Si hay un artista cuya trayectoria me ha resultado siempre muy perturbadora, ese es Miguel Ángel Buonarroti, a caballo entre varias formas de expresar sus inquietudes conceptuales y emocionales, y en todas ellas un maestro en el detalle de subvertir la tradición y legarnos el discurso de un espíritu rebelde y distinto que nos emociona y nos hace reflexionar sobre el hombre y su lugar en el mundo.
En el 1505 Miguel Ángel Buonarroti pasó varios meses en Carrara buscando el mármol necesario para afrontar la talla de cuarenta y tantas figuras destinadas a la tumba del papa Julio II. La falta de dinero y el rudimentario proceso extractivo de entonces, rompiendo a puros cincel y mandarria los grandes bloques luego movidos sobre palos rodantes hasta los barcos fondeados en la costa, demoraron la adquisición e hicieron que Julio II, harto de esperar, mandara al escultor a que abandonase el proyecto y se concentrara en la decoración del techo de la Capilla Sixtina. Lo hizo. Pero el incidente allí comenzado, al que el artista llamó «la tragedia de la tumba», marcaría de modo profundo su vida y su trayectoria artística.
Nacido el 6 de marzo de 1475, en Caprese, región florentina, el hijo de Ludovico Buonarroti y Francesca di Neri entró con solo trece años al taller de Domenico Ghirlandaio con la idea de convertirse en pintor. Un tiempo más tarde se sintió atraído por las esculturas del jardín de San Marcos, sitio adonde acudía con el ánimo de estudiar las piezas antiguas de la colección de los Medici, a cuyo servicio estaban él y su familia. Esta atracción lo llevó a realizar al menos dos relieves, el Combate de lapitas y centauros y Virgen de la escalera, que enseñan las preocupaciones del joven por el movimiento y la tensión de los juveniles cuerpos desnudos vistos bajo una luz difuminada, demuestran su precoz talento y anuncian la carrera prodigiosa de quien sería la mayor personalidad artística del Cinquecento.
En 1492 murió Lorenzo el Magnífico, su protector; Miguel Ángel huyó de Florencia durante la invasión de Carlos VIII y el liderazgo espiritual de Savonarola. Viajó a Venecia y por último a Bolonia, donde prosiguió su labor escultórica y estudió los relieves de Jacopo della Quercia en San Petronio. Vuelto a Florencia en 1495, esculpió algunas obras menores hoy desaparecidas y viajó finalmente a Roma, urbe en la cual podía profundizar en las ruinas y estatuas de la antigüedad clásica por entonces descubiertas. Una vez allí, Miguel Ángel se atrevió con su primera escultura a gran escala: el Baco inspirado en el Apolo de Belvedere, su puerta al mundo de la alta clientela, que le permitió, entre 1498 y 1500, alrededor de los veinticinco años, producir la Pietà por encargo del cardenal francés Jean Bilhéres de Laugralas.
El recurso neoplatonista de representar a María con la belleza virginal de la juventud, sin apenas contraste con la edad de Cristo difunto, le venía por línea directa de su vínculo con Marsilio Ficino y otros miembros de la Academia Platónica de la villa Careggi como Poliziano y Pico della Mirandola, mientras estuvo cerca de los Medici en su primera juventud. Pero, además, el conjunto posee cualidades geométricas diseñadas sobre un esquema racional cerrado y simétrico que constituye, según Heinrich Wölfllin, la forma clásica por excelencia; amén de resumir las innovaciones escultóricas de sus predecesores, desde los griegos hasta Donatello y, a la vez, introducir un nuevo tipo de monumentalidad característico de los tiempos modernos.
A Giuliano della Rovere le costó buen trabajo llegar a ser el papa Julio II. Hubo de enfrentarse a Rodrigo Borgia, uno de los enemigos más temibles de la Europa renacentista, quien una vez convertido en Alejandro VI lo hizo exiliarse en Francia y permanecer allí hasta su muerte. Gracias al soborno y el chantaje, el cardenal Della Rovere llegó al papado. Una vez en él, decretó de inmediato ilegales y sujetas a condena las futuras elecciones influidas por simonía. Aparte de mostrar escaso interés por los asuntos espirituales y dedicarse a vivir como un príncipe seglar, luchó por la reunificación y extensión de los Estados pontificios y se ocupó del enriquecimiento, desde el punto de vista artístico, de las iglesias de toda Italia. Bajo su égida se proyectó la catedral de San Pedro del Vaticano, cuya primera piedra colocó en 1506. Para este y otros grandes proyectos arquitectónicos, escultóricos y pictóricos contrató a los mejores artífices del momento: Bramante, Rafael y Miguel Ángel, con quien tuvo múltiples encontronazos por el asunto de su tumba papal.
