El arribo a la plenitud del espíritu. La integración poética de Martí. Lo español, lo americano y lo cubano en su obra. Segunda caracterización. Las nuevas dimensiones que aporta (I)*
Desde Silvestre de Balboa hasta Luisa Pérez de Zambrana hemos visto el proceso por el cual nuestra poesía, mediante una asimilación cada vez más profunda y libre de las corrientes más europeas en beneficio de la expresión de lo cubano, ha derivado de la naturaleza al carácter, del carácter a la intimidad del alma. Pero el alma no es todavía, o no es necesariamente, lo mismo que el espíritu. En los grados del ser el alma ocupa un escalón más bajo, y por eso los místicos de todas las religiones coinciden en la necesidad de suprimir o superar el mundo afectivo, de lograr «la noche oscura», el «vacío del alma», para tener acceso a los planos más altos de la contemplación y la entrega: a la visión unitiva. Porque el alma es el reino del sentimiento, del sentir, de la sensibilidad, de las sensaciones. Es, diríamos, la fuerza centrípeta del ser, que en el alma se siente vivir, y goza, aunque sea dolorosamente, de ese sentirse y vivirse. El espíritu, en cambio, presenta dos notas que lo distinguen: la facultad de objetivación (descrita por Max Scheler en El puesto del hombre en el cosmos) y la capacidad de entrega, de sacrificio. Es la fuerza centrífuga del ser, por la cual puede salir de sí mismo y ofrecerse voluntariamente como víctima amorosa.
Claro que hay un punto, el más fino y alto del alma (lo que algún místico llamó la «punta del alma»), en el cual ambas instancias del ser pueden confundirse. En esa linde precisamente se sitúa José Martí (1853-1895), el «varón fuerte» que pedía Luaces en su Oración de Matatías; «el mejor hombre de nuestra raza», como lo llamó Gabriela Mistral. Sin caer en beaterías ni canonizaciones pueriles, podemos decir con exactitud que Martí significa para nosotros el arribo a la plenitud del espíritu, si no en su dimensión mística (aunque muy cerca parece que estuvo de tocarla en sus últimos días), sí en el doble sentido que le hemos dado a la palabra «espíritu»: objetivación y sacrificio. Y todo ello sin perder, antes bien salvándolos prodigiosamente, los testimonios y las angustias del alma: del «alma trémula y sola».
A su capacidad de objetivación debe Martí la gracia de verlo todo en la luz, hecho imagen viva para los ojos. Sus sensaciones y emociones se le trasmutan con una facilidad maravillosa en formas lucientes.[1] El mundo exterior —naturaleza y sociedad— tiene para él una atracción irresistible. No es Martí un subjetivo. No vive en la inmanencia de sus estados de ánimo. Tiene la pasión de la realidad omnicomprensiva y simultánea. Busca siempre la expresión de validez objetiva universal, pero sin perder el sabor individual de las cosas. Objetividad viviente, no abstracta; de pintor, más que de filósofo, aun cuando se trate de ideas. Mundo y alma, no en las penumbras de la sensibilidad (como acabamos de ver en Zenea y Luisa Pérez), sino en la luz meridiana —universal y trascendente— del espíritu. A su capacidad de objetivación debe, en suma: la plasticidad de sus impresiones, la riqueza de la visión imaginativa y simbólica, y la tendencia a descubrir y fijar, por encima de lo contingente, la ley moral de la vida, de donde le viene el estilo aforístico, tan saqueado por los coleccionistas y catalogadores de sentencias (que generalmente pierden sentido o su fuerza, aisladas del contexto).
En la vocación de entrega,[2] que supone su voluntad de padecer, no solo por el ideal de la patria, sino por los hombres concretos que lo rodean, y por la sustancia misma de lo humano eterno, se fundan su interés, su simpatía, su ternura, su volcarse sin tasa en el amor del prójimo: todo eso que le da una indiscutible vibración apostólica a su vida y a su obra. No le basta a Martí, para ser, saberse y vivirse, ni siquiera proyectarse en una dimensión universal; le hace falta, esencialmente, abrirse, desprenderse, darse. Su ser no es consistencia sino dación. Por eso su vida adquiere pleno sentido en los últimos años, cuando se vuelve puro, voluntario y amoroso sacrificio; cuando, desposeído ya de la vida privada y oculto aún para la gloria histórica, no se reserva nada, no disfruta de nada suyo, no se pertenece a sí mismo, habiendo alcanzado, sin embargo, un máximo de individuación humana; cuando vive a la vez en la sobreabundancia y en el despojamiento.
Simpatía profunda; y en el fondo piadosa, para todo suceso inmediato o lejano, personal o colectivo; amor entrañable a los humildes; culto escogidísimo de la amistad; concepción y prédica, insólitas en la historia, de una guerra sin odios; entrega total de sus dones al servicio de la patria y al servicio de la fraternidad humana; inmolación absoluta del ser. Todo eso está en la dimensión de sacrificio y pasión del espíritu (que es la mitad cristiana que falta en la descripción de Scheler).
