Itinerario: Quito-Habana-Madrid (o apuntes de un scholar sencillo para un presunto viaje al centro de la Tierra) (I)
Para T. S. Eliot, un poeta mayor podía ser identificado por tres cualidades inherentes a su producción: abundancia, diversidad y excelencia. Bajo esos presupuestos, no dudaría en afirmar que Edwin Madrid es un poeta mayor, aun a riesgo de que algunos suspicaces apunten mi generosidad con el amigo o la deuda con el exquisito anfitrión quiteño que ha hecho de mis visitas a su ciudad experiencias inolvidables. Por suerte, el cuerpo mismo de su producción poética es testigo suficiente de la abundancia; de la diversidad y la excelencia han de tratar los párrafos siguientes, siempre con el temor de que mi esfuerzo exegético no haga justicia a una labor de más de veinte años en el duro ejercicio de tallar la basta piedra del lenguaje —expresión última del pensamiento— para que de ella brote la chispa de la poesía e ilumine nuestros diversos estadios en el ser.
No obstante mi entusiasmo, es una empresa difícil. El propio Edwin Madrid ha confesado más de una vez no tener un proyecto literario y escribir solo sobre las cosas que lo apasionan. Y cuando el abanico de esas pasiones es tan amplio —ya lo muestran sus libros— un crítico metódico y un tanto aristotélico como yo, no puede menos que empezar a halarse los pelos. O acudir, siguiendo las pautas del escritor analizado, a un recurso de autor en pleno dominio de sus facultades: la improvisación. Pues ese, y no otro, parece ser el derrotero fundamental de la poética de Madrid; no el trazo preconcebido de una férrea camisa de fuerza que lo ate a las bondades anteriormente probadas de su decir, sino la disposición a saltar al vacío en cada nuevo cuaderno, en aras de explorar conceptos, tonos, registros, voces hasta entonces desconocidos por él o por los diversos sujetos líricos que emplea en el bazar polifónico de su obra.
He de confesar algo: el primer escollo fue de carácter metodológico. Usualmente suelo comenzar el abordaje de un poeta imbricándolo en la tradición de la cual proviene, para de allí extraer las presumibles fuentes e influencias, los arquetípicos procesos de continuidad y ruptura que faciliten mi diálogo con el corpus estudiado. Pero Madrid no parece un poeta ecuatoriano, al menos en el sentido estrecho del término. A pesar de haber compendiado y prologado una estricta antología sobre la poesía ecuatoriana del siglo xx para la editorial española Visor, Edwin Madrid tiene muy poco que ver con los avatares de la misma. Salvo algunas lejanas coincidencias con el Jorge Enrique Adoum de Dios trajo la sombra o el de Prepoemas en postespañol, o unas mucho más próximas con el Jorge Carrera Andrade de Microgramas (de las cuales me ocuparé más adelante), la lírica de Edwin Madrid no conversa —a propósito— ni siquiera con lo más audaz de la tardía vanguardia nacional —Hugo Mayo, Gonzalo Escudero— o con otros autores cuyos altos quilates los colocan entre lo mejor del continente (César Dávila Andrade o Efraín Jara Idrovo, por ejemplo). Hecho que lo convierte en una voz (en unas voces) a contrapelo de la tradición nacional, en un constante proceso de ruptura consigo mismo que lo hace, a la vez, diferente y difícil de desentrañar.
Y digo que es a propósito porque, como Madrid le confesara al peruano Julio Ortega en una entrevista acerca del hacer poético, los poetas ecuatorianos no le seducen tanto como otros maestros de la literatura hispanoamericana, y cita a César Vallejo, Octavio Paz, José Lezama Lima, la española Generación del 27, y aduce que le importa «la gran poesía escrita en castellano en todo el ámbito hispanoamericano», aparte de mucha en lengua inglesa (Walt Whitman, Emily Dickinson, E. E. Cummings, Robert Frost, Sylvia Plath, la generación beat) o francesa (los surrealistas y sus padres Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, etc.). Yo pudiera añadir otros nombres: Catulo, Persio, François Villon, el Arcipreste de Hita, William Blake, Fernando Pessoa, Guillaume Apollinaire, Lautréamont, Dylan Thomas o Nicanor Parra, a los cuales recontextualiza en algunos de sus poemarios, como trataré de demostrar en el arduo itinerario de este viaje que nace en Quito, pasa por mi tórrida lectura habanera y vuelve a un Madrid que no está en España sino en la justa mitad de la Tierra.
