Itinerario: Quito-Habana-Madrid (o apuntes de un scholar sencillo para un presunto viaje al centro de la Tierra) (III)
Otra aventura de vuelta, esta vez muy diferente, resulta Caballos e iguanas. Este libro aparece recién celebrado el Quinto Centenario del encuentro entre las culturas europeas y americanas, hecho que removió la vieja idea del descubrimiento e intentó justipreciar la validez de aquel mestizaje para todos los polos del planeta (también África, Asia y Oceanía crecieron con la fusión y los acercamientos multilaterales del Renacimiento). Por desgracia, algunos autores de la poesía latinoamericana del momento —de cuyos nombres prefiero no acordarme—, malinterpretaron el asunto, se lanzaron a un ajuste de cuentas histórico y político, e inundaron el panorama de textos motivados por el fin esencial de denunciar el genocidio español, el etnocidio y la aculturación, sin parar mientes en que ya fray Antonio de Montesinos y Bartolomé de las Casas, por una parte y de manera rotunda, pero también Colón, Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Álvar Núñez Cabeza de Vaca o Alonso de Ercilla, por otra —amén de los cronistas aborígenes, quienes dieron la visión de los vencidos—, lo habían dejado bastante claro; y ahora quizá se trataba de reinterpretar el fenómeno a la luz del entorno cultural latinoamericano de los 90, y volver a poner en el candelero del debate la importancia de lo alternativo, de lo transculturado, como expresión novedosa de lo autóctono, para reforzar la tesis de que, desde sus mismos orígenes, nuestra literatura fue otra, paralela y a un tiempo camuflada tras la oficial, con una heterogeneidad propia nacida de la asunción fructífera, de la refundición audaz del español y las lenguas indígenas que lo (y se) modificaron en el choque.
Por tales sendas anda Caballos e iguanas. La contracubierta de su primera edición anota: «Poemas caballos y poemas iguanas, tal vez, porque sobre caballos llegó a estas partes del mundo una de las épocas más negras, e iguanas porque desde el génesis bíblico, los reptiles son los seres marginales y diabólicos que desencadenan los procesos distintos a los oficiales». El cuaderno es, entre otras muchas cosas, un inventario de marginalidades, desde el inicial «De cómo y porque se llegó a estas tierras», donde se apuesta por la teoría del protonauta o piloto desconocido, tan defendida en los 70 por Carlos Manzano Manzano en el estudio Colón y su secreto. En la versión de Madrid, Wiuro, un navegante indígena, zarpa de Guanahaní, halla a Colón en Palos de Moguer y termina asesinado por este para atribuirse los méritos del hallazgo de las nuevas rutas hacia el Asia. El poeta prefiere resaltar a Wiuro, un oscuro caribeño, y no los escritos del cardenal Pierre d’Ailly, Plinio, Aeneas Sylvius o Marco Polo, como han hecho otros estudiosos del asunto, desde Pedro Henríquez Ureña o Ángel Rosenblat hasta Beatriz Pastor, cuando aluden al paradigma cultural y los móviles comerciales que el Almirante traía en la cabeza y le impidieron ver la realidad americana. Como escoge destacar el tabaco, la ayahuasca o la guayusa antes que las Siete Ciudades de Cíbola, el Dorado, las amazonas o los patagones que pueblan las páginas de Pedro Mártir de Anglería, Fernández de Oviedo, López de Gómara y Américo Vespucio. Como distingue concepciones mitológicas aborígenes, o indo-mestizas, sobre las puramente europeas, aceptadas por fuerza, pero a la postre solo otra máscara, el modo de seguir dialogando con Quetzalcóatl, Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Tonatiuh, Kukulcán, Gucumatz o Viracocha, para dar paso a las híbridas versiones marianas del Cobre, de Guadalupe o del Panecillo. El sujeto lírico (o los sujetos, pues el cuaderno se construye desde una suerte de bipolaridad: hablan los americanos y también los españoles) juega tanto con las manipulaciones del Diario de navegación, o las Cartas de relación, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, o Naufragios, propensas a dorarle la píldora a la corona española acerca del botín americano o la fidelidad de sus vasallos en el servicio; como con las de El primer nueva corónica y buen gobierno, las de Ynstruçión del Ynga don Diego de Castro Titu Cusi Yupanqui,o las de cualesquiera de los cronistas mayas o aztecas (el Chilam Balam de Chumayel, el Popol Vuh o los Anales de los cakchiqueles, Fernando de Alva Ixtlilxóxhitl, Diego Muñoz Camargo o Fernando Alvarado Tezozomoc), tendientes a usar la escritura como un arma contra los opresores, como un medio para proponer un discurso autónomo sobre el mundo, la historia, la política y la vida en general, aspecto ya señalado por Martín Lienhard en La voz y su huella, al referirse a estas piezas fundacionales de nuestra historia literaria.