Pero, como apuntamos, ni la objetivación ni el sacrificio, le hacen perder el contacto con el desamparo del alma. Y aquí, en la fidelidad a lo vulnerable, a lo herido, a lo callado y oscuro del sentir humano, es donde la voz espiritual y trascendente de Martí alcanza sus inflexiones más profundas y más conmovedoras. No es el espíritu impasible o centrado en la razón, o en la voluntad, sino el espíritu que padece «la pena del mundo»; y que padece, no solo en lo grande y heroico, sino también en lo humilde, en lo cotidiano, en el desvalimiento de la criatura. Se trata, por eso, de la mayor integración humana y poética que hemos tenido, y que ha tenido América. Pero aún es preciso añadir otras razones.
Vimos también, junto al proceso de interiorización, el proceso de desespañolización de nuestra poesía, hasta llegar silenciosamente, con Luisa Pérez, a una especie de elíxir de lo criollo-cubano. Frente a ese doble proceso Martí significa, de una parte, según acabamos de observar, la superación de la inmanencia del alma por la trascendencia del espíritu; de la otra, un replanteamiento radical del problema, es decir: una nueva toma de contacto con las fuerzas originales de lo hispánico.
Antes de Martí, nuestra poesía, con respecto a lo español, se mueve entre el mimetismo y la diferenciación (consciente o inconsciente). Cierto que alcanza esencias preciosas de nuestro ser o de nuestro anhelo de ser, pero no la vemos afrontar el problema ineludible de su destino: el de sus relaciones sustanciales no meramente políticas o afectivas, con España. Desde luego que ese no afrontar, no mirar de frente, no encararse directamente con lo que pertenece al destino y la sustancia, responde a un modo muy criollo-cubano de resolver la cuestión. Ese mirar a otra parte, irse por la tangente, hacerse el desentendido, encierra también formas características y profundas de nuestro ser.
Martí, en cambio, es un espíritu de abierta frontalidad, que va derecho al grano, a la cepa, a la sustancia, que busca la coincidencia de su libertad con su destino. Por eso es el primero entre nosotros que entra a fondo en el problema y lo resuelve genialmente, no por vía de diferenciación, sino por vía de incorporación y trascendencia.
No vamos a referirnos aquí a los múltiples testimonios de amor a España que hay en su obra, ni a su prédica de una guerra sin odios, increíble, para el que no lo conoce, en un hombre que desde niño fue tratado brutalmente por la Metrópoli; increíble también, para el que no sabe quién es, en el revolucionario que hizo posible, con una tenacidad y una inteligencia incansables, el desplome del imperio español en América.[3]
Son hechos de sobra conocidos. Ahora bien: ¿cuál es su causa profunda? La causa está en que Martí, cubano hijo de españoles humildes, emerge él mismo, por don que no se explica, de los senos entrañables de la raza, y de ellos trae, por encima de lo contingente de la historia, las inspiraciones más puras y eternas de lo hispánico. Hispanidad que ya no es solo españolidad (pues en cuanto España se especifica, se envenena), sino también americanidad (porque América es el deseo de España), y, en definitiva, espíritu ecuménico, humanidad universal.
Vocación de libertad, sentido absoluto del honor y del deber, sentimiento de la igualdad y dignidad de todos los hombres, eticismo grave y doloroso, cólera ante la injusticia, entusiasmo alucinado por la empresa imposible y descomunal, voluntad constituida para la fundación y la resistencia: he aquí algunas de las notas características de lo hispánico eterno (tantas veces traicionadas por España y por América), en las que enraiza Martí su vida y su obra.
Él es, a plenitud, el primer cubano-americano (incluyendo la dimensión de americanidad común, no específica, de los Estados Unidos), y el primer americano-hispánico de la raza.
Martí, en suma, no busca separar, independizar, sino para unir, incorporar, en un plano más entrañable. Ni Cuba esclavizada ni España esclavizadora pueden realizar las esencias de lo hispánico, que han de manifestarse en la plenitud de su libertad polémica, en el esplendor de sus contradicciones. Pero el hijo no se individualiza por el simple contraste con el padre, sino asumiendo, en la misma negación, los impulsos más secretos y fecundantes que le dieron origen. Así Martí asume lo español, lo americano y lo cubano en su denominador común, con tal profundidad, que resulta difícil discernir esos elementos en su obra. Vamos, sin embargo, a intentarlo, para valorar mejor el sentido y la fuerza de la integración que él realiza.
Pero antes de hacerlo, digamos dos palabras sobre otra importantísima asimilación que lleva a cabo este espíritu unitario, que no resiste dualidades en su seno, y es la asimilación de la prosa, como en los siglos de oro, a la poesía. Hasta ahora hemos podido referirnos a los poetas cubanos ateniéndonos únicamente a sus versos, y aun haciendo exclusión de sus producciones dramáticas o novelescas. Con Martí esto ya no es posible; la poesía invade toda su palabra: discursos, crónicas, cartas, diarios, cuadernos de apuntes. Todo en él es, no lirismo confesional, sino creación poética en el más vasto sentido. Porque toda realidad a que se acerca sale de su voz como llena de otra luz y otra resonancia, como transfigurada, traspasada a nueva figura más rica, más hermosa y más significativa.
Veamos primero lo español en su prosa y en su verso
En cuanto prosista, si vamos al manar vivo de su lengua, Martí es esencialmente un contemporáneo de los clásicos. Algunos han señalado en su estilo la huella de Santa Teresa y de Gracián. Sin discutir parecidos ocasionales, apuntamos lo siguiente: la esencia de la prosa de la Santa es la llaneza, el habla coloquial, y ciertamente Martí es siempre, bien que con entera naturalidad y suelta vena, un artífice y un artista de la lengua; lo conversacional no constituye el centro de su estilo. En carta a Manuel Mercado escribe: «¡Y yo que a veces estoy, con toda mi abundancia, dando media hora vueltas a la pluma, y haciendo dibujos y puntos alrededor del vocablo que no viene, como atrayéndolo con conjuros y hechicerías, hasta que al fin surge la palabra coloreada y precisa!». Por otra parte la prosa de Gracián se funda en el artificio y el ahorro, mientras la de Martí en la naturalidad y la sobreabundancia. En la misma carta dice: «Y escribir parece ficción. Solo el hablar es natural». En esa contradicción entre la largueza del habla y la artesanía de la escritura, la misma contradicción que hay entre Santa Teresa y Gracián, se sitúa precisamente el estilo de Martí.
Con iguales o parecidos títulos podría relacionársele a San Juan de la Cruz, en cuyas cartas leemos expresiones como esta: «Bueno estoy, aunque el alma muy atrás», que nos recuerdan otras de Martí. Pero en ningún caso, a mi juicio, se trata del fenómeno conocido por influencia literaria. En realidad, Martí nos recuerda, alternativamente, por uno u otro motivo, o bien de modo penetrante y difuso, a todos los clásicos españoles. La razón está, sencillamente, en que él es uno de ellos. No negamos su asimilación a través de fervorosas lecturas. Lo que decimos es que esa asimilación no quedó en él superpuesta, sino que lo llevó a tomar el idioma en el mismo nivel de profundidad en que ellos lo tomaron. Así le sale una prosa que, salvadas las distancias de época, por el ímpetu y el entrañable hervor, es hermana del lenguaje de los maestros áureos.
Esa dimensión española de su obra, aparte el substrato hispánico en que se funda toda ella, tiene para mí dos vertientes principales: la barroca y la estoica. Pero un barroquismo sensual, cálido, abierto, no hermético precioso como el de Góngora, ni frío y abstracto como el de Calderón, ni seco y ahumado como el de Quevedo, ni económico y mental como el de Gracián. Un barroquismo de animación romántica, cuyo ejemplo castizo seria la crónica sobre «El Centenario de Calderón» (1881), pero que va desde la mancha impresionista de sus «Apuntes de viaje por Centroamérica» (1877) hasta el oleaje dramático de sus discursos políticos, como la «Oración de Tampa y Cayo Hueso» —impar estilo de oratoria que hizo decir a Darío: «Sobre el Niágara castelariano, milagroso iris de América». Eso, un barroquismo irisado. Y un estoicismo de cepa senequista, pero sin la orgullosa gravedad de Quevedo, permeado de dolor y de ternura hasta los tuétanos, tal como nos desgarra en las cartas a Mercado[4] y cuaja, como perla de la raza, en la última que escribió a la madre.[5]
Estoicismo también abierto, prometeico y cristiano, cuya esencia no la resignación ni el resistir, sino voluntad de sacrificio, el anhelo de pagar una oscura y enorme deuda anónima, de redimir por la entrega y el dolor.
En cuanto a los versos, en Ismaelillo (1882) Martí acomete él solo, sin pretensión de escuela literaria, una renovación de la poesía con profunda raíz hispánica, anticipándose así a la reacción de Unamuno y Antonio Machado frente al modernismo de tendencia francesa del primer Darío, que iba a dar la pauta general para el modernismo hispanoamericano. También aquí es imposible verificar influencias concretas.[6] En rigor no las hay. Lo que nos conduce difusamente al oro de los clásicos (Gil Vicente, Lope, el Cancionero), es en definitiva la originalidad equivalente, ese arrancar, como ellos, las palabras desde la raíz, con el terrón matinal de la lengua.
En los Versos libres hallamos el anuncio ígneo del verso blanco de Unamuno, cuyo tono ya presentimos en algunas líneas del extraño poema sobre Cristo titulado «Muerto»:
El cavó las atmósferas dormidas;
él contrajo los miembros fatigados,
en haz de luces concentró las idas
mieses descoloridas
de los campos del hombre abandonados;
ungiólo en fuego, lo esparció por tierra.
* * *
Si el Génesis muriera,
si todo se acabara,
el llanto de una madre vivo fuera,
y porque el hijo por quien llora viera,
la nada con el hijo fecundara!
(México, 1875)
La radicalidad de la inspiración y la lengua de Martí, equivalente en vigor espiritual a la de Unamuno, es lo que acerca también sus «endecasílabos hirsutos» a los de «El Cristo de Velázquez». No es posible aducir aquí ejemplos aislados; hay que penetrar en el empuje y la gravitación de ambos orbes poéticos para sentir el relativo parentesco. Pero a partir de ese punto inicial —el absoluto individualismo de la expresión, al margen de toda tradición acuñada; la desnudez, la dureza frecuente, el acento dominador—, la distancia es muy grande entre ambos poetas. Lo español y lo unamunesco de esta zona de la obra de Martí, en suma, consiste en la singularidad, la imparidad, la irrupción de la forma, y en el sentido de batalla del alma, de agonía espiritual, que ya expresaba, en Ismaelillo, «Tábanos fieros», y que aquí rebosa todo el hervor de su palabra. Por eso en el prólogo a los Versos libres dice: «Tajos son estos de mis propias entrañas —mis guerreros». Se observa además, en el idioma, un gusto recio y libre de la cepa casticista, de los posos viejos y los hervores prístinos de la lengua.[7]
De la confusión incandescente de los Versos libres sale el mundo cristalino de los Versos sencillos (1891). En ellos la veta española se objetiviza con más claridad. Podemos señalar algunos momentos:
a) «Para Aragón, en España…», con rasgos de un regionalismo entrañablemente sentido por Martí en su dimensión local y universal:
Y si un alcalde lo aprieta,
o lo enoja un rey cazurro,
calza la manía el baturro
y muere con su escopeta.
