En los últimos quince años he padecido la pérdida de un conjunto de amigos escritores, algunos muy cercanos como Guillermo Vidal, Jorge Luis Hernández, Carlos Victoria y Amado del Pino; otros, menos próximos en apariencia, pero a los que me unen fuertes comuniones estéticas, crecientes cada vez que vuelvo a replantearme sus obras y ver su importancia para esa parcela que hemos cultivado juntos, ese territorio ancho y ajeno que la crítica suele llamar poesía cubana. Son los casos de Juan Carlos Flores, Alberto Rodríguez Tosca, Eduard Encina y Sigfredo Ariel.
Puede resultar curioso, pero apenas he escrito sobre ellos (algunas páginas dedicadas a Guillermo, Jorge Luis y Juan Carlos; las notas que acompañan los poemas de Juan Carlos, Albertico, Eduard y Sigfredo en la antología Insular corazón en mitad del mundo, que preparé en compañía de la poeta ecuatoriana Aleyda Quevedo). La respuesta es simple: me ha paralizado el pudor de que la amistad y la admiración me llevaran por el camino del deslumbramiento y mis análisis críticos tuvieran más entusiasmo que objetividad.
Sin embargo, sentarme otra vez delante de los múltiples libros de poesía de Sigfredo Ariel y leerlos con el pretendido distanciamiento del crítico profesional, me redime de toda culpa: hay en ellos no solo textos de altísima calidad lírica, sino un hilo conductor que permite apreciar sus mutaciones casi nunca movidas por el exhibicionismo experimental y sí por un afán de cierta raigambre clásica, el de contemplar las rupturas como procesos inherentes a la tradición y no como aventuras formales importadas por lo general de dudosas traducciones de poesía europea y norteamericana.
Por eso me arriesgo a escribir estas líneas, aunque me queda, eso sí, una pizca de recato: el anti academicismo de Sigfredo, su irónica postura ante un texto colmado de citas, de análisis signados más por la indigestión de teoría literaria que por la agudeza perceptiva, me mueve a borronear esta aproximación no a la manera de un estudio al uso, sino cual un testimonio razonado del discurrir de este autor en los treinta y cinco años que van desde su inicial Algunos pocos conocidos en 1986 hasta hoy.[1]
A la altura de 1986, el premio David era uno de los más apetecibles galardones literarios del país. Garantizaba una suerte de entrada en el selecto mundo editorial habanero, a través de Ediciones Unión, privativa para los miembros de la UNEAC, coto que la categoría de inédito vetaba a los jóvenes escritores. La historia reciente indicaba, encima, que luego de aquel espaldarazo las cosas fluían, ahí estaban los ejemplos de Wichy Nogueras, Lina de Feria, Luis Lorente, Marilyn Bobes, Víctor Rodríguez Núñez. Que en aquel año se premiaran dos libros tan disímiles y tan sólidos (teniendo en cuenta que hablamos de primeros cuadernos) como Algunos pocos conocidos y El segundo aire de Carlos Augusto Alfonso, era y sería una peculiaridad del concurso: recordemos Cabeza de zanahoria y Casa que no existía en la primera edición de 1976 o, después, en 1989, Discurso en la montaña de los muertos y Donde se cuenta que el mundo es una esfera que Dios hace bailar sobre un pingüino ebrio de Heriberto Hernández y María Elena Hernández, respectivamente.
Los libros de Sigfredo y Carlos Augusto más que antinómicos han resultado, a la postre, complementarios, anuncios de lo que sería, en esencia, la poética de sus autores: la recuperación de la memoria, del tiempo perdido, como forma de diálogo con los otros, con el mundo, con la propia identidad, asentada sobre un verso que retoma las mejores ganancias del conversacionalismo (libertad rítmica, segmentación semántica), pero prefiere los espacios evocados a las declaraciones éticas o sociales palmarias, en el caso de Ariel; y un constante pulso con la Historia, siempre vista bajo sospecha, siempre provocada para que enseñe a sus lectores, a sus sujetos líricos y al mismo poeta, en ocasiones, esas fisuras que tienen todos los discursos ficcionales, así como una ruptura con los modos líricos habituales y la asunción del riesgo de adentrarse en territorios barroquizantes y desautomatizadores en busca de nuevos procedimientos comunicativos, en el de Carlos Augusto Alfonso.
