Uno de los signos que suelen acompañar a la alta literatura es la desobediencia, el conocimiento y dominio de los cánones para, una vez resuelto este detalle, intentar subvertirlos hasta que arrojen una idea nueva o al menos distinta de la tradición. En ese sentido, la narrativa italiana del siglo XX nos legó a dos ejemplares desobedientes que han marcado, con su trabajo, caminos esenciales para el cuento y la novela europea y, encima, latinoamericana: Alberto Moravia e Ítalo Calvino.
Moravia fue poco querido por las instancias del poder italiano. Lógico: un hombre que aseverara: «la sensualidad, el erotismo y el voyeurismo son el origen de gran parte de la literatura», tenía muchas papeletas para convertirse en un apestado. Lo fue. Con solo nueve años, en 1916, caería enfermo de tuberculosis, enfermedad que trastocó su infancia común de niño burgués romano, en otra abocada a los largos períodos de reclusión doméstica y reposo, donde el futuro escritor leyó casi por la libre los más disímiles autores, desde Dostoieski a Joyce, pasando por Moliére, Goldoni, Mallarmé, Leopardi, Tolstoi, Baudelaire y Manzoni. Apenas cumplidos los veintidós, Moravia escribió y publicó, a su costa, la primera novela, Los indiferentes, en la cual describió sin piedad la creciente desintegración moral de la clase media de Roma y analizó la comprensión dolorosa de las dificultades del hombre moderno para establecer una afinidad con su mundo, y lo hizo mediante una prosa problemática, fluvial, que seguía punto por punto los movimientos del protagonista, sosteniéndose en articuladas explicaciones sobre la psicología que lo animaba.
Imperdonable antesala del existencialismo literario, máxime si por esos mismos días se condicionaba el fascismo europeo, demandante de un estilo de escritura apologético donde se propugnara el culto a la acción, a los héroes y a la guerra. Moravia resultaba un traidor: hablaba de otras cosas y encima ignoraba el moralismo estrecho preponderante en todos los sectores. Su segunda obra, Las ambiciones equivocadas, atrajo sobre él las miradas de la censura y muchos jefes de redacción en los diarios bloquearon reseñas y artículos referidos a ella. El anatema del poder obligó al narrador a recurrir a la alegoría, la sátira y la ironía con tal de burlar los cotos al pensamiento y las murallas de las instituciones. Pero la policía política no suele ser tan primitiva: la segunda edición de La mascarada sufrió el secuestro de las autoridades, hechas una furia por la descarnada indirecta del título. Pronto se convirtió en un perseguido, a la postre solo era un intelectual y, por si no bastara, cojo y judío.
En 1943 Moravia publicó el relato que le daría cierto relieve internacional, Agostino, noveleta donde cuenta la entrada de un niño en la adolescencia y sus perturbaciones alrededor del sexo, tema luego recurrente en las piezas maestras por él producidas. La romana, de 1947, fue quizá su labor consagratoria. Narra la historia de Adriana, una joven costurerita romana devenida prostituta por culpa de la miseria y la ambición de su madre. Después de saltar del modelaje artístico a la prostitución, animada por su amiga Gisela, la heroína se vincula con proletarios (Gino), agentes del orden interior (Astarita), asesinos (Sonzogno) y hasta jóvenes luchadores clandestinos trastocados en delatores (Jacobo), en una procesión de asoladoras exposiciones sociales, causantes directas, por un lado, del éxito del libro y, por otro, de la aureola perniciosa que persiguió a Moravia por siempre, la de un libertino que usaba los laberintos sexuales para configurar una visión crítica y problemática de la sociedad.
La Iglesia Católica, a la altura de 1952, colocó sus obras en el índice de los libros prohibidos, aunque una vez finalizada la guerra y extinguido el fascismo de la vida pública italiana, la situación simuló ser más llevadera. Solo apariencia. Si en los tiempos de La romana, Moravia vivía usando ropa prestada de su hermano y empeñando los muebles con tal de sobrevivir, ahora, con el éxito, podía permitirse ciertos desahogos económicos, pero los títulos y tramas de sus historias continuaron igual de intolerables para la burguesía y sus voceros los medios de prensa. Todo saldría a relucir: el divorcio de Elsa Morante, el matrimonio inmediato con la joven Dacia Maraini, el cacicazgo intelectual ejercido en compañía de Pasolini, la costumbre de opinar sobre todo con lo que la prensa llamó «una cerebral banalidad» y hasta la fama de ser el intelectual más completo de Italia después de Benedetto Croce.
De todos modos, Alberto Moravia no escarmentó; en 1978 entregó otra novela revulsiva para los burgueses italianos, La vida interior. El escándalo fue urgente: un tribunal acusó al libro y a su autor de atentar contra la moral y dictaminó la recogida de la tirada. Desde su punto de vista, lo merecía. En una prosa vacía de artificios literarios y buenas maneras y un estilo más bien vulgar, coloquial, el narrador —el propio Moravia haciéndose llamar Yo— transcribe los recuerdos enumerados por una burguesita romana, Desideria. Ella describe su caída desde las relaciones lésbicas con su madrastra Viola, una mujer obsesionada por la carne, hasta los diversos desafueros que esta le obliga a cometer en nombre del amor y la sensualidad. Desideria, huyendo de una Voz que, como le ocurría a Juana de Arco, martilleaba de continuo en su cabeza, salta de una en otra peripecia y accede por dos veces al crimen. Cierra así Moravia el ciclo abierto por el Michele de Los indiferentes, cuya obsesión de matar a Leo, amante de su madre y su hermana, jamás se cumple a causa de su misma pereza de espíritu y de la ausencia de una justificación moral. Ahora Desideria sí la posee y hace uso de ella. Mata y después desaparece, aun a despecho del autor-narrador Moravia, que la llama con insistencia. Ella le responde: «Tu imaginación me ha quemado, me ha consumido. Al final no existiré sino en tu escritura, como impronta, como personaje». Y así es.
