Boccaccio ha sido una de mis predilecciones literarias desde la infancia. Cerca de los siete u ocho años descubrí, entre los libros de mi casa, dos tomos con ilustraciones de personas desnudas en la portada. Era el Decamerón, en una amputada edición cubana de 1970. Pero era el Decamerón. Me apliqué a leerlo con avidez, queriendo encontrar en él las respuestas a muchas de mis inquietudes infantiles con respecto al sexo. No las hallé. Hallé, eso sí, una buena razón para aprender a consultar el diccionario: no conocía ni la tercera parte de las palabras empleadas por el traductor. Lo fui leyendo a medida que crecía y, como todos los textos insondables, siempre me fue deparando nuevas lecciones, unas veces sobre el comportamiento humano, otras sobre la literatura (¿no es la literatura, al final, una de las tantas variantes del comportamiento humano?). Todavía sigue siendo uno de mis libros de cabecera. Por eso me gustaría comentar algunas generalidades sobre este autor y su obra, sin la pretensión de añadir páginas útiles a su extensa bibliografía pasiva, sino con la simple idea de promover a este inmenso –y medio desconocido en Cuba en toda su dimensión— intelectual italiano.
Boccaccio nació en Certaldo, en 1313, en una familia de comerciantes. Su padre, Boccaccio di Chelino, el Boccaccino, tuvo amores ilegítimos con una hermosura local (aunque muchos aseguran que la madre del escritor fue una princesa parisina), de los cuales nació el futuro creador de la prosa italiana. Su infancia transcurrió entre Certaldo y Florencia, en el barrio de San Pier Maggiore, bajo la vigilancia de la legítima esposa del Boccaccino, Margherita de’Mardoli, y de Giovanni Mazzuoli da Strada, maestro encargado de ensañarle los rudimentos del saber. Con apenas doce años fue enviado a Nápoles a estudiar comercio, debido al interés del progenitor en que el heredero mantuviera firmes las tradiciones familiares. Pero el adolescente estaba destinado a la literatura. Al caer en la corte de Roberto de Anjou, colmada de placeres y suntuosidades, pudo más en él la urgencia por la poesía y por las escenas galantes de la vida napolitana que la ambición paterna de convertirlo en un mercader. El padre, no obstante, insistió: debía de aprender derecho canónico, para salvaguardar legalmente la fortuna y el honor familiares. Otro fracaso. El joven Giovanni prefería la antigüedad clásica y los favores de María dei Conti d’Aquino, dama que inmortalizara bajo el nombre de Fiammetta.
Boccaccio conoció a Fiammetta el Sábado Santo de 1336, a los veintitrés años. La describe en el Filocolo como una belleza de cabellos de oro, largos y encrespados sobre los cándidos y delicados hombros, dueña de un rostro redondo, con un color de blancos lirios y rosas encarnadas, con los ojos semejantes a los de un halcón peregrino, y una boca pequeña cuyos labios parecían rubíes. Se cuenta que Fiammetta era hija natural del rey Roberto de Anjou, y que le dio al joven florentino lo mejor de su sensualidad y de su entusiasmo cultural, pero también algunos malestares propios de los juegos cortesanos y de su volubilidad femenil.
Boccaccio volvió a Florencia hacia 1340, debido a una crisis sufrida por los banqueros Bardi. Allí desempeñó varios cargos diplomáticos, y se mantuvo viajando por Rávena, Forli, Aviñón, Roma. En 1350 lo nombraron embajador ante la señoría romañola y, después, recibió el encargo de entregar a sor Beatriz, la hija de Dante, los diez florines de oro pagados por la ciudad en desagravio a los estropicios causados al gran poeta y su familia. Ese mismo año conoció a Petrarca. Y fue una amistad crucial en el último período de su vida.
