* Tomo en préstamo el sugerente título de un trabajo del profesor Alain Sicard, sobre mi novela Hijo de hombre, que citaré más adelante. «El agujero en el texto. [Notas para una relectura de Hijo de hombre», reeditado en versión ampliada en En torno a Hijo de hombre, Poitiers, C.R.L.A., Universidad de Poitiers, 1994, pp. 287-306].
Debo esta enseñanza a uno de los trabajos críticos del ya nombrado profesor Alain Sicard, de la Universidad de Poitiers, sobre mi obra de ficción. A propósito del sujeto y protagonista absoluto de Yo, el Supremo, entre otros aspectos de su análisis, hace notar una curiosa asincronía. «José Gaspar de Francia, Dictador Supremo de la nación paraguaya [dice Sicard] manda “capturar” un meteoro descubiertoun siglo después en el desierto por un teniente durante la Guerra del Chaco». Y comenta luego: «Los aerolitos caídos del cielo de la escritura no tienen antes ni después. Son el mismo y son otros. Como los libros. Cada uno revierte sobre el anterior, lo inventa y lo reconstruye y lo reescribe. A veces con la ayuda del autor».
Me siento tentado de añadir, en tanto tal: a veces el autor mismo es el que destruye o deconstruye una obra ya édita con una obra nueva. Lo hace de todos modos —prevenía yo en la nota liminar de la versión de Hijo de hombre del 82—, de suerte que la última versión de una obra es exactamente la negación de la obra misma; acaso de la obra toda de un autor.
En mi caso, sospecho que esta negatividad deconstructiva es el eje cronológico y semántico de mis obras, de su dilución transformativa, que tiende a borrar las huellas. ¿Es el acto creativo un acto delictuoso? ¿O es la reminiscencia del nomadismo tribal sobre el suelo arcaico? En el folclore paraguayo hay un personaje llamado Pytayovai (el-del-doble-talón), que despista sus huellas engañando con la doble y opuesta dirección de sus pies bifrontes. Tal vez la última y la mejor manera de borrar una huella, la máscara de un rostro, de una obra, sea su ausencia, su deconstrucción, su olvido.
Después de editadas mis dos últimas novelas, Vigilia del Almirante y El Fiscal, escritas ambas en el lapso de un año, confirmé, casi diría con estupor, que yo escribía hacia atrás, en lo que llamamos tiempo, como un cangrejo cronológico, y que este «escribir hacia atrás», es probablemente la constante de casi toda mi producción narrativa, acaso no advertida aún, nítidamente, por la crítica salvo por unos pocos cazadores furtivos, de esos que descubren de pronto que la presa cazada pertenece a una especie en estado de extinción.
El origen de esta perversión óptica, escritural, temporal, tal vez sea el río de mi infancia. Todavía fluye dentro de mí como el río de Heráclito. A cierta distancia del cauce remontaba la corriente de un brazo sinuoso que alimentaba una laguna de aguas muertas. Aquella laguna caliente y turbia estaba poblada de peces extraños, de orquídeas gigantes, de innombrables prodigios.
El río, río, no tenía más que sus recodos orlados de resplandecientes bancos de arena, sus lavanderas locuaces en el amanecer, la indiferente neutralidad de su rápida corriente tachonada de espumas en las crecientes, de victorias-regias, de camalotes, sobre los cuales los pescadores cargaban ramas secas y las convertían en hogueras flotantes las noches de san Juan. Hace poco, después de cincuenta y un años de ausencia, volví a visitar el río. El brazo a contracorriente y la laguna habían desaparecido. Tampoco derivaban ya sobre la corriente los fuegos flotantes de las noches de junio, me informaron los lugareños. Solo continuaba oyéndose el rumor sordo del río en la caja acústica del cauce; acaso solamente en el cauce seco de mi memoria.
En este escenario transcurre la historia de la novela «Contravida», aún inédita [1]. Su tema es justamente este corso e ricorso —hay que pensar en Vico— de una conciencia desdichada que realiza a los saltos el viaje de retorno del salmón tocado por su fin último hacia sus fuentes.
