En un ensayo dedicado a John Donne en el cual trata de recontextualizar su obra poética y ponerla a buen recaudo de los ataques despiadados del Dr. Samuel Johnson, causa principal de que esta se mantuviera sepultada por casi tres siglos dentro de la historia de la poesía inglesa, afirmaba T. S. Eliot que el prestigio de los poetas entre las generaciones venideras suele comportarse como el alza o la caída de los precios en el mercado de valores: algunos son sobreestimados sin una buena razón literaria y otros resultan desestimados o mal leídos durante años en virtud de coyunturas extraliterarias, principalmente aquellas cercanas a verdades tan relativas como la ideología, la política, la religión y el compromiso social.
Este último es, de algún modo, el caso de Miguel Hernández dentro de las más recientes promociones de poetas cubanos. Y enfatizo lo de algún modo porque Hernández es de esos autores capitales cuya hondura confesional y cuyas gallardías formales, aparte de una biografía accidentada y de fatal desenlace, nos compulsan a simpatizar con su figura y respetar su estatura intelectual. Mas respeto y simpatía no significan necesariamente influencia, tema sobre el cual expreso mis consideraciones en estas líneas.
Y aquí surge el primer escollo. A la hora de redactar el presente texto, sé que habrán de antecederme críticos y poetas de sólida reputación, quienes abordarán la influencia del alicantino en las diversas generaciones de poetas cubanos, desde los pertenecientes al grupo Orígenes hasta aquellos que comenzaran a aparecer en la vida literaria nacional alrededor de los años setenta del pasado siglo.[1] El problema es el siguiente: para llegar a mi tema, es decir, a la presencia o no de ese ascendiente en los poetas de las llamadas promociones del ochenta y el noventa, me veré obligado, primero, a aventurar criterios que tal vez repitan los de ellos, y peor dichos, sin duda; segundo, a subvertir las conocidas divisiones generacionales de la historia poética cubana después de 1959, para intentar hacer más comprensibles mis consideraciones acerca de cómo ha sido leído y apreciado Hernández por mis coetáneos; y, tercero, a ofrecer mi experiencia personal en un diálogo fácilmente visible en diversas zonas de mi producción poética.
Pero ya lo decía Lezama: solo lo difícil es estimulante. Y me lanzo al ruedo con el afán no de tener la razón, sino, al menos, de provocar dudas que sirvan para acercar más a críticos, poetas y lectores cubanos a una de las mayores voces del idioma. Nexo que, sospecho, es el principal vínculo entre él y los origenistas: la necesidad de beber en el chorro de una tradición común y de altísimo vuelo (Garcilaso, Fernando de Herrera, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Rubén Darío; y, más próximos en el tiempo, Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre), así como el acervo de una fuerte raíz de poesía popular, presente en Hernández desde sus primeros versos y que alcanza su colofón en Cancionero y romancero de ausencias, libro cuyas piezas desnudas, enjutas, pudieran estar detrás de algunas composiciones de Luz ya sueño de Cintio Vitier, o de Por los extraños pueblos de Eliseo Diego. Otro parentesco posible entre el oriolano y los origenistas lo hallaríamos quizá en la religiosidad del primer Hernández, cultivada en la órbita de Orihuela al amparo de los consejos del padre don Luis Almarcha y de Ramón Sijé. Esta filiación católica desaparece luego del encuentro madrileño con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, quienes lo inclinaron hacia el surrealismo y le sugirieron, ya fuera de palabra, ya con el ejemplo, el conocimiento de las formas poéticas revolucionarias y de la poesía comprometida. Pero es posiblemente en ese fugaz paso por el surrealismo donde podamos emparentar a Hernández con Lezama, aunque no es dable hacerlo en el aspecto de la poesía comprometida, algo bastante lejano de los ideales estéticos de aquellos origenistas.
