
Tomada de Historia Universal
El seis de abril de 1327, durante la misa del Viernes Santo, Francesco Petrarca conoció a Laura de Noves. Y eso acabó con su vida emocional. Pero le dio a la literatura universal uno de los libros más importantes de todos los tiempos. Como jugando, el poeta vació en las páginas de su cuaderno una catarata de sentimientos, oportunos en el afán de conformar esa autobiografía en versos que es el Cancionero. Las reflexiones sobre el dolor, la fugacidad del tiempo y la voluntad divina para darle un cauce a la vida de los hombres por encima de los anhelos de estos, hacen de los sonetos y canciones a Laura una pieza imperecedera, a pesar de los preciosismos y figuras retóricas que, gracias al abuso de los epígonos, hoy tendemos a rechazar. Mas Petrarca iba en busca de la imagen, de un modo de representación antes que de la cosa representada, y cuando escribo autobiografía, me refiero, obviamente, a una autobiografía imaginaria, falta de autenticidad, conducente hacia otra lectura: esa donde el poeta insinúa sentir una sensación de vacío, una conciencia de que Laura es imagen y no ser, y eso la hace cada vez más poética, más sempiterna en su inaccesibilidad, más sombra y simulacro de la fantasía del fingidor que resulta todo artista.
De esa melancolía nació buena parte de la poesía universal. Y lo hizo porque era una nueva melancolía: llena de un soterrado paganismo, débil aún, pero creciente, llamado a borrar la seria angustia teológica y política del Dante y devolverle a la lírica la polifonía presente en Arquíloco, Anacreonte, Catulo y Ovidio, pluralidad de voces que la hacía menos divina en tanto la despojaba de su aspecto simbólico y doctrinal y, de paso, la sacaba del Medioevo.
Todo esto lo dicen los manuales de historia de la literatura, las enciclopedias, las biografías. Pero los libros tienden a deshumanizar a los autores. Los escritos sobre ellos, claro. Los escritos por ellos tienden a humanizarlos demasiado. Sería bueno especular un poco acerca de la legítima relación entre Laura y Petrarca. ¿Quién fue, en verdad, esa dama desconocida, muerta durante el año de la peste? ¿Fueron acaso tan puros esos amores como la fábula los cuenta? Petrarca soportó un buen escándalo en el 1337, debido al nacimiento de su hijo Giovanni; unos años después tuvo otra hija. A pesar de haber leído Las confesiones de San Agustín y decir siempre cómo aquel texto había cambiado su vida, siguió cediendo a las tentaciones de la belleza italiana y fornicando y concibiendo como cualquier digno prelado de la Edad Media.
Si observamos con detenimiento en el Cancionero, nos enteramos de que al poeta lo conmueven, además de las virtudes de la bella, las carnes de la bella: sus ojos, sus trenzas, su boca, su piel. Los poemas dedicados a Laura, en su mayor parte, son sutilezas, razonamientos petulantes y melindrosos, cosas que Petrarca cree, pero aquello que siente es por completo distinto: el latigazo de los sentidos y las ansiedades y desafueros del amor. Esto lo coloca en una dicotomía terrible: no es tan audaz para rebelarse contra sus creencias, ni tan creyente para acallar, a fuerza de fe, la carga erótica de su amor. Si este es el resultado literario, el testamento público de una relación, y ni siquiera allí —con todo el perjuicio que le ocasionaba dejar esa zona al descubierto— pudo Petrarca ocultar la verdadera naturaleza de su sentimiento, ¿cómo sería en la vida privada real, esa que no sale en los libros, de la cual los autores no pretenden ofrecer testimonio a la posteridad, porque es quizá la única parcela de veras suya?
A diferencia del Dante, quien vio en el exilio y en la necesidad del viaje una imposición de los tiempos y de un destino político adverso, Petrarca hizo de ambas categorías un sendero hacia un tipo de mundanidad refinada y culta, primero en la curia pontificia y después en las cortes de la Italia septentrional. Les dio el tinte de un cosmopolitismo instruido y literario antes que de una auténtica exigencia política, aunque como consecuencia de sus frecuentes viajes, se desarrolló en él el deseo de ver a Italia unida en la administración de la herencia dejada por el Imperio romano. Ya Petrarca representaba un nuevo tipo de literato, a medio camino entre el clérigo y el intelectual laico, capaz de servirse a un tiempo de la comodidad económica, el prestigio social del clero y la posibilidad real de acceder a las bibliotecas antiguas donde ejercitar su afán de estudioso, tanto como de frecuentar la vida cultural y académica y codearse con el éxito y el poder, al punto de ser nombrado poeta laureado por el Senado de Roma en 1341.
La visita a las bibliotecas monacales desarrolló en Petrarca una fuerte atracción por las excelencias de los griegos y los latinos, y lo llevó a colocarse, de consuno con Boccaccio, al frente de un movimiento redescubridor de la antigua cultura clásica, rechazador de la escolástica medieval y defensor del nexo entre las creaciones paganas y cristianas. Inmerso en esta dicotomía, y deslumbrado en parte por Cicerón y Séneca, Petrarca quiso, a la usanza de ellos, legarnos copiosos epistolarios repartidos en varias colecciones (Familiares, Sine nomine, Epistole metricae, Seniles, Variae), llenos de una conciencia literaria que liberaba al texto de su valor privado, comunicativo, y le atribuía a la escritura el aspecto de una ejecución extraordinaria y exclusiva, en la cual el elemento autobiográfico es signo constante de una búsqueda que hace de la propia personalidad del autor el rasgo distintivo del acto de escribir: el yo como centro del mundo y de la angustia ante el vacío después tildado de página en blanco. Dentro de ellas hay cartas a parientes, amigos, interlocutores ideales del pasado clásico —Virgilio y Cicerón—, o enemigos despojados del nombre pero no de acerbas críticas a la corrupción de la iglesia, entre los que descuellan curas, cardenales y obispos aviñonenses; y hay hasta una misiva dirigida a la posteridad donde manipula de lo lindo en aras de trasmitir la imagen paradigmática que se había formado de sí. Lo interesante resulta cómo en todas ellas Petrarca disiente del prototipo de la tratadística medieval y retorna al género epistolar con la intención de indagar en profundas cuestiones humanas y morales y hacerlo de una manera coloquial, sin basarse en asuntos doctrinales y dejando amplio espectro a la experiencia concreta y a las reflexiones subjetivas.
Esa obsesión autoanalítica y clasicista condujo a Petrarca al convencimiento de escribir en latín, no solo en apoyo de su propia campaña pro antigüedad, sino además porque esa sería la zona que le conferiría fama e inmortalidad, recompensas imposibles de alcanzar en lengua vulgar después de los monumentos del Dante, los cuales no podía dejar de apreciar en su justo valor a pesar de las múltiples objeciones y críticas por él proferidas quién sabe si a causa del resentimiento y la envidia. De ahí parte la voluntad de conferir a su obra latina una mayor amplitud temática y formal y enseñarnos un vasto trabajo espiritual siempre en tensión entre las aspiraciones terrenas y la voluntad de Petrarca por superarlas y dar fe de ello en un latín claro y vigoroso, expresión de las más variadas facetas de su temperamento.
El Secretum, posiblemente la mayor de sus obras latinas, refleja el acierto del humanista para adentrarse en las reflexiones íntimas, en las cosas terrestres y en las meditaciones cristianas. Escrito tal vez entre 1342 y 1343 y vuelto a redactar, según su costumbre, decenas de veces (un hábito creativo apreciable en toda su producción latina y vulgar), está compuesto por tres libros y cada uno de los cuales resume una jornada de discusión entre Petrarca y San Agustín; en ellos opera a guisa de jueza una bella dama muda, la Verdad, quien debe garantizar la sinceridad del coloquio. El diálogo imaginario se inspira en las Confesiones y también en Boecio, y, como ellos, el escritor desarrolla un análisis del espíritu, excava en el interior de los sentimientos y de las contradicciones que conforman su vida. En el primer libro, las preguntas de San Agustín sacan a la luz la enfermedad moral de Petrarca: su falta de voluntad. Esta le impide desatarse del todo de las apetencias terrenales —a las que no obstante trata de rehuir— y alcanzar el bien espiritual, meta suprema de su existir. En el segundo volumen, San Agustín examina el ánimo de Francesco y lo obliga a admitirse culpable de los siete pecados capitales, excepto la envidia.[1] Petrarca se sabe débil a los reclamos de la riqueza y los honores, demasiado soberbio por los méritos de su intelecto y su cultura, propenso a capitular ante la belleza femenina y ante las pasiones, pero su verdadera afección es la pereza, ese sentimiento de inquietud, insatisfacción e inercia que nace de la percepción temprana del raro proceder humano. En el tomo tercero, al cabo, el erudito de Hipona escruta la propensión de Petrarca hacia el amor y la gloria, y concluye que son las más pesadas cadenas de su espíritu. Francesco se defiende, primero negando los pecados atribuidos, y luego dándole a su amor por Laura la categoría de trámite entre él y Dios. Sostiene, además, la honorabilidad del deseo de gloria. San Agustín insiste en que el amor por Laura y el ansia de gloria son impulsos terrenos, no espirituales, y lo alejan de Dios en lugar de acercarlo. Sin embargo, pese a dar por buenos los juicios del padre de la iglesia, Petrarca no puede prometerle renunciar a sus aspiraciones, pues en ellas están los puntos cardinales de su existencia. Un auténtico reflejo de la crisis de conciencia que azota al artista creyente, y a la vez un documento inestimable para entender la evolución de Petrarca desde el pensamiento medieval hasta un nuevo tipo de humanismo defensor del derecho a la terrenalidad, aun al precio de vivir su espiritualidad en forma tormentosa y fuera de los cánones establecidos.
Otra de sus obras claves, África, un poema épico en hexámetros, inspirado en el mismo deseo de revivir, en la poesía, sus amados patrones de la latinidad, si bien se mueve hacia otros planos del ser y del estar. Comenzado en 1338 y sujeto a numerosas correcciones y reescrituras, fue abandonado de modo definitivo en 1343. Su argumento son las empresas militares de Escipión el Africano durante la segunda guerra púnica, aunque cuenta una serie de episodios secundarios destinados a celebrar la grandeza pasada y futura de Roma. La fuente principal resulta la historia romana de Tito Livio, pero Petrarca bebe además en Ennio, Cicerón y Virgilio, quizá queriendo revestir sus versos de toda la grandeza posible, pues pensaba recitarlos ante el rey Roberto de Nápoles el día de la coronación poética en el Campidoglio. Las ambiciones, no obstante, fracasaron: África no pasó de un naufragio poético cuyo tono oratorio y celebrador y cuya maniquea división entre la virtud civil y humana de los romanos (Escipión y compañía) y la barbarie y la crueldad de los cartaginenses (Aníbal y comparsa), demuestran, en primer término, la incapacidad de Petrarca para meterse en las aguas profundas de la épica y, después, su consabido retintín laudatorio con vistas a granjearse la afabilidad del amo de turno.
La ansiada posteridad le jugó una mala pasada a Francesco, quien solía llamar nugae (naderías) a sus composiciones en lengua vulgar, si bien detrás del aparente desprecio las trabajaba hasta la saciedad, como demuestran las nueve formas o versiones existentes del Cancionero. Esta compilación, la de las rimas sueltas, la trastienda un poco vergonzante, se convirtió en el objeto de culto por el cual la posteridad en verdad recuerda al poeta, devenido cómplice de los enamorados y arquetipo de cuanto verso amoroso se haya escrito después de él. Gloria y amor parejos, incluso a despecho de San Agustín.
