Notas de interpretación a la poesía de Ricardo Riverón (I)
La obra literaria de Ricardo Riverón posee una amplitud y una complejidad que harían necesario un estudio riguroso para abordarla en su conjunto. Estas líneas no lo son. Resultan el producto de la intervención en un panel hace varios años atrás, y el distribuir entre varios ponentes la responsabilidad de acercarse a diversas facetas de su producción (la prosa, la poesía escrita en décimas, la poesía escrita en versos libres o en otras variantes), aunque alivia el trabajo de cada uno de los críticos, coquetea con el peligro de no dejar claras las concatenaciones conceptuales que pueden acusar libros como Pasando sobre mis huellas o Irrelevancia crónica con zonas de la lírica de Riverón que se fraguó en los avatares, pugnas, viajes y estadios de madurez emocional e intelectual que estos títulos testimonian. Como mismo las preocupaciones de fondo e incluso de estilo, el toma y daca nutricio del par tradición-ruptura que puebla cuadernos como Y dulce era la luz como un venado, La próxima persona, Azarosamente azul y Bajo una luz que no existe, en los cuales el poeta se regodea en sus experimentos y búsquedas con la décima, son eslabones del discurso mayor que componen las diferentes partes del todo.
Me apresuro a aclararlo porque a lo largo de las apreciaciones acerca de la poesía de Riverón en verso libre u otras formas, no podré intercalar en su sitio correspondiente los testimonios, las crónicas, los decimarios, y perderé la ocasión de apuntar vasos comunicantes, provocaciones, sutiles encabalgamientos estéticos que estos volúmenes irradian y que interactúan con el resto. Quizá me cure en salud haciendo una acotación esencial:
Es decir, la poesía de Riverón, a través de procedimientos en apariencia testimoniales y sociológicos, acusa una intención ontológica que, a la postre, opera con los temas ancestrales de la lírica (los misterios del Ser y del ser, el paso del tiempo, el rescate de la memoria como posibilidad de perduración, la habilidad de preguntar sobre el destino no para saber qué nos espera sino para aprender a sobreponernos y escudriñar en las opciones de salvación) y denota una voluntad humanística no demasiado común en la poesía cubana coetánea, marcada por pulsiones intelectualistas, pragmáticas, cínicas o desideologizadas, típicas del entorno globalizado, mercantil y tecnocrático de la posmodernidad.
Esta peculiaridad de que en los versos de Riverón no exista demasiada discrepancia entre el yo empírico del poeta y los diferentes sujetos líricos que utiliza, es un rasgo romántico. Eso no significa, desde luego, ni un pensamiento poético anquilosado dos siglos atrás ni la inexistencia del crecimiento paulatino que de un poemario a otro, o de un ciclo al siguiente, es característico de los autores atendibles. Si bien en este itinerario hay recurrencias temáticas, obsesiones que persisten, hay también un continuo e inteligente cambio de mirada, de perspectiva, que hace variar la voz (las voces) y altera los procedimientos según progresa la madurez del poeta, cuyo lenguaje se hace cada vez más connotativo, más tropológico, y cuyas estrategias escriturales terminan por insertarlo, de modo particular pero irrebatible, en la mayoría de las líneas fundamentales que en otros espacios he señalado como definitorias de la poesía cubana posterior a 1959: el nuevo romanticismo, el neomodernismo, el neoposmodernismo y la neovanguardia. Y acoto en la mayoría pues me parece que Riverón apenas comulgó con las directrices del neomodernismo, lo cual intentaré explicar más adelante.