La novela lleva un epígrafe que en cierto modo resume el destino del protagonista (del sujeto), lanzado hacia atrás en la aventura no de recuperación del tiempo perdido sino de su negación, que es una forma de recobrar lo que no se ha tenido nunca. ¿Quién conoce el rostro de su esperanza, quién el de sus obsesiones? ¿Cómo podría entonces reconocerlas cuando aparecen convertidas en realidad?
El epígrafe que he puesto provisoriamente a esta obra en curso alude un poco crípticamente a este «escribir hacia atrás»: «No cesarás de avanzar hacia el origen…», exhorta en el pórtico, acaso porque el pasado es el único futuro que nos queda. Y esta duda se infiltra y contamina toda la historia; de ella solo queda la angustia inexplicable de lo no dicho en la obsesión de narrar; de lo que no se puede decir de ninguna manera y que solo se deja adivinar, como acontece en los sueños.
Al comentar la reelaboración, en 1982, de la novela Hijo de hombre, publicada en 1960, el profesor Sicard observa críticamente, con cierto guiño irónico, la afirmación del autor de que no se trata de «una serie de modificaciones puntuales, sino de una obra completamente nueva». Sicard alude así, de un modo indirecto, a la negación, a la destrucción de la obra anterior, a la negatividad del proceso significante en el que el sujeto no es perdido, sino que resulta multiplicado, cosumándose de este modo su escisión en la ruptura entre el yo y el ello, según la tópica freudiana.
La frase de W.B. Yeats, que sirve de epígrafe a la nueva versión de Hijo de hombre, «cuando corrijo mis obras es a mí a quien corrijo», más que un destaque afirmativo de la voluntad de corregirse el autor corrigiendo un texto mal escrito del que solo él es responsable, no sería así sino una cobertura elusiva de otras intenciones no definidas: por ejemplo, la de una autocrítica ideológica, o la búsqueda de un desplazamiento del centro de gravitación significativa de la obra, incompleto y frustrado, como el propio Sicard lo menciona en unión a otros críticos que se han ocupado de este accidente topológico.
En efecto, con la incorporación de un capítulo y el cúmulo de modificaciones y supresiones, el centro de gravedad de la novela Hijo de hombre se había desplazado del núcleo de unidad familiar, la célula más pequeña —padre, madre, hijo, alegorizado en el capítulo «Hogar»— a las luchas del conjunto social por su liberación.
Es fuerza reconocer que Sicard tiene razón. Él mismo admite:
Cada texto es su propio palimpsesto. Detrás o debajo del texto patente un texto latente está pugnando por librar nuevas significaciones. La reescritura de un texto tiene como función permitir, sin alterar la estructura del original, que el texto latente aflore y subvierta con más nitidez el texto primitivo.
A este texto «latente y subversivo» habría que sumar la presencia del otro texto soterrado de la cultura bilingüe paraguaya, el texto no escrito sino pensado y modulado en la lengua de origen vernáculo, que corresponde a su vertiente oral: un «texto ausente» en la literatura escrita en español, no por ausente menos subversivo, lingüísticamente. La literatura paraguaya es enteramente oral en sus estructuras sintácticas, en su respiración, en su entonación interna, como ya traté de demostrarlo en un trabajo anterior, publicado hace unos años en Hispamérica.
En 1982, veintidós años después de su publicación, intenté la reelaboración de Hijo de hombre basado en «la poética de las variaciones», que era entonces para mí —y sigue siéndolo— una de las claves de la elaboración literaria contra la ilusión de lo original o de lo inédito, mito romántico de la escritura si la entendemos como arte combinatoria cuyas posibilidades no son infinitas puesto que tales variaciones tienen una solución de continuidad y no son simples devaneos formales, sino que responden a una necesidad genética del texto.
Esta «poética de las variaciones», una de mis invenciones retóricas, tiene su justificación en el hecho, no comprobado, de que lo absolutamente original sería ilegible e incomprensible. Solo se puede variar —reinventar— lo ya dicho, lo ya visto, lo ya existente. Crear es creer en lo nuevo, en lo, dicho de otra manera, de una manera de decir que dice por la manera. La justificación es débil, lo reconozco; pero aun así la poética de las variaciones se sostiene en mi opinión desde el ángulo de la libertad de elección de sujeto-autor que trabaja en el universo no infinito, pero sí transfinito, de los significados y los signos.