Comparado con Rodrigo Borgia, qué podía significar Miguel Ángel a los ojos de Julio II en materia de oposición. Ante la imposibilidad de conseguir los mármoles necesarios al proyecto fúnebre, acogido por el escultor con sumo interés, lo conminó, a instancias de Bramante —quien enfrentaba al rival con una técnica desconocida, el fresco— a decorar la bóveda de la Capilla Sixtina. Buonarroti aceptó el reto. En 1508 dio comienzo a la tarea, alzándose con los secretos del buon fresco en breve plazo. De modo casi frenético, trabajando solo, acostado de espaldas al suelo encima de un elevado andamiaje, logró pintar algunas de las más exquisitas imágenes de la historia del arte. Las hizo públicas en mayo de 1512 y provocó una admiración universal perdurable hasta hoy. Sobre la bóveda de la capilla, el pintor desarrolló un intrincado sistema en el que se incluyen nueve escenas del Génesis, enmarcadas entre profetas y sibilas en tronos de mármol y otros temas del Antiguo Testamento y los antepasados de Cristo. La separación de la luz y las tinieblas, la creación del sol y la luna, de los árboles y las plantas, de Adán y Eva, el pecado original, el sacrificio de Noé, el diluvio, la embriaguez de Noé, David y Goliat, Judith, el castigo de Amán y la Serpiente de Bronce, se expanden por los treinta y seis metros de longitud por trece de ancho, en una cabalgata de formas que sobrepasan los tres centenares, confirman su conocimiento de la anatomía y el movimiento humanos y lo hacen saltar los cánones clásicos del Renacimiento y caer en el Manierismo, debido a la desproporción entre las dimensiones de las diversas figuras, sus contorsiones crecientes a medida que avanza la obra, el abarrotamiento del espacio y la aglomeración de cuerpos en un ámbito demasiado angosto para ellos.
Miguel Ángel, casi por capricho de Julio II, se vio obligado a escoger entre pintura y escultura. Y digo casi porque ya antes había pintado, o bocetado, un mural sobre la batalla de Cascina, en el salón de los Quinientos del Palazzo Vecchio de Florencia, nada menos que en la pared opuesta a Leonardo, otro rival, quien a su vez pintaría la batalla de Anghiari. Ninguno de los dos terminó su obra. Miguel Ángel partió a Roma por el asunto de la tumba y solo quedaron los dibujos, en cartón, que junto a los del Tondo Doni o Sagrada Familia anuncian los posteriores en la Capilla Sixtina.
Pero Julio no cejó. Incluso después de muerto el papa, sus herederos siguieron acosando al artista para obligarlo a terminar lo prometido. Fue en 1515, pasados dos años del deceso del pontífice, cuando Buonarroti elaboró el Moisés, concebido en principio junto a tres profetas sedentes, aparte de los esclavos o prisioneros, y al final enclavado entre las efigies de Raquel y Lía, la vida contemplativa y la activa, y divorciado por la posteridad de otras dos piezas colosales, el Esclavo moribundo y el Esclavo rebelde, ejemplos clásicos también del modo miguelangelesco de abordar la terribilità.