b) «Quiero, a la sombra de un ala…». Es evidente en el famoso poemita (cuya vacilante anticipación vimos en «Requiescat in pace», de Milanés), la resonancia estilística del romancero español:
Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor:
él volvió, volvió casado:
ella se murió de amor.
Las notas del romancero que aquí se perciben son dos: la peculiar cadencia rítmica, con gravitación en los finales agudos, y el tiempo legendario donde se sitúan las escenas:
Iban cargándola en andas
obispos y embajadores:
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores.
Más ostensiblemente ceñido al molde medieval está el romance «Los dos príncipes», que hizo Martí sobre una idea de la poetisa norteamericana Helen Hunt Jackson, para La Edad de Oro.
El palacio está de luto
y en el trono llora el rey,
y la reina está llorando
donde no la pueden ver
* * *
Los caballos llevan negro
el penacho y el arnés,
los caballos no han comido,
porque no quieren comer.
c) La parte descriptiva de «La bailarina española», contrapartida andaluza, sensual, plástica y colorista, de la austeridad aragonesa, Poema que entraría de lleno en la línea del modernismo castizo (de la que es modelo el soneto «Una maja» de Julián del Casal), si no fuera el espectáculo mero contrapunto de un espectador adolorido:
El alma trémula y sola
padece al anochecer:
hay baile, vamos a ver
la bailarina española.
Y al final, después del embeleso de los ojos, mostrando una distancia más violenta al refluir la intimidad: «Baila muy bien la española» (ya es una extranjera para él). «Es blanco y rojo el mantón» (última nota sensual, rezagada como un sueño en la pupila del absorto). Pero de pronto despierta; todo ha sido una fantasmagoría:
¡Vuelve fosca a su rincón
el alma trémula y sola!
d) Esta estrofa, ejemplo mínimo del vocabulario español que es frecuente en Martí:
Te odié por vil y alevosa:
te odié con odio de muerte:
náusea me daba de verte
tan villana y tan hermosa.
e) El poema XXVIII que, siendo una muestra indubitable de casticismo en Martí (por la dureza del sentimiento estoico y el sabor del idioma), tiene también mucho de lied:
Por la tumba del cortijo donde está el padre enterrado, pasa el hijo, de soldado del invasor, pasa el hijo. El padre, un bravo en la guerra, envuelto en su pabellón álzase: y de un bofetón lo tiende, muerto, por tierra. El rayo reluce, zumba el viento por el cortijo: el padre recoge al hijo y se lo lleva a la tumba.
6) El poema XXIX recuerda, por el encarnizado juego de palabras algunos apuntes del Cancionero de Unamuno:
La imagen del rey, por ley, lleva el papel del Estado: el niño fue fusilado por los fusiles del rey. Festejar el santo es ley del rey: y en la fiesta santa ¡la hermana del niño canta ante la imagen del rey!
g) La dureza española y la palabra «vil» (que, como «villanía», tan sobrepuesta y forzada suena en los oídos nuestros), reaparece en esta estrofa:
Vamos, pues, hijo viril
vamos los dos: si yo muero,
me besas: si tú... ¡prefiero
verte muerto a verte vil!
Nueva versión de las líneas finales de «Mi reyecillo», que sin embargo nos suenan más tiernas y naturales:
¿Vivir impuro?
¡No vivas, hijo!
h) Cierta hinchazón retórica, al estilo de Segismundo, en este principio:
De mi desdicha espantosa
siento, oh estrellas, que muero...
También con giro de parlamento el pasaje que empieza, refiriéndose al verso, en el último poema del libro:
Y porque mi cruel costumbre
de echarme en ti te desvía
de tu dichosa armonía
y natural mansedumbre....
y termina, en franca retórica castiza:
¿Habré, como me aconseja
un corazón mal nacido
de dejar en el olvido
a aquel que nunca me deja?
i) El estoicismo racial, en fin, tiene expresión fina y recia en muchos de estos versos:
Penas ¿Quién osa decir
que tengo yo penas? Luego
después del rayo, y del fuego,
tendré tiempo de sufrir.
* * *
Vierte, corazón, tu pena
donde no se llegue a ver,
por soberbia, y por no ser
motivo de pena ajena.