Sicard lo acepta con reservas: «Dentro de la perspectiva de esa subversión [dice], es realizada parcial e incompletamente (“la poética de las variaciones” reivindicada por Roa Bastos no consiente término) por la versión del 82». Dentro de esta perspectiva —el hallazgo de Sicard me resulta muy útil— el crítico hace aflorar el mito del hueco y la constelación de mitemas que lo configuran en Hijo de hombre, y da varios ejemplos concluyentes.
Este «agujero en el texto» criba sin duda toda mi producción y adquiere en «Contravida» su significación central. Toda la historia se centra en un sujeto inexistente —en lo que podría ser el hueco de un sujeto— que no tiene conciencia de sí, que imagina incluso no haber nacido, pero que, sin embargo, ayuda a vivir a los demás.
El acierto crítico de Sicard es enteramente exacto si al mito del «hueco» integra más el hueco lingüístico del «texto ausente», que acabo de mencionar. Continúa Sicard:
Curiosamente el hueco ha pasado desapercibido por la crítica que se ha interesado en la simbología de Hijo de hombre. Todo pasa como si este mito, negativamente connotado, hubiera sido ocultado por otros cargados de positividad ideológica, connotando sacrificio, heroísmo o generosidad. Así la crucifixión.
En la novela Vigilia del Almirante, en la que Colón es definido como el «Caballero navegante», el mito del hueco permite en él la hipóstasis de Cervantes, como el Caballero andante, o como el Caballero de la Triste Figura. En la novela El Fiscal, el personaje protagónico se transforma en otro sujeto para cumplir un designio cuya frustración lo destruye.
Además de su pertinencia contextual, me interesa retener aquí el concepto significativo del mito del hueco como uno de los que puede inducir el proceso de la significancia, desde el ángulo del sujeto-autor que no puede sino llenar con su sustancia, con sus palabras, el hueco del sujeto-personaje.
La presencia del hueco mitifica así una cadena de significantes que va enlazando, por ejemplo, la proliferación de sujetos en las secuencias de los protagonistas múltiples —representación tal vez del sujeto-masa— en Hijo de hombre. Frente y en torno al antihéroe y narrador interno, Miguel Vera, cada capítulo de la novela tiene su protagonista, y entre todos asumen esa positividad ideológica de heroísmo, sacrificio o generosidad de que hablaba Sicard.
Además del protagonista colectivo —o personaje-masa— que asume la positividad heroica frente a la negatividad individualista del antihéroe y narrador interno, en Hijo de hombre intenté hibridar, por otra parte, dos formas del género narrativo —cuento y novela—, de modo que la simbiosis del género mixto tuviera su unidad en la diferencia y que la estructura contextual de la novela estuviera unida por unidades más pequeñas de relatos conexos pero autónomos. Según la exégesis de Sicard, esta cadena de narraciones cortas configuraría una constelación de mitemas en torno al mito central de la redención del hombre como hijo de sus obras. De aquí, el título.
No sucede lo mismo con Yo, el Supremo, sujeto compacto y unívoco. (Hablo del proyecto novelesco, no de su ejecución final, que no me corresponde juzgar.) Este sujeto parecería rechazar el mito del hueco, o quizás lo incluya de manera indirecta globalizando la entera significación del Supremo Francia como protagonista —como sujeto— que excava y vacía primero la colectividad de la que toma su entero poder, y que luego se excava a sí mismo en la trepidante e incesante erosión de su palabra que continúa sin fin cuando El Supremo no es más que un despojo inhallable, el agujero del Poder en el agujero de una tumba sin nombre. Sus enemigos y detractores, que salen de los agujeros de las mazmorras, no encuentran sino huesos de una criatura en una caja de fideos que uno de ellos lleva a guardar, a «enterrar», en la alacena de su casa, en el agujero de su odio.
El sujeto individual, producto de la represión social puede, no obstante, reducir a su vez y hasta superar la negatividad social y convertirse en opresor, en dictador, en tirano. Con el pretexto de salvar el cuerpo social, la soberanía del Estado, el dictador se autoconvierte en su cabeza pensante y actuante.
