«Querida, necesaria, constante»: la poesía de Roberto Fernández Retamar (I)
La mayor sorpresa para cualquier nuevo estudioso que acceda a la poesía de Roberto Fernández Retamar podría ser descubrir que, salvo excepciones, no hay textos que abarquen la totalidad —o una buena parte— de la producción de este autor que se erigió, desde los primeros sesentas, como una de las grandes voces de la lírica hispanoamericana y uno de los ensayistas fundamentales en lo teórico, lo social y lo político, de la literatura en idioma español. De modo curioso, tampoco son numerosos los acercamientos parciales, aunque los que existen están firmados por algunos de los críticos más notables del género en Cuba (Mirta Aguirre, Emilio Ballagas, Cintio Vitier, Fina García-Marruz, Virgilio López Lemus, Jorge Luis Arcos) e Hispanoamérica (Mario Benedetti, José Emilio Pacheco, José Miguel Oviedo, Juan Gustavo Cobo Borda, Federico Álvarez). Dilucidar el porqué de ese hecho pudiera ser un punto de partida para este ensayo que pretende, ante todo, englobar la obra poética de Retamar, y vincularla, en lo posible, con las cimas de su reflexión estética, teórica y cívica, para intentar suplir la carencia antedicha y, a un tiempo, proponer un grupo de nuevas interrogantes acerca de un conjunto lírico que quizá permita lecturas sucesivas que amplíen la dimensión de su legado.
No vacilaría en afirmar que esa escasez de textos críticos tiene una motivación política. Varias veces he comentado, en espacios públicos, la idea de que la literatura cubana, a partir de 1959, se polarizó en tres fracciones bien determinadas que marcaron no solo la producción particular de los escritores sino, ante todo, la recepción crítica de sus obras y sus incorporaciones al —o exclusiones del— canon. En un primer grupo, los partidarios irrebatibles del poder revolucionario que ya desde la temprana fecha de 1961, con la clausura de Lunes de Revolución y los acontecimientos que concluyeron con el discurso de Fidel Castro conocido como Palabras a los intelectuales, cerraron filas alrededor de un arte comprometido y militante políticamente dentro de la Revolución; en un segundo sector, aquellos que fueron disintiendo y poniéndose al margen, es decir, los que quedaron fuera o contra el discurso oficial; y en un tercer y mucho más amplio conjunto quienes habitan lo que denomino la franja invisible, los que no caben con claridad en ninguno de los dos anteriores y vegetan sin el amparo de ningún poder por la selva de las antologías, los premios, las peñas y otros galimatías de la vida literaria nacional.
Huelga decir que Fernández Retamar pertenece al primer círculo. Si miramos con atención entre sus exégetas, casi todos los que han escrito sobre su poesía después de 1959 comparten con él la propensión a la izquierda (al menos en algunos momentos de su trayectoria ideológica). De ahí que esta crítica insista en recalcar los valores revolucionarios que su lírica exhibe, su compromiso con la historia y su claridad expresiva, una característica siempre asociada al servicio de la comunidad y de causas sociales que precisan de la amplia comprensión de las masas. Dicho esto, es prudente señalar que los estudiosos no partidarios de las ideas políticas de Fernández Retamar han optado por un conservador silencio (con el cual quitan, desde luego, importancia a la figura) antes que por hacer el ridículo de denostar literariamente a un poeta cuyos valores conceptuales descuellan por encima de sus coetáneos;[1] mientras que los críticos pertenecientes a la franja invisible poco importan en ese juego de influencias que se despliega entre los otros dos bandos.
Este ensayo aspira a burlar esas coordenadas. La vocación política de un escritor forma parte de su conducta cívica, pero por sí sola no tributa nada significativo a sus decisiones estéticas. Hay algunos con cuyos valores éticos e ideológicos no podemos comulgar (Villon, Céline, Pound), pero que han realizado aportes indiscutibles al arte de escribir. Y otros que han sido patriotas ejemplares y hombres de una sola pieza en los avatares de las corrientes sociales, y tienen libros prescindibles dentro de las historias literarias de sus países o de sus lenguas. Dicho de otro modo: ser un ciudadano íntegro y admirable no convierte a nadie en un gran poeta, fenómeno que, por el contrario, parece sustentarse en una manera diferente de mirar el mundo, de relacionarse no solo con la historia y la política, sino, además, con la filosofía, la tradición literaria y el idioma. Un cambio en el pensamiento trae aparejado otro en la manera de mirar, y esas miradas nuevas o novedosas reclaman un modo distinto de expresión, que es la culminación para ese arduo camino de aprendizajes y superaciones que pueblan la formación de un autor.