No cuesta trabajo entenderlo. Como ya había sucedido con Dante, Petrarca enseña un personaje que dice «yo» y desarrolla una materia claramente autobiográfica, aunque se diferencia del florentino porque su dimensión es menos universal, más existencial, casi íntima. Convierte a la poesía en un medio de indagar en la verdad interior, un tanto desconocida, conformada con la belleza y el trabajo moral, bajo los cuales laten la miseria humana y la contradicción esencial del amor, a un tiempo esperanza y espera e ilusión y desilusión. La poesía deviene, así, la expresión de un yo lírico, de una individualidad problemática, atenazada por la incertidumbre del existir: mezcla de amor divino, terreno, natural y memoria literaria. Hay, en esas trescientas sesenta y seis composiciones en apariencia fragmentarias y dispersas, un ejemplo de ordenamiento arquitectónico a la vez que experimental de la palabra poética, una obra abierta a la continua reelaboración y autocorrección, un laboratorio viajante de la escritura, privado de forma y siempre en pos de ella, signo de la eterna precariedad de la literatura en tanto aproximación tentativa a una verdad, a un valor definitivo que termina por huir: la gloria, Dios, la perfección de las palabras, el amor por la poesía y por Laura, laureles laureados en versos inmortales.
En una de las epístolas familiares, Petrarca encomienda a su amigo Giovanni dell’Incisa la tarea de procurarle libros. Le dice, más o menos:
Para que no me creas libre de los humanos defectos, debes saberme dominado por una pasión insaciable, la cual no he podido frenar hasta hoy, convencido de que el deseo de las cosas honestas no puede ser deshonesto. ¿Quieres saber de qué enfermedad se trata? No me sacio jamás de libros. A pesar de todo, tengo mayor necesidad; sucede con los libros como con otras cosas: el llegar a hacer dinero es la espuela de la avaricia. En los libros, sin embargo, hay algo de singular: el oro, la plata, las gemas, los vestidos de púrpura, las casas adornadas con mármoles, los campos bien cultivados, las pinturas, los caballos bien enjaezados, y otras cosas de tal género procuran un placer mudo y superficial; los libros deleitan el fondo del espíritu, hablan con nosotros, nos aconsejan y a nosotros se unen con vivaz familiaridad; no bien uno de ellos penetra en el ánimo del lector, y ya sugiere el nombre de otro; el uno da el deseo del otro.
Y después le pide volúmenes y más volúmenes para calmar su sed de ellos, y le cuenta haber hecho encargos similares a otros amigos en Inglaterra, Francia y España.
La lista de títulos de esta célebre biblioteca arroja importantes noticias acerca de la formación y los intereses del poeta. Entre los copiados por propia mano de los códices antiguos, sobre todo latinos (Petrarca no sabía griego, y lo lamentaba) y los obtenidos gracias a regalos de amigos, intelectuales y autoridades políticas y eclesiásticas, la colección debió superar los doscientos ejemplares. Hoy parece una tontería, pero en el siglo XIV era una auténtica novedad. Aristóteles, Platón, Homero, Cicerón, Tito Livio, Horacio, Séneca, Quintiliano, Plinio el Viejo, Curcio Rufo, Casiodoro, Marciano Capella, Lucio Floro, San Agustín, San Isidoro de Sevilla y, ¡sorpresa!, Dante Alighieri, son algunos de los principales autores de la muestra. El libro de Dante incluye la curiosidad de haber sido copiado por Boccaccio, lo cual aumenta el mérito de esos papeles compartidos entre los tres mayores escritores italianos de todos los tiempos.
Aparte de las innumerables notas de puño y letra de Petrarca que abundan en los textos y dan la idea de su relación con ellos, cabe resaltar un hecho: ya estamos aquí en presencia de un enciclopedismo laico, con una biblioteca universal abierta al ingreso de nuevos volúmenes consultados una y otra vez en esa suerte de diálogo con el pasado que entraña el acto de leer. A diferencia de Dante, cuyo enciclopedismo representaba una lectura del universo, y era el signo de la universalidad de la cristiandad, Petrarca concibe la cultura de un modo más moderno, menos ascético y más técnico con respecto al pasado. La biblioteca constituía una parte esencial de la reflexión literaria de Petrarca, un vehículo insustituible en el coloquio secreto, interior e individual con los clásicos, de donde nace un hálito de responsabilidad moral e intelectual que inviste al poeta como custodio de la sabiduría ancestral tan revisitada en las obras por él escritas. Esas que lo hicieron, desde su época hasta nuestros días, una voz esencial de la historia de la literatura y un poeta como pocos en el devenir de la cultura occidental.
Notas
[1] No me atrevería a afirmarlo después de ver cómo trató Petrarca la figura y la obra de Dante y el Decamerón de Boccaccio.
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