Lo conocí, como dije arriba, por esa versión mutilada y mal traducida del Decamerón que se publicó en Cuba en los años setenta del siglo veinte. Pero Boccaccio no es únicamente el Decamerón. Lo corroboré cuando alcancé a leer buena parte del resto de su obra, gracias a mi aprendizaje del italiano (me había sido fue imposible encontrar otro libro suyo traducido al español). Desde Caccia di Diana hasta el Corbaccio, hay en este autor un constante experimentalismo, una voluntad de variedad genérica, un afán de búsqueda rayano en la obsesión, que marcaron mi concepto del oficio de escribir. Leerlo me ayudó a confirmar algunas tesis que, ya fuera por instinto, ya por instrucción, había ido esbozando a lo largo de mi vida de escritor:[1] la importancia de reconocer al arte como un fin en sí mismo, independiente de la moral, la religión y la política, significado ante todo por su calidad en tanto arte y, por ende, dotado de una dignidad intrínseca; la necesidad de una férrea disciplina que ayude a edificar, ladrillo a ladrillo, la ascensión hacia La Libertad, entendida cual ejercicio del yo en pro de la humanidad; la urgencia de poseer una cultura sólida que nos libre de caer en el narcisismo y el chovinismo y, a la vez, nos haga humildes y nos deje escuchar las sugerencias de los clásicos y de los contemporáneos.
Boccaccio trajo a la literatura italiana algunos géneros hasta entonces desconocidos para ella. Y pienso, al decir esto, en la forma pastoral que inaugura con Ninfale d’Ameto, en la poesía épica de la Teseida, en los diversos tipos de novela que son Elegía de Madonna Fiammetta y el Filocolo, en los cuentos del Decamerón y, por si no bastara, en el haber fijado la octava rima como combinación estrófica dentro de la literatura de su país. Es difícil imaginarse las Estancias de Angelo Poliziano, el Orlando furioso de Ludovico Ariosto y la Jerusalén libertada de Torcuato Tasso, si no hubiesen existido el Filostrato, la Teseida y el Ninfale Fiesolano. Y tampoco se sostiene la idea de la Arcadia de Jacobo Sannazzaro sin la existencia de la antedicha Ninfale d’Ameto. Sin hablar del Boccaccio erudito y autor de tratados polémicos, entre los que destaca Genealogiae, una rica exégesis de mitos, leyendas e indicaciones relativas a su interpretación moral y alegórica del mundo. Este tratado es hoy punto de referencia en la reivindicación del concilio entre el ejercicio poético y la moral cristiana, que tantos quebraderos de cabeza trajo a muchos conversos a lo largo de la historia del arte y la literatura.
Pero me atrevería a asegurar que el amor es el objetivo principal del Boccaccio en buena parte de su obra y, sobre todo, en el Decamerón. El amor puede ser, para él, un puro sentimiento espiritual, o nacer solo de la atracción de los sentidos; a veces concluye con un final feliz, mas no resulta raro que exija el sacrificio o termine en tragedia; a menudo se colorea de matices tiernos o pasionales, pero otras veces asume los tonos de la sensualidad y la obscenidad, características que, entre la gente, le han conferido al término «boccacciano» un injusto sinónimo de licencioso y vulgar, cuando en el fondo solo entrañan la ambición de reflejar el espectro total de la existencia humana.
El amor significa laicismo: imperio de la pasión, satisfacción de los impulsos, vida vivida con plenitud y entusiasmo. Siempre unido a la inteligencia, al desencuentro y la lucha con la fortuna, cualidad que hace al individuo distinguirse de la masa y le da la posibilidad de triunfar en los negocios, afinar el espíritu y vincularse a la cultura. A renglón seguido de las consideraciones de Guido Guinizzelli y su teoría del cor gentile, Boccaccio renueva y engrandece la idea de que todos los hombres poseen iguales probabilidades y derechos, y pone todas las clases sociales en el mismo plano.