No contento todavía, el novelista dio a las prensas en 1985 el volumen El hombre que mira. Aquí Dodo, un individuo aquejado de impotencia, ejecuta el papel del voyeurista y contempla la destrucción del entorno familiar en tanto atisba con insistencia dentro de sí mismo. Tanta observación le conduce a un descubrimiento despreciable: Silvia, su mujer, se acuesta con su suegro, el padre de Dodo. A partir de este punto, el mirón se desbarranca por raras especulaciones morales y recuerdos lúbricos. A su memoria asisten las escenas de amor sorprendidas entre sus progenitores junto con los galimatías sobre cuál será ahora su relación con Silvia: ¿hijastro?, ¿marido?; o peor aún, si la esposa resulta embarazada, ¿cuál ha de ser su vínculo con el niño: hermano, padrastro? De tal manera, el texto se convierte en la historia del amor como desilusión, en la comedia de la desesperanza de unos personajes que no encuentran el porqué de su existencia ni la fuerza necesaria para expresar sus vicisitudes.
Si bien en algún momento Alberto Moravia teorizó acerca de la improvisación, fue otro gran autor italiano quien se encargó de legarnos el más vivo ejemplo de ella: Ítalo Calvino. Desde la aparición de El sendero de los nidos de araña en 1947, hasta sus póstumos Bajo el sol jaguar o Seis propuestas para el próximo milenio, este monstruo de la prosa no cesó de sorprender a sus lectores. De algo estaba muy claro: lo importante son los lectores, aquellas personas con las cuales el escritor necesita comunicarse y definen su futuro entre la tierra y el cielo, porque ellas también necesitan de esa comunicación que les ayuda a sobrellevar el mundo y la existencia. A través de sus largos años de trabajo editorial en Einaudi y su colaboración en publicaciones como Italia domani, Passato e Presente, Il Menabò di Letteratura y el Corriere della Sera, Calvino aprendió a valorar la función del lector. Para ellos se esforzó desde su puesto de editor: los Cuentos populares italianos, la colección Centopagine, las reseñas y notas de contracubierta donde propone lecturas cruzadas a manera de premisa, preparación, presupuesto de otras lecturas presentes y futuras, son quizá las pruebas irrefutables. Y, desde luego, los propios personajes lectores de Calvino: el obrero comunista de «La sangre misma», el partisano de El sendero de los nidos de araña que lee sin respiro un grueso libro llamado Superpoliciaco, el estudiante de «Comida con un pastor», los inspectores de «El general en la biblioteca», la parte buena del vizconde demediado, el baroncito Cósimo Piovasco de Rondó y el bandolero por él iniciado en el consumo de las novelas de Richardson y Fielding, y, la apoteosis, la lectora Liudmilla, protagonista de Si una noche de invierno un viajero y aspirante a la omnivalencia en el acto de leer.
Ese afán de sorpresa, de cambio, ese sentido de la responsabilidad para con la cultura y el otro, lo llevó a continuos saltos del realismo a lo fantástico, tal cual se ve en un periplo desde El sendero de los nidos de araña a la trilogía Nuestros antepasados, y de esta a novelas tales como La especulación inmobiliaria o La nube de «smog». Estos volúmenes podrían estar firmados por personas distintas, por el Ítalo Calvino diferente que redactaba los diversos libros, o por el dúplice que redactaba cada uno. A propósito de ello, confesó:
Cuando escribo un libro que es pura invención, siento un anhelo de escribir de un modo que trate directamente la vida cotidiana, mis actividades e ideas. En ese momento, el libro que me gustaría escribir no es el que estoy escribiendo. Por otra parte, cuando estoy escribiendo algo muy autobiográfico, ligado a las particularidades de la vida cotidiana, mi deseo va en dirección opuesta. El libro se convierte en uno de invención, sin relación aparente conmigo mismo y, tal vez por esa misma razón, más sincero.
Y todavía no contento, un buen día se fue a París y se vinculó con el OuLiPo, y los experimentos lingüísticos-composicionales de un Raymond Quenaeu (Cent mille milliards de poèmes, Les fleurs bleues, traducida por él al italiano) o un Georges Perec (La Disparition, La vie, mode d’emploi), de cuyos nuevos modelos estructurales servibles para crear nuevas obras auxiliados por las posibilidades matemáticas, Calvino extrajo la gasolina de ciertos elementales ejercicios de escritura, puerta por la que entraron luego Las ciudades invisibles, El castillo de los destinos cruzados y Si una noche de invierno un viajero. Exponentes todas de la narrativa como un proceso combinatorio donde se sienten también los ecos de Barthes, Greimas, Genette, Ponge (de este tradujo los poemas en prosa «Le savon», «Le charbon» y «La pomme de terre», incluidos en la antología La lectura, publicada por Zanichelli) y otros creadores que, ya fuese con la teoría o con la práctica, intentaban renovar los modos de decir las inquietudes del espíritu contemporáneo.
Al final, tanta desobediencia tuvo sus frutos y ambos autores se impusieron a los malos modos de la censura y los gustos anquilosados de la crítica pacata y la academia complaciente y hoy nos acompañan como dos de las mayores voces de la literatura contemporánea.
Visitas: 124
Deja un comentario