Itinerario: Quito-Habana-Madrid (o apuntes de un scholar sencillo para un presunto viaje al centro de la Tierra) (IV)
Casi al principio de este texto hablé de la relación entre la obra de Madrid y la de Jorge Carrera Andrade, sobre todo con Microgramas (1940). Para entender mejor el experimento de Madrid debo abundar un poco en el de su predecesor. A primera vista, Carrera Andrade parecería un autor más interesado en el análisis de la vanguardia que en la práctica de sus doctrinas estéticas. Quizá decepcionado por el rumbo cada vez más politizado que tomara la vanguardia ecuatoriana, fundamentalmente en la narrativa de los autores del Grupo de Guayaquil, tendiente a los predios del llamado realismo socialista —cuyo adalid Joaquín Gallegos Lara llegó a convertirse en un visible denostador de otras propuestas vanguardistas como las de Pablo Palacio o la del libro En la ciudad he perdido una novela de Humberto Salvador, por sus estructuras fragmentarias y su indagación sicológica—, Carrera Andrade prefirió mirar en sus inicios hacia los «decapitados» Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro, Arturo Borja y Medardo Ángel Silva, o hacia el posmodernismo de Gonzalo Zaldumbide, en busca de una conciliación entre el espiritualismo americanista y el paisaje ecuatoriano. Esta actitud se manifiesta en El estanque inefable (1922), La guirnalda del silencio (1926) e incluso en Boletines de mar y tierra (1930), aunque en los dos últimos comiencen a aparecer «microgramas», que, creo, aún no significan una verdadera ruptura. Carrera Andrade aparentaba estar más atento a la vanguardia europea, conocida a través de su amigo César Arroyo y de su viaje al viejo continente en 1928, a pesar de que, por reflexiones publicadas en revistas del Ecuador como Lampadario, Hontanar o élan, sepamos de su actualización en materia de ismos en Uruguay, Argentina, México, Chile, Brasil y Perú. Sin embargo, es importante atender un detalle: desde sus umbrales, la poesía de Carrera Andrade se asienta con fuerza en la originalidad o el poder de las metáforas, que de algún modo remite a la potenciación vanguardista de la imagen como esencia de la lírica. Es ahí donde veo la relevancia de los «microgramas», aparecidos en los dos cuadernos antes mencionados, luego en El rol de la manzana (1935), y por fin reunidos con otros inéditos en el libro homónimo de 1940. El propio autor los equipara a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, o a los haikus americanos de José Juan Tablada, y marca semejanzas y diferencias. En sentido general, los poemas de Carrera Andrade buscaban captar lo ínfimo y lo instantáneo, iluminar de súbito las características de un objeto, descubrir lo insólito en lo cotidiano, depurar al texto de toda retórica inútil, para conferirle a la imagen microgramática una manera personal de ver las cosas por primera vez, como si el mundo acabase de nacer o fuese entrevisto por una mirada infantil. En estos procedimientos, encima, se realizaba la pretendida síntesis de un vanguardista «distinto» como Pierre Reverdy, cuyos poemas funcionan casi de modo exclusivo por el poder de atracción de la imagen, una suerte de realidad espiritual autónoma que después pesó mucho sobre los surrealistas y sobre diversos poetas norteamericanos (William Carlos Williams, por ejemplo) muy influyentes en el destino de la poesía a lo largo del siglo xx.
Tales son las exploraciones de Madrid en Puertas abiertas, un poemario dedicado a realizar un nuevo inventario del mundo, solo que desde una perspectiva doméstica, porque otra vez es la familia el eje poético de Edwin Madrid. Si en Enamorado de un fantasma se remontaba a los legados de la genealogía, y redactaba su Biblia personal, ahora —no olvidemos que funda, que construye— nos relata la edificación del universo, de animales, plantas, objetos, costumbres y semejantes, desde la experiencia —mitad real, mitad metafórica— de la construcción de su casa, de una nueva familia integrada por la esposa y la hija, y lo hace con un lirismo y una economía singulares, con una magistral conducción del verso (al cual regresa), que lo aleja, a mi entender, de casi toda la poesía coetánea de sus compatriotas, y lo convierte no solo en un digno heredero de Carrera Andrade, sino además, o mejor, gracias a ello, en un inteligente revisitador de las vanguardias europeas y latinoamericanas, en esta oportunidad desde la perspectiva de la síntesis, de la imagen como imán al cual han de volver los dispersos fragmentos del poema, es decir, del caos que ansía organizarse en luz.