La actividad literaria, uno de sus mayores amores, representa para Boccaccio una expresión de civilidad autónoma; la página escrita es, ante todo, variación y elección entre innumerables variantes compositivas. Lo cual podemos apreciar en la curiosa estructura de su libro. Elige al menos tres niveles superpuestos entre sí, con un sistema de múltiples inserciones en cuyo centro, en el último y más interno nivel, están los cien cuentos divididos en diez jornadas de diez cuentos cada una y concluidas con una canción. La arquitectura sería más o menos: el autor que le cuenta a sus lectoras (marco primero: el del autor) que unos narradores les contaron a unos receptores (marco segundo: el de los narradores) que un personaje le dijo a otro personaje (marco tercero: el de los cuentos). El libro propone el subtítulo de Príncipe Galeoto, símbolo del intermediario en amores, ya sea para bien en la lectura del ciclo artúrico, ya sea para mal en la lectura del Dante en el canto V del Inferno.[2] Boccaccio, desde luego, no sintoniza con la valoración de Dante, y piensa en una regeneración de los diez jóvenes florentinos fugitivos de la peste, luego de los diez días de deleite y buen discernimiento literario.
Esta tesis la apoya el curioso manejo hecho por Boccaccio del viaje como vehículo de redención. Los educados, ricos y cultos muchachos florentinos, remedos, los de género femenino, de las diferentes amantes del autor, y, los de género masculino, de distintos momentos de la propia vida del escritor, van a emprender un ejercicio conjunto de crecimiento intelectual y placer mundano cuya actividad fundamental, la narración de cuentos, denota una réplica alegre a la cultura represiva dejada en la ciudad. Para ello se van al campo, donde conectan con las plantas, los animales, el sonido del viento y la visita a esa suerte de jardín paradisíaco que constituye el Valle de las Damas (árboles frutales, símbolos de la fecundidad; agua clara, símbolo de purificación; forma circular, símbolo de la perfección). La idea quizá la tomó Boccaccio de Dante, pero frente a la simbología dantesca, de visible tono religioso y espiritual, la simbología boccacciana apunta hacia una dimensión humana, renacentista. Los síntomas de regeneración son mayores a partir del baño de los jóvenes en el laguito del valle. En la misma escena hay sensualidad, aunque contenida; domina el regodeo estético del contacto con la belleza, con la naturaleza, el hombre (y la mujer) se integra(n) con el sistema de la creación. Comienzan entonces las disquisiciones alrededor de las narraciones, alrededor de la salvación mediante la palabra, mediante el solaz que trasmite la inteligencia, que hace inmune, y eterno, al ser humano. Ya estamos (autor, personajes-narradores-receptores y lectores todos) inmersos en el camino de regreso: nos hemos regenerado gracias a la palabra, vamos de los vicios del nuevo Judas (Ser Ciapelletto) a la virtud de la nueva María (Griselda).
Fue precisamente el personaje y la historia de Griselda lo más alabado por Petrarca en el libro de su amigo. Según Vittore Branca, era de uso corriente en la época la difusión de la obra en los ambientes burgueses, mercantiles y financieros. Esta singular divulgación extraliteraria ha dejado huellas físicas en diversos códices conservados del Decamerón, lo cual demuestra una relación intensa, familiar con el texto, que permitía anotaciones, cambios, subrayados, cortes, toda una manera interactiva y moderna de abordarlo. Eso mismo había hecho Petrarca, cortando su lectura del libro en el modo más conveniente a su interés moral y religioso.
