El arribo a la plenitud del espíritu. La integración poética de Martí. Lo español, lo americano y lo cubano en su obra. Segunda caracterización. Las nuevas dimensiones que aporta (II)*
Para hablar del amor de Martí a Cuba (a su historia, a sus hombres, a su tierra, a su futuro), no hay otras palabras que las suyas. Léase la colección de escritos agrupados bajo el título de Gente cubana, sus artículos sobre «José de la Luz»[1], «Rafael María Mendive», «Céspedes y Agramonte», «Cuento de la guerra», «Se van los ancianos», «El 10 de Abril»[2], «El general Gómez», «En los talleres», «Caracteres cubanos», «Recuerdos de la guerra», «Manuel Barranco», «El alma cubana»[3] y tantos otros. Y las cartas, y los discursos. Ese amor que en los últimos años cobra una magnitud alucinante, no es ahora el objeto de nuestras consideraciones. Vamos únicamente a precisar tres cosas: la presencia de lo cubano en su obra poética; la visión de la naturaleza y el hombre nuestro que aporta en sus últimos Diarios, y las nuevas dimensiones espirituales que incorpora al sentido de nuestro ser y de nuestra poesía.
A. La presencia de lo cubano en sus versos
En un poema sin mayor importancia, escrito en México en 1876 (un año después del artículo en que contrapone a la Avellaneda y Luisa Pérez, prefiriendo a esta), poema dedicado a Rosario Acuña con motivo de haber sido laureada en Madrid por su drama Rienzi el tribuno, escribía el joven de veintitrés años:
¿No se yergue ante ti, sombra de espanto, pecadora inmortal, nube de llanto, la sombra de la augusta Avellaneda? Y de Orgaz el potente, ¿la olvidada memoria no te humilla, castigo digno de su lira hollada, alma de Heredia que encarnó en Zorrilla?
Este poema es curioso porque en él Martí, excepcionalmente, se liga a los tópicos de la poesía cubana anterior:
¿Qué plátano sonante, qué palma cimbradora, qué dulce piña de oro al cierzo búrgales aroma dieron, ni en castellana tierra florecieron? ¿Quién vio imagen del Cauto rumoroso, de ondas sonoras de movible plata, en el mísero Duero rencoroso que entre rudos guijarros se desata?
No es preciso insistir en el hecho de que Martí enriquece la poesía de la emigración (que tuvo antes de él sus mejores poetas en Heredia y Zenea) con extraordinarios y bellísimos poemas, como «Dos patrias» (Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. / ¿O son una las dos?) y «Domingo triste» (Las campanas, el Sol, el cielo claro / me llenan de tristeza…). Ambos figuran en Flores del destierro.[4]
Entre sus versos no recogidos en libro, flor cubanísima es el mejor soneto que escribió, dedicado a Adelaida Baralt en 1884. El frío de la emigración, ese penetrante frío que conocieron Heredia, Zenea y tantos otros; el hondo, agudo frío desde el cual se fundó nuestra libertad, tiene en estos versos, para mí, su expresión más bella:
Ayer, linda Adelaida, en la pluviosa mañana, vi brillar un soberano árbol de luz en flor, -¡ay! un cubano floral -nave perdida en mar brumoso. Y en sus ramas posé, como se posa, loco de luz y hambriento de verano, un viejo colibrí, sin pluma y cano sobre la rama de un jazmín en rosa. ¡Mas parto, el ala triste! cruzo el río y hallo a mi padre audaz, nata y espejo de ancianos de valor, enfermo y frío, de nostalgia y de lluvia: ¿cómo dejo por dar, linda Adelaida, fuego al mío, sin fuego y solo el corazón del viejo?
De 1887, también en New York, datan sus estrofas «A María Luisa Ponce de León». Allí encontramos estos airosos versos de evocación de la isla:
Como el café que crece en nuestras lomas
da para ti su flor el pensamiento
blanca y serena: en ti la patria siento;
vuelven por ti a ser blancas las palomas.
Y esta añoranza de los palmares, tan distinta de la de Heredia, tocada todavía del arcadismo de la primera visión de lo cubano; añoranza más penetrante y más compleja de sentidos la de Martí:
Me ha dicho un colibrí[5], linda María,
que están todos colgados de azahares
los tristes ¡ay! los mágicos palmares,
en que mi patria es bella todavía.
Ya no es la inocente y voluptuosa delicia de las palmas aisladas, esbeltas, edénicas, lo que se añora, sino la tristeza y la magia de los palmares profundos. ¿Y por qué son mágicos? Hay algo que se nos escapa siempre en este verso; no podemos abarcarlo, como al de Heredia; está henchido de un exceso dramático (que nos recuerda «los profundos suspiros de las palmas» de Iturrondo); permanece vibrando como una cuerda oscura en la luz.
En los Versos sencillos hay dos poemas de asunto cubano explícito. El primero es la evocación de una noche de revuelta y peligro en La Habana. El procedimiento tiene algo de cinematográfico. Es una sucesión de imágenes rápidas y fragmentarias:
Pasa, entre balas, un coche:
entran, llorando, a una muerta:
llama una mano a la puerta
en lo negro de la noche.
El sabor cubano se acumula al final, en la escena de los habaneros respetuosos (con algo también de cuento para niños) y las inflexiones coloquiales de la voz de la madre:
A la boca de la muerte, los valientes habaneros se quitaron los sombreros ante la matrona fuerte. Y después que nos besamos como dos locos, me dijo: «Vamos pronto, vamos, hijo: la niña está sola; vamos!».
El otro poema aludido es una visión trágica de la esclavitud, que parece basarse en una experiencia directa de Martí:
Rojo, como en el desierto, salió el sol al horizonte; y alumbró a un esclavo muerto, colgado a un seibo del monte. Un niño lo vio: tembló de pasión por los que gimen: y al pie del muerto, juró lavar con su vida el crimen.
Las primeras estrofas y sobre todo los versos: «Andaba la hilera, andaba, / de los esclavos desnudos», nos recuerdan el pasaje visionario de «Pollice Verso»: «¿Veis los esclavos? Como cuerpos muertos / atados en racimo, a vuestra espalda / irán vida tras vida…». «¡Oh, qué visión tremenda! ¡Oh qué terrible / procesión de culpables!».
Otros rasgos de cubanidad más secreta (ya no temática sino expresiva o sensitiva), creemos hallar en los Versos sencillos, y son los siguientes:
a) Cubano nos parece el modo que tiene Martí de atacar un mismo asunto por varios lados o planos, sin transición ni enlace, en fuego graneado.
Este modo aparece especialmente en los poemas I y III de la colección. En el primero, según ya vimos, inmediatamente después de los versos: «Yo soy un hombre sincero / de donde crece la palma…», sin transición declara: «Yo vengo de todas partes, / y hacia todas partes voy…». En seguida dice lo que sabe y lo que ha visto («yo sé», «yo he visto…»): el ápice de su experiencia en chispazos y sentencias que buscan siempre un sentido mayor, un sobrepasamiento intuitivo de la anécdota. Cada estