del individuo, en estos versos postreros, creados en una situación límite ante la cual pudiera desvanecerse la clamorosa entereza del autor de Viento del pueblo, la aproximación al silencio me parece, en efecto, el testimonio de un ser que intenta alzarse sobre la palabra, a la que se renuncia para dar término a un viaje hacia la muerte que se aleja de la letra y se aproxima cada vez más a la meditación y al espíritu. El siguiente poema constituye, a mi entender, el núcleo de esta actitud y el arte poética en que se apoya el más perdurable Miguel Hernández, este del Cancionero y romancero de ausencias:
Hablo después de muerto.
Callas después de viva.
Pobres conversaciones
no expresadas y dichas,
nos llena lo mejor
de la muerte y la vida.
Un silencio vibrante
ata lenguas y vibra.
Con espadas forjadas
en silencio, fundidas
en miradas, en besos,
alargadas en días;
nuestros cuerpos se elevan,
nuestros cuerpos se abisman.
Con silencio te bato.
Con silencio me intimas.Con silencio vibrante
de silencios y sílabas.
Las mismas obsesiones personales laten en los últimos textos, en los que predomina lo elegíaco, el verso de largo aliento, otra vez bajo la hegemonía del alejandrino. Si bien estos poemas los hallo superiores a otros de semejante metro, e incluso, a muchos de los mejores de Perito en lunas y El rayo que no cesa, a mi entender no superan la belleza concisa del Cancionero… Tienen, eso sí, la cristalización madura de un poeta dueño absoluto de su instrumental lingüístico, dotado como pocos con «la fuerza de doblegar el verbo común para fines imprevistos sin romper las “formas consagradas”, la captura y el dominio de las cosas difíciles de decir, y, sobre todo, la conducción simultánea de la sintaxis, de la armonía y de las ideas», como pedía Valéry; y esa conjunción de hondura humana y limpidez formal los convierten en imprescindibles dentro de la poesía contemporánea en lengua española. Alcanzan también algunos («Enmudecido el campo, presintiendo la lluvia», «El hombre no reposa: quien reposa es su traje», «Sigo en la sombra, lleno de luz; ¿Existe el día?», «Sonreír con la alegre tristeza del olvido», «Vuelo», «Sepultura de la imaginación», «Eterna sombra») un aliento de especulación metafísica, desprovisto de religiosidad y de ascensión del espíritu a zonas ignotas del cosmos, un aliento en el cual la nada cobra importancia creciente, pero también termina conjurada ante la fuerza del amor, motor del universo.
Esa fuerza es la que ha contribuido a que este autor, quien se movió con la prontitud de un meteoro, mas con una indeleble variedad y excelencia, por las corrientes principales de la poesía española en la primera mitad del siglo xx, haya corrido una curiosa suerte que no le hubiera desagradado en absoluto. Miguel Hernández ha generado una especie de nueva literatura oral en la voz de Joan Manuel Serrat y otros trovadores que, cual juglares contemporáneos, suplieron con fervor y disciplina las carencias y arbitrariedades de la crítica y la historiografía literarias, y difundieron para el ámbito hispanoamericano muchos de sus grandes poemas. Hoy, miles de hispanohablantes los repiten de memoria, quizá sin saber siquiera quién los escribió, pero embrujados por el poder del metro y la rima que permitieron musicalizarlos y devolverlos a su fuente nutricia. Qué mayor homenaje para un hombre cuya lírica fue un diálogo constante y renovador con la tradición hispana, como espero haber demostrado en estas cuartillas, que reinsertarse en ella desde ambas orillas, la de los estudiosos que admiran e intentan esclarecer las claves de su pensamiento y su escritura, y la de quienes hacen realidad la profecía que Manuel Machado bien pudo haber compuesto para él:
Hasta que el pueblo las canta,
las coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.
Tal es la gloria, MIGUEL,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.
Notas
[1] El trabajo de Aitor Larrabide anteriormente citado dedica una zona al análisis de los puntos fundamentales de la ponencia colectiva y a desentrañar la importancia que esta tuvo para la literatura y el arte republicanos. Con ojo avizor, el crítico señala la importancia de este hecho para la interpretación cubana de Miguel Hernández que comenté en la entrega anterior. Sería bueno consultar íntegro el texto de la ponencia y parangonarlo con la praxis poética de Hernández para entender mejor otros resortes de su poesía comprometida.
[2] Los siguientes versos del poema 34: «quiero beber: gozar/un fondo de fantasma», y el texto 59, también apuntan en esa dirección.
Ver también Ejercicio 57, Ejercicio 58, Ejercicio 59.
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