He llamado nuevo romanticismo a toda aquella poesía que, producida en una época (desde finales de los 50 hasta bien avanzados los 80) de clara filiación romántica (la cultura beat, el impacto de la Revolución Cubana, mayo del 68, la guerra de Viet Nam, los movimientos de liberación nacional en América Latina), se apoya en los principales hallazgos del romanticismo (lo de veras preciso sería decir los romanticismos) para protagonizar el que fuera quizá el primer gran revival de corteposmoderno, aunque entonces imperceptible para la crítica, dentro la poesía hispanoamericana. Aplico el término nuevo romanticismo para deslindarlo del ya conocido neorromanticismo —a mi juicio fundido con el anterior, que lo subsumió— visible en algunos libros tempranos de Pablo Neruda, y cuya versión cubana, en los años cincuenta y siguientes, la encontramos en ciertas zonas de la poesía de Carilda Oliver Labra, Domingo Alfonso, Raúl Rivero, Félix Contreras o Guillermo Rodríguez Rivera. El nuevo romanticismo es algo más: ante todo, el apego a la preocupación histórico-social propia de esta tendencia durante el XIX, de signo muy marcado en América (en la poesía del argentino José Mármol, por ejemplo), y de tono propicio para con las exigencias que el estado espiritual del contexto histórico reclamaba de los escritores comprometidos, pero es, además, la vuelta a los ideales de William Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del hombre. O sea, las diversas variantes de coloquialismo y poesía conversacional que en apariencia dominaron el panorama nacional hasta bien entrados los años ochenta. Y ahora resalto en apariencia porque ya dentro de esa misma relectura del romanticismo hubo poetas que renunciaron a lo coloquial urbano y al prosaísmo, la ironía, la anécdota y el humor, para emitir un canto de cisne por la ruralidad nacional, a semejanza de Wordsworth cantando la decadencia del campo inglés, o de William Blake quejándose de la presencia en este de los satánicos molinos del progreso.
Estos autores, etiquetados malsanamente dentro de la corriente tojosista, a la que en otro sitio he redefinido como poesía de la tierra, también me parece que integran el gran conjunto del nuevo romanticismo, del mismo modo que aquellos surgidos a la vida literaria desde los 70 y hasta finales de los años 80 que, aunque comienzan a superar los límites del coloquialismo más retórico y apologético del proceso socio-histórico y a hurgar en las relaciones poesía-poder, manifiestas, al decir de Arturo Arango, en un muchas veces incisivo cuestionamiento cívico, en «una mirada crítica sobre el acontecer social, que insisten en asuntos tenidos como inconvenientes e inusuales, o en la desautomatización de personajes o temas maltratados por la retórica y los dogmas (los héroes, la historia, la política)», no abandonan en absoluto el tono conversacional o los recursos estilísticos propios del coloquialismo.
En este último segmento sitúo la obra inicial de Riverón, en específico su cuaderno La luna en un cartel, escrito entre 1987 y 1990 y aparecido por Ediciones Capiro en 1991. En las cuatro secciones que lo conforman («A tiro de revólver», «Las muchachas, los versos», «Amanece una estación de lirios muertos» y «Palabras y otros poemas»), hallamos los botones de muestra de algunas líneas temáticas predilectas del autor: la revisitación de la infancia, la adolescencia, el universo familiar; los vericuetos del amor y la funcionalidad de la poesía como elemento facilitador del acercamiento amoroso, amén de ser una especie de remanso para paliar los sinsabores del fracaso emocional que entrañan ciertas relaciones; la indagación elegíaca de carácter íntimo (la abuela, la madre, otros miembros de la familia) y también de alcance colectivo por víctimas del holocausto fascista o de la estupidez humana en otras versiones sociales e históricas; y, por último, la presentación de una serie de artes poéticas acerca del papel social, espiritual y cognoscitivo de la poesía que contornan los rostros de cada libro, ubican al lector en qué poeta es el poeta de ese volumen y funcionan como elementos de enlace con los cuadernos subsiguientes para mostrarnos el crecimiento, la maduración comentada párrafos atrás.
Todavía en La luna en un cartel predomina lo anecdótico, lo narrativo, el tono conversacional, y se enseñorea el verso libre, aquel que pretendía alcanzar la que tal vez hubiera sido la conquista cardinal del coloquialismo: incorporar el fraseo de la conversación al poema y hacerlo sustituir otros tipos de ritmos supuestamente arcaicos como el de cantidad, el de timbre, el de intensidad, el de tono y hasta el semántico. Esa aspiración, a mi entender, fracasó, y aunque la poesía incorporó aspectos de lo conversacional y lo coloquial no hubo una auténtica revolución en el ritmo ni entonces ni después, a pesar de los variados intentos de la neovanguardia por desarticular la arquitectura del poema. Aparecen ya en La luna…, además, algunos sonetos, incluso asonantados, que advierten de la inquietud de Riverón por los metros clásicos para intentar volcar en ellos el espíritu de lo contemporáneo. Un elemento que siempre me llamó la atención en este cuaderno, desde los lejanos días de su aparición, fue la referencia intertextual con el neorromanticismo (Buesa, el primer Neruda, el Ballagas de Sabor eterno) en un momento en que sobre todo Buesa sufría el anatema crítico de ser un cursi versificador, el rezago de una sensibilidad superada en el discurso oficial y, por añadidura, en el poético. Esa tenue desobediencia, el viso de diálogo jocoso con las leyes y consideraciones abstrusas en lo civil y en lo estético, resulta otro de los matices fundamentales en toda la obra (en verso y en prosa) de Riverón, como puede observarse en el testimonio El ungüento de la Magdalena o en las anécdotas y chispeantes décimas todavía inéditas —aunque ya parte ineludible del folclor literario cubano— que produjeran él, Jorge Luis Mederos, William Calero y Yamil Díaz en El Club del Poste.
