Si algo me gustaría destacar, entre las múltiples cosas que debo agradecerle a Alejo Carpentier, es el haber afianzado en mí la vocación de lector impenitente. Ha sido un proceso tan largo que no concluye aún. Comenzó quizá en mis años de estudiante preuniversitario, cuando descubrí El reino de este mundo y «Viaje a la semilla», y fui presa de la fascinación por una prosa distinta de mis hasta entonces revisitados Twain, Salgari, Galdós, Balzac, Conan Doyle, Eça de Queiroz, Villaverde, Meza o Loveira. Aquel impacto me condujo, muy rápido, a buscar otros libros suyos: Los pasos perdidos, El siglo de las luces, para adentrarme en la aventura de una palabra de lujo, expresión —y esto lo supe mucho después— de uno de los más lúcidos pensamientos hispanoamericanos en relación con la literatura y la cultura toda.
Ya en el segundo curso de la universidad, quiso el azar —y no es una frase hecha, sino la casualidad que me instó a faltar al turno de aquella asignatura de análisis literario donde repartieron los temas de los trabajos extraclases del semestre— que mis compañeros de aula me premiaran con la tarea de hacer un estudio sistémico integral de Ecue-Yamba-O, novela a la cual evitaron meterle el diente, huyendo de la cacareada dificultad de Carpentier. Fue un placer que, como cualquiera de los placeres profundos, me hizo temer, gritar, maldecir y sudar para, a la postre, enseñarme un nuevo y más amplio horizonte: el de un novelista que arrancó su carrera con una extraña mezcla de cubismo etnológico y preocupación social para llegar a cimas de integración histórico-socio-cultural-lingüística como las antedichas El siglo… y Los pasos… que, junto a Concierto barroco constituyen, a mi juicio, lo mejor de su producción novelística.
Escasa, por demás, como él mismo preconizaba que debía ser, en un breve pero sustancioso ensayo donde compara a Balzac con Flaubert. Y fue esta zona, la ensayístico-periodística, sin duda, la que de modo definitivo marcó mi relación con Carpentier. A través de su visión leí o releí a algunos de los grandes de la novela, desde Rabelais o Cervantes (en cuya exégesis resulta memorable la definición novela de muchos) hasta autores bastante más cercanos en el tiempo y en las angustias del espíritu contemporáneo como Lowry o Queneau, pasando por los que han sido mis manes tutelares del género en la modernidad (Kafka, Proust, Joyce, Hesse, Mann) y por los monstruos del xix que prepararon la gran travesía (Tolstoi, Dostoievski, Melville).
Eso, por no apuntar otras lecturas o relecturas de poetas, pintores, músicos, teatristas, arquitectos, políticos, sistemas, sociedades, que me ha propuesto —y chequeado con la pericia del buen preceptor que deja a tu libre albedrío tomar o no las armas para sortear la piedra futura, pero que sonríe sin falta desde el Más Allá cuando vuelves al sitio donde él te colocara el mensaje y desde ahí reemprendes el camino— este hombre que podía moverse con soltura desde la Historia verdadera de Luciano de Samosata hasta los intríngulis de la Regla de Ocha, lo mismo al ritmo de Beethoven o Milhaud que de las cajas en la rumba o del arpa en el son veracruzano.
Y entonces, me digo, para qué hablar de cómo he obrado yo con tanta experiencia recibida, si el verdadero aprendizaje consiste en paladear las lecciones del maestro y no en enumerar los traspiés del presunto discípulo.
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