La integridad territorial, la patria surgida de la matria, de la matriz en la que la mujer es la representación de la tierra-madre, son preservados por el Supremo Dictador al precio de violarla, de subsumirla en sí mismo, violando al mismo tiempo la identidad del cuerpo social con el cual se identifica al precio de sustituirlo y de convertirse, él mismo, en su representación suprema. En el Supremo Francia el sujeto histórico es aquí, nuevamente, el sujeto andrógino, ambiguo, epiceno, mezcla de varón y de mujer, el único que ha podido someter la negatividad social y ponerla a su servicio.
Dictador letrado, a la romana, en Paraguay a comienzos del siglo XIX, es un caso atípico en la galería de dictadores, tiranos, caudillos y caciques que han infestado la América Latina. No dejó de ser un tirano implacable y cruel, solitario, misógino y austero. Pero la Nación-Estado que él representaba y regía con mano de hierro, sobrevivió a la cabalgata de saqueo, degüello y devastación que hacía retemblar la tierra americana después de la independencia, en el comienzo mismo de otro ciclo colonial.
Así puede decirse que el Paraguay, bajo el Supremo Francia, fue el único país que se declaró libre e independiente y que lo fue en los hechos bajo una dictadura perpetua. Lo que no deja de ser una metáfora algo sarcástica pero exacta. Extraños avatares del sujeto histórico que salía de la barbarie pero que no había entrado aún en la modernidad.
Vuelvo al tema del sujeto en la ficción. Dejo hecha una salvedad: si de alguna manera soy escéptico con respecto a las posibilidades del discurso teórico (y del discurso crítico) para dilucidar el sentido y, más globalmente, los contenidos y significados de los textos de ficción, no lo soy menos en cuanto a la eficacia analítica de los propios narradores (salvo contadas excepciones: Borges, Lezama Lima, Cortázar, Carpentier, entre otros narradores hispanoamericanos) para explicar o interpretar la esencia del fenómeno literario en sus obras o en las ajenas.
Lo propio de este fenómeno, su característica más notoria, es la de no ser consciente de sí, salvo en el armado de las estructuras y en el modelado de las formas. Aun así, siempre será cierto que la forma no es más que el fondo que remonta a la superficie (V. Hugo). Y que sus reverberaciones son especulares y por tanto inversas, sesgadas, elusivas; en todo caso ambiguas.
Ya lo decía el lacónico y lúcido Gracián: «Solo mirando del revés se ven bien las cosas de este mundo».
La función de la crítica contribuye a complementar en forma activa los decaimientos escriturales de los que intentamos transformar la realidad concreta en una realidad simbólica, autónoma y significante en sí misma, a partir y más allá de las referencias al universo referencial que le dan su marco. La literatura de ficción, por realista que fuere, será siempre metarreal, o no será nada.
Como se ha dicho ya tantas veces: a toda gran literatura corresponde siempre una gran crítica. Bataille, Bachelard, Artaud, Blanchot, Barthes (no excluyamos a tantos otros descifradores visionarios de las lenguas y del entramado de los signos, cuyo antecesor más ilustre no es otro que el propio Jean-Jacques Rousseau.
Los críticos anglosajones, alemanes y eslavos (en particular y, más modernamente, los formalistas rusos, seguidos por los componentes del Círculo de Praga) integran el núcleo de esta galaxia de la crítica y la semiótica, con sus continuadores actuales. Todos ellos dan la medida de esta correspondencia.
Estos críticos, estos semiólogos, han realizado sus trabajos teóricos y de investigación aboliendo las fronteras entre la filosofía del lenguaje, el ensayo y la ficción en una fina y rigurosa aleación de teoría y de práctica científicas. La crítica literaria moderna se ha nutrido y perfeccionado en estas fuentes que han influido a su vez decisivamente en otras disciplinas.
Siempre será cierto, sin embargo, que en tanto que vía de acceso a la escritura, la lectura misma es la única que, en última instancia, puede proponer las interpretaciones y variaciones posibles de un texto, de lector a lector; todas válidas, por contradictorias y opuestas que fueren, puesto que, en definitiva, a través de las épocas, el lector es el verdadero autor de un libro; vale decir, el sujeto clave en la investigación de los procesos de significancia.