La dicotomía entre ambas artes prosiguió, no obstante, en la vida de Miguel Ángel. En 1536 acometió otro gran fresco para decorar la pared situada tras el altar de la Capilla Sixtina, El Juicio Final. En esta obra, Cristo, en actitud de juez, está en el centro de la composición, tiene a la izquierda la ascensión de las almas que van al cielo y a la derecha los condenados que caen en un infierno dantesco. Como era habitual en él, el Divino representó todas las figuras desnudas y estas fueron tapadas luego, gracias a la pureza vaticana, por la mano conservadora de Daniele da Volterra, por tal acción motejado Il Braghetonne. Curiosamente, El Juicio Final no alcanzó nunca la popularidad de otras grandes creaciones del Renacimiento italiano, ni de La última cena de Leonardo, ni de las Stanzas de Rafael. Tampoco de otras labores del propio autor. Quizá la causa estribe en que El Juicio Final no es un monumento a la belleza y la juventud, sino una imagen del abatimiento y la confusión, un grito de auxilio ante el caos que amenaza con devorar lo humano y lo terreno. La pintura, además, carece de colorido, Miguel Ángel renunció al efecto pictórico desde el inicio, al preferir los desnudos y declinar de antemano la variedad aportada por los ropajes y paños sobrecargados. Por eso, su efecto resulta frío, hierático, severo, distanciado, no satisface la necesidad del espectador, deseoso de un sentimiento utópico de felicidad, de un sueño armónico de los valores morales y estéticos. El Juicio… parece proclamar lo contrario: el bien no es siempre bello y la verdad, a veces, puede ser terrible.
Años antes, entre 1519 y 1534, Miguel Ángel había elevado dos de sus grandes monumentos escultóricos: las tumbas de los Medici, Lorenzo y Giuliano. En este período pasaron múltiples hechos importantes en la historia de Europa que hicieron atropellada la biografía del artista: el sacco de Roma, el sitio de Florencia, la huida de Miguel Ángel a Venecia y su regreso a Florencia con episodio bélico adjunto en la colina de San Miniato. No obstante, el conjunto funerario de los Medici presenta una programa coherente y profundo, con estatuas de alto contenido reflexivo y simbólico. En él ya no se exalta el triunfalismo de Giuliano della Rovere, sino el juicio comprobado de dos vidas humanas insertas en el discurrir de un tiempo efímero. En el sepulcro de Giuliano, duque de Nemours, se aprecia al guerrero de divino perfil, según dijera el propio escultor, sentado, pero con la energía contenida de quien está presto a entremeterse en la acción, extrovertido, activo, a semejanza del modelo inspirador. En la estatua-retrato de Lorenzo, duque de Urbino, la pose enroscada del cuerpo, alejado e introspectivo, subrayada por la hélice serpentina del brazo derecho, conviene muy bien al mote de Il Pensieroso y exalta la vida contemplativa.
Ambos sarcófagos poseen una pareja de desnudos, la Aurora y el Crepúsculo, y el Día y la Noche, respectivamente, que refuerzan la idea de partición, de duplicidad del mismo Miguel Ángel, a caballo entre Florencia y Roma, entre los Medici y Julio II, entre en Renacimiento y el Manierismo y entre la pintura y la escultura. Esta última cuestión de la primacía de las artes, apasionaba a los teóricos italianos del momento, con Benedetto Varchi a la cabeza, quien había escrito un ensayo sobre el tema. Varchi envió el tratado a Buonarroti, pidiéndole su opinión al respecto. La respuesta del genio de Caprese la hallamos en una carta fechada en Roma en 1549.
Dice Miguel Ángel:
[…] a propósito de él [el ensayo] voy a responder algunas preguntas que me plantea, aunque no estoy muy bien informado. En mi opinión, la pintura debe considerarse tanto mejor cuando más se acerque al relieve, y el relieve es tanto peor cuanto más se acerca a la pintura. Yo tenía la idea de que la escultura era como la linterna de la pintura, y de que la diferencia existente entre ellas era parecida a la que hay entre el sol y la luna. Sin embargo, desde que he leído tu libro, en el que dices que, filosóficamente hablando, aquellas cosas que tienen la misma finalidad son idénticas, he cambiado de parecer. Opino que si las mayores decisiones y dificultades, obstáculos y arduos trabajos no aumentan la nobleza de una obra, la pintura y la escultura son idénticas.A partir de esta conclusión, todo pintor no debería hacer menos escultura que pintura, ni los escultores, a su vez, menos pintura que escultura. Entiendo por escultura aquello en lo que la fuerza para cincelar entra como elemento principal. Lo que se hace por añadidos es parecido a la pintura. Es suficiente que las dos, pintura y escultura, como quiera que proceden de la misma facultad, pueden hacer las paces entre sí y evitar discusiones de este tipo, porque se pierde más tiempo en ellas que en hacer estatuas.