En una de sus cartas a Joannes Tranquillitatis, luego recogida en Seniles, escribe Petrarca:
Me vino, no sé cómo ni de qué recado, a las manos el libro que en tus años juveniles, según creo, te fue dictado en nuestra lengua materna. Mentiría si dijera que lo he leído, que el grosor del volumen y el verlo escrito en prosa y al uso del pueblo fueron causa para no distraerme por eso de ocupaciones más graves […] ¿Sabes lo que hice entonces? Lo recorrí rápidamente con los ojos, aquí y allá parándome un poco, a guisa del apresurado viajero que mira y camina: y me percaté en este tráfico que tu obra estaba lacerada por los dientes de canes mordaces, pero egregiamente defendida por ti con la voz y con el bastón […] Así recorriendo tu libro asaz de él he disfrutado: y si tal vez me ofende alguno que es demasiado libre y lascivo, piensa que podrían servirte de excusa la edad que tenías cuando lo escribiste, la lengua, el estilo, la ligereza del argumento, y sobre todo la calidad de los lectores a los cuales iba destinado […] Entre muchas chanzas y narraciones de poca monta, me detuve en algunas […] de las cuales sin embargo no puedo darte un juicio preciso, porque ninguna la tomé en seria consideración. Pero como ocurre de ordinario a quien examina de prisa, me detuve más al principio y al final del libro: y vi en aquel descrita la horrenda peste, que con ejemplo al mundo inaudito y nuevo llenó la edad nuestra de luto y miseria, y me parece verdaderamente singular el magisterio con que te lamentas y deploras aquella solemne aventura de la patria nuestra. Leí después hasta el final la última de tus historias, que me pareció muy distinta de todas las otras: y tanto me ha gustado y le he tomado afecto, que en medio de los mil cuidados que hago en memoria de mí mismo, quise aprenderla de memoria y a menudo me la repetía con mucho placer, y tengo en mente el narrarla a los amigos, en la primera oportunidad que sea apropiado a nuestras conversaciones.
Sin comentarios. O sí: ¿hasta dónde podía llegar la ceguera literaria de Petrarca que le invalidaba para apreciar las virtudes narrativas y lingüísticas del Decamerón? ¿Cómo podía menospreciar el papel del elemento cómico, la concepción lúdica de la literatura, en realidad la mayor novedad conceptual del autor y de la obra? ¿No se percató él —adorador por excelencia de la tradición latina— de cuánto Ovidio (Heroidas, Remedios de Amor) había en Boccaccio? ¿Acaso no entendió el monumento que tenía delante de sus narices o fueron la envidia, la soberbia y la ira quienes lo llevaron a escribir semejantes líneas a su amigo?
A pesar de la referida lectura veloz, Petrarca sí alcanzó a ver los dientes de los canes mordaces y la autodefensa sin par de Boccaccio. En la Introducción a la IV Jornada, el autor interviene en el libro, suspende las narraciones y pelea con el corro de envidiosos y murmuradores que lo acusaban de su gusto excesivo por las mujeres y del empleo de sus relatos para soliviantarles el cuerpo y el espíritu. Unos le recomendaban dedicarse a la poesía y dejar esas historias de baja ralea. Otros, que se afanara por ganarse el pan y renunciara a esas tonterías de pacer el viento. Y hasta le enmendaban la plana aduciendo la escasa verosimilitud de sus cuentos, muy diferentes, según ellos, de las anécdotas originales.
Boccaccio responde, primero, con una pieza magistral: el apólogo de Filippo Balducci y su hijo, educado en la fe y el servicio a Dios, al amparo del deseo carnal, que, ya púber, acompaña a Filippo a Florencia y, sin saber qué es una mujer ni cómo acercarse a ella, gozarla y dejarse gozar, le pide a su padre permiso para criar una oca (así le ha llamado este al malévolo animal por miedo a que la sola mención del nombre corrompa a su muchacho), pues nunca había visto, ni sospechado, nada tan bello. Después, Boccaccio se defiende citando a otros mujeriegos ilustres (Cavalcanti, Dante, Cino da Pistoia, su maestro de Derecho), y cae en una definición capital: la mujer de carne y hueso cual musa inspiradora de sus versos y, por qué no, de su prosa de ficción. Finalmente, alega no pedirle a nadie su pan y estar dispuesto, si fuese necesario, a resignarse a la pobreza, tanto como a escuchar las acusaciones de falsedad que le hacen sus enemigos, pues sabe inútil teorizar acerca de los conceptos mentira y verdad en la obra literaria.
