Esa diferencia visible y a la vez subrepticia —porque siempre tienen los poemas el sello Sigfredo Ariel— es una cosa bien difícil de obtener para un poeta: variar el estilo sin perderlo. Y Sigfredo lo consigue no solo cuando apela a este recurso de explorar los géneros musicales, sino en todos los resortes temáticos de su poesía. Se aprecia con mucha claridad en los textos que exponen lo que el estudioso español Jorge Cabezas Miranda ha denominado el «pathos nostálgico», concepto sobre el que luego abunda, con tino, el cubano Liuvan Herrera Carpio. La idea versa alrededor de la presencia, en su poesía, de una especie de arquetipo mítico, que le sirve al poeta para tratar la historia de Cuba desde la confluencia de dos temporalidades distintas: una mítica, referida a la representación literaria y perdurable de la nación, y otra histórica, relacionada con lo finito. Aunque no pretendo abundar al respecto, recomiendo fijar la atención, como hace Herrera Carpio, en esos lares luminosos en que el poeta (o sus sujetos líricos) deconstruye determinados sitios «sagrados» en la cultura cubana de la República (la fonda, el bar, el cine de barrio, las fiestas del carnaval) y los acerca a la sensibilidad contemporánea a través de una evocación nostálgica que tiene mucho del elegíaco ubi sunt horaciano. A medida que avanza su producción lírica, este procedimiento va ganando en madurez, se van haciendo más agudas las reinterpretaciones, las superposiciones espacio-temporales en busca de esos beatus ille y de esos locus amoenus que intenta construir el autor en cada oportunidad, como se evidencia en la lectura comparada de «Perdidos dientes de leche» (perteneciente a Algunos pocos conocidos) y «Cuarto para hombre solo» (de Escrito en Playa Amarilla).
Un comportamiento similar se percibe en otra zona temática bastante ligada a los entornos míticos: la de la sexualidad urgente y fugaz propia del carnaval, la farándula nocturna, los espacios públicos. Hay un curioso poema de Algunos pocos conocidos, «Estibadores de Caibarién», que inaugura esa manera en la poesía de Sigfredo: un lugar ameno y a la vez a medio camino entre el infierno y el paraíso, entre la culpa y el placer, que permanece como una corpórea ensoñación que la memoria del poeta evoca para nosotros. En esa misma línea, «Acerca del súbito cierre de las posadas» (de Born in Santa Clara), se entronca también con el discurso socio-político. El poema discurre acerca de cómo las antiguas posadas han cambiado su objeto social y se han ido convirtiendo en alojamientos para damnificados de catástrofes naturales, derrumbes y otros accidentes, o simplemente han caído bajo la desidia y el abandono y se han convertido en solares yermos. Y continúa:
Podría enumerar otros muchos ejemplos
podría decir incluso ya no existen refugios
para las poblaciones temporales del amor
o el amor perdurable
que no tiene dónde.
Tú no los conociste, no tenías edad
y me preguntas dónde van
a quitarse la camisa los afectos forasteros
tras el tren y el ómnibus
el amor
agregado a los padres y abuelos colegiales
agregado al tío que dormita en la sala
con la hoja del periódico del día
al vapor que deja el cloro
en los cuartos de baño compartidos
y otros muchos testimonios
de la colectividad y la nostalgia dura
de los pueblos de oriente.
Podría decir ya no existen
amores transitorios
o algo así.
Cuando llego contigo muy tarde
siento tu mano por mi espalda abro
la reja oscura, localizo los cerrojos
con mis llaves siniestras.
Enciendes entonces la luz fría, das de comer
a la gata pones orden, gobierno elemental
sobre las parvas posesiones
preparas nuestra cama
con sabiduría y rapidez.
Miro a tu lado el techo:
habitación donde tenernos patria
que fue posada
antes.
Otro poema a mi juicio excepcional entre los que tocan el tema de los avatares de la sexualidad, es «Havana Nights», incluido en Born in Santa Clara. El sujeto lírico enumera múltiples parques habaneros (Trillo, Fábrica, Clavel, Infanta, Finlay) y de otras zonas próximas (San Antonio, San José, Gerona), para luego darle un giro filosófico a este curioso texto erótico, y escribir:
y volver a sentarnos en los parques
insiste la canción quiere decir
volver a aquella forma que pronuncia
dos o tres palabras en básico español
dialecto que busca alojamiento
en otro y otro organismo fugitivoquiere decir: conversar sobre un cuerpo
por no tener adónde y otras cosas
que ya no se ven bien.