Por lo que se refiere al que escribió que la pintura es más noble que la escultura, si hubiera entendido otras cosas de las que escribió tan bien como escribió estas, mi sirvienta las hubiera escrito mejor. Habría mucho que decir acerca de estos estudios, que todavía no se han publicado, pero, como ya he sugerido, llevaría mucho tiempo, y yo tengo poco, porque no solo soy viejo, sino casi uno del montón de los muertos. Así que te pido aceptes mis disculpas. Te saludo y agradezco todo lo más el honor que me haces, para mí inmerecido.
Miguel Ángel Buonarroti fue el primer artista moderno debido a su pretensión de realizar por propia mano toda la obra hasta el último rasgo, y también por la incapacidad para trabajar de consuno con ayudantes y discípulos. De este modo, renunció a los ideales y a las prácticas del taller artístico del temprano Renacimiento y abogó por la labor artística como expresión de una personalidad autónoma, negándose a aceptar encargos de artesanía e independizándose así del poder de los gremios. Miguel Ángel, además, sentía un demoníaco impulso interior, la obligación ante el propio talento, que lo obligaba a ver en su existencia artística una fuerza superior situada por encima de sí mismo, de su querer, de su saber y de su juicio. De ahí su rebeldía y el profundo subjetivismo señero en muchas de sus grandes creaciones, desde el neoplatonismo inicial de la Pietà hasta las angustiosas tentativas espirituales de la Pietá Rondanini o de otras piezas hacia los finales de su producción.
Otro signo de su modernidad fueron los honorarios. Ya en las postrimerías del siglo xv comenzaron a pagarse en Florencia precios relativamente altos por las pinturas al fresco y las esculturas. Filippino Lippi, Perugino, Benedetto da Majano, Leonardo, Tiziano y Rafael dispusieron de ingresos considerables y otros bienes: casas, fincas y niveles de vida un tanto principescos. En esto influyeron varias causas: la primera, la supremacía de la curia pontificia como cliente en el mercado del arte, haciendo una competencia sensible al resto de los consumidores, en virtud de sus enormes riquezas; la segunda, la formación de nuevas señorías y principados y el crecimiento y la prosperidad de otras ciudades, aparte de Florencia y Roma, que trajo consigo un aumento en la demanda y una lógica preponderancia de pagos elevados a los mejores artífices disponibles; la tercera, el ascenso de los pintores y escultores, desde la clase de los artesanos, a la de los poetas y los eruditos, debido a su alianza con los humanistas y al papel que estos jugaron en promulgar el respeto y la admiración por las artes plásticas, antes preteridas en cuanto a valor intelectual.
En el centro de estos cambios estuvo Miguel Ángel, tal vez el más cotizado por la curia, por los modernos consumidores y por las alabanzas de los literatos, desde Marsilio Ficino hasta Ludovico Ariosto. Aunque las apariencias de su vida fueran modestas, sus entradas monetarias eran amplias, tal cual demuestra el hecho de que constantemente diera dinero a sus parientes con el fin de comprar propiedades, abrir tiendas y establecer nuevos negocios. Cuando uno lee su correspondencia se halla ante un Miguel Ángel preocupado por los problemas domésticos y los compromisos laborales; ante un hombre dedicado sin falta a aconsejar a sus familiares sobre el modo más conveniente de invertir su fortuna (la de él) y a poner coto a la avaricia que los conmina a pedirle plata una y otra vez para cuanto menester sea alguien capaz de imaginar. Sus regaños y negativas dan la impresión de estar frente a un cicatero incapaz de gozar los bienes ganados tras una larga vida de trabajos, resuelto a mantenerse con solo treinta ducados al mes, pasar penurias y hacérselas pasar a los ayudantes que, más por peticiones insistentes de su parentela que por propio deseo, consiente en tomar a su servicio. No obstante, es generoso con la familia, pelea mucho, pero accede a enviarles lo solicitado, ya sea a Ludovico, su padre, a Giovansimone, el hermano cabeza loca, o a Lionardo, el sobrino derrochador. Después, retorna a refugiarse en el trabajo en aras de sanar su enfermiza naturaleza y, de paso, reponer las extracciones efectuadas en las arcas. Brinca por encima de su mala salud, de los tiquismiquis con colegas (Bramante, Rafael), amigos (Varchi, Vasari, Sebastiano del Piombo) y protectores (Julio II, Clemente VII, Pablo III) y se recrea en sus tensiones místicas, en sus estatuas, frescos y demás faenas para derrotar a la envidia, la admiración y todas las pasiones altas y bajas que acosan su itinerario vital. El arte, bien lo sabía el genio, lo cura todo y vence al poder (al cabo no hizo más que tres figuras destinadas a la tumba de Giuliano della Rovere), al dinero (sus hermanos, su padre, sus acreedores y deudores son solo nombres en las biografías de Miguel Ángel) y tal vez incluso al amor (Tomasso Cavalieri y Vittoria Colonna quizá no existirían hoy en la memoria colectiva de no ser por el David o los sonetos del Buonarroti).