Me gustaría lanzar la idea de que Lezama fue nuestro último y potencialmente único surrealista, nuestro postrero exponente de un cierto tipo de vanguardia, para esbozar la tesis de que, en la historia de la poesía cubana posterior a 1959, podríamos deslindar un camino que, a grandes trazos, nos lleve, después de él e incluso sin dejar de admitir la emergencia de poetas valiosos, no hacia el descubrimiento de corrientes en verdad nuevas, y sí hacia revisitaciones del siglo xix o de los albores del xx: un nuevo romanticismo, un neomodernismo y una neovanguardia, con sus respectivas ramificaciones y rectificaciones. Esta opinión surgió después de leer una afirmación de Octavio Paz en La llama doble, donde dice que, a partir de los años 50 del siglo xx, si bien no han dejado de emerger obras y personalidades notables, no ha surgido ningún gran movimiento estético o poético después del surrealismo, sino que hemos tenido revivals («neoexpresionismo», «transvanguardia», «neorromanticismo»), derivaciones (de dadá, de los surrealistas, de Husserl y Heidegger, y cita, respectivamente, el pop-art, la beat generation y el existencialismo), los cuales dan la idea de un fin de siglo crepuscular, simplista y sumario, signado por la trivialidad, la adoración a las cosas materiales y la falta de auténtico amor. De modo general, suscribo sus tesis, y propongo su aplicación a la historia de la poesía nacional.
Insisto en aplicar el término nuevo romanticismo para no confundirnos con el ya conocido neorromanticismo —a mi juicio incluido dentro del anterior—manifiesto en los poemas de Crepusculario o Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, y cuya versión cubana, en los años cincuenta y ulteriores, se halla en cierta zona de la poesía de Carilda Oliver Labra, Domingo Alfonso, Raúl Rivero, Félix Contreras o Guillermo Rodríguez Rivera. El nuevo romanticismo es algo más: ante todo, el apego a la preocupación histórico-social propia de esta tendencia durante el xix, de signo muy marcado en América (en la poesía del argentino José Mármol, por ejemplo), y además la vuelta a los ideales de William Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del hombre. O las diversas variantes de coloquialismo y poesía conversacional que en apariencia dominaron el panorama nacional hasta bien entrados los años ochenta. Y acoto en apariencia porque ya dentro de esa misma relectura del romanticismo hubo poetas que renunciaron a lo coloquial urbano y al prosaísmo, la ironía, la anécdota y el humor, para emitir un canto de cisne por la ruralidad nacional, a semejanza de Wordsworth cantando la decadencia del campo inglés, o de Blake quejándose de la presencia en este de los satánicos molinos del progreso. Álex Pausides (Aquí campeo a lo idílico) y Roberto Manzano (Canto a la sabana) son, a mi juicio, las dos voces fundamentales de esta leve sacudida que, en los años 70, pretende regresar a la tierra, a la mirada y al habla del niño para representar la patria, la historia y hasta la propia poesía.
Con los autores pertenecientes a estas promociones, o sea, los de la llamada generación del 50, los de la generación del 60 (o poetas de El Caimán Barbudo, como también se les conoce por la revista alrededor de la cual se nuclearon y desde la que emitieron sus puntos de vista estéticos) y muchos de los de la promoción del 70, son enormes los parentescos de Miguel Hernández; aunque ahora se trate, en esencia, del Hernández de Viento del pueblo y El hombre acecha, el de la denuncia social y los textos escritos en el fragor de la guerra civil contra falangistas y requetés. Es fácil asimilar el porqué de tal filiación. Jorge Luis Arcos, en el prólogo a su panorama de poesía cubana Las palabras son islas, nos comenta: «El imposible histórico que tanto había gravitado sobre la conciencia colectiva de la nación, y de tanta repercusión en su poesía, se transforma en plenitud histórica hecha realidad. Al menos, para la mayoría de los poetas; otros, vinculados de una u otra manera al régimen anterior, emigran, reiniciando así, al principio tímidamente, después con más fuerza, aquella poesía del exilio que tanto abundó en el siglo xix cubano». Coincido con él en que «el imposible histórico» tuvo mucha repercusión en la poesía, vicio que, por desgracia, ha afrontado nuestra literatura desde sus orígenes: las páginas de casi todos los poetas del xix se resienten del exceso de sociologización (a excepción de Juan Clemente Zenea, Luisa Pérez de Zambrana, José Martí, Julián del Casal y Juana Borrero), y también las de muchos poetas del xx: Tallet, Villena, Pedroso, Navarro Luna, Félix Pita, Guillén; pero no creo que la «plenitud histórica hecha realidad» nos salvara de ello. Al contrario. No es noticia —y se ha encargado la historia del arte y la literatura de ponernos los ejemplos ante los ojos— que todas las grandes transformaciones sociales y políticas, desde la Antigüedad, han traído aparejados movimientos poéticos laudatorios en los que se mezclan, en dosis difíciles de precisar, la euforia y/o el oportunismo de