Aparte su profundo sentimiento de la unidad hispanoamericana, patente en tantos artículos y discursos (véanse, por caso, «Tres héroes», en La Edad de Oro, y la oración sobre Bolívar de 1893), la americanidad expresiva de Martí la hallamos palpitante en los siguientes rasgos:
1. La amplitud, avidez e impulsión de su prosa en los artículos y discursos. Baste leer el artículo sobre Emerson, de 1882, y el discurso conocido por «Nuestra América», de 1889. Decimos amplitud, porque su palabra tiene en efecto la capacidad de abarcar el hecho americano es toda su fuerza y desmesura. Decimos avidez, porque hay en ella como un deseo impaciente e insaciable de expresar el prodigio de las cosas y la abundancia de su corazón. Decimos impulsión, porque avanza con la vehemencia de un torrente, de un incendio que se propaga, de una carga de caballería. Y estos rasgos son propios de la apertura del espíritu americano, consecuentes con su raíz renacentista y con la inspiradora vastedad de su naturaleza.
2. La celeridad imaginativa y verbal que campea en Ismaelillo y en los Versos libres; el hervor, la incandescencia, la riqueza y rapidez de su verso «vibrante como la porcelana, volador como un ave, ardiente y arrollador como una lengua de lava». Todo esto pudiera asimilarse a la tradición hiperbólica española: Góngora, Goya, Lorca, Picasso. Pero, América ¿no es la hipérbole de España? Y en todo caso, el centro de Martí no es nunca la hipérbole misma (que puede ser hermética, o feroz, o vana, o fría), sino el corazón.[8]
Así sus versos, añade en el prólogo a los libres, le brotan «como las lágrimas salen de los ojos y la sangre sale a borbotones de la herida». Aquí, en este exceso efusivo, está lo americano. Y, al mismo tiempo, en el gusto casi elemental, bárbaro, indígena, por las visiones solares enceguecedoras: «El verso ha de ser como una espada reluciente, que deja a los espectadores la memoria de un guerrero que va camino al cielo, y al envainarla en el Sol, se rompe en alas».
3. La moral y estética de la naturaleza. En el artículo sobre la muerte del filósofo norteamericano, es evidente su adhesión, tal vez sobrepasadora, al sentimiento emersoniano del mundo. Asume, recrea con nueva savia y quizás sobrepuja la meditación de Emerson. Veamos algunas líneas: «Los astros son mensajeros de hermosura, y lo sublime perpetuo. El bosque vuelve al hombre a la razón y a la fe, y es la juventud perpetua. El bosque alegra, como una buena acción. La naturaleza inspira, cura, consuela, fortalece y prepara para la virtud al hombre. Y el hombre no se halla completo, ni se revela a sí mismo, ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza». Trece años después, en uno de sus últimos Diarios, dirá esencialmente lo mismo: «El hombre asciende a su plena beldad en el silencio de la naturaleza».
Este culto de la naturaleza supone una poética natural, que con frecuencia perfila en el contraste de lo virgen americano y lo académico europeo. Así en la primera página de los Versos libres:
Ven, mi caballo, con tu casco limpio
a yerba nueva y flor de llano oliente,
cinchas estruja, lanza sobre un tronco
seco y piadoso, donde el sol la avive,
del repintado dómine la chupa,
de hojas de antaño y de romanas rosas
orlada, y deslucidas joyas griegas,
y al sol del alba en que la tierra rompe
echa arrogante por el orbe nuevo.
(«Académica»)
Ver también en «Estrofa nueva» el pasaje que empieza: «Como nobles de Nápoles, fantasmas…», y termina, con verso de jugo realmente auroral:
No en tronco seco y muerto hacen sus nidos,
alegres recaderos de mañana,
las lindas aves cuerdas y gentiles!
Y lo que en un apunte llamó «la Academia de la Naturaleza»:
Contra el verso retórico y ornado
el verso natural. Acá un torrente:
aquí una piedra seca. Allá un dorado
pájaro, que en las ramas verdes brilla
como una marañuela entre esmeraldas...
A la orla y ornamentación del afeite, se oponen las prístinas y lucientes del alba, del bosque. Otras veces la oposición es entre el campo y la ciudad, dibujando la antítesis con Julián del Casal, quien, enfrentándose a toda la tradición agreste cubana, decía en Rimas:
Tengo el impuro amor de las ciudades,
y a este sol que ilumina las edades
prefiero yo del gas las claridades.
(«En el campo»)
Martí, en cambio, llevando a su más viva plenitud aquella tradición, precisamente porque para él, como profundo americano, el campo es la inmensa «puerta natural» hacia la trascendencia, exclama:
Mi mal es rudo, la ciudad lo encona;
lo alivia el campo inmenso. ¡Otro más vasto
lo aliviará mejor!
(«Hierro»)
Y en los Versos sencillos insiste categórico, añadiendo a los contrastes apuntados las parejas:
a) saber-inocencia:
Callo, y entiendo, y me quito
la pompa del rimador:
cuelgo de un árbol marchito
mi muceta de doctor.
* * *
Yo sé de Egipto y Nigricia, y de Persia y Xenophonte; y prefiero la caricia del aire fresco del monte. Yo sé las historias viejas del hombre y de sus rencillas, y prefiero las abejas volando en las campanillas,
b) hipocresía-pureza:
Odio la máscara y vicio
del corredor de mi hotel:
me vuelvo al manso bullicio
de mi monte de laurel.
c) riqueza-humildad:
Yo he visto el oro hecho tierra
barbullendo en la redoma:
prefiero estar en la sierra
cuando vuela una paloma.
