Organizar un volumen de ensayos con textos escritos y publicados ocasionalmente y por encargo, puede ser una tarea temeraria cuando no fallida, sobre todo si el libro y sus piezas componentes giran alrededor de un tema único. En esos casos, por lo general, se incurre en una serie de repeticiones baladíes, provenientes de las coyunturas contextuales que dieran origen a los trabajos (aniversarios, eventos, polémicas), o se incide en un refrito de citas y frases ingeniosas (con frecuencia ajenas) que en su momento sirvieran para contrarrestar la prisa de los contratantes, sin falta acuciados por la fecha de cierre en la revista o por el día y la hora de apertura del simposio de turno.
Por suerte, no ocurre así con Lezama sin pedir permiso de Reynaldo González, puesto en circulación por la Editorial Letras Cubanas en 2007, compendio de acercamientos a la vida y la obra de uno de los más sobresalientes autores de habla hispana del siglo pasado: José Lezama Lima. Y no ocurre, a pesar de que son textos solicitados por instituciones y publicaciones periódicas diversas, porque Reynaldo González es un ensayista de raza que sabe muy bien el juego que tiene en las manos y no ceja hasta conseguir la mayor profundidad en el agotamiento de un tema, como lo demuestran algunos de sus títulos más conocidos: Contradanzas y latigazos, Llorar es un placer, El bello habano o Lezama Lima: el ingenuo culpable, aproximación monográfica inicial de González a la labor del poeta de Trocadero 162.
En aquel volumen, con una primera edición de 1988, galardonada con el Premio de la Crítica, y una segunda, ampliada, de 1994, González, protagonista de una larga y fecunda amistad con Lezama, intentaba facilitarle a los lectores el camino hacia el diálogo con un orbe creativo complejo, asentado en el peculiar sistema poético lezamiano, eje de toda su producción literaria desde la poesía hasta los ensayos. Duro empeño, máxime si recordamos la profusión de firmas célebres que se han adentrado en análogos tremedales (Vitier, García Marruz, Baquero, Retamar, César López, Cortázar, Vargas Llosa, Julio Ortega, García Ponce, Julio Ramón Ribeyro, Vicente Aleixandre, y muchos otros), que cada día tornan más difíciles los hallazgos y las visiones personales y descontaminadas. No obstante, Lezama Lima: el ingenuo culpable, resulta un libro aportador, imprescindible en la bibliografía sobre Lezama, porque nos ofrece claves importantes tanto para la lectura de su poesía como para la de ese océano narrativo que es Paradiso.
En esta oportunidad, González tiene diferentes derroteros: revisitar la obra de Lezama, siempre bajo el prisma del sistema poético, pero ahora en otras facetas de la creación (crítico, degustador y difusor de las artes plásticas; cuentista; epistológrafo) y, además, en su vínculo con otras figuras prominentes de la cultura cubana en el siglo xx, como Alejo Carpentier, José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera. Por esas razones, Lezama sin pedir permiso debe ser considerado una continuidad del volumen anterior, un anillo más en la órbita nuclear de ese átomo esencial de nuestras letras que, aparte de provocarnos con sus poemas, ensayos y novelas, nos enseñó a mirar desde otros ángulos la historia de nuestra poesía, nuestra pintura y nuestra identidad.
Precisamente sobre una de esas miradas otras versa el primer tanteo de los siete que componen el libro de González. «Del barroco americano: Carpentier y Lezama», insiste en la idea de equilibrar las visiones de quienes son quizá los mayores escritores cubanos del siglo veinte acerca de esta peculiar manifestación de nuestra cultura. El autor va comparando los presupuestos teóricos de Carpentier, más culturalistas, más «científicos», con los de Lezama, poéticos de manera absoluta, pero con la poética como sistema para entender el universo y el sitio del individuo y de las culturas en él. Con agudeza, Reynaldo González abre el sendero a posibles investigaciones más profundas sobre el tema y nos deja en el paladar el sabor del desafío, el sabroso aserto de que, salvando las distancias, podemos honrarnos de tener, a escala caribeña, un Francisco de Quevedo y un don Luis de Góngora.
«Lezama, pintura y poesía» había aparecido ya en Lezama Lima: el ingenuo culpable, aunque es obvio que su sitio ideal estaba en este volumen, por el antes apuntado cariz polifacético al avecinarse a la figura estudiada. González disecciona minuciosamente las diversas apariciones del vínculo entre ambas disciplinas artísticas en la producción de Lezama, desde la cita intertextual en un poema o en un fragmento de Oppiano Licario o Paradiso, hasta la constante presencia en su labor ensayística, con especial interés en Tratados en La Habana e Imagen y posibilidad. Se detiene el autor en el Lezama crítico de artes plásticas, que toca con el mismo entusiasmo y similar perspicacia pintores internacionales y cubanos, a quienes además difundió desde las páginas de la revista Orígenes. A mi juicio, y sin desdorar las valoraciones de Lezama sobre Velázquez, Goya, El Greco, Zurbarán, y otros, lo más sagaz de su repaso crítico a la pintura está en los textos dedicados a Amelia, Portocarrero, Víctor Manuel, Arístides Fernández, Diago, Mariano, Luis Martínez Pedro o Fayad Jamís, a quienes nos ayudó a entender mejor, como una suerte de Baudelaire tropical que rompiera lanzas por sus coetáneos Daumier y Manet.