En el caso de Retamar, su temprana vocación cívica lo puso delante de una precoz elección estética. El que puede considerarse su primer libro relevante, Elegía como un himno, enseña como principal distintivo un diálogo a primera vista directo con la historia, porque versa alrededor de una figura mítica dentro de las luchas patrias por la liberación nacional, Rubén Martínez Villena. Mas el poeta de 1950, fecha en que publica este cuaderno, aún no ha dado el salto definitivo y radical hacia su principal hallazgo poético (el coloquialismo), y afronta su elegía con los instrumentos hasta entonces a su alcance: una tropologización bastante deudora de la que, por entonces, era la tendencia regente en la imaginería poética de lo más avanzado del panorama nacional, es decir, cercana a los presupuestos de los origenistas, a los que aún no era tan cercano como fue en los años sucesivos, pero a los que no hay que hacer mucho esfuerzo para reconocer en los versos de la Elegía…
Sobre el soneto introductorio de este poema opina Mirta Aguirre, temprana comentarista de la poesía de Retamar:
De este joven poeta, pues, no hay que temer la justificación de los medios por virtud del fin, postura que tanto daña a veces al arte de contenido social. Y vale, en cambio, señalarle el peligro contrario. Porque si de algo cojea la Elegía como un himno es de la intentona en sentido contrario. Prueba al canto, ese soneto de arte menor, fabricado en eneasílabos, que inaugura su cuaderno, infortunadísimo en su mescolanza de rimas y donde las dificultades del tipo métrico escogido y la inexperiencia del poeta conducen a rellenos calificadores de los sustantivos y de los adjetivos.[2]
No voy a polemizar con Mirta Aguirre. Solo me interesa llamar la atención sobre la forma en que Retamar se acerca a lo histórico, no su eficacia artística, que la propia autora del texto ha resaltado párrafos antes con elogiosas palabras, y que una voz tan notable como la de Emilio Ballagas también destacara, aludiendo a la fineza con que el joven poeta se acercaba a Villena y hasta evocaba algunos de los mejores momentos líricos del poeta homenajeado.[3] Quizá el argumento más sólido para evaluar esta aproximación la ofrece la propia Aguirre al afirmar: «Son unas veces versos libres, otras veces, endecasílabos que no riman. Otras, alejandrinos asonantes. Pero Retamar tiene siempre la preocupación amorosa de la forma».[4] Y es que, en efecto, el joven poeta había mostrado inclinación hacia el aire clásico desde los textos sueltos aparecidos en «diversas publicaciones», al decir de Ballagas, que asevera de ellos: «Sus sonetos tienen una limpia y fluida resonancia. Belleza que viene desde dentro y aflora en una forma armoniosa y bien trabajada».[5] Baste mirar los pocos recogidos en la sección «Del principio [1948-1949]», del libro Poesía nuevamente reunida (Letras Cubanas-Ediciones Unión, 2009)[6], para verificar el cuidado en el ritmo, la rima y las cantidades silábicas que poseen estos ejercicios juveniles de Retamar, cuyos primeros pasos en el universo lírico parecen querer insertarse en una tradición de larga data dentro de la poesía cubana, aquella que acusa, en apariencia, un pulcro acabado formal, y que tiene en los primeros cuarenta años del siglo veinte una serie de excelsos seguidores: Regino Boti, José Manuel Poveda, Agustín Acosta, Mariano Brull, Eugenio Florit, Emilio Ballagas. Y valga recalcar lo de en apariencia porque en casi todos estos autores existen profundas o sutiles subversiones de esa norma que los hacen altamente perturbadores para un lector como yo, gustoso de las disidencias propiciadoras de nuevas vías de experimentación.
Resulta curioso que en esa incipiente preocupación formalista de Retamar se muestran aquí y allá destellos del poeta que vendrá, y surgen versos como estos, entresacados de la parte 3 de Elegía como un himno:
Se endurece, rompiéndose en piedras o martillos.