Ya desde ese primer poemario, Sigfredo enseña sus principales directrices temáticas: la elevación de la ciudad natal a símbolo con el que se representa la nación e incluso el universo, el macrocosmos que se alza sobre el microcosmos de Santa Clara para indagar, desde la ontología, en asuntos que muchos de sus coetáneos prefirieron tratar desde la confrontación ideológica o político-social; el «afán cartográfico» de mostrar sitios que provienen del recuerdo o la invención, para darle a la memoria un papel protagónico en el rescate del tiempo perdido y en la revelación de un conocimiento distinto, proveniente no del entorno científico sino del poético; la preponderancia de lo erótico-amoroso como un mecanismo para adentrarse en los placeres pero también en las angustias que provocan las desgarraduras sentimentales causadas por el deseo y la pasión; y la intertextualidad con textos canónicos de la lírica nacional y sus autores y, sobre todo, con disímiles manifestaciones musicales, constante que convierte a la poesía de Sigfredo Ariel en un caso peculiar dentro de una literatura en el que los vínculos poesía-música o narrativa-música no son escasos.
La mayor parte de los críticos que han escrito sobre los cambios de la poesía cubana a finales de los años 80 (Jorge Luis Arcos, Enrique Saínz, Virgilio López Lemus, Arturo Arango, Víctor Fowler, Alicia Llerena, Osvaldo Sánchez, Osmar Sánchez Aguilera, Norge Espinosa, Walfrido Dorta), de manera a veces fehaciente, a veces indirecta, asocian a Sigfredo Ariel con lo que Arcos ha llamado «conversacionalismo lírico» primero, y «posconversacionalismo» después. Es decir, con una estética que no renuncia a las ganancias que trajeron el conversacionalismo y su pariente cercano el coloquialismo a la poesía (y no acoto cubana porque lo mismo sucedió en la lengua inglesa o en otras literaturas de expresión castellana en España o América) y las mezcla con ese componente lírico que parecía faltar en los más radicales momentos expresivos del coloquialismo, que potenció el cultivo de lo social, el reflejo de las circunstancias históricas, el reforzamiento del valor cognoscitivo de la poesía, la eticidad, la preocupación por el destino del hombre contemporáneo, la efusión sentimental, el empleo de la crítica y la autocrítica, el acercamiento a lo elegíaco y la variedad en el uso de prosa y verso libre, al decir de los estudiosos canónicos de la tendencia (a saber, en Cuba: Roberto Fernández Retamar, César López, Luis Suardíaz, Eduardo López Morales, Virgilio López Lemus y José Prats Sariol).
Casi todos los críticos que han analizado los 80 y los 90, asimismo, coinciden en afirmar, de un modo u otro, que hubo un notable cambio en la cosmovisión de los poetas, quienes pasaron de cantar al triunfo revolucionario y las trasformaciones traídas por este a la historia y la cultura nacionales, a hurgar en las contradicciones que los complejos procesos históricos y políticos acaecidos entre 1959 y 1995, por ejemplo, provocaron en la poesía. En otras partes he comentado que la historia de Cuba solo ha tenido, en esencia, tres gobiernos: la Colonia, la República y la Revolución. En los tres, de manera más o menos general, aunque por causas muy diversas, ha primado el poder centralizado y esto ha dejado su impronta sobre una poesía (y una narrativa y un teatro y una ensayística) que se ha visto obligada a sutiles mecanismos estéticos para evadir, a la vez, las diferentes maneras de censura y la pedestre actitud intelectual de convertir a la literatura artística en una actividad ancilar con respecto a la política. Dilucidar en los poemas las ansias libertarias, el rechazo a la tiranía extranjera, las crisis morales y espirituales de un país que vio frustrada su independencia y se convirtió en otra suerte de colonia del naciente emporio estadounidense, es algo consustancial a nuestra comprensión de la literatura. No iba a ser de otro modo una vez que comenzaran a verse ciertos problemas de índole social que el fervor popular de los años iniciales del proceso revolucionario no permitió apreciar con claridad. Y esa heroica tarea la asumieron, en lo básico, los poetas pertenecientes a la generación del 80, en la que suele ser colocado Sigfredo Ariel (Ramón Fernández Larrea, Odette Alonso, Carlos Augusto Alfonso, Emilio García Montiel, entre otros, nos han legado textos esenciales para apuntar las peculiaridades de ese giro cosmovisivo).
También he escrito en muchos otros sitios que no me gusta el método generacional para estudiar la literatura, porque creo que conduce a críticos y académicos a cómodos compartimientos estancos en los cuales encasillan a los autores según su conveniencia, sin parar mientes en que los raros, por lo general, suelen ser los imprescindibles. Y he aquí una rareza de Sigfredo que ya apunté arriba: sus acercamientos a los dilemas históricos y políticos fueron desde la angustia que genera en el individuo crecer y desarrollarse en medio de esas complicaciones sociales y no desde la denuncia flagrante y muchas veces falta de tratamiento artístico de algunos de sus compañeros de generación. Poemas como «Mapa del país» (de El enorme verano), «Nocturno local» (de Los peces y la vida tropical), «Vida en común» (de Hotel Central), «Embargo y elegía» (de Escrito en Playa Amarilla) o «Salve» (de Objeto social) dan fe de ese discurso más entrañable y existencial. Sirva de ejemplo este último texto mencionado:
Junto a la bandera nacional ondea
la bandera de una corporación
que trafica pollos carbonizados.Junto a la bandera ante la cual
los niños cantan a la patria
ondea la bandera freidora
de hamburguesas.