Es obvio que Miguel Ángel prefería a los hombres. Basta con apreciar la que es quizá su obra más conocida, el David, para saborear el regusto del escultor por la apostura masculina. En esta pieza, esculpida entre 1502 y 1504, el héroe del Antiguo Testamento aparece representado como un joven atleta desnudo, musculoso, en tensión, con la mirada fija en la distancia, buscando a su enemigo, Goliat. O tal vez a su amante, entre los rudos príncipes-guerreros israelitas, ya fuese el rey Saúl, ya su hijo Jonatán. De hecho, la estatua, súper dimensionada en los miembros, en especial brazos y manos, parece sacrificar un poco la clásica expresión de belleza helénica, anteponiéndole una actitud de fuerza más propia de cierto carácter varonil. Aunque no por eso dejan de latir en ella visos de feminidad, sobre todo en la delicadeza del rostro y en las curvas de las caderas, que le confieren una coqueta postura de mancebo al acecho, una perturbadora sensación de androginia luego presente en la visualidad manierista y barroca hasta tener su apogeo en las pinturas del Caravaggio.[1]
Esa androginia es fácil de comprender si pensamos en el neoplatonismo, en el platonismo y en el discurso de Aristófanes en el Banquete acerca de las pretéritas formas anatómicas del hombre, su abrupta separación y la odisea interminable en busca de la mitad perdida. Para el orador, la unión homosexual contiene la jerarquía más alta del acto amatorio, pues cuando un hombre de tal condición alcanza a hallar su mitad, la simpatía, la amistad, el amor los acercan de una manera tan maravillosa que no quieren separarse ni por un momento. En Miguel Ángel esto se cumple al pie de la letra. Pero en su homosexualidad hay asimismo mucho del narcisismo consustancial al fenómeno manierista y al sentimiento de alienación del artista moderno desde sus orígenes. Un temperamento narcisista se retrae del mundo exterior y se concentra en sí mismo, admirándose y empleando a los demás solo para que lo admiren; así, no acierta a amar a nadie, ni siquiera a sí mismo, porque el exceso de contemplación y juicios sobre sí, le conduce a exigir una perfección que, en su imposibilidad, provoca odio y el afloramiento de tendencias autoaniquiladoras. Claro, el yo, que en verdad no se basta a sí mismo, concluye por perseguir un remanso, una tregua en medio de su controvertida dinámica amor-odio y se lanza detrás de su semejante —lo más próximo a él mismo que hallarse pueda— con tal de equilibrar la balanza y, de paso, disfrutar del placer sexual.
Vista así, narcisismo, platonismo y androginia de por medio, no resulta raro de entender la locura de Miguel Ángel por Tommaso Cavalieri, joven romano de diecisiete años que en 1532 arrebató al genio, cuando ya este contaba cincuenta y siete marzos. No fue el primero, sino el último y, según el refrán, este mata. Antes había tenido el artista otros garzoni a quienes empleaba como modelos y por los cuales sintió ardientes y perecederas pasiones, más o menos insinuadas en sus sonetos. Gherardo Pierini,[2] Urbino, Luiggi del Riccio, Febo di Poggio, Giovanni da Pistoia, son algunos de los nombres que pueblan las páginas de estos poemas donde canta a lo efímero de la belleza y a su importancia de ser el vehículo más simple para lograr el diálogo con lo divino. Diálogo cuyo mejor favorecedor es, precisamente, Tommaso Cavalieri, figura fundamental (en dueto con Vittoria Colonna) dentro de esta colección que hace de Miguel Ángel, por si fuera poco, uno de los mayores poetas líricos de la humanidad y, a mi entender, el mejor del período en lengua italiana, pues sus composiciones rebasan con mucho las de Pietro Bembo, Pietro Aretino, Bernardo Capello, Antonio Brocardo, Gerolamo Malipiero, Gabriel Fiamma, Celio Magno, Matteo Bandello, Bernardo Tasso, Jacopo Marmitta, Claudio Tolomei, Francesco Maria Molza, Giovanni Guidiccioni, Francesco Copetta Beccuti, Annibal Caro, Bededetto Varchi, Giovan Battista Strozzi y Giovanni della Casa, los autores profesionales del momento, para no compararlas con las experiencias poéticas ocasionales de Maquiavelo, Leonardo, Rafael, Brunelleschi, Benvenuto Cellini o Giordano Bruno, de inferioridad notoria.