Sumamente atractivo me resulta, dentro del volumen, «¿Lezama Lima cuentista?», un abordaje a esta cara tan controvertida del poeta habanero. González esboza un viaje por algunos de los principales atisbos exegéticos sobre la cuentística lezamiana para, al final, exponer su tesis: es imposible entender el cuento en Lezama sin que la piedra de toque del acercamiento sea su personalísima visión de la poesía como imán en el cual convergen los fragmentos del universo y el conocimiento todos. La irreverencia conceptual y estilística de Lezama se evidencia con mucho ímpetu en esos ejercicios escriturales anfibios que, como intentaron Baudelaire y Martí, van en busca de un lenguaje simbiótico en el que se fundan la tensión concéntrica del poema y la lógica espacio-temporal del relato.
También de irreverencia habla el siguiente ensayo: «Lezama sin pedir permiso», que no por gusto da título al cuaderno. Este es, creo, el texto medular del conjunto. En él, González se aproxima a otro Lezama: el del tono desenfadado y coloquial de la correspondencia íntima con su colega José Rodríguez Feo durante los años de la revista Orígenes y con su hermana Eloísa y otros familiares exiliados después de enero de 1959. Sería llover sobre mojado transcribir aquí las múltiples incomprensiones sufridas por Lezama desde su juventud en el cotarro intelectual cubano, las violentas reacciones artísticas y humanas que generaron su grandeza como autor y su severidad como editor, las manipulaciones político-culturales de que fue objeto por una serie de jovenzuelos ansiosos de matar al padre e imponer (o mostrar) una manera diferente de entender la literatura y el compromiso social, pero, sobre todo, la indiferencia con que lo recibió la burocracia cultural republicana y la censura brutal a que fuera sometido por la burocracia cultural estalinista del llamado Quinquenio Gris. Reynaldo González se detiene, fundamentalmente, en el testimonio dejado por el poeta en el epistolario publicado por Verbum en 1998 bajo el título Cartas a Eloísa y otra correspondencia. En él apreciamos el dolor, las desgarraduras que infligieron en el ánimo de Lezama las agresiones, las incomprensiones, el morboso silencio de funcionarios e instituciones ante una posible salida del poeta a eventos internacionales, y, lo de veras esencial, cómo se refugió en su creación y se sobrepuso con creces a una serie de coyunturas y personajillos que ahora solo nos interesan como un accidente biográfico en el prólogo o en una nota al pie de cualquier obra de ese cubano raigal que los trascendió.
Los tres ensayos restantes: «Orígenes y un debate necesario», «El poeta como ente novelable» y «Lezama y Piñera, diálogo espinoso y deleitable», se centran en las relaciones de Lezama con Rodríguez Feo, con Piñera, y con algunos jóvenes intelectuales, entre los que se cuenta el propio Reynaldo González, que sí apreciaron su obra y cultivaron su amistad en aquellos años duros de las décadas del sesenta y del setenta. En el primero, Reynaldo intenta poner en claro los nexos entre Lunes de Revolución y Orígenes, es decir, reseña a grandes rasgos la sarta de insultos, simplificaciones y lecturas mal intencionadas de las cuales fue víctima Lezama en las páginas del semanario cultural oficial. Luego, el autor se ocupa de reivindicar el auténtico papel intelectual que desempeñaba Rodríguez Feo en la aventura editorial, a veces minimizado por los desaforados ímpetus de los admiradores de Lezama o por las certeras operaciones socioculturales de algunos presuntos herederos del legado origenista. En el segundo de los textos, vemos las relaciones de Lezama con otros coetáneos, así como la paulatina aparición de trabajos de crítica y difusión que fueron contribuyendo al mejor conocimiento de la figura y de su dimensión real dentro del panorama de nuestra cultura. Y, por último, en el tercero de los arrimos, disfrutamos de dos excelentes poemas, uno de Piñera y el otro de Lezama, frutos de la amistad, la ruptura y la reconciliación entre estos dos grandes de la literatura hispanoamericana, avatares que ya pudieran estar anunciados en nuestra poesía por el poema de Manuel María Pérez «Un amigo reconciliado», tal vez versionado después por Sully Prudhomme en su archiconocido «Le vase brisé», gracias a alguna misteriosa revelación del José María Heredia de Les Trophées en una tertulia parnasiana.
Y aquí termino. Solo me resta felicitar a Reynaldo González por añadir otra piedra a esa escalera que ansía elevarnos hacia ese otro misterio que nos acompaña y al que, por suerte, nunca terminaremos de develar y nos seguirá estimulando con sus preguntas, sin pedir permiso, por el puro placer de que nos reconozcamos fragmentos que regresan a su imán.
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