Jura, así, poner mayor empeño en complacer a las señoras, manera de obrar en total acuerdo con la naturaleza y digna de ser honrada en tanto expresión de los instintos del amor. Y que ladraran los envidiosos.
Pero, insisto, el amor animó la obra completa de Joannes Tranquillitatis. Sobre todo, sus novelas, género que afianzó en el idioma italiano. Il Filocolo, desde el título (del griego: «filo», amor; «colon», fatiga: fatiga de amor), apunta en ese sentido. Sigue el hilo de la ya difundida narración de Florio y Blancaflor, una antigua novela francesa, la cual don Giovanni fue complicando con materiales y relecturas provenientes de Ovidio, Valerio Máximo, Lucano, Dante, Estacio, Virgilio, la Legenda Aurea y diversas fuentes más. Salió una compleja historia simbólica, feraz en episodios y personajes que se cruzan y entrecruzan al punto de dar la idea del desvío. Pero a la larga vuelven al núcleo del relato: la formación del protagonista Florio/Filocolo y su paso de la adolescente y carnal pasión por Blancaflor a una forma de amor adulto, consciente y legítimo (desde su aspiración al trono hasta el estado de rey justo y magnánimo, del paganismo al cristianismo, a través de una serie de etapas: iniciación militar, viaje-investigación transformado en itinerario del conocimiento amoroso y sus varias formas, necesario para poder proseguir el periplo, encontrarse con Blancaflor y matrimoniarse con ella, amén de civilizar pueblos salvajes y fundar una ciudad), que se traduce en la adquisición, por parte de Filocolo, de nuevos y positivos valores, conducentes desde una inicial y confusa predisposición al bien hasta la conquista de una estable y consecuente virtud.
La representación del amor frustrado, del dolor por la pasión fallida, azuzó también la prosa de Boccaccio. Elegia di Madonna Fiammetta, considerada por muchos como la primera novela psicológica, incluso por encima de la Vida nueva, el librito multigenérico del Dante, es la conversación de la narradora y figura principal con las lectoras para advertirles sobre los peligros del amor carnal, doloroso y abortado, con Pánfilo, amante que la abandona a su suerte y no retorna al llamado de su amada. Durante los nueve capítulos, la mujer (una ficcionalización de María dei Conti d’Aquino) narra, ¡en primera persona!, sus peripecias luego de la partida de Pánfilo (un alter-ego de Boccaccio) de Nápoles. Pánfilo se va, amenaza con volver, no vuelve, Fiammetta oye el chisme de su casamiento, el chisme se desmiente, no se casó, parece estar enamorado de otra, Fiammetta quiere morir, Pánfilo igual no regresa, le aseguran de su retorno pero es otro, y, por fin, la dama, comparando sus penas con otras cuitas de amor y hallándolas mayores, se dirige al libro para pedirle que sirva de aviso a las demás, y lo concluye.