Con respecto al género historiográfico las cosas varían. Con cautela y sin el menor asomo de ánimo peyorativo me atrevo a considerarlo también como una suerte de género de ficción, vicario de la historia vivida. En la historiografía, el principio de incertidumbre funciona también, aunque de otra manera y a diferente escala.
La ficción literaria (las «historias fingidas», como las llamaba Cervantes) se nutren de algo tan intangible pero que posee una atmósfera de indudable fuerza suscitadora como es el imaginario colectivo. Los autores de ficción se inspiran en él para mitificar y construir sus historias.
La ficción historiográfica, en cambio, utiliza los documentos con su innegable probanza testimonial para «desmitificar» la historia vivida. La corrige, la modifica y hasta la contraría de acuerdo no con la inescrutable verdad de los hechos sino en virtud de los pujantes intereses de época, de grupos dominantes que siempre generan sus profetas, sus cronistas, e incluso, más modestamente, sus adictos comentaristas. No descartemos, sin embargo, a las corrientes críticas que están revolucionando la historiografía moderna. Los avances que se han producido en las ciencias sociales y en otros campos del saber humano han contribuido enormemente a esta transformación.
No obstante, pese a las probanzas documentales más fidedignas, a los memorialistas más honestos con calidad de testigos de época, no hay en rigor historia neutra ni estrictamente objetiva. Nos hallamos aquí en presencia de una presunta neutralidad teórica positivista que superpone el sujeto de la teoría al sujeto de la experiencia histórica y lo anula. No hay historiografía que no esté teñida por una carga ideológica determinada.
La negatividad subjetiva (ideológica) se infiltra e invade, a través de los documentos, los textos historiográficos, contamina sus páginas y gravita ostensible o imperceptiblemente sobre su filosofía. Un mismo documento puede servir para interpretar contradictoriamente un mismo hecho. No deberíamos confundir esta negatividad subjetiva con la negación interior al juicio, que se resuelve en las nociones de polaridad y oposición (las famosas «magnitudes negativas» de Kant), retomadas y reformadas luego por la dialéctica de Hegel y de Marx.
Tras la caída del sistema comunista (que no fue sino la quiebra inevitable del pesado aparato político, negación del materialismo dialéctico de Marx), no es casual que las corrientes del pensamiento progresista contemporáneo se hallen trabajando en la recuperación y reivindicación de la filosofía de Marx, en contraposición al transitorio resurgimiento, en los sectores reaccionarios, de figuras ligadas al pensamiento totalitario, como la de Heidegger o la de Gotfried Benn, entre otros.
Un índice elocuente de que el «principio de incertidumbre» continúa vigente en las ciencias históricas es la multitud de versiones, diferentes y hasta opuestas, que existen sobre los mismos hechos históricos cuya captación y análisis nunca son absolutos ni definitivos, sino relativos. Otro índice: el hecho de que la historia oficial o canónica es siempre la escrita por los vencedores, jamás por los vencidos u oprimidos. Y el más significativo de todos los índices: el que la historia del presente y del futuro no sean más que un tejido de enigmas indescifrables ante los cuales los analistas más sagaces y lúcidos parecen haber perdido la brújula.
El robo a los vencidos de su historia —y por tanto, de su identidad histórica— queda así como otro texto ausente que se refugia en la lengua, en la memoria colectiva, pero que también genera episodios traumáticos cuyos efectos negativos llevan a las colectividades al olvido de la memoria histórica. Sus síntomas se manifiestan como una forma de entropía social, algo semejante a un tipo de astenia en la voluntad de vivir y de actuar, en suma, de producir. En el peor de los casos, la sociedad enferma muestra un estado patológico de corrupción generalizada desde arriba hacia abajo. Situación esta en la que solo triunfan los corifeos del poder político y económico en una pugna que no lleva trazas de extinguirse y produce la amenaza de nuevos brotes autoritarios en el modelo de vieja estirpe.