los autores con la necesidad de los propios procesos de sentirse respaldados por el canto coral de sus bardos. Generalmente, incluso, ese orfeón se programa y se hace cantar mediante finos galimatías en el mundillo editorial, mediante la censura más feroz, o mediante una variante intermedia que va ora hacia una ora hacia otra parte según las exigencias del panorama ideológico o político. En ese torbellino, por supuesto, siempre hay un grupo de escritores genuinos que, o bien renuncian a participar en el coro, o bien lo asumen desde la legitimidad del sentimiento y nos legan algún que otro verdadero monumento literario (pensemos en Virgilio, en Horacio, en Marot, en Quevedo, en Byron, en Hugo, en Maiakowski, en Seifert, en el propio Hernández). El caso cubano no es una excepción, y la poesía cubana lo deja entrever con claridad. La llamada generación del cincuenta es, sin duda —y lo han dicho sus principales exégetas—, un fiel exponente de la «mutación del Yo poético que se siente solidario con todo el pueblo, es parte de él, y el sentimiento plural domina por encima de las peculiaridades individuales […] La poesía se afianza como medio de conversación con el otro, con los otros, como diálogo con la historia común, vehículo del testimonio…». Es decir, la poesía se pone al servicio de la historia, y debe pagar el precio de esa decisión: colocarse, a la larga, al servicio de la política y arrostrar el lastre que, ya sabemos, significa hacer literatura de compromiso mal entendida.
Más o menos el mismo caso ocurre con los poetas de El Caimán Barbudo, tanto en su primera como en su segunda promoción. No vacilaría en afirmar que el Hernández más apreciado por ellos, e incluso el más visible a niveles textuales es el autor de «Canción del esposo soldado», «Rosario, dinamitera» o «El herido»; aquel donde se conjugan la intención política más urgente con un lirismo raigal presente en la poesía del pastor de Orihuela desde sus mismos orígenes. De hecho, una lectura al vuelo nos convencería de que textos como «Un poema» de Luis Rogelio Nogueras, «Patria» de Raúl Rivero, el «Poética» de Guillermo Rodríguez Rivera perteneciente a Cambio de impresiones, «Un poema de amor, según datos demográficos» de Norberto Codina o «Epílogo» de Víctor Rodríguez Núñez, son una suerte de versiones a la cubana de la «Canción del esposo soldado» de Hernández; que con toda probabilidad hallaríamos igual en poemarios de Víctor Casaus, Félix Contreras o Jesús Cos Causse. Y lo son porque este es un Hernández en el cual los recursos de lo conversacional y hasta de lo coloquial están puestos al servicio de lo discursivo, de la comunicación rápida y efectiva con el lector; característica que se acentúa en El hombre acecha, en el cual la crisis por la derrota militar conduce al poeta a un proceso gradual de interiorización del drama colectivo y de desnudez expresiva, así como a la búsqueda de una sencillez y de una sustantividad precisa, algunas de las mayores aspiraciones de los coloquialistas cubanos del 60 y el 70.[2]
Otros matices posee la relación hernandiana con los poetas de la tierra, sobre todo con Roberto Manzano, el autor cubano más influido por el español. De entrada, pudiéramos reparar en el origen campesino de ambos, en una infancia difícil de trabajos y penurias económicas que dejó su impronta en sus personalidades adultas; en las relaciones suspicaces y un tanto difíciles con los cenáculos literarios provincianos y capitalinos; y en otras coincidencias biográficas que nos harían sencilla la encomienda. Pero se trata de algo más profundo, porque Manzano ha asimilado de Hernández lecciones literarias de primer orden: la necesidad de un continuo nacer, crecer y autodevorarse de un libro al otro, de un ciclo lírico al siguiente, que le han llevado a reinterpretar el aliento garcilasiano de nuevo tipo de los primeros poemas del alicantino o de los sonetos apacibles y melancólicos de El silbo vulnerado, y trasvasarlos en su Canto a la sabana o en algunos textos de Puerta al camino y El hombre cotidiano; a conciliar el estallido pasional con la exquisitez estrófica de las cuartetas, silvas, tercetos y sonetos que apreciamos en El rayo que no cesa, en ciertas zonas de El hombre cotidiano y de El racimo y la estrella; a beber en la epicidad nerudiana de las mejores piezas de Viento de pueblo y El hombre acecha y hacerlas lucir en Tablillas de barro I, Tablillas de barro II, Synergos, Transfiguraciones y Rapsodia de vivir, fundamentalmente; y, por último, a asumir la concentración lírica, el casi absoluto despojo de retórica y metaforización que Hernández muestra en Cancionero y romancero de ausencias, y con ellos intentar cuadernos como La hilacha o la colección de poemas para niños Pasando por un trillo. Y todo eso sin dejar nunca de atender el profundo drama ontológico del individuo en el universo y demostrando una audacia y una destreza técnica que le permiten moverse con soltura en los más variados metros y formas estróficas del idioma, en el verso libre, en el versículo y en el poema en prosa.