Debo hacer otra advertencia: a pesar de ser cubano, no soy un crítico demasiado convencido de la eficacia absoluta del método marxista. No creo que el único y verdadero mérito de la obra de arte radique en la manera como expresa los conflictos ideológicos, políticos, históricos o sociales de una época, y mucho menos en las respuestas o soluciones ofrecidas a los mismos. Eso sí, sostengo que por lo general es preciso identificar esos conflictos para dilucidar cómo influyen sobre la sensibilidad del individuo y de qué manera este asume las viejas y elementales preguntas (para mí, a la postre, el sentido del arte es preguntar, mover el pensamiento, expandir las fronteras del lenguaje y las formas anquilosadas por la tradición): ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? A fin de cuentas soy un ecléctico, y echo mano lo mismo de Marx que de Freud, de Jakobson que de Lacan, de Bachelard que de Frye o Bloom, de Derrida y Lyotard que de Octavio Paz, de Kristeva que de Ángel Rama, o de Butor que de Cintio Vitier, porque si bien no todos los caminos conducen a Roma, es más instructivo el viaje cuando uno hurga en este y aquel sendero y trata de averiguar por su destino igual en autopista que en vereda.
Edwin Madrid debuta en la poesía hispanoamericana en 1987, con el cuaderno ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro, a mi juicio la piedra angular de donde nacen las principales directrices sobre las cuales se estructura su obra poética posterior. Por esas fechas, las voces más influyentes dentro de nuestra lírica eran aún las de Ernesto Cardenal, Juan Gelman, Roque Dalton, Jaime Sabines, Nicanor Parra, y otros cercanos a cualesquiera de las variantes de poesía coloquial que, proveniente de Estados Unidos e Inglaterra fundamentalmente (el primer Eliot, cierto Auden, Ginsberg, Larkin), se había entronizado en la expresión americana por encima de búsquedas más ontológicas y que concedieran mayor peso al imperio de la imagen y la palabra neobarrocas (Lezama, Baquero, Díaz Casanueva, Octavio Paz), tal vez favorecidas por algunas de sus características más sobresalientes; a saber: el tono conversacional, el realismo objetivo, la epicidad, el reflejo inmediato de las circunstancias históricas, la ideologización, la efusión sentimental, el carácter anecdótico, la apariencia de desaliño formal, el humor, la ironía, cierta postura crítica ante lo histórico, lo social, lo ideológico. Aunque en Europa se estuviera resquebrajando el llamado socialismo real con la consabida pérdida de terreno de la izquierda internacional, la mayoría de los países latinoamericanos seguían siendo asolados por dictaduras militares del peor jaez, males como el narcotráfico, las guerras intestinas, los paramilitares y hasta gobiernos de derecha que acudían a fórmulas neoliberales con tal de apuntalar un poco las destartaladas economías nacionales. Quizá por ello este poemario inicial de Madrid acusa todavía múltiples deudas con los caudillos del coloquialismo en lo referente a temas, asuntos, entonaciones y modos de entender la poesía.
Pero eso no es importante. Lo de verdad cardinal es que en ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro, Edwin Madrid enseña, aunque de manera rudimentaria, iniciática, algunas de las líneas que desarrollará con indiscutible pericia en sus libros posteriores. Mas antes de entrar en ellas quisiera destacar otro aspecto: el raro sabor elegíaco del poemario. Desde el título de la colección, Madrid apela a la vieja dicotomía entre Eros y Tánatos tan cara a algunos de los poetas mayores de la lengua en la modernidad (Darío, Velarde, Gorostiza), y pretende quebrar la cadena carne-pecado-condenación eterna, reforzando el carácter erótico de la muerte, la sensación de placer que produce la entrada a un nuevo mundo cuyo preámbulo ha sido, precisamente, el goce carnal, el autorreconocimiento y el conocimiento del prójimo gracias al mejor ejercicio de salvación: la fusión de los cuerpos y los espíritus. Esta desacralización de la muerte y del pecado será el tema central de su siguiente volumen Enamorado de un fantasma (1991) y volverá a repetirse, siempre con mayor intensidad y sentido de la subversión en Mordiendo el frío (2004) y Pavo muerto para el amor (2012), entre otros. También aparece aquí el amor despojado —casi— de sus componentes eróticos, próximo al ágape, en poemas como «Muchacho de corazón amarillo» o «María»; este tema resurgirá con fuerza en Tambor sagrado y otros poemas (1995), en Puertas abiertas (2002) y en Al sur del ecuador (2014). La nota autobiográfica, cuyo mejor exponente pudiera ser «El niño del laurel», igual seguirá resonando en futuras entregas, incluso en aquellas en las cuales la disolución del yo lírico, el empleo de las máscaras y los juegos de artificio posmodernos simulan un abismal distanciamiento del tono confesional.