Este somero y acaso inorgánico relevamiento del sujeto en la ficción, en la producción crítica y en la historia, al tiempo de mostrarnos las dificultades de su enunciación, nos muestra asimismo las vicisitudes, los equívocos y la ambigüedad del enunciador. Tal situación nos propone la necesidad de definir más ceñidamente el concepto de sujeto, su funcionalidad y las mutaciones que esta funcionalidad sufre como eslabón de enlace entre la realidad (en todos sus aspectos) y la escritura en sus diversos géneros de expresión; por extensión, en las demás expresiones artísticas.
Acaso la definición de sujeto que más se aproxima a los propósitos de estas reflexiones sea la aportada por el sicoanálisis actual (lacaniano), que retoma la teoría inicial de Freud: una teoría del sujeto como entidad escindida; vale decir, como unidad determinada y constituida por la represión originaria del organismo social (familia, clan, corporaciones, Estado, grupo, centros hegemónicos, etcétera).
El sujeto asimila el rechazo esquizoide y queda alienado por el peso significante —falseado ideológicamente— de la producción artística, política y, contemporáneamente, por la producción invasora del poder tecnológico al servicio del lucro.
A la inversa de la expansión del universo, el mundo se estrecha y se vuelve cada vez más compacto por la superpoblación y el fenómeno de las comunicaciones. Los antípodas se tocan ya las espaldas.
La violencia endémica de las guerras desencadenadas por el dominio político, territorial, económico o religioso, el miedo, el fanatismo tribal y caníbal, la destrucción ecológica de la naturaleza y de la sociedad, hacen sentir al sujeto innominado de la historia que estas pulsiones ovulan en su seno el sordo terror cósmico del fin último. Es la negatividad irracional de bestias acosadas.
La situación actual del mundo es suficientemente flagrante como lo muestran a diario, a toda hora, a cada minuto, los medios de comunicación masiva audiovisual en una suerte de monumentalismo fúnebre del horror, de la violencia, de la destrucción preapocalíptica.
Por otra parte, la trivialización del sexo en pulsión mortuoria, excremental, no procreadora (hombre y mujer fundidos en un ser epiceno) forma parte de esta negatividad irracional, negadora del hijo, pero al mismo tiempo negadora del padre y de la madre: un proceso de deshumanización generalizada en sus grados más extremos y que no tiene, por cierto, la justificación de la diferencia en la legitimidad de lo existencial, y menos aún en la trascendencia de lo ontológico.
Julia Kristeva, con palabras de Lou Andréas-Salomé, alegoriza con un exabrupto descriptivo, casi obsceno, la situación fisiológica y existencial de esta nueva bestia subhumana que tiene «arrendada la vagina al ano». Y agrega: «Conexión de lo positivo con lo negativo, borradura de la dicotomía pero también de la heteronomía de los géneros, entre rechazo y estasis, entre separación y ruptura (sincastración)».
«Una mujer —escribe Julia Kristeva— puede identificarse con otra mujer, un hombre con otro hombre, tomarse por el término alterno del esquizo, su mellizo, incluso su sustituto. Tal situación deviene el punto de mira, la fascinación de nuestra época». ¿Es esto el esbozo de una anatomía de la especie humana en estado de mutación, cuya finalidad genocida es la de procurar su propia extinción?
Las leyes de la vida, descompensadas, buscan siempre recuperar su equilibrio por los medios más oscuros, anómalos e imprevisibles. La filosofía de la eutanasia anticonceptiva y preventiva, de los procedimientos químicos y mecánicos, de los comportamientos sexuales unidimensionales, se halla subrepticiamente o institucionalmente en vigencia en el mayor proceso de esterilización de las energías de procreación de la especie que registra la historia.
Antes de condenar esta tendencia en un prurito de dogmatismo legitimista, ¿no tendríamos que ver en este sujeto ambiguo, andrógino, anfibológico, epiceno, mutante, un signo de la fatalidad de nuestra época que busca por todos los medios artificiales y naturales escapar del agobio de la superpoblación? Dentro de pocos decenios no habrá más terrenos cultivables, la población del planeta habrá crecido en mil millones de seres humanos, la invasión y polución industrial acabarán por destruir por completo los ecosistemas e incidirán en las perturbaciones climáticas de las altas capas de la atmósfera con consecuencias imprevisibles sobre la vida humana.