Ahora bien, antes de entrar en mi verdadero tema, me gustaría hacer aún otra precisión. No sería del todo justo si me limitara a afirmar que la influencia de Miguel Hernández sobre los poetas cubanos de los 50, 60 y 70 descansa solo en el signo político de izquierda mayoritariamente común. Hay otro hecho que me parece todavía más interesante: la pervivencia de lo romántico en Hernández. Es el español un poeta en absoluto contemporáneo en el cual no se verifica esa ruptura entre poesía y yo empírico enunciada por Michael Hamburger, según la cual el yo se lanza a buscar otras identidades, otras máscaras en aras de explorar disímiles caminos de expresión para sus crecientes angustias ontológicas en un contexto donde comenzaba a primar la idea de la muerte de Dios y de la incapacidad del lenguaje para traducir a los demás juicios, correspondencias y sensaciones. Cuando leemos cualquiera de las colecciones del alicantino, siempre nos quedamos con la impresión de que es muy escasa, inexistente la división entre el sujeto lírico y el autor de los poemas que lucha de manera desesperada a favor del amor, la justicia y la libertad. Y nada podía ser más atractivo, supongo, para nuestros conversacionalistas y coloquialistas, para nuestros nuevos románticos, en fin, que volver a los tonos de un Byron, un Petöfi, un Pushkin, un Hugo, un Heredia, a través de lo aprendido en un poeta al mismo tiempo tan perturbadoramente moderno como Miguel Hernández.
El segundo gran escollo de mi tarea reside en que tengo la sospecha, y lo apuntaba al principio, de que la relación de Hernández con la mayoría de los poetas cubanos pertenecientes a las promociones del 80 y del 90, no supera los estadios de admiración y respeto para convertirse en influencia, si por influencia juzgamos un incidir palpable en sus cosmovisiones o en sus modos de entender y escribir la poesía. Esto aspiro a explicarlo siguiendo con mi relectura subversiva de la historia poética cubana a través de las revisitaciones ya enunciadas, pero antes quisiera hacerles una anécdota. Cuando me solicitaron trabajar el tema, acudí al pueril expediente de rastrear entre los muchos cuadernos de poesía escritos por estos autores, una cita, un epígrafe, que me permitieran comenzar a desenredar la madeja de las posibles marcas de pensamiento y estilo. Si bien en el fondo una cita no significa nada, pues ya sabemos que cualquiera convoca alegremente a Nietzsche, a Schopenhauer o a Kierkegaard y apenas si ha mirado su ficha en Wikipedia o ha hecho una lectura diagonal de sus entradas en el diccionario de Abbagnano, nada más encontré dos referencias explícitas a Miguel Hernández en el cuaderno La vasta lejanía de Agustín Labrada y en Alucinaciones en el jardín de Ana de Alpidio Alonso,[3] lo cual no deja de ser alarmante. ¿Por qué? Natural: las reglas del juego cambiaron y la(s) poética(s) de Hernández dejaron de ser seductoras para los poetas cubanos, ahora inmersos en búsquedas de un orden muy diferente.