El Corbaccio, uno de los últimos textos del autor, es una larga secuencia carente de estructura; relata, desde tópicos un tanto misóginos, las desventuras amorosas del narrador, rechazado por una joven matrona a la cual requiere. Múltiples son las conjeturas alrededor del título: se ha pensado en el italiano «corvo» (cuervo: cava en los ojos y en el cerebro, como hace el amor), en «corba» del latín «corbis» (cesta, canasta: donde todo cabe), en el español «corbacho» (vergajo con el que el cómitre castigaba a los forzados: por el tono satírico, vindicativo contra la mujer),[3] pero no hay nada claro, ninguna pista concreta de las intenciones visibles por la etimología del rótulo. La novela cuenta cómo, luego de estar al borde del suicidio por los desplantes de la bella, el personaje pasa el resto de la jornada conversando sobre las volubles operaciones de la fortuna, las perpetuas cosas de la naturaleza y el orden maravilloso y laudable de ellas, y de asuntos divinos solo comprensibles a los más sublimes ingenios; se adormece, sueña recorrer un sendero verde, con flores, que lo lleva a una entrada donde ve ortigas, tréboles, cardos y otras hierbas malignas, entre una niebla muy oscura la cual le impide moverse y le hace perder toda esperanza del bien prometido a lo largo del camino. Desesperado e inmóvil, se le presenta el espíritu del marido de la dama en cuestión, quien bajo el pretexto de salvarlo de un amor torpe, y del pecado y la condena eterna, le ilustra con detalles físicos y morales repugnantes, la verdadera naturaleza de la mujer adorada por el protagonista. Tanta es la fuerza persuasiva de los argumentos del fantasma, que la pasión amorosa del autor-narrador comienza a ceder y termina por disolverse a la luz de la gracia divina, que ilumina al hablante y lo conduce hacia una claridad salida de lo alto de una montaña en cuya cima resulta purificado.
Boccaccio haciendo de Dante, sin duda, tratando de irradiar el resplandor de Beatriz en son de encubrimiento y purificación para su amor por Fiammetta/María y por las otras Fiammettas, que al parecer visitaron su casa de Certaldo y dieron fe del aserto suscrito en la Introducción a la IV Jornada del Decamerón: el puerro, a pesar de tener la cabeza cana, suele tener la cola verde.
Boccaccio marcó muy hondo la literatura universal posterior a él. En principio, hay una fuerte influencia en otro autor italiano: Mateo María Bandello y, a través de sus noveletas llenas de realismo y diversión, en otros autores europeos insignes: Chaucer, Montaigne, Margarita de Navarra, Shakespeare, John Dryden, el Sade de los cuentos breves, Byron, Stendhal y Alfred de Musset.
A él le debe la literatura en lengua española el nacimiento de la novela sentimental, de la que es Cárcel de amor de Diego de San Pedro, el modelo por excelencia. También, de alguna manera, el espíritu de una obra cumbre como La Celestina de Fernando de Rojas. Asimismo, bebieron en los moldes boccaccianos el Jorge de Montemayor de La Diana, el Gaspar Gil Polo de La Diana enamorada, el Miguel de Cervantes de La Galatea y las Novelas ejemplares y el Lope de Vega de La Arcadia y las Novelas a Marcia Leonarda.
En Cuba, incluso, respiran un aire decameroniano los casi desconocidos Cuentos nefandos de Miguel de Marcos, el Aquelarre de Ezequiel Vieta, y los Cuentos fríos de Virgilio Piñera, autores a los cuales el empleo de lo cómico (ya fuese sátira, ironía, farsa o absurdo) con tal de mofarse de una sociedad frívola y sensual los emparienta con Boccaccio, que se reía de algo ya no venerable y decía en voz alta lo que otros murmuraban —o urdían— en secreto.
Y aquí me despido, con la esperanza de que mi entusiasmo se haga contagioso y crezca el número de lectores que acompañan a un escritor de tanto calibre como Giovanni Boccaccio.
Notas
[1] Siento un verdadero prurito contra la utilización de este término, debido al abuso indebido hecho de él por aprendices y farsantes. Unas veces prefiero emplear el vocablo redactor, otras me decanto por usarlo tal cual en virtud de que es el acuñado por la tradición para designar a quienes, v. g. yo, intentan comunicarse por medio de la palabra escrita. Esto último lo hago por la imposibilidad de encontrar una voz más precisa.
[2] Recuérdese que el libro de Galeoto, leído por Francesca y Paolo, les sirvió de estímulo para el pecado de lujuria.
[3] Un matiz similar tendrá después El Corbacho, del Arcipreste de Talavera.
Visitas: 86
Deja un comentario