Su palabra es entonces la palabra
Sencilla, escueta, decidida,
De miles de hombres oprimidos:
Del tabaquero, curvado sobre su dulce semilla de humo…
O:
Del cortador de cañas que derriba columnas
Delgadas, como concretos monumentos de azúcar;
Del guajiro, borrándose en su turbio paisaje,
Frotado con furor sobre la roja tierra…
No hace falta ser demasiado perspicaz para apreciar en estos poemas claros antecedentes de la serie «Los oficios» del posterior Alabanzas, conversaciones [1951-1955], que la crítica en sentido general ha considerado contiene los primeros pasos de Retamar dentro de la estética coloquialista, señera para el resto de su producción poética.[7] No sucede así, sin embargo, en su cuaderno Patrias. Construido bajo un epígrafe de Martí y otro de William Blake, este poemario versa sobre las obsesiones patrias del joven bardo: la propia poesía, el amor y Cuba, vista a través de su paisaje, de su fauna, de su flora y de ese elemento tan afín a buena parte de los poetas cubanos, el mar. Pero aquí el estilo continúa la línea más clásica mencionada con respecto a Elegía… Ya José María Chacón y Calvo señaló en su hora las deudas con el Eugenio Florit de Trópico o con ciertas zonas de José Jacinto Milanés,[8] sobre todo en las décimas que aparecen en la cuarta sección del libro «Dulce y compacta tierra, isla». Hay en ellas, no obstante, una peculiaridad, un desafío de versificación: algunas de estas composiciones están escritas en eneasílabos, que ni es el metro por antonomasia de la décima ni resulta en absoluto fácil de conseguir, otra razón que aproxima al Retamar de entonces a la poesía tropológica y rítmicamente trabajada y no al conversacionalismo o al coloquialismo, que se caracterizan por hacer justo lo contrario.[9]
Patrias está dividido en cuatro secciones: «Mundo de delicias», «Homenajes», «Que ya no son palabras» y la ya mencionada «Dulce y compacta tierra, isla». Las dos primeras, abarcan el universo de la poesía, una de las patrias predilectas del discípulo de Martí que arma su poemario alrededor del par «Cuba y la noche», aunque jugando con las variantes simbólicas que ambas ofrecen y que se abre en arcos sucesivos donde caben la poesía y el amor. Si la primera se aprecia en las diversas artes poéticas que contiene la sección inicial, es reforzada en la segunda de estas, cuando Retamar rinde homenaje a Garcilaso, San Juan de la Cruz y Martí. En el caso de los españoles, no solo remeda lo que le seduce de sus concepciones líricas, sino las formas clásicas: el terceto que el toledano importó de Italia y la lira que el abulense heredó del soldado y le dio connotación divina. Otra disertación de buen hacer que nos revela al aprendiz ansioso por demostrar sus habilidades para torcer a su antojo las formas y poseerlas como a los cuerpos femeninos que inspiran los poemas de la tercera parte. Pero antes de llegar a ellos me gustaría apuntar algo acerca del tributo a la figura de José Martí. A pesar de que el poema está escrito en alejandrinos, un metro poco manejado por el Apóstol, sí subyace en él un vestigio de la obsesión martiana por los encabalgamientos, esa manera de acelerar el ritmo ideológico del texto para convertir el verso blanco en una suerte de verso libre, variante casi en absoluto favorita del coloquialismo cubano. Valga recordar, además, que Fernández Retamar devino, con el correr de los años, uno de los ensayistas fundamentales para acercarnos a la obra política y literaria de Martí, y este adelantado acercamiento al prócer de la independencia de Cuba pudiera leerse como una bisagra entre el Martí que habían construido, en lo político y lo literario, los hombres de la vanguardia cubana que le antecedieron (Jorge Mañach, Juan Marinello, Félix Lizaso, Julio Antonio Mella, el propio Rubén Martínez Villena), el que luego construirían, igual en ambos frentes, los integrantes de Orígenes (Lezama, Cintio, Fina García-Marruz) y el construido por los de la generación del Centenario, con Fidel Castro a la cabeza, los coetáneos de Retamar.
«Que ya no son palabras» contiene una poesía de amor impropia de un casi debutante. En la época en que esos poemas fueron escritos los ecos de Buesa y sus acólitos minaban la literatura cubana en una auténtica asonada de lo que la crítica ha bautizado como neorromanticismo. Sin embargo, los textos que nos ocupan pertenecen a otro linaje: el de Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, el Emilio Ballagas de Nocturno y elegía, los cuales bebieron de lo neorromántico y del surrealismo, pero se alzaron con una expresión en la que el sentimiento se da la mano con lo onírico y lo erótico, y, por encima de cualquier otro detalle, descansa en un laborioso manejo del lenguaje para nada usual en los neorrománticos al uso. En esta colección destaca «Palacio cotidiano», una de esas piezas antológicas en la obra de Retamar, y que Graziella Pogolotti considera un punto medular sobre el que descansa no solo el eje conceptual y estilístico de Patrias, sino el crecimiento sucesivo de esta poesía en Alabanzas, conversaciones y Vuelta de la antigua esperanza, que vendrán después.[10] Esta presencia del tema amatorio desborda, incluso, los cuadernos aludidos y se erige a lo largo de toda la obra de Retamar, aunque, de modo curioso, siempre se piensa en él como un poeta social y jamás como un lírico de primera magnitud, capaz de cambiar el aliento de sus versos de amor sin que ese temblor esencial humano que distingue a este tipo de poesía pierda un ápice de su efectividad estética. Recordemos, por ejemplo, a dignos sucesores de «Palacio cotidiano» como «La caminata» y «Con las mismas manos» de Sí a la Revolución, «Un hombre y una mujer» y «Vivo con una mujer de color» de Buena suerte viviendo, «Flor bajo la nieve», «Tiempo de los amantes», «A la enamorada desconocida» y «Aniversario» de Circunstancia de poesía, y tendremos una rigurosa suite de poemas amorosos de la más fina estirpe.
