
El 26 de julio de 1953 se abrió una nueva etapa en la historia de Cuba. Ese día un grupo de valerosos jóvenes que se había nucleado alrededor del líder Fidel Castro, decidió asaltar los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes en la antigua provincia de Oriente. Esta nueva vanguardia revolucionaria se había conformado tras un proceso de maduración política en las filas de la juventud ortodoxa, combatiendo a los gobiernos auténticos y en largas jornadas conspirativas contra el régimen golpista del 10 de marzo de 1952.
De esa manera presentó credenciales en el panorama político cubano la alternativa de la insurrección popular con un claro programa transformador de la sociedad contenido en el histórico alegato La Historia me absolverá. Hasta ese momento la dictadura castrense bajo el mando de Fulgencio Batista se había consolidado en el poder y había logrado neutralizar a los partidos tradicionales de oposición, que no pudieron —ni quisieron— articular un frente amplio de resistencia activa al golpe de Estado del 10 de marzo. Los inútiles llamados a la reconciliación y al entendimiento de los líderes oposicionistas que aún actuaban en la política, dejaron claro que a la dictadura no se le podía impresionar con simples apelaciones a la conciencia cívica. La casta político militar sedienta de poder que afianzó a Batista en el gobierno de la nación no respetó la voluntad de la mayoría de los ciudadanos que vio trunca sus esperanzas en las instituciones republicanas. Hacía falta no solo liberar al país de una cruenta tiranía, sino también remover los cimientos de la sociedad neocolonial cubana.
Los jóvenes de la Generación del Centenario se propusieron rescatar los preciados ideales de justicia social y democracia política alentados por la prédica de José Martí y de Eduardo Chibás mediante una acción que convocase al pueblo a hacerse dueño de su destino tomando parte activa del combate que se iba a iniciar con la toma de los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. Como en el ’68 y en el ’95 los cubanos iban a ser convocados a una lucha frontal contra fuerzas retrógradas y conservadoras. En el siglo XIX se trataba de una potencia colonialista que impedía a los de la mayor de las Antillas ser dueños de sus destinos; en los años 50 del presente siglo una sangrienta dictadura apoyada por el imperialismo norteamericano, no solo hacía trizas el modelo de democracia representativa neocolonial, sino que entregaba todavía más nuestro país a las transnacionales estadounidenses y apelaba a la represión para consolidarse en el poder por tiempo indeterminado.
El 26 de julio de 1953 fue una jornada gloriosa pero también amarga y triste. Los revolucionarios no pudieron ver coronados su objetivo de hacerse dueños de los cuarteles orientales y en los días siguientes la soldadesca batistiana, tras recibir órdenes precisas de sus superiores, sació su sed de sangre y venganza asesinando a los combatientes que sobrevivieron a aquella acción. Esos crímenes conmovieron a la ciudadanía en general y a otros factores constitutivos de la opinión pública como la Iglesia Católica de Santiago de Cuba, destacando dentro de ella la labor del Arzobispo de Santiago de Cuba Enrique Pérez Serantes. La sociedad civil de conjunto no solo se manifestó a favor de que cesara la ola de violencia y asesinatos, también se ofreció para asegurar la vida de los revolucionarios sobrevivientes que aún no habían sido apresados. En esas circunstancias es que detienen a Fidel Castro, en compañía de un grupo de sus seguidores, el 1ro. de agosto de 1953, en ese momento crítico sus vidas fueron salvaguardadas por el proceder profesional y cívico del teniente Pedro Sarría.
En septiembre se inició el proceso penal de la Causa 37 contra los revolucionarios, que más allá de sus resultados —la condena a prisión de los moncadistas— sirvió como tribuna para denunciar los crímenes de la dictadura y para enarbolar la bandera de la revolución como recurso legítimo para transformar la sociedad cubana.
El 13 de octubre parten los primeros moncadistas condenados a prisión para el Reclusorio de Isla de Pinos, y el 17 de ese propio mes los acompaña su líder Fidel Castro, quien un día antes había sido juzgado a puertas cerradas en el hospital Saturnino Lora.
Se inicia así un periodo de nuevos tanteos y búsquedas ante la grave crisis institucional que afectaba al país. La etapa que transcurre entre el asalto al cuartel Moncada y el desembarco del Gramma, quiere decir entre el primer intento por insurreccionar el país y el reinicio de la gesta libertaria en las montañas orientales, es muy importante desde todo punto de vista. Durante esos años se definieron las alternativas de solución a la problemática social cubana. Por un lado quedó demostrada la incapacidad del régimen golpista de ejercer el gobierno de la República con el consenso de la mayor parte de los sectores, partidos e instituciones representativos de la nación. Además, los partidos tradicionales quedaron desacreditados ante la opinión pública por sus continuos fracasos en la búsqueda de una solución pacífica al conflicto político cubano y emergió, entre las masas juveniles y más radicales del pueblo, la alternativa revolucionaria como solución de fondo a los problemas de la sociedad neocolonial. Aunque esos fueron los resultados más generales de ese periodo cabe señalar que estos cambios constituyeron parte de un proceso paulatino de reajustes institucionales, desarrollo de diversas tácticas políticas y despliegue de la tendencia revolucionaria. Se trataba de la batalla por conquistar la hegemonía política en medio de la encarnizada lucha de ideas que tuvo lugar en este interregno incierto. La fuerza política que fuese capaz de atraer el espontáneo consenso de la mayor parte de la opinión pública, estaría en condiciones de trazar los destinos de la futura Cuba. Estaba el país en la batalla de un presente neblinoso por un futuro despejado.
Las fuerzas revolucionarias que se preparaban para emerger estaban conscientes de que era necesario desatar un movimiento de masas que se convirtiese en sostén operativo de una insurrección popular. Era la única forma de detener las maniobras del régimen castrense por legitimar el golpe de estado y también de sobreponerse a las campañas que encabezaban los líderes de los partidos tradicionales para acceder al poder.
Es por ello que Fidel Castro, incomunicado en prisión y aislado del resto de sus compañeros, redactó el 12 de diciembre de 1953 el Manifiesto a la Nación en el que exhortó al pueblo a denunciar los crímenes de la tiranía a los combatientes moncadistas:
Denunciar los crímenes, he ahí un deber, he ahí un arma terrible, he ahí un paso al frente formidable, y revolucionario. Las causas correspondientes están ya radicadas, las acusaciones ratificadas todas. Pídase castigo a los asesinos (…). La simple publicación de lo denunciado será de tremendas consecuencias para el gobierno.[1]
[1] Autores varios: Mártires del Moncada. Ediciones Revolucionarias, La Habana, 1965, p.15
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