Y, desde luego, la americanísima pareja dogma-libertad. La imagen de la naturaleza como catedral (que vimos en unos versos de Mendive) está en el artículo sobre Emerson: «Para él no hay cirios como los astros, ni altares como los montes, ni predicadores como las noches palpitantes y profundas». Ahora reaparece en dos pasajes bellísimos:
Busca el obispo de España pilares para su altar; ¡en mi templo, en la montaña, el álamo es el pilar! Y la alfombra es puro helecho, y los muros abedul, y la luz viene del techo, del techo de cielo azul.
Y en el poema que es como una nueva versión, más movida y aérea, de «El lago» de Lamartine:
Nunca más altos he visto estos nobles robledales: aquí debe estar el Cristo, porque están las catedrales. Ya sé dónde ha de venir mi niña a la comunión: de blanco la he de vestir con un gran sombrero alón.
4. Sin embargo, junto a la invasora sugestión de la naturaleza y de la Imaginación ligada a ella («de mariposa yendo a Minotauro»), Martí sintió también la inmensa poesía de la gran ciudad moderna y la expresó en sus pletóricas Escenas norteamericanas y en algunos de sus Versos libres, quizás porque esa ciudad en América tiene mucho del misterio y la pujanza de un fenómeno natural. Las Escenas, no obstante su carácter periodístico, solo pueden compararse, por el aliento y el sentido de una poesía de lo simultáneo, con los cantos urbanos o territoriales de Whitman. También Martí gozó, cuan dolorosamente, ese «Manhattan de rostro soberbio y un millón de pies», y cuando, citando a Whitman, nos habla de «los gañanes que charlan a la merienda sobre las pilas de ladrillos, la ambulancia que corre desalada con el héroe que acaba de caerse de un andamio, la mujer sorprendida en medio de la turba por la fatiga augusta de la maternidad»; o cuando nos dice: «Echa el brazo por sobre el hombro a los carreros, a los marineros, a los labradores. Caza y pesca con ellos, y en la siega sube con ellos al tope del carro cargada. Más bello que un emperador triunfante le parece el negro vigoroso que, apoyado en la lanza detrás de sus percherones, guía su carro sereno por el revuelto Broadway…», cómo nos recuerda sus propios versos:
Un obrero tiznado, una enfermiza
mujer, de faz enjuta y dedos gruesos;
otra que al dar al sol los entumidos
miembros en el taller, como una egipcia
voluptuosa y feliz, la saya burda
en las manos recoge y canta, y danza;
un niño que sin miedo a la ventisca,
como el soldado con el arma al hombro,
va con sus libros a la escuela; el denso
rebaño de hombres que en silencio triste
sale a la aurora y con la noche vuelve,
del pan del día en la difícil busca,
cual la luz a Memnom, mueven mi lira.
(«Estrofa nueva»)
O la línea que, ella sola, vale por un poema: «En fango, y nieve, diario o flor pregona».
Pero léanse y reléanse, sobre todo, las infatigables Escenas norteamericanas, donde está el mayor derroche de su prosa, y que no podemos citar aquí con la largueza que daría la fuerza de su acumulación, el centelleo de los detalles, su empuje y remolino.
5. Americano es, en fin, el tono popular de los Versos sencillos. Cuando Bécquer (que es con su asimilación recreadora de Heine, una de las fuentes posibles de este libro), escribe:
Yo me he asomado a las profundas simas
de la tierra y del cielo...
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora...
Yo quisiera escribirle, del hombre
domando el rebelde mezquina idioma…
ese yo es estrictamente individual. O bien utiliza el yo como personificación de aquel «espíritu sin nombre / indefinible esencia», que es su intuición de la poesía:
Yo nado en el vacío, del sol tiemblo en la hoguera... Yo soy el fleco de oro de la lejana estrella... Yo soy la ardiente nube que en el ocaso ondea...
Pero cuando Martí rompe en los Versos sencillos, declarando, primero, su condición de cubano:
Yo soy un hombre sincero
de donde crece la palma,
y antes de morirme quiero
echar mis versos del alma...
después, sin transición, de hombre universal, que integra Naturaleza y Arte:
Yo vengo de todas partes,
y hacia todas partes voy:
Arte soy entre las artes,
en los montes, monte soy...
repasando en seguida, con acento casi fáustico, las esencias de lo que sabe:
Yo sé los nombres extraños
de las yerbas y las flores,
y de mortales engaños,
y de sublimes dolores.
* * *
Yo sé bien que cuando el mundo
cede, lívido, al descanso,
sobre el silencio profundo
murmura el arroyo manso...
o declarando su deseo más hondo:
Yo quiero salir del mundo
por la puerta natural:
en un carro de hojas verdes
a morir me han de llevar...