Mordiendo el frío (2004) es el libro más conocido de Edwin Madrid. También el más asediado por la crítica. Entre los varios acercamientos que conozco, dos han llamado mi atención («Mordiendo el frío de Edwin Madrid: una vía erótica y gozosa», del chileno Tomás Harris, y «Tras las ruinas del poema: El agotamiento lírico como clave interpretativa en Mordiendo el frío de Edwin Madrid», del estudioso de la Universidad de Pensilvania David G. Barreto), pues ambos ofrecen visiones complementarias del cuaderno que arrojan muchísima luz sobre él. Y, de paso, hacen ímproba mi tarea de fingir que soy un crítico inteligente, no porque el poemario no soporte disímiles lecturas, sino porque estas dos son tan ricas que, al lado suyo, mis aportes podrían parecer un juego de niños. Por tal razón prefiero, en principio, glosar los aspectos más significativos de cada una y, luego, anotar mis discretas consideraciones personales, ya que este itinerario obedece al imperativo de desentrañar las directrices estéticas de Madrid y no al lucimiento de mis facultades hermenéuticas.
Harris alude a esta combinatoria de pequeños relatos en prosa como el dibujo de una historia del deseo, del erotismo, de la pasión, poblado de imágenes quiteñas, suramericanas, asentadas en la transparencia, en la levedad, con cierta narratividad cuyo aire latino, epigramático, está salpicado de alusiones al poder, la violencia, la globalización, el jazz, y es poseedor de un aura posmoderna, contemporánea, humanista. Anota, más adelante, la importancia del lenguaje, su ritmo, su cadencia, para concluir afirmando: «Mordiendo el frío es la crónica de los trabajos y los días del poeta, en una América que se desangra a veces, pero que también goza y desea, las más de las veces y, tal vez al ir en busca de la concreción o la imaginación de ese Deseo, estemos reconfigurando nuestra Otra Utopía».
En su mucho más extenso estudio, Barreto propone una ruptura de los límites de la lírica tradicional y la necesidad de leer buena zona de la poesía contemporánea bajo otros prismas mejor dispuestos para la interpretación del agotamiento lírico de nuestra época y de las nuevas posibilidades conceptuales y expresivas del género. Con ese fin acude al apoyo estético-filosófico de Alain Badiou, Walter Benjamin, Martin Heidegger y Octavio Paz, y a sus especulaciones alrededor de la poesía en la época contemporánea, igual que a consideraciones teóricas de Giorgio Agamben, Susan Stewart y Terry Eagleton, entre otros, acerca de las fronteras entre el verso y la prosa. Barreto consigue convencernos de que estos textos ponen en evidencia el deterioro del lenguaje poético ancestral y admiten, con Benjamin, la muerte de la experiencia del sujeto moderno, amén de convertir al lector en cómplice del acto erótico y poético que cuentan. Complicidad que, remarca, se da en los niveles lingüístico y poético, nunca en el emocional, debido al agresivo registro con que Valerio (la máscara, el heterónimo, esto lo digo yo) se refiere a sus conquistas, en un tono que en ocasiones roza la misoginia. Denota también la importancia del coloquialismo y del humor para conseguir una reacción del lector, que puede ir de la indiferencia al rechazo. Explica:
La identificación que normalmente tendría que producirse entre un lector y una primera persona narrativa se pone constantemente a prueba porque Valerio describe sus encuentros amorosos con insensibilidad, desidia y liviandad. Además, la voz narrativa nunca profundiza ni en la apreciación psicológica ni en la descripción de los acontecimientos, interrumpiendo siempre el interés del lector a través de la tensión de dos niveles lingüísticos que Valerio usa frecuentemente para acercarse a un mismo encuentro sexual…
Párrafos después apunta que el poema está de continuo vaciándose de su carácter lírico y lo sustituye por otro informativo e intercambiable, el cual lo acerca a la mercancía y lo aleja de la familiaridad del poeta y a este de la familiaridad de los lectores con él y con los poemas.