Mucho tiempo después, a la altura del 2005, tuve la oportunidad de editar Otra galaxia, otro sueño en Ediciones Unión y retribuir el gesto de quien editó varios poemarios míos para Capiro o Sed de Belleza. El autor había publicado otros libros desde 1991, la mayoría escritos en décimas, pero este me pareció un texto especialmente significativo porque proponía una versión de la supervivencia física y emocional del individuo y de la colectividad asentada en el valor del canto, de la memoria como instrumento para reconstruir la felicidad de la infancia y para sustentar métodos emergentes con los cuales enfrentarse al miedo a la muerte y al azar cotidiano de la propia supervivencia. Otra galaxia… es un libro escrito entre 1991 y 1994, en pleno Período Especial, instante en que comenzaron a desmoronarse las utopías de izquierda y se agudizó el escepticismo no solo con respecto al socialismo como proyecto social, sino al destino del país entre las ruinas del bloque de Europa del Este y las tentaciones neoliberales de Estados Unidos y otros países de América. Innúmeros autores cubanos se decantaron, entonces, por una poesía de expresión violenta, ríspida, casi siempre cargada de un nihilismo y de una frustración que entorpecen sus valores estéticos más perdurables y la conminan al papel de documento periodístico antes que al de opción gnoseológica de alto vuelo artístico. Paradójicamente Riverón, inclinado hacia lo testimonial y hacia la crónica, se movió en sentido contrario: optó por cobijarse en baluartes ancestrales como la remembranza, la familia, la vuelta al intimismo, a una interpretación personal de la Historia en la cual importan las historias individuales, y también en la búsqueda de un orden y un rigor expresivos que oponer al caos de la época.
Si hay un libro suyo que anduvo cerca del neomodernismo, fue este. Pero lo hizo no desde la avalancha barroquizante o neolezamiana, como la tildaron algunos críticos, ni tampoco desde la furiosa experimentación métrico-lingüística con el soneto o la décima, y mucho menos desde el intento de entronización de la aristocracia vocabularia de marcado cariz simbólico que ha asolado a nuestra poesía con rigor. La actitud neomodernista resulta menos ostentosa, más discreta: oponer a la vulgaridad del mundo circundante el altar esteticista como refugio y como posibilidad de salvación. La multiplicidad formal de Otra galaxia…, que insiste en el soneto, la décima, el romance y luego se desplaza al verso libre hasta llegar al poema en prosa, aporta además una preocupación por lo onírico que constituye un ademán novedoso en la lírica de Riverón. Desde luego, ningún autor está obligado a transitar por todas las corrientes de su tiempo, salvo por aquellas que entrañen genuinas necesidades expresivas; es más, cuando alguno lo intenta sin requerirlo se aprecian las costuras, las incongruencias con las cuales es sancionada la impostura y el poeta parece una veleta desatinada en mitad del temporal. No es el caso. Riverón tiene una tendencia natural, armónica, hacia lo conversacional, sin duda el núcleo de sus enunciados poéticos, y a ella se ha mantenido siempre fiel. Los desplazamientos que vemos en sus búsquedas obedecen a requerimientos estéticos meditados, nunca a una mal entendida improvisación. Y, además, hay otro detalle, digamos, de carácter sociológico-literario: algunos de los principales caudillos del neomodernismo cubano (Pedro Llanes, Heriberto Hernández) son poetas villaclareños pertenecientes a la hornada generacional posterior a la de Riverón, y la lógica ley agonística que gobierna el decurso de los procesos literarios hace casi imposible que los escritores de mayor edad se dejen influir por sus sucesores inmediatos porque son demasiado irreconciliables las diferencias estéticas para la menor comunión entre ellos.
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