No se regresa nunca, Heráclito
a los parques, ningún parque
es el mismo.
Aunque, a mi entender, el instante más alto en la poesía erótica de Sigfredo está en el canto 5 de «Menta», texto que, en su totalidad, considero una de las cúspides de su producción junto a otros como «Escrito en Playa Amarilla», «El enorme verano», «Ahora mismo un puente» y «Mapa del país». Aquí, ya no habla de amores epidérmicos y efímeros (o quizá sí), sino de ese viaje cognoscitivo de los amantes en que se mezclan historia, etnología, pasión y altas dosis de sensorialidad y de emotividad que se conjugan con esa fina corriente intelectiva que alimenta sus mejores composiciones.
5
La piel negra huele a humo de guayaba
y su hoguera apagada por el agua de lluvia.
Si la lengua recorriera la tensión
antigua de esa piel que llegó por el mar
y del mar tiene el impulso vivo todavía
–forcejeo de brazos con trenzas de cadena
habrá de comprender la propiedad de un bosque
la hondura de unos ríos donde dioses y reyes
fueron traicionados, sumidos en triángulos
de barcos y pedazos de cielos sucesivos
vistos desde un minúsculo ojo de buey.
El sexo abierto acerezado
tiene el rugor de la hoja joven de la menta.
Dos dedos juntos, índice y medio
humedecidos sobre el círculo de cobre
descubren el menudo altorrelieve
sin comprenderlo bien, aún sin poderlo dibujar.
Desde entonces sexo y dedos se aproximarán
siempre que puedan, con los ojos cerrados
incluso sin auxilio alguno de los ojos.
Que no prueben las manos otro anillo
que este.
Y es en esa combinación extraña de lo sensorial, lo emotivo y lo intelectivo, privativa de poetas muy especiales, donde veo la singularidad principal de Sigfredo Ariel. Por lo general, los autores suelen trabajar con las sensaciones, a veces mezclándolas con las emociones, pero no tanto con lo intelectivo, que suele resultar dominio de voces más frías, más intelectualizadas, seguidoras de Eliot en aquello de que la emoción no debe traslucirse por sí misma en el poema. Sigfredo trabaja todo el tiempo con sensaciones y emociones, pero tampoco se priva de convocar a la inteligencia, no solo en los guiños culturales que pueblan sus composiciones, sino en la propuesta de una lectura simbólica que jamás podría completarse sin echar mano de un conocimiento canónico de la literatura, del aserto que apunté antes de que, para llegar a la ruptura, es mejor hacerlo desde la relectura audaz y subversiva de la tradición.
Por esa razón, quizá, hallamos a lo largo de su obra varios momentos en que el sujeto lírico reflexiona acerca del arte poética. Y lo hace siempre indagando en cuestiones medulares de ese arte, no como tantos colegas al uso que se limitan a describir procedimientos o, en ocasiones, a saltarse a la torera las grandes preguntas inherentes al fondo y a la forma para salir del paso a golpe de ingenio o para hacer el ridículo sin cortapisas. Sigfredo, por su parte, mantiene en esos textos la incertidumbre primigenia del acto poético, la dura lucha contra el fracaso que entraña la poesía, desde el minuto en que resulta casi imposible traspasar al papel las visiones sin falta superiores a lo que el lenguaje nos permite plasmar al final, hasta los diferentes estados de incomunicabilidad, falta de reconocimiento social, éxito y dividendos económicos, en que se convierte, para muchos, el ejercicio «profesional» de este género.
Veamos esta cavilación sobre el hermetismo y la polisemia, perteneciente a Born in Santa Clara, en la que el hablante pone en duda la confesionalidad de su discurso y deja abierta la puerta a la posible aparición en el poema de lo que Michael Hamburger ha definido como «identidades múltiples», ese desdoblamiento del yo poético en otras voces que no estén tan cercanas al propio autor:
Ars poética
Escribí versos incomprensibles
acerca de personas y sucesos
que entonces suponía
del todo incomprensibles.
Es cierto sin embargo
que sirvieron de fuentes energéticas
si prefieres de mi amor
objetos transitorios.
Pasado un tiempo fue fácil
comprender razones sin razones
ensayar incluso conjeturas
todas en su beneficio.
Sin embargo aquellas líneas
incluso para mí
hoy permanecen totalmente
carentes de sentido.