El carácter lúdicro de Caballos e iguanas se consolida en el empleo del lenguaje. Por la suma utilidad de su testimonio para el desarrollo de mis consideraciones, vuelvo a citar a Edwin Madrid en «Mi nombre»:
En este experimento Madrid privilegia al español, su lengua materna, pues aunque ensaya cierto hibridismo lingüístico proveniente de las enseñanzas de Guamán Poma de Ayala, Pachacuti Yamqui, o, en tiempos más recientes, de José María Arguedas (y me refiero solo a escritores andinos), no se adentra en el auténtico cultivo de las lenguas nativas, como sí han hecho los poetas Humberto Ak’Abal (quiché), Bernardo Colonés (wayú), o el propio Arguedas, Ariruma Kowii o Dida Aguirre (quichua y quechua, respectivamente). No era su intención, ni le hace falta. A pesar de que Edwin Madrid no parece un poeta ecuatoriano, sí lo es, y de expresión española: cultiva un español contaminado y dinámico, el de Quito, tal vez su único bastión de resistencia palpable contra el creciente influjo metropolitano del español hablado y escrito según la norma y el habla de España, el cual pretenden imponernos, otra vez, editores, agentes y multinacionales del mercado del libro. Sin embargo, todos los grandes autores de América saben —y han sabido desde los orígenes— que el desarrollo de nuestra literatura es la historia de la desobediencia contra el español de España, ya sea implantado por la espada, por la cruz, por la encomienda y los virreinatos, por la alfaguarización o por las series y películas españolas. Piénsese, para corroborarlo, aparte de los antes enumerados Guamán Poma y Tito Cusi Yupanqui, en el Inca Garcilaso y sor Juana, que se fueron a la mezcla proteica con las lenguas vernáculas; en los románticos, que miraron a Francia, Alemania, Inglaterra y Polonia; en los modernistas, que resucitaron a Leconte de Lisle, a Baudelaire, a Verlaine, a Whitman; en los vanguardistas, que leyeron con entusiasmo a Lautréamont, Rimbaud, Apollinaire, Cendrars, Marinetti, Tzara, Breton, cuando no innovaron ellos mismos (Huidobro, Vallejo) desde otras combinaciones posibles. Porque, en esencia, los grandes autores intuyen que el lenguaje popular, las variantes dialectales y los préstamos y apropiaciones interlingüísticos son una vía de escape al anquilosamiento de los diccionarios, los manuales de retórica y preceptiva y el purismo servil de los malos escritores. Y, al serlo, se tornan el soporte idóneo para la expresión de las ideas subversivas (en el amplio espectro desde lo político hasta lo estético), aquellas que deben ayudar a mover el conocimiento.
Para concluir mi análisis de Caballos e iguanas, haré referencia a otro aspecto: tanto por el tono épico, como por los procedimientos desacralizadores consustanciales con ciertas zonas de la llamada nueva novela histórica latinoamericana (juego con el pasado histórico; distorsión consciente de la historia mediante omisiones, exageraciones o anacronismos; ficcionalización de personajes históricos; empleo de la metaficción; intertextualidad; dialogismo; carnavalización; parodia; heteroglosia), la poesía de Madrid sigue abriéndose hacia un discurso cuya narratividad la separa tangencialmente de lo lírico y le confiere un grado cada vez mayor de peculiaridad.
Después de la energía de Celebriedad y Caballos e iguanas, podría suponer un retroceso el tono sosegado y en apariencia tradicionalista de Tambor sagrado y otros poemas (1995). Pero este es un escritor de muchas máscaras. El nuevo cuaderno reasume las obsesiones de la muerte y el amor, ya no desde el asombro de la primera juventud, sino desde la perspectiva del rito, la representación y la salvación del alma que ha descendido a los infiernos gracias al amor de pareja. En la sección «Tambor sagrado», el sujeto lírico acude a temas románticos y simbolistas (la muerte, la crueldad, la locura, la inadaptación del poeta a la urbe contemporánea, la noche como sinónimo del mal, lo fantasmagórico, lo escatológico, el suicidio), todos bajo la letanía rítmica de ese tambor sagrado que es, en la mayoría de las religiones, el encargado de acompañar las ceremonias sacrificiales y anunciar la partida del cuerpo —y del alma— hacia un reino otro cuyos manes, alertados por el repicar de los cueros, se avivan a la espera de los próximos moradores. Pero ojo: la repetición de los términos «disfraz», «danza», «careta», «actores», «escenario», «música», me induce a insistir en la idea de la representación, de la puesta en escena, del juego posmoderno observado en poemarios anteriores. En este caso se revisita un estadio inmediatamente anterior a la vanguardia: el período romántico-simbolista, la antesala que inaugura la estética del cambio, que llegará a su punto más alto con la exasperación y la exageración vanguardistas. Como señala Paz en Los hijos del limo, son muchos los puntos de similitud entre romanticismo y vanguardia: movimientos juveniles, rebeliones contra la razón, tentativas