Yendo por la autopista hacia el oriente
vi cómo se repetía el símbolo.
En cada parador de carretera
sobre geométricas estibas de refrescos
–color artificial, sabor artificial–
flamea orgullosa la bandera
de nuestra debilidad
por la mala comida
y otras cuestiones
igualmente
tóxicas.
Esta tenue y contemporánea reescritura de «Mi bandera» de Bonifacio Byrne igual pudiera servir para ejemplificar el uso de lo intertextual en la poesía de Ariel. Pero hay muchos más casos. Lo mismo con personajes clásicos de la literatura mundial (Edipo, Egisto, Orestes, Electra, Clitemnestra, enlazados con una línea del teatro cubano que tuvo, y ha tenido, en las revisitaciones de los mitos griegos un filón para cuestionar los avatares del presente, como demuestran las obras de Joaquín Lorenzo Luaces, Virgilio Piñera, Antón Arrufat o Yerandy Fleites, entre otros) que con autores (Esquilo, Villon, sor Juana, Borges, Eliot, Dulce María Loynaz, Cleva Solís, los poetas agrupados en El Puente, Marilyn Bobes, Damaris Calderón, Roberto Méndez) con los cuales establece no solo lazos de simpatía intelectual y de cordialidad personal, sino cuyos procedimientos estéticos en ocasiones remeda con sagacidad y los incorpora a los derroteros de su propia poética.
Aunque, como enuncié más arriba, donde se distingue Sigfredo en el uso de lo intertextual es en sus referencias a la música. No faltan en la literatura cubana escritores que hayan hecho de ese hallazgo, en algunos casos, la piedra de toque de sus indagaciones. Pensemos en los casos de Guillén con el son, Buesa con el bolero, Carpentier con la música clásica, Sacha con el rock, Roberto Méndez con la ópera, Eloy Machado, El Ambia, con la rumba, Luis Eligio Pérez con el hip-hop y Omar Pérez con el guaguancó y el reguetón, entre otros. Lo que diferencia a Sigfredo radica en que interactuó, a la vez, con muchos géneros musicales, tanto cubanos como extranjeros, y de cada uno de ellos obtuvo —siempre de un modo tácito y no ostentoso, como algo que fluye de manera natural y nunca gracias a una profunda sabiduría poética y a un acendrado dominio de la tecné, lo cual es evidencia, precisamente, de una profunda sabiduría poética y de una exquisita técnica— nuevas rutas de búsqueda en el sentido y el sonido de la poesía. En el sentido, porque concentra en sus poemas los estados conceptuales y emocionales de géneros o fenómenos tan disímiles como el órgano de Manzanillo, la trova tradicional, el bolero, el feeling, el jazz, el rock, la nueva trova o el complejo de la rumba. En el sonido, pues también asimila los diversos modos rítmicos, los reacomoda a su discurso y obtiene resultados tan diferentes como los que se pueden apreciar en los dos poemas que transcribo a continuación:
Un bolero muy lento
Corté para blanquear su boca
unos cantos de cal, de los brocales
en que asomé los ojos, cales
vivas volaron de la roca.Para aflojar los duros brazos
busqué flores enteras que dejaron
cortarse en rojos mazos.Mis manos sus manos dibujaron
hermosas, de abras
empinadas saqué la oscuridad
y el agua de su vista, la unidad
de sus huesos con plata repasé.Y no rocé su oído porque sé
que de nada le han servido mis palabras.
Columbia etimológica
Siéntate, alma, desayuna
conmigo con el apodo que tengas
ni no encajara alma que es posible
muy posible no armonice
en ningún otro lugar.Como te llames hoy
necesitas
territorio/en general
humano/en general
gratuito/vamos a hablar
con el gobierno a ver.Por el momento, vamos, desayuna:
aquí tienes mango y vitaminas.
En el estado que está el alma
en las antillas qué más
dime que más qué más
vas a pedir.
Notas
[1] Para entender mi recelo, baste leer este poema de Ariel, perteneciente a Born in Santa Clara. Se titula «Por e-mail»: Dedicaron unas frases al poema/con palabras técnicas extirpadas de no sé/qué libro de teoría industrial//me dedicaron adjetivos técnicos/disfrazados de adjetivos/sacados a la fuerza de interpretaciones/de la naturaleza pamplinas/robadas a los antiguos griegos/y traducidas mal de la lengua anglosajona.// Era un raro mensaje perpetrado/en un teclado chino/de la universidad donde se pasa/al parecer sobre ciertos asuntos/sin prestar mucha atención.
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