Quizá la zona menos fácil de glosar del ensayo de Barreto sea aquella donde reflexiona sobre el trasfondo filosófico del libro. En ella remite a Badiou y su idea del fin de la edad de los poetas, demarcada hasta la obra de Paul Celan, con la que, según Badiou, concluye la época de la poesía como un trabajo de pensamiento en el cual se lleva a cabo, empleando el lenguaje como soporte, una proposición sobre el ser y el tiempo. Luego el ensayista señala la mutua desuturación de poesía y filosofía producidas en el resto del siglo xx, e insiste en que Madrid parece superar el umbral de cierta poesía moderna que ha intentado suplantar a la filosofía, pues el lenguaje informacional y mercantil de Mordiendo el frío restituye el poema al ágora, al mercado, a la polis; y cita a Paz en El arco y la lira, cuando habla del destierro del poeta moderno en la sociedad contemporánea, para inmediatamente contraponer la actitud del sujeto Valerio, quien «ya sea a través del coloquialismo, del tono informativo o de la liviandad ontológica en sus episodios, da forma a una nueva territorialidad, una que no acepta el orden impuesto por el binario centro/destierro en el que se funda el poema moderno y que, al contrario, deja discurrir libremente al poema como fórmula de intercambio mercantil.» Y termina, de manera brillante, con la siguiente conclusión:
[…] Mordiendo el frío, sin embargo, no está cifrado como una queja luctuosa ante la muerte de la experiencia o ante el agotamiento de la lírica. De ser así, es decir, si la intención del poema de Madrid fuera únicamente grabar la fecha de defunción del poeta moderno en la lápida de la levedad, su gesto poético sería un insignificante y patético lamento por un orden perdido. Por el contrario, el propósito nada conservador que anima su empresa tiene que ver con el anhelo de trazar nuevas sensibilidades líricas, sensibilidades signadas por «el auge de las cibercomunicaciones, la presencia definitiva de las minorías, los cambios climáticos y geopolíticos, la caída del muro [de Berlín], la levantada del muro en México-EE.UU., las guerras vía satélite, la gripe aviar, la Digital Literature, las vacas locas, los galácticos del [Real] Madrid y la farándula de barrio», como dice Madrid. Esto es, el agotamiento de la lírica moderna precede al advenimiento de un nuevo proceder poético, uno circunscrito al decaimiento del aura que envuelve al poema de Paz —por su misterio, por su ceremonia, por su culto y, sobre todo, por su rito. Esta pérdida del aura —que parafraseando a Benjamin vendría a liberar al poema, en tanto obra de arte, de su «dependencia parasítica en el ritual» — no está cargada negativamente por Madrid. Al contrario, con Mordiendo el frío los espacios que otrora ocuparan las preocupaciones ontológicas por excelencia, son desechadas porque dejan de responder a las preguntas (que son otras) de seres como Valerio, entidades cruzadas por la fugacidad, la velocidad, la levedad y la trivialidad de la información que avivan sus experiencias. Creando un movimiento a la inversa, por consiguiente, diré que Madrid, sin preguntar ni una sola vez por el futuro del ser y del tiempo, resquebraja a la lírica moderna diciendo —sin decir— mucho más sobre el porvenir del poema y de su pensamiento a través de la gozosa levedad sexual, que a través del entramado falaz que comporta todo sofisma poético.
Inobjetable. Pero no solo para este libro, sino también para otros anteriores, porque prácticamente desde Celebriedad Edwin Madrid ya no es un poeta moderno, sino posmoderno. O sea, es un poeta que se enmascara, que revisita, inmerso en la necesidad de, en efecto, ensanchar los límites del poema. Y pregunto: ¿acaso la forma no resulta la expresión última del contenido? ¿No es este otro juego, otro simulacro para, en esencia, volver a preguntar por el ser en el tiempo, principal interés de la poesía, supongo, desde los griegos hasta hoy? Ya he comentado en otros volúmenes de Madrid, mas remitiendo siempre a Mordiendo el frío como punto culminante, aspectos tales la desacralización del pecado, el cuestionamiento de las convenciones morales, la contaminación intergenérica, el empleo de heterónimos y la intertextualidad. Me gustaría abundar en los dos últimos. En este poemario la intertextualidad, el empleo del heterónimo, remite nada menos que a Catulo —¿o no es Valerio el segundo nombre del latino?—, maestro del epigrama y la invectiva social, política y literaria en crudos poemas caracterizados por su violencia sexual. El sexo es un recurso enfático de la sátira, que luego de Catulo emplearon Horacio, Persio, Propercio, Marcial, Juvenal, el Arcipreste, Quevedo, y muchos hasta Edwin Madrid —hijo remoto de aquellos cáusticos ilustres del Virreinato del Perú: Juan del Valle y Caviedes, Mateo Rosas y Oquendo, Esteban Terralla y Landa—, porque, según sospecho, Mordiendo en frío es, por si no bastara, un libro satírico, una especie de novela (no en versos como en Catulo, sino en poemas en prosa, como en Baudelaire) en que el sujeto lírico, o no-lírico, da fe de sus pulsiones eróticas y satiriza, aparte de la sociedad actual, otro de los grandes mitos de la cultura occidental: el del don Juan.
