Itinerario: Quito-Habana-Madrid (o apuntes de un scholar sencillo para un presunto viaje al centro de la Tierra) (II)
La muerte de Dios no es un drama exclusivo de la modernidad. La posmodernidad le añadió el drama del fin de las ideologías y el fin de la historia, y colocó al individuo en una posición de desamparo no solo ontológico, sino encima social y civil, a merced de lo que Fredric Jameson ha definido como la lógica cultural dominante en el capitalismo tardío. Para muchos, hablar de posmodernidad en América Latina es un acto de mal juicio, pues nuestras sociedades acusan todavía tantos rasgos premodernos que las alejan, en tiempo y espacio, de los grandes centros culturales emisores de las características posmodernas. Pero para eso tenemos la globalización, que ataca tanto la vida económica como la cultural, y convierte a América en una suerte de nueva Mongolia (que saltó del feudalismo al socialismo, según decían algunos manuales reduccionistas del marxismo) en la cual tenemos indios waraos que habitan en palafitos en el delta del Orinoco pero tienen Internet, MTV Latina, tarjetas de crédito y teléfonos celulares y son víctimas fáciles —junto con otros que habitan en rascacielos, en villas miserias o barrios obreros, en arcaicos centros históricos depauperados por la violencia urbana, etc., en Brasilia o el Distrito Federal, en Buenos Aires o Caracas, en Bogotá, La Habana o Quito— de los culebrones televisivos, la manipulación política, la mala música, los cómics, y la omnipresencia, en fin, de los mass-media sobre la existencia ciudadana con la consabida despersonalización y pérdida de la identidad y la responsabilidad que tal mezcla pre y posmoderna trae aparejadas, al amparo de un renacido dios llamado mercado y de una nueva religión llamada consumo.
Contra esto reacciona Edwin Madrid en su segundo libro, Enamorado de un fantasma. Convencido tal vez de que Dios, al menos a la vieja usanza, ya no existe, o no se manifiesta, o no es potable como interlocutor con el cual se negocian la unidad o la salvación, o ni siquiera es válido como gesto retórico a que acudir para poner en entredicho los intríngulis del poder (político, religioso, ético), decide escribirse su propia Biblia, o su propio Popol Vuh: una cosmogonía cuyo centro es la familia y, en última instancia, ese individuo desamparado que halla en las crisis del crecimiento (físico y espiritual) las claves para seguir inquiriendo en el entramado del universo. No le preocupan el pecado y la muerte, porque en un universo sin Dios —aunque, por fortuna, con diosas que abren las piernas y se dejan besar y apretar los senos y acariciar las nalgas— es preciso afianzarse en el carpe diem, máxime si el poeta sabe que hay un mañana a partir del cual se repetirá la noria de lo cotidiano y volveremos concéntricamente a «La creación», a «El hombre en el huerto del Edén», a la «Desobediencia del hombre», a «Lo que las diosas pueden hacer» y así hasta «Saber que hay un mañana». El sosegado tono bíblico de algunos poemas emparienta este libro con una larga lista de padres que han jugado a confundir lo religioso y lo erótico en la poesía profana de Occidente (Dante, Petrarca, Donne, Quevedo, Lope, sor Juana, Ronsard, Novalis, Blake, Baudelaire, Velarde, Vallejo) y lo hace heredero de esa voz otra que Octavio Paz enunciara, en La otra voz, como marca indeleble del verdadero hacer poético. No es la voz de los dioses de las religiones ni de los dioses de la política, sino la voz de las pasiones y las visiones, la voz de la solidaridad y del afán de conocimiento de sí mismo, del prójimo y del desolado universo que los rodea. Esta actitud sería suficiente para hacer de Enamorado de un fantasma un legado estimable, pero aún quisiera apuntar otro detalle: en «Como gato panza arriba» y «Última hora», aprecio el empleo de recursos propios de la llamada narrativa del posboom (la canción popular, el lenguaje pragmático de los medios de comunicación masiva), que, unidos a ciertos elementos del discurso marginal (potenciados más tarde en Celebriedad), le confieren a Enamorado de un fantasma un carácter narrativo, una contaminación genérica muy del gusto posmoderno que se irá acentuando en textos posteriores (Caballos e iguanas, Tentación del otro, Mordiendo el frío, Latitud cero, Pavo muerto para el amor) siempre con más agudas percepciones conceptuales y, por ende, con mejores soluciones estéticas.