La distinción de los sonetos estriba, ante todo, en la profundidad del sentimiento, sea erótico, sea religioso; en la fuerza conmovedora de la expresión y en la filosofía de la vida que Miguel Ángel logra desplegar en ellos. Autenticidad conferida, sin duda, por el detalle de elevarse a lo espiritual, cerca ya de la muerte, partiendo de lo carnal, de lo terreno, con un ímpetu, un individualismo y un sentido de la independencia solo posibles en quien bebe de los cánones —el molde tradicional del soneto petrarquista puesto de moda por Bembo y compañía— para alzarse sobre ellos y beber, a mano limpia, en el chorro vital de la tradición reinterpretada hasta hacerla novedad. De tal modo, el apuesto mancebo Cavalieri, corporal y adorable en su androginia, tal cual lo muestra el dibujo Cabeza ideal, de 1533, es equiparado por el poeta con la divinidad, con la que se establece la erótico-mística relación amante y Amado, después llevada a su máxima tensión por San Juan de la Cruz y repetida por otros poetas altísimos como John Donne. De entre los múltiples sonetos de primera línea presentes entre los setenta y nueve escritos por Miguel Ángel, este me parece esencial en su manejo de la dualidad amor erótico-amor divino.
Veggio nel tuo bel viso, signor mio,
quel che narrar mal puossi in questa vita:
l’anima, della carne ancor vestita,
con esso è già più volte ascesa a Dio.
E se ‘l vulgo malvagio, isciocco e rio,
di quel che sente, altrui segna e addita,
non è l’intensa voglia men gradita,
l’amor, la fede e l’onesto desio.
A quel pietoso fonte, onde siàn tutti,
s’assembra ogni beltà che qua si vede
più c’altra cosa alle persone accorte;
né altro saggio abbiàn né altri frutti
del cielo in terra; e chi v’ama con fede
trascende a Dio e fa dolce la morte.[3]
Por otra parte, Vittoria Colonna y Miguel Ángel mantuvieron una estrecha relación de amistad, casi de amor, que desempeñó un papel importante en las concepciones estéticas del escultor y animó emocionalmente sus últimos años. En 1538, él conoció a la viuda del marqués de Pescara y por intermedio de ella al grupo de la iglesia de San Silvestre del Monte Cavallo, donde se juntaban a discutir de teología, política y literatura. El pintor portugués Francisco de Holanda, en sus Diálogos con la pintura, narra el entusiasmo devoto de este círculo, capitaneado por Juan de Valdés, cuya influencia operó de manera decisiva, sumándose a las viejas inquietudes inoculadas en su alma por Savonarola, al renacimiento religioso y al espiritualismo del arte de Miguel Ángel a partir de esa fecha.
El peso del pensamiento reformador italiano, con sus intenciones de transformar la iglesia desde adentro, siempre un tanto contenidas por las presiones del papado, incidió en la evolución artística de Miguel Ángel, típica de la época de transición entre Renacimiento y Contrarreforma. Lo interesante estriba en lo apasionado de esta mutación y en lo riguroso de la expresión alcanzada por sus obras. A ese período corresponden los frescos de la Capilla Paolina, la Conversión de San Pablo y la Cruxificción de San Pedro, en los cuales no hallamos ya nada del orden armonioso del Renacimiento. Las figuras guardan un no sé qué de falta de libertad, de soñolienta abulia, como si estuvieran bajo la presión misteriosa de un origen inescrutable. La unidad óptica y la coherencia espacial han desaparecido; la profundidad surge de pronto, causando el efecto de no haber sido construida, sino de ser una aparición. Imagen y espacio, hombre y mundo, no están ahora en concordancia. Los portadores de la acción pierden su carácter individual: edad, sexo, temperamento; se confunden, tienden a lo abstracto, a la generalidad, al esquematismo. El sentido de la personalidad desaparece junto a la inaudita significación de ser hombre. Luego, Miguel Ángel solo produjo la Pietà del Duomo de Florencia y la Pietà Rondanini, en que la creación apenas es artística y avanza hacia la confesión, hacia el éxtasis próximo a la metafísica.