Nos advierte Octavio Paz en La llama doble que el erotismo es sed de otredad y, a un tiempo, representación del paraíso terreno. Madrid, enmascarado en Valerio, que a su vez se enmascara en Catulo, simula proponernos que la era posmoderna es la de la realización del libertino impenitente, pues si no hay Dios, ni historia ni ideologías, cómo rayos habrá convidados de piedra y mucho menos un infierno en el que asarse por el mero hecho de darle rienda suelta al placer y al imperio de los sentidos. La sátira, no obstante, siempre entraña, aunque esté muy encubierta, una actitud moralizante; las novelas erótico-pornográficas de Laclos, Sade, Apollinaire, Bataille, Miller o Bukowski —sátiras de nuevo tipo en sus épocas respectivas, pudiéramos decir—, nos ayudan a indagar en la vacuidad del individuo, de la historia, de la política, de la filosofía, y vuelven a proponernos interrogantes de orden ontológico porque, pese a la levedad, la trivialidad y la rapidez del mundo contemporáneo, el hombre sigue interesado en inventarse un pasado y un futuro desde el mísero presente que le toca. Y concluyo, siguiendo a Paz: si el erotismo es sed de otredad, lo mismo que el amor, a la larga, también es ejercicio de complementación, simulacro de unidad (física, mental, espiritual) con el otro y con el Otro; y es, entonces, no solo el paraíso, sino además el infierno terreno, pues de él nacen todas las variantes de la felicidad y del sufrimiento, del crimen y del castigo (físico, mental, espiritual), que convierten al individuo en un ser para la muerte, y para la burla, que viene siendo una especie de muerte en vida, o de ridículo eterno más allá de la muerte. Dualidad que conoce igualmente Edwin Madrid y no vacila en utilizar en su viaje hacia el conocimiento del prójimo y de sí mismo, como demuestra el título paradójico de la colección, Mordiendo el frío, en el cual se trasuntan la insensibilidad de la civilización contemporánea y la necesidad de vulnerarla hasta hacerla entrar en calor.
Acerca de Latitud cero (2005) ha opinado con singular agudeza el uruguayo Rafael Curtoisie desde las páginas del diario montevideano El País, en el artículo «De Ecuador al mundo». Su texto denota el juego de palabras que alude, a un tiempo, a la situación geográfica del Ecuador y la actitud de enclaustramiento mental de amplios sectores del poder cultural, que ya desde la antigua Roma se ensañaba en una estulta ignorancia de cualquier ápice de movimiento subjetivo por parte de los creadores más audaces. Prosigue el crítico apuntando la útil intertextualidad con los satíricos latinos, y también con el Cardenal de los epigramas (visible, acoto, sobre todo en los primeros poemas del cuaderno, los que insisten en el asunto erótico-amoroso, primordial en Mordiendo el frío); alaba el lenguaje coloquial, y termina proponiendo una segunda reinterpretación del título, como «el anuncio de una palabra original, recién estrenada, de un discurso poético fundacional, gozoso y libérrimo». Coincido absolutamente. Pero me gustaría hacer algunos añadidos. En este libro se agudiza lo satírico: aunque ahora se da como autor explícito a un Quinto Valerio Catulo que disipa cualquier ambigüedad acerca del Valerio de Mordiendo el frío, estamos en presencia de un Catulo más Marcial, es decir, más apegado a lo epigramático, más lacónico, más zaheridor, máxime cuando se refiere a los recovecos y vicios de la vida literaria. Nadie ignora que, ya sea en Londres o en el último pueblito de Angola, donde se reúne un corrillo de escritores no faltan la envidia, el celo profesional, las zancadillas, los galopes extraliterarios en pos de la notoriedad o la trascendencia. Y que, por supuesto, no escasea el coqueteo con el poder ni el aprovechamiento de las coyunturas ideopolíticas para imponerse y, a la vez, hundir al enemigo hasta la invisibilidad. De ello se burla, con acerba ironía, con saña, con mordacidad, este heterónimo de Madrid, quien de seguro ha sentido en carne y obra propias los ladridos y mordiscos de esos canes, y sabe de buena tinta que el mejor antídoto contra ellos es una combinación de trabajo, honestidad intelectual y burla que los torne caricatura, material de estudio, escalón sobre el cual afianzarse y dar otro paso hacia el ideal martiano de clavar la espada en el sol.