¿No es esta eutanasia «preventiva», inexorable, condimentada de discursos y declaraciones en las cumbres de jefes de Estado, un elemento etnocida más, como cualquier otro, en crecimiento exponencial incalculable?
En relación con esta pregunta, ¿qué es pues el sujeto en la historia, en la vida cotidiana, en la producción artística y científica? Veámoslo como una figura henchida de energía síquica, es cierto.Pero está asimismo revestida de carnalidad, ungida de sensualidad narcisística, urgida de priapismo casi masturbatorio, pero también acosada, escindida, por el imposible deseo metonímico. El sujeto es fuerte y al mismo tiempo frágil e impotente, como producto de la censura que instaura el orden social.
En su origen, el sujeto, producto de operaciones semióticas pre-verbales, se convierte de esta manera en el elemento que abre el «proceso de la significancia» y se constituye en el polo indispensable para la verbalización. Podríamos entonces conjeturar que el sujeto existe porque el tejido social y la censura que él impone le dan su soporte y al mismo tiempo lo amenazan y lo inhiben. El rechazo y el deseo se dan la mano. ¿Asesino de su madre o de su padre? ¿Orestes o Edipo?
Originado por la censura social pero amenazado por ella de mudez, de insignificancia expresiva, el sujeto deseante como unidad escindida no tendría posibilidad de expresión verbal ni de cualquier otro tipo de expresión, si no se opusiera a la censura y si no buscara reintegrarse con su entera voluntad de ser y de hacer a la fuente de las pulsiones originarias cuyo núcleo necesario e indisoluble es el carácter social del sujeto, cuya unidad solo puede revelarse y forjarse en la diferencia.
¿No opera pues negativamente este sujeto unilineal, identificado con el término alterno de su esquizo, una modificación en el proceso de la significancia? El estatuto de la ficción no ha hallado aún una respuesta satisfactoria a esta cuestión clave. Incluso la vertiente de la literatura escrita por mujeres no ha sido aún definida en sus características y rasgos específicos, en su esencia de género y de expresión, pese al enorme avance que ella ha producido a lo largo de la historia literaria, emparentando y por momentos superando la producción masculina de nuestro tiempo.
En la noche oscura de las mitografías, el sujeto pronominal, verbal o de cualquier otro género y sustancia, se da entero como una unidad esquizoide, desdoblada, siamesa, pegada por la espalda a la realidad, sin que pueda verle la cara. Mana desde allí su ser uno y dúplice, pero también queda preso de ella como en una jaula de vacío, de oscuridad, de silencio. Si no alcanza a reconocerse en el «otro», el sujeto no dejará de ser prisionero de su propia oscuridad, de su propio vacío.
Lleguemos a una conclusión provisoria, desdichadamente no comprobable ni contemporanizadora: digamos que el sujeto es fruto del tiempo, madurado a lo largo de cien mil años y caído en mitad del siglo abarcando franjas inmemoriales. No resulta extraño, desde este punto de mira, que el historiador —este ficcionalizador de hechos reales en la historiografía— no pueda usar sino el pronombre impersonal.
El historiador es la no-persona; es el viajero omnisciente, pero invisible, inexistente. Si dice YO, la realidad de su ficción evocativa se desvanece en humo, en vacío, en nada. No puede decir: Yo, César…Yo, mendigo… Yo, el amo absoluto de un pueblo… Yo la excesiva, la infinita hormiga…
El narrador de «historias fingidas», en cambio, puede atravesar todos los planos del espejo pronominal y sintáctico, semántico o fantasmático; puede tejer por detrás del roto espejo la trama reverberante y oscura de sus obsesiones; dar nombre a las cosas más irreales y desconocidas, pues lo que en verdad persigue el fabulista es eso: lo real-desconocido, la cara oculta de sus sueños, la cuarta dimensión de la realidad que solo es posible concebirla en la ficción.
(Tomado de la revista Casa de las Américas, no. 248, julio-septiembre de 2007, pp. 93-101).
[1] Publicada en 1995 por la Editorial Alfaguara.
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