ese repetido yo no es meramente individual ni simple personificación de otra cosa. Recordemos que estos son los versos de su madurez, que esta forma poética fue su última y definitiva intuición formal. Toda su vida cristaliza en esas estrofas que nos dejó, sin proponérselo, como una especie de Libro de la Sabiduría, con sus rotundas iluminaciones y sus momentos enigmáticos. La calidad de sedimentación, de poso de toda una existencia cuyo impulso central ha sido la ternura humana y el amor a los humildes, le da a estos versos, precisamente por su carácter íntimo y confesional de un espíritu que ha tocado la universalidad, ese tono de sabiduría inmemorial, de sentencia acarreada por el agua de las generaciones: esa participación, en fin, con lo anónimo, que es el mayor triunfo de la persona poética. De ahí que ese yo, sin dejar de ser Martí, antes bien por serlo tan profundamente, nos suena popular en su impulso, en su modo de romper en la estrofa, y en el sentido último de la voz que lo sostiene. Porque no es un yo únicamente leíble o recitable como el de Bécquer, sino un yo cantado, que irrumpe como apoyándose en un rasgueo de la guitarra. Sin la más mínima intención tipicista, la entrada de estos versos de Martí, su acento sentencioso y su apertura de un ruedo, de un espacio abierto para el que va a cantar, están esencialmente en la línea americana del Martin Fierro, salvadas todas las distancias. Comparemos los tonos (recordando también aquel principio del Cucalambé: «A divertiros vengo y os saludo»):
HERNÁNDEZ | MARTÍ |
Aquí me pongo a cantar | Yo soy un hombre sincero |
al compás de la vigüela, | de donde crece la palma, |
que el hombre que lo desvela | y antes de morirme quiero |
una pena extraordinaria, | echar mis versos del alma. |
como la ave solitaria | |
con el cantar se consuela. |
Menos denso, menos o nada telúrico lo de Martí; más transparente y más rápido. Claro que en las notas apuntadas termina el parentesco. Las diferencias son demasiado evidentes para insistir en ellas. Lo que hemos querido señalar es el aire anónimo, popular, del arranque de los Versos sencillos, y su tono de concentración sentenciosa que tan bien se aviene con el molde musical de la tonada americana. Experiencia inolvidable, verdadera iluminación poética, la de oír a Julián Orbón cantar con la música de La Guantanamera, esas estrofas donde Martí alcanza, en su propio centro, las esencias del pueblo eterno:
Si dicen que del joyero
tome la joya mejor,
tomo un amigo sincero
y pongo a un lado el amor.
Por lo demás, el yo de los Versos sencillos es también, en otros casos, ceñidamente personal, como en el poema, ya aludido a propósito del templo natural, que empieza:
Yo visitaré anhelante
los rincones donde a solas
estuvimos yo y mi amante
retozando con las olas.
O en el del «amigo muerto», con inflexión espontánea de los romances viejos:
Yo tengo un amigo muerto
que suele venirme a ver:
mi amigo se sienta, y canta;
canta en voz que ha de doler.
O en el del «paje», que tan grato hubiera sido a la sensibilidad de Heine:
Yo tengo un paje muy fiel
que me cuida y que me gruñe,
y al salir me limpia y bruñe
mi corona de laurel.
Resumiendo lo expuesto hasta aquí sobre la españolidad y la americanidad de nuestro máximo poeta, podemos decir que:
De raíz española son su barroquismo y su estoicismo, pero de fronda y fruto, respectivamente, americanos. Barroquismo sensual, plástico, abierto, ávido, doloroso; estoicismo prometeico, que no excluye antes bien arde en la ternura. Y de estirpe continental, el impulso vasto y sediento de su prosa, la hipérbole que nace del corazón, el deslumbramiento de imágenes solares, el culto de la naturaleza como fuente de la ley moral y de la norma estética, la poesía de lo simultáneo en la ciudad inmensa americana, el yo anónimo y popular a que llega en los versos de su madurez.
[1] «He visto esas alas, esos chacales, esas copas vacías, esos ejércitos. Mi mente ha sido escenario, y en él han sido actores todas esas visiones. Mi trabajo ha sido copiar, Jugo. No hay ahí una sola línea mental. Pues, ¿cómo he de ser responsable de las imágenes que vienen a mí sin que yo las solicite? Yo no he hecho más que poner en verso mis visiones. Tan vivamente me hirieron esas escenas, que aun voy a todas partes rodeado de ellas, y como si tuviera delante de mí un gran espacio oscuro, en que volaran grandes aves blancas». Así escribe, refiriéndose a los poemas de Ismaelillo, en carta a Diego Jugo Ramírez (New York, 23 de mayo, 1882). Ese «gran espacio oscuro» donde vuelan las imágenes como «grandes aves blancas», ¿no es el espacio mismo de la visión?
[2] En sus Cuadernos de apuntes, que con frecuencia constituyen un verdadero diario íntimo, leemos: «Despídete de ti mismo y vivirás». «En esta tierra no hay más que una salvación: el sacrificio». «El martirio: he aquí la calma».
[3] «¿Al español en Cuba habremos de temer? […] ¿Al español llano, que ama la libertad como la amamos nosotros, y busca con nosotros una patria en la justicia, superior al apego a una patria incapaz e injusta? […] ¿Temer al español liberal y bueno, a mi padre valenciano, a mi fiador montañés, al gaditano que me velaba el sueño febril, al catalán que juraba y votaba porque no quería el criollo huir con sus vestidos, al malagueño que saca en sus espaldas del hospital al cubano impotente, al gallego que muere en la nieve extranjera, al volver de dejar el pan del mes en la casa del general en jefe de la guerra cubana? ¡Por la libertad del hombre se pelea en Cuba, y hay muchos españoles que aman la libertad! ¡A estos españoles los atacarán otros: yo los ampararé toda mi vida! A los que no saben que esos españoles son otros tantos cubanos, les decimos: “¡Mienten!”». («Con todos y para el bien de todos», Liceo Cubano de Tampa, 1891).