de destruir la realidad visible para encontrar otra mágica, sobrenatural, superreal. Aquí se recurre al tiempo cíclico del mito para salvar el abismo de la muerte de Dios, del viaje inútil del alma en pos del conocimiento y la fusión con la divinidad. En ese sentido, hay dos textos cruciales en esta parte inicial: «Poema» (una reminiscencia del Primero sueño de sor Juana, y, sobre todo, de Un coup de dés jamais n’abolira le hazard de Mallarmé: solitarias aventuras del espíritu por el cosmos vacío de sentido y presencia divina) y «Tentación del demonio» (el cristo que hay dentro de cada hombre se percata, al morir en la cruz, de que su padre lo ha abandonado y al final su holocausto es un trance de vanidad y no de amor). Sin embargo, esta pieza teatral tiene un segundo acto: «Y otros poemas». En ellos, el individuo camina desde la dicotomía placer-pecado de «No existen otros caminos», hacia la convergencia de Eros y Ágape de «Resulta inútil», «Catedral», «Peligroso como la muerte» y «Vuelo eterno»; o sea, desde el fondo abismal de la muerte hacia la perdurabilidad de la vida, de la memoria, guiado por una mano de mujer. Visto así, Tambor sagrado y otros poemas resulta un escalón más en la saga que, partiendo de Dante, se ha ido enmascarando en el Cancionero de Petrarca, los sonetos de Miguel Ángel, Joachim du Bellay y John Donne y Las flores del mal, entre otros, para proponernos la opción de que al Rostro, incluso si no existe, puede arribarse solamente por el arrebato de una pasión que se serena y se transforma en Amor.
Pero un creador tan inquieto como Edwin Madrid no iba a conformarse con el ficticio sosiego de Tambor sagrado…, y en el mismo 1995 publica un cuaderno más «arriesgado» en lo conceptual y lo formal: Tentación del otro. Hasta ese instante había coqueteado con la narratividad sin abandonar el verso, a pesar de su uso más bien libérrimo en Celebriedad y Caballos e iguanas. En Tentación del otro, sin embargo, se atreve a violar estos preceptos y ensaya una colección de poemas en prosa. Pequeños poemas en prosa o El spleen de París había titulado Baudelaire el volumen en que, siguiendo las enseñanzas de Aloysius Bertrand, pretendiera, y lo cito: «[…] el milagro de una prosa poética y musical, aunque sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y contrastada como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia […]». Por ese camino continuaron Lautréamont, Rimbaud, los surrealistas Breton, Char, Michaux, y otros poetas, en lo fundamental franceses, como Francis Ponge, Yves Bonnefoy y Philippe Jaccottet. La mayoría de ellos aprovecha las ganancias de Baudelaire en el pensamiento (la tensión entre lo real y lo ideal que impregna los Pequeños poemas en prosa, el sentido de contraste entre el convencional y el inadaptado, entre la naturaleza y el artista, entre la frivolidad y la diligencia, entre el ensueño y la realidad, entre lo exquisito y lo vulgar, entre el sufrimiento físico y el síquico, entre el tedio y la emoción de lo naciente, entre la mujer idealizada y la verdadera) y en el uso del lenguaje (los tonos de la crónica, la gacetilla, la crítica, la sátira, las memorias, sin perder un ápice de elegancia y de perfección formal, incluso en la incorporación en apariencia antipoética del diálogo recogido al paso entre la muchedumbre). También lo hace Madrid, aunque muestra, en «Un gusano», «Unos cristales», «Un asesino» o «Un payaso», una especial inclinación por la poética del mal presente en Los cantos de Maldoror, por su actitud desacralizadora desde los puntos de vista religioso, ético y estético, materias en las que Lautréamont arremete contra las presuntas verdades acartonadas por la tradición y el miedo, y las somete a un perpetuo cuestionamiento por parte de su interlocutor (el lector). Esa arremetida, en la obra de Madrid, llegará a su punto álgido en Mordiendo el frío, Latitud cero y Pavo muerto para el amor, en los cuales el desafío a las convenciones alcanza, tal vez, su mayor estatura.
Hay, antes de arribar a estos, una estación anterior, igual de subversiva, solo que en una cuerda diferente: Puertas abiertas (publicado en inglés en 1999 y luego en español, con edición levemente corregida y aumentada, en 2000). Ya en la primera cita que hago de «Mi nombre» en este itinerario, descuella la frase de Blake traída a colación por Madrid: «si las puertas de la percepción estuvieran abiertas veríamos la realidad tal como es: infinita». En efecto, este poeta cuyo sentido de movimiento, de atención perpetua a zonas y provocaciones diversas de la realidad (y de la literatura), le obliga a indagar de continuo nuevos derroteros, se vuelve aquí a otras partes de ese infinito, y abre las puertas (una vez más) a la poesía lírica, en esta oportunidad apoyándose en el imperio de la imagen. Confiesa Madrid, en el mismo documento:
Ver también Ejercicio 74
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