De corte metafísico, aunque de la metafísica del amor, son también muchos de los sonetos que más o menos por los mismos días, dedicara a Vittoria Colonna. En una de sus cartas a Giorgio Vasari, confiesa: «Dirán con toda seguridad que soy un viejo chiflado por querer componer sonetos, pero, como dicen muchos, estoy en mi segunda infancia, y he querido hacer un poco de teatro», tratando de restar importancia a sus rimas, cuando, en esencia, transmiten una auténtica efusión amorosa, lo mismo que las exaltaciones infantiles, llenas de arrebato, mas también de sinceridad. Y, tal vez lo de mayor interés, repletas de signos para desentrañar la metamorfosis de sus sentimientos y de sus convicciones estéticas, una suerte de poética en que dialoga consigo mismo y con sus pasiones, y, ante todo, con algunas de las inteligencias artísticas más lúcidas del pasado y del presente: Dante, Vasari y Vittoria Colonna.
Pues la bella dama fue una de las tantas mujeres en cultivar la poesía en la Italia renacentista, con un acierto y una fecundidad tales como no había esa lengua visto nunca antes ni lo ha vuelto a ver jamás. Desde señoras de cuna noble (Veronica Gambara o la propia Vittoria) hasta cortesanas de Venecia (Veronica Franco), pasando por muchachas del ambiente culto y refinado (la cantante Gaspara Stampa, Laura Terracina) y algunas víctimas de los arrebatos de Eros y Thanatos (Chiara Matraini, famosa por la larga retahíla de sus amoríos, o Isabella di Morra, acuchillada por sus hermanos en reprimenda a su fervor amatorio por Diego Sandoval de Castro), la poesía femenina italiana va del petrarquismo de Vittoria a los tonos espirituales y preciosistas de la Matraini, de la melodía de Gaspara a la gozosa sensualidad de la Franco, del trágico contenido autobiográfico de Isabella a los tonos morales, sentenciosos y enfocados desde la masculinidad de la Terracina, y se alza, apreciable, en un universo lírico de altísima competencia. Panorama en el que, junto con Miguel Ángel, solo superado por las proezas épicas de Ariosto, primero, y Torquato Tasso, después, Vittoria Colonna tiene el mérito de descollar entre todas las poetisas y los poetas, gracias a la profundidad de sus composiciones, mezcla de ideas cristianas y platónicas, y a la excelsitud formal y claridad con que las dejó plasmadas.
Y aquí suspendo este periplo apenas enriquecedor, pero que salda una vieja deuda con este artista enorme que, también, es uno de esos misterios que nos acompaña.
Notas
[1] Esta actitud andrógina de David resulta bien apreciable en la pieza homónima de Donatello, efebo desnudo, de líneas y gestos femeninos, sobre todo la mano quebrada a la cintura, o la grácil muñeca que clava en el suelo la espada vencedora. Una tendencia cargada también de androginia veremos luego en el David de Guido Reni que sostiene, en una postura absolutamente queer, la cabeza de Goliat.
[2] A este lo inmortalizó Miguel Ángel en su escultura, también muy andrógina, por cierto, El genio de la victoria.
[3] Transcribo mi traducción: Veo en tu bello rostro, señor mío,/lo que narrar mal puédese en la vida:/el alma, aun revestida de la carne,/varias veces asciende así hasta Dios.//Y aunque el vulgo malvado, ciego, torpe,/de lo mismo que siente, al otro culpa,/no el ansia intensa es la que me agrada,/sino el amor, la fe, el deseo honesto.//De la piadosa fuente surgen todos,/cada beldad aquí vista se asemeja/más que otra cosa, a las personas lúcidas;/no otra prueba tenemos, ni otro fruto/de cielo en tierra, quien te ama con fe/asciende a Dios y hace la muerte dulce.
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