Fijémonos en tres puntos: a) La «patria en la justicia» es superior al «apego» de la tierra, b) Con qué impresionante autoridad de padre, por encima de las diferencias, dice «¡yo los ampararé toda mi vida!», c) Cuando afirma que son «otros tantos cubanos», quiere sin duda decir, en su desaforado amor, otros tantos hombres justos y cabales.
[4] «Ya estoy, mire que así me siento, como una cierva acorralada por los cazadores en el último hueco de la caverna. Si no caen sobre mi alma algún gran quehacer que me la ocupe y redima, y alguna gran lluvia de amor, yo me veo por dentro, y sé que muero». (Marzo 22 de 1886). En la carta siguiente insiste: «como una cierva, despedazada por las mordidas de los perros, que se refugia para morir en el último tronco». En los Versos sencillos dirá: «Mi verso es un ciervo herido / que busca en el monte amparo…». O bien: «Yo sé de un gamo aterrado / que vuelve al redil, y expira…».
«Saco de mí sin cansarme una energía salvaje, pero noto que estoy llegando ya al fondo de mis entrañas. O tengo un poco de respiro para rehacérmelas, a que me las coman de nuevo, o aquí se acaban. Yo por nada me abato, pero siento que los puntales se me van cayendo». (Nueva York, 1886).
«El recuerdo de mi padre viejo —el amor de mis amigos, y el amor de los niños es lo único que hoy conmueve mi alma aterrada—: fuera de ese cariño a todo lo que padece, que ya Ud. sabe que en mí es vicio: pero, créamelo, el hielo me llega ya a la mano» (ídem)… «pero yo recojo del suelo mis propios pedazos, y los junto y ando con ellos como si estuviera vivo» (id.). En los Versos libres había escrito:
¡Roto vuelvo en pedazos encendidos!
Me recojo del suelo: alzo y amaso
los restos de mí mismo, ávido y triste
como un estatuador un Cristo roto…
«Vine al mundo para ser vaso de amargura. Que no rebosará jamás, ni enseñará sus entrañas, ni afeará el dolor quejándose de él, ni afligirá a los demás con su pena». (18 de febrero de 1888).
[5] A más de las palabras como actos vivos del alma, óigase el tono profundo, ancestral, de sedimentos esenciales: «Montecristo, 25 de marzo, 1895. Madre mía: Hoy, 25 de marzo en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted. Yo sin cesar pienso en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre. Abrace a mis hermanas y a sus compañeros, ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de usted, con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición, ¡Su José Martí! Tengo razón para ir más contento de lo que usted pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca».
[6] Pueden, a veces, relacionarse algunos giros. Siempre que leo «Valle lozano»
Dígame mi labriego
cómo es que ha andado
en esta noche lóbrega
este hondo campo?
Dígame de qué flores
untó el arado,
que la tierra olorosa
trasciende a nardos?
Dígame de qué ríos
regó este prado
que era un valle muy negro
y ora es lozano?,
me viene a la memoria la canción de Gil Vicente:
Digas tú, el marinero
que en las naves vivías,
si la nave o la vela o la estrella
es tan bella.
Digas tú, el caballero…
Digas tú, el pastorcico…
[7] En mi ensayo sobre los Versos libres escribí: «La fuerza irruptora de esta poesía, lo que pudiera llamarse su pathos volcánico, no tiene quizás paralelo en la lírica española. Hay poetas exclamativos del éxtasis, de la contemplación o de la ira. Martí es de estos pero sus exclamaciones no se difunden en la tensión de un discurso poemático, sino que saltan como piedras o vapores empujados por un fuego secreto, abriendo un vacío en la sucesión. Hay también grandes poetas de lenguaje especular o contemplativo, el de Martí está siempre de pie, vibrando inmóvil o avanzando hacia las centelleantes visiones. Con este libro nos sentimos ante el chisporroteo y el crepitar del verso en su horno. A veces, entre las chispas y los bloques ígneos, se vislumbra un fragmento bien fraguado, un trozo unido y radiante como joya tersa, o arma que aún vibra por la empuñadura, o flor que sale del fuego, sonriente y misteriosa. Pero lo común es que se agriete el molde por fuerza expansiva del fuego que lo habita».
[8] «Diríase que hay en estos hispanoamericanos esenciales, como en nuestro Martí, un apriori misterioso de dolor, una capacidad privilegiada de sufrir que excede sus propias penas, o que en ellas cifra y padece las pesadumbres de la raza. El linaje del eticismo hispánico, esa especie de ser teológico que consiste en que no haya arte, ni literatura, ni filosofía, ni política propiamente dichas, sino solo menesteres de salvación o perdición, se dobla entre nosotros de una sensibilidad exacerbada y peculiar, que no sabemos si viene del fondo oscuro de las razas vencidas, o del acrecimiento sensitivo de la mezcla de sangre, o de los relentes y las sugestiones de la teluricidad. Es lo cierto que nuestros actos personales o históricos primigenios no parten del arrojo, ni del cálculo, ni de la inteligencia, ni siquiera de la fe, sino, con todo lo vaga y oscura y hasta ridícula que parezca la palabra, del corazón. Antes que intelectual o teológico, nuestro ser es cordial». (La voz de Gabriela Mistral).
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