La última sección de Patrias dialoga con el paisaje cubano. En este acápite quiero hacer notar aquellos textos que hablan de los árboles de Cuba: el flamboyán, la palma y la ceiba. Y avisar de su parentesco con «Viaje a los árboles» y «Las fornidas ceibas», pertenecientes a Alabanzas, conversaciones, el primero de los cuales está dedicado a Samuel Feijóo, tal vez el poeta cubano que mejor ha sabido trasmutar en versos de alto rigor tropológico y simbólico la flora nacional. El joven Retamar ya sabe, al publicar Patrias, la relevancia que entraña para el estro la tríada espíritu, carne y paisaje, y cómo facilita la armazón metafórica de esas patrias que, a la postre, son una y la misma, donde van a carenar las hambres y las visiones del poeta que busca a través de ella la salvación, vista aquí más como diálogo con la posteridad que como viaje del creyente hacia algún tipo de ente divino, porque estamos en presencia de un autor profundamente ateo, que cree, eso sí, en el progreso social y la necesidad de la poesía para dejar testimonio de la vida del hombre en esta tierra.[11]
[1] Aunque algunos que otros de este grupo hayan incurrido en minimizar su relevancia o en ignorar sus hallazgos detrás de la avalancha de lugares comunes anticastristas y de insultos no siempre bien disimulados, de esos prefiero no acordarme.
[2] Ver Mirta Aguirre: «Sobre Elegía como un himno», en Acerca de Roberto Fernández Retamar, selección, prólogo y notas de Ambrosio Fornet (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001. pp. 15-16). Muchas otras de las citas usadas en este ensayo pertenecen a ese volumen, tal vez el único compendio de la bibliografía pasiva de Retamar hasta hoy.
[3] Emilio Ballagas: «En torno a Elegía como un himno», op. cit., p. 17.
[4] Mirta Aguirre: op. cit., p. 15.
[5] Emilio Ballagas: op. cit., p. 17.
[6] Quiero dejar asentada la particularidad de que voy a abordar la poesía de Retamar leyéndola desde su antología personal Poesía nuevamente reunida y no desde cada libro en específico. Esto obedece a que Poesía… recoge, de manera cronológica, la producción organizada del poeta, y permite un viaje sincrónico por su vasta relación con la experiencia lírica. A la vez, las correcciones y reajustes del propio autor, el acomodo de cuadernos y poemas en el sitio en que debieron estar en su momento, para leerlos en el presente, nos da la oportunidad de una mirada sincrónica acerca de esta nueva propuesta y de la obra toda del poeta.
[7] Roberto Méndez, en su «Presentación» a Con las mismas manos. Ensayo y poesía, de Roberto Fernández Retamar (Fundación Biblioteca Ayacucho, 2008), sostiene la idea de que este libro está «marcado por la “poesía social” de los autores de la primera vanguardia» (p. XI), lo cual es sin duda cierto, pero no contradice mi razonamiento de que ya hay motivaciones coloquialistas en estos tanteos del precoz autor. También alude a este cambio Teresa J. Fernández en Revolución, poesía del ser (Ediciones Unión, La Habana, 1987, p. 58). Y Virgilio López Lemus en «Circunstancia a Retamar», compilada en Palabras del trasfondo (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1988), opina: «[…] en Alabanzas, conversaciones el tono conversacional aún es tímido, aunque en la serie “Los oficios” (‘El ladrón’, ‘El maestro’…) va ganando fuerzas y parece delimitar o definir el camino anunciado, ya cambiado por el versolibrismo que centrará su poesía» (p. 30).
[8] Ver José María Chacón y Calvo en Acerca de…, pp. 19-27.
[9] Es preciso aclarar que empleo —y emplearé— los términos conversacionalismo y coloquialismo en el mismo sentido que lo ha hecho Virgilio López Lemus a lo largo de su producción ensayística sobre el tema; es decir, el conversacionalismo como un tono existente en la poesía cubana casi desde su nacimiento, y el coloquialismo como una corriente que cobra auge a principios de la década del sesenta y se mantiene vigente como «norma» poética hasta bien entrados los ochenta.
[10] Graziella Pogolotti: «En nombre de una generación» en Acerca de…, pp. 50-58.
[11] El poema «Tú me preguntas» de Buena suerte viviendo, dedicado a Fina y Cintio, es una clara muestra de la postura retamariana con respecto a la fe: «Tú me preguntas, aprovechando que arden sobre nosotros;/Los inconcebibles astros de aquellos tiempos;/Tú me preguntas: Roberto,/¿Es verdad que no crees?/Y yo miro las estrellas quemándose allá arriba,/Y hacia las que un viento mayor arrastra la pregunta humeante/De tus labios que querría inmortales».
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