Otra arista significativa insinuada es la relectura de la historia americana, visible en la pieza «Quito Octubre 27 (AFP)». Esta preocupación de corte socio-político alcanzará sus mayores cotas en Caballos e iguanas (1993), donde el proceso de relectura, de revisitación con un fuerte matiz identitario, se convierte en un toque peculiar dentro de su evolución personal y resulta bastante atípico en la poesía hispanoamericana del momento (Madrid vuelve a incluir «Fantasmas altos y muy resistentes al viento», aparecido originalmente en este volumen, en Caballos e iguanas, donde encaja de manera especial debido al empleo del lenguaje que maneja para explicitar ese proceso de relectura y revisitación). Lo mismo podría afirmarse de «Este poema es la ebriedad» y de «Salón Guerra de las Galaxias. Nombre de una cantina de Ushimana», indudables embriones del libro-poema Celebriedad (1991), junto con Mordiendo el frío el texto mejor difundido de esta obra. Por supuesto, aquí solamente se sugiere el tema de la embriaguez, mientras en el cuaderno de 1991 es una apoteosis de tipo muy distinto, merecedora de un análisis detenido y riguroso; lo apunto ahora para reforzar la idea de que ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro es la cantera en la cual todo —o casi todo— germina. Pues allí se exhibe también el humor que surcará cada una de las siguientes propuestas estéticas del poeta, ya sea en forma de ironía, de sátira, de sarcasmo, o de parodia, siempre en busca de ayudar al individuo a soportar la discrepancia entre lo ideal y lo real de la existencia. Y se exterioriza, además, un recurso tan antiguo como la literatura, pero al cual la crítica ha asociado con la posmodernidad a partir de los estudios de Julia Kristeva y las sucesivas adiciones de John Barth, Manfred Pfister, Michal Glowinski, y Michael Rifaterre, entre otros: la intertextualidad. Textos como «Mademoiselle Satán» y «Otro poema de los dones», remiten de modo directo al ya mencionado Carrera Andrade (y a través suyo, de alguna manera, a Baudelaire) y, obviamente, a Jorge Luis Borges, maestro si los hay en eso de entender el arte de la escritura como un devenir ecuménico y al escritor cual una suma de entes virtualmente emancipados del autor.
El empleo de la intertextualidad que se trasviste en la disolución del yo lírico, en el uso de las máscaras, es el aporte principal de ¡Oh! Muerte de pequeños senos de oro a la obra de Edwin Madrid, como advertiremos luego en Celebriedad, Caballos e iguanas, y sobre todo en Mordiendo el frío, Latitud cero (2005) y Pavo muerto para el amor, en los cuales influye de manera decisiva tanto en la concepción como en las formas y el manejo del lenguaje. El uso de las máscaras o personæ es un procedimiento consustancial con buena parte de la mejor lírica escrita entre finales del XIX y principios del XX. Ya desde tiempos de Baudelaire (y de Browning y Whitman), la unidad romántica de poesía y yo empírico deja de existir, y se produce lo que Michael Hamburger ha calificado como el fenómeno de las identidades perdidas, muy visible en la literatura francesa en las voces del propio Baudelaire, de Rimbaud, Tristan Corbière, Jules Laforgue o Stéphan Mallarmé, tendientes a multiplicar el yo en busca de otros caminos de expresión a sus crecientes angustias ontológicas en un contexto donde comenzaba a primar la idea de la muerte de Dios y de la incapacidad del lenguaje para traducir a los demás juicios, correspondencias y sensaciones. Esa línea de pensamiento desembocó en que los poetas, para hacer del hombre solitario una multitud, de la identidad negativa una multiplicidad positiva o la universalidad del ser, recurrieran al empleo de las máscaras, de distintas identidades enfáticas en la intensidad de su drama ontológico. Browning, Whitman, Hugo von Hofmannsthal, Paul Valéry, Stefan George, William Butler Yeats, Valery Larbaud y Konstantinos Kavafis, acudieron a otros sujetos líricos en sus poemas, mientras el conde de Lautréamont, Pierre Louÿs, Edgar Lee Masters y Fernando Pessoa se inventaron apócrifos y heterónimos con biografías y poéticas bien definidas y desacralizadoras de la tradición. También lo hace Edwin Madrid en ¡Oh! Muerte…, la presencia de Juvan Carzos, hipotético poeta ecuatoriano tempranamente fallecido y pariente clarísimo de los heterónimos de Valery Larbaud, Louÿs, Masters, Pessoa o los cubanos José Manuel Poveda, Raúl Luis y Luis Rogelio Nogueras, nos dispone para recibir después a Valerio, presumible sujeto lírico de Mordiendo el frío, desdoblado en seguida en el Quinto Valerio Catulo «autor» de Latitud cero y quizá también de Pavo muerto para el amor, máximos exponentes de esta cuerda en la coral polifónica de Edwin Madrid.
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