En Escrito en Playa Amarilla, Sigfredo vuelve a incurrir en la reflexión sobre la poesía. En esta oportunidad, se trata de una toma de posición ante la creciente fuerza que había venido alcanzando en Cuba, para esos años tempranos del 2000, lo que en algún lugar he denominado la neovanguardia, una tendencia experimental que visibiliza las emergentes posturas marginales propias de lo posmoderno y prioriza unos modos escriturales ajenos a la tradición hispanohablante (tal vez no todo lo «experimental» que pudiera desearse) y signados por el aluvión de referencias a la filosofía contemporánea y a la teoría literaria. Leamos «Los poetas cubanos de vanguardia»:
Los poetas cubanos de vanguardia
se burlan de mí a espaldas mías.
Los he visto llenos de temeridad
atomizando historia y tradición, otras nociones
ruinosas/oxidadas disciplinas
palabras y objetos ya inservibles del todo.
Los jóvenes poetas de vanguardia
se tocan con los viejos poetas de vanguardia
bajo las aguas profundas, en el cimiento universal
a espaldas mías.
Cómo hacer para que los ríos de Foucault
bañen en mi beneficio estas hojas de papel
pegadas a una arcaica maquinaria
que antes se llamaba música
y era apreciada en el pasado al punto
de que incluso a veces provocaba
envidia.
La respuesta a ese cómo hacer que, a primera vista, parece retórico, está en Objeto social, un curioso libro en el cual Sigfredo se arriesga en las demarcaciones de la neovanguardia y deja entrar en el poema «los ríos de Foucault», salpimentados incluso con fotos, viñetas, cambios en la segmentación rítmica de los textos, aunque sin renunciar a la música, como ya vimos, elemento consustancial a su sentido de la poesía, sino forzándola a sonar distinto porque, de algún modo, habla de temas disímiles o, al menos, vueltos a mirar de manera diferente. De esa batalla conceptual y estilística no encuentro mejor testimonio que esta tercera arte poética que reproduzco (el poema lleva una viñeta de un brazo levantando una mandarria en actitud de golpeo, insertada a modo de capitular):
Contra la poesía tecnológica
Doy contra el duro castellano
y contra el sinsentido, ruedo
por la fábula y el extenso llano
sin lectura ni escritura por miedo
a la contaminación, por temer
a lo que han puesto en otra hoja
(por ejemplo como un niño feliz romper
en llanto que es verso de Martí) duro doycontra el idioma duro, pared que no afloja
ni abre de madera puerta alguna
—muralla china ante san Francisco Javier—
sin el descanso hermético de la palabra luna
ni la exitosa poesía que se publica hoy.
Una señal inequívoca de la sabiduría poética de Sigfredo reside en cómo diseñó las antologías de su propia obra que puso al alcance de los lectores. La luz, bróder, la luz, publicada en 2010 por Ediciones Unión, El arte perdido de la conversación (Monte Ávila, 2010) y Ahora mismo un puente (Efory Atocha, Madrid, 2012) están compuestas, a grandes rasgos, por los mismos poemas poco más o menos. La diferencia estriba en que los reorganizó con puntillosa pulcritud y los fue moviendo por temas, por orden cronológico, por asociaciones hijas de algún orden medio esotérico que le sirvió para combinar Algunos pocos conocidos, El enorme verano, Las primeras itálicas, Hotel Central, Los peces & la vida tropical, Manos de obra, Born in Santa Clara, Escrito en Playa Amarilla y algunas zonas de Objeto social, y convertirlos en libros nuevos, que ganaban dimensiones insospechadas ante cada nuevo acercamiento. Esta viene a ser una virtud, como decía Ítalo Calvino, que solo tienen los clásicos, que son libros que nunca terminan de decirnos lo que nos tienen que decir y nos deslumbran cada vez que volvemos a sus páginas. Aunque, en lo personal, prefiero la propuesta de El arte perdido de la conversación y su trasfondo de aquella balada de Rick Springfield que tanto escuché en mis años universitarios y cuya letra sigue siendo atendible en estos aciagos tiempos, no vacilo en reconocer que las otras dos variantes igual nos llevan por un camino de iluminación que Sigfredo pareció vislumbrar desde la juventud, como lo dejó plasmado en los versos finales de su cuaderno inaugural:
Y se borrarán los nombres y las fechas
y nuestros desatinos
y quedará la luz, bróder, la luz
y no otra cosa.
Ver también Ejercicio 63
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