Otra característica de la posmodernidad es el eterno retorno. Octavio Paz afirmó en La llama doble que, a partir de los años 50 del siglo xx, si bien no han dejado de emerger obras y personalidades notables, no ha surgido ningún gran movimiento estético o poético después del surrealismo, sino que hemos tenido revivals («neoexpresionismo», «transvanguardia», «neorromanticismo»), derivaciones (de Dadá, de los surrealistas, de Husserl y Heidegger, y cita, respectivamente, el pop-art, la beat generation y el existencialismo), que dan la idea de un fin de siglo crepuscular, simplista y sumario, signado por la trivialidad, la adoración a las cosas materiales y la falta de auténtico amor. Y aunque es harto admisible la idea paciana en cuanto a la ausencia del gran movimiento, también es considerable el hecho de que a la gran ruptura, al salto definitivo, no se llega de súbito, por milagro o carambolas estéticas, sino por acumulación de indagaciones, de pequeños errores y hallazgos en apariencia fútiles, como pudieran ser muchas de esas revisitaciones cuando superan el gesto manido del calco o el pataleo retórico carente de autenticidad, y constituyen un esfuerzo por sacudir el hipotético agotamiento posmoderno y enfrentar el antiguo drama de la vacuidad de la vida y el descaecimiento de todo que asola al individuo desde su expulsión del Paraíso.
En otros sitios he pretendido explicar la evolución de la más reciente poesía cubana (rara de por sí debido a condiciones sociológicas y estéticas diversas) como una serie de revisitaciones a corrientes de finales del XIX y principios del XX, y las señalaba como nuevo romanticismo, neomodernismo y neovanguardia. Simplificando los hechos, podría identificar el nuevo romanticismo con las múltiples formas de la poesía coloquial en virtud del apego a la preocupación histórico-social propia de esta tendencia durante el XIX, y por la vuelta a los ideales de Wordsworth de usar el lenguaje del hombre para contar las cosas del hombre. En líneas generales, el aserto sería aplicable al resto de la poesía hispanoamericana de los años 50, 60, 70 y el primer lustro de los 80, con excepción quizá de la brasileña y la chilena que transitaron más deprisa hacia la neovanguardia. No así el neomodernismo, cuya voluntad aristocratizante del lenguaje y la densidad simbólica de su nueva «selva sagrada», ligadas a la acuciante necesidad de «comerciar» con las literaturas extranjeras, lo hacen un fenómeno típicamente cubano, aunque con zonas verificables dentro de la poesía argentina, colombiana o mexicana, en las cuales la influencia de las voces de Borges, Molinari, Marechal, Carranza, Quessep, Gorostiza, Villaurrutia, Pellicer, y cierto Paz, sostuvo con vida un regusto por la música y el símbolo, por renovar las formas clásicas no desde la ruptura iconoclasta sino desde la relectura de la tradición.
La neovanguardia, en cambio, sí pudiera entenderse un fenómeno latinoamericano a partir de la segunda mitad de los 80 y casi hasta nuestros días. La orientación neovanguardista es resultado, también, de la época posmoderna. Solo que no defiende un proyecto social o una identidad nacional, sino las emergentes posturas marginales propias de lo posmoderno (el marginado sexual, racial, cultural…) que, si bien conforman sectores otros de la identidad nacional, en puridad pugnan por trascender las fronteras de un proyecto social que los anula con su discurso de homogeneidad ideológica y cultural ante la homogeneidad económica e informática de la edad contemporánea. La multiplicidad de discursos posmodernos facilita la vuelta a lo que el ensayista cubano Walfrido Dorta ha calificado como «una retórica neovanguardista densamente moderna» y que pudiéramos tildar de paradójico ejercicio desontologizador que remarca la ontología de la diferencia, en un sentido similar al de las vanguardias europeas de principios del xx, las cuales concedían cimera importancia a la experimentación artística, desvinculándola, en mayor o en menor grado, de cualquier pragmatismo social. El rechazo a buena parte de la poesía escrita en español, quizá no todo lo «experimental» que pudiera desearse (no obstante irrefutables parcelas de José Juan Tablada, León de Greiff, Vallejo, Parra, Paz o Jorge Guillén), y la conexión con poetas (Francis Ponge, Paul Celan, Edoardo Sanguinetti, Paul Louis Rossi, Bernard Noël, Jacques Dupin, Michel Deguy, Ernst Jandl, Julian Schutting) y pensadores europeos (Jürgen Habermas, Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Derrida o Emile Cioran), norteamericanos (Wallace Stevens, Marianne Moore, William Carlos Williams, e. e. cummings, Charles Olson, Robert Creeley), o brasileños (Haroldo de Campos, Ferreira Gullar, Manoel de Barros), parecen signar esta variante en múltiples poetas del continente que han optado por experimentar con contaminaciones intergenéricas (poesía-prosa-artes visuales-música); violaciones de la arquitectura del poema y de diversos niveles del lenguaje que atañen a su incapacidad de comunicación (morfología, sintaxis, semántica); intertextualidad; kitsch; parodia; imaginario popular; onirismo; deconstrucción del objeto —y hasta del sujeto— poético en múltiples planos que luego se reintegran en una realidad otra, superior; lucha contra las deudas con los patrones heredados de la música; resistencia a dejarse arrastrar por la efusión sentimental, sustituyéndola por un inventario de hechos donde el azar objetivo tiene un peso crucial, etc.