Precisamente de dualidad, de contraposición entre el inframundo y el empíreo, habla la siguiente colección de poemas en prosa de Madrid, Pavo muerto para el amor. Este libro, en sus orígenes, se tituló «Los alimentos del cielo y del infierno». Y aunque cambió luego el nombre, no cambió en su poética el afán dual que combina al André Gide de Los alimentos terrestres con el Blake de El matrimonio del cielo y del infierno, que abre un amplio espectro de relecturas posibles al cuaderno. De Gide tiene la indefinición genérica, el intento de rechazar la estricta moral cristiana recibida por vía de la educación tradicional, la propuesta de una educación «desinstructiva» que anide en el poder de la seducción, el llamado hímnico a disfrutar todas las tentaciones y la celebración del deseo y del apetito de vivir. No debemos olvidar el fuerte acento panteísta de Los alimentos terrestres, en el cual Dios se confunde con la vida, y donde el camino hacia la divinidad y la sabiduría pasa ineluctablemente por el culto a las sensaciones. De Blake, el poemario de Madrid guarda el tono paródico, irónico y subversivo, la tendencia a redefinir una y otra vez los conceptos del bien y del mal, a la postre los motivos que imposibilitan la comprensión entre los hombres y el mejor conocimiento del mundo. Para Blake, en El matrimonio…, existen dos tipos de mal, el moral, que no condona jamás, y el mal entendido bajo el nombre que otorgan las religiones a cuanto no sea pasividad y sumisión; para Madrid, amén de estos, implícitos en el espíritu de la compilación, el mal consiste en desaprovechar el placer, en esconderse detrás de la hipocresía y la moral arcaica y privarse del saber del sabor, ya sea en la cama o en la mesa. Porque este es, además, un curioso recetario erótico en el que gula y lujuria se entremezclan, se confunden y recalcan la postura hedonista de un presumible Catulo cada vez más horaciano que no vacila en declararse, sutilmente, un cerdo de la piara de Epicuro. El aliento satírico se ha matizado mucho y el sujeto lírico parece abrirse, de nuevo, a los siempre riesgosos, mas seductores, meandros del amor.
Y el amor es, en esencia, el tema del poemario cuyo análisis cierra estas páginas: Al sur del ecuador. El amor ahora apreciado como fidelidad a la esposa, al país, a la lengua, al arte, a los ancestros, a los amigos, en un tono de amable elegía —expresado otra vez en versos— donde por encima de las incitaciones de los éxodos, de los rigores del exilio (exterior o interior) y del peso de la nostalgia, se impone la serenidad de entender que el sujeto lírico, esta vez muy próximo al propio poeta, embozado apenas tras la máscara de Edwin Madrid, conoce el verdadero camino de salvación, que está en el centro del mundo, en una casa en las faldas del Pichincha, entre los brazos de una mujer adorable cuya sabiduría lo completa y lo renueva. Excelente forma, digo, de interrumpir momentáneamente una obra que principió hablando del poder erótico de la muerte y culmina apuntando hacia el poder indestructible del amor: Eros y Tánatos que cierran un círculo en el que, al decir del autor «cada libro ha sido un viaje donde lo más importante fue la travesía y no el destino». Suscribo la frase, y añado, desde el regocijo de mi acercamiento inquisidor, que el encanto de este viaje ha consistido en efectuarlo, en releer —que es reescribir, reinventar— a mi antojo los libros que él y sus heterónimos hicieron por y para mí. Sin embargo, y aunque no sea importante ni definitivo, hemos llegado al final. Queridos y/o suspicaces pasajeros, aquí termina el viaje, bienvenidos a Madrid, a mi Madrid, que espero sea siempre nuestro.
Ver también Ejercicio 74 y Ejercicio 75
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