Ya comenté de manera abundante la idea del nuevo romanticismo. No obstante, todavía quiero darle una rápida ojeada a una zona de la generación del 80, cuya acogida de crítica ha sido bastante amplia y benévola —casualmente por razones de signo ideo-político—, pero en la cual no hay el menor de los contactos con la influencia hernandiana, y muchísimo menos con alguna de las revisitaciones que constituyen, a mi entender, lo más revolucionario de nuestra última poesía. Hablo de los poetas que suelo llamar, un poco en broma y otro en serio, los exponentes del coloquialismo «al revés», es decir, aquellos cuya relación con el poder se manifiesta en un muchas veces incisivo cuestionamiento cívico, en —según lo ha definido el crítico Arturo Arango— «una mirada crítica sobre el acontecer social o que insisten en asuntos tenidos como inconvenientes e inusuales, o en la desautomatización de personajes o temas maltratados por la retórica y los dogmas (los héroes, la historia, la política)». En ellos, por supuesto, existe un palmario deseo por desacralizar los cánones ideológicos de las promociones precedentes y un desapego a la euforia fundacional que animó los versos de la generación del 50 o de la hornada inicial de los llamados poetas de El Caimán Barbudo (Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus, el primer Raúl Rivero). Este interés, por sí solo, no garantiza la calidad de sus textos. A menudo los mismos se resienten por el exceso de explicitación de las posturas éticas y el defecto de consideración de los avatares estéticos; en ellos por lo general se nota la falta de equilibrio entre la testificación de una verdad particular (la del poeta en cuestión) y el cuidado de su expresión literaria. Para tales autores, obviamente, Miguel Hernández representa uno de los ídolos de las generaciones literarias que deben ser barridas en toda la línea, y nada resulta más lógico que, al apartarse de sus antecesores, también se aparten de sus lecturas y de los influjos de estas. Curiosamente, me aventuro a sugerir que estos autores, en una futura e hipotética organización del canon poético cubano, serán leídos como una prolongación del nuevo romanticismo, como un momento de tránsito entre este y las demás caras del espectro, las cuales coinciden con la tradicional división en promociones al uso de los estudios literarios cubanos (el resto de la promoción del 80, y la del 90): el neomodernismo, el neoposmodernismo y la neovanguardia.
[1] En las Actas. I Jornadas hernandianas en Cuba, editadas por Tania Cordero y Aitor Larrabide, se recogen estos trabajos. Ellos son, exactamente: «Miguel Hernández y la poesía de José Lezama Lima y Cintio Vitier» de Enrique Saínz, «Miguel Hernández y la poesía conversacional cubana» de Virgilio López Lemus, «La imborrable huella de un poeta» de Guillermo Rodríguez Rivera y «Miguel Hernández en mi poesía» de Roberto Manzano.
[2] En trabajos anteriores comentaba la repercusión de la imagen tópica del pastor-soldado-cantor del pueblo, difundida en Cuba por Marinello y otros oradores del homenaje ofrecido al poeta en 1943. Esta mirada arquetípica, reforzada más tarde hasta la saciedad en el libro Miguel Hernández. Destino y poesía de Elvio Romero, debe haber causado no solo una forma unilateral de leer a Hernández, sino, además, una abierta simpatía por la zona de su obra que mejor se correspondía con los intereses ideopolíticos y estéticos de los jóvenes poetas de entonces. Eso sí, sería justo aclarar que esa imagen del poeta-pastor pobre y sin estudios fue bastante manipulada por el propio Hernández en los años en que intentaba ubicarse en la vida literaria del Madrid anterior a la guerra civil, como demuestran numerosos testimonios recogidos por José Luis Ferris en su biografía del autor.
[3] En la primera redacción de este trabajo, aparecido en Actas I. Jornadas hernandianas en Cuba, al recurrir a la memoria, atribuí las décimas de Alpidio Alonso que glosan los versos «Un carnívoro cuchillo/de ala dulce y homicida/sostiene un vuelo y un brillo/alrededor de mi vida», a Fernando León Jacomino. Aprovecho para corregir ese error que provino, sin duda, del recuerdo de una lectura que compartí con ambos poetas, a mediados de los años 90, en la Casa del Joven Creador de Camagüey, oportunidad en que fuera leído el texto luego incluido en Alucinaciones… bajo el título «Tonada VI».
Ver también Ejercicio 57, Ejercicio 58, Ejercicio 59, Ejercicio 60 y Ejercicio 62
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