Ese es el magma nutricio de Celebriedad; según confesiones del autor en el documento «Mi nombre», una especie de autobiografía poética que el amigo tuvo a bien facilitarme para aliviar mi trabajo, y que ahora me permito citar extensamente dada su importancia en el desarrollo de mis tesis:
¿Acaso no coinciden estas consideraciones, casi al pie de la letra, con las características primordiales de las vanguardias?; digamos: no rotundo a la estética realista y racional; no a los viejos temas; no al desarrollo lógico del asunto; no a los patrones convencionales de la forma poética (estrofas, metros, rimas); atentados contra la morfología y los valores sintácticos del lenguaje; incorporación de motivos de la vida moderna (o posmoderna o ambas en este caso); la imagen irracional, múltiple, exaltada al plano de elemento primordial del lirismo, lo mismo creada desde la más absoluta vigilia, que emergiendo desde los fondos automáticos del subconsciente, para favorecer una ambiciosa rapidez de asociaciones que libertaba a la lírica de sus viejas subordinaciones a la lógica. ¿Acaso no son revisitaciones de las rebeldías fundamentales de las vanguardias contra la tradición exquisita de belleza, tanto en el objeto como en su representación artística; contra las costumbres heredadas de la música; contra la función comunicativa del lenguaje y contra el lenguaje que permitía esa comunicación? Aparte de que este poema se incorpora a una extensa tradición de beodos que comienza en Arquíloco de Paros, quien bebía apoyado en su lanza durante las interminables guardias obligatorias en su oficio de mercenario, y sigue con Alceo, Anacreonte, Catulo, Horacio, Ovidio, Villon, el Arcipreste de Hita, Baltasar de Alcázar, Christopher Marlowe, Ben Jonson, Coleridge, Poe, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Henry Lawson, Hugh MacDiarmid, Gottfried Benn, Dylan Thomas (personaje central del texto, si lo hubiere), Ginsberg, Kerouac, Corso, Raúl Gómez Jattin; pero tiene, sin dudas, un eje fundamental: el Guillaume Apollinaire de Alcoholes y, al mismo tiempo, el de Caligramas, padre espiritual y práctico de casi todas las vanguardias cuya impronta se percibe a simple vista en la lectura de Celebriedad (simultaneísmo de imágenes; incorporación al texto de material auditivo —diálogos oídos al pasar, conversaciones sostenidas por los protagonistas—; eliminación de lo anecdótico y lo descriptivo, aunque no siempre se cumple y, de hecho, se reemplaza mediante la fragmentación y la elipsis; el poema es una sucesión de anotaciones, una presentación de estados de ánimo, sin visible enlace casual; presencia de dibujos —al menos en la edición príncipe— y disposición tipográfica caprichosa). Desde luego, la preocupación de un poeta latinoamericano por alejarse de los caminos a esas alturas cada vez más estrechos del coloquialismo y buscar otros derroteros conceptuales y expresivos, es una de esas indagaciones saludables para el destino de nuestra poesía, cada vez más próxima a satisfacer la exigencia de Paz de darle un rostro particular a la época en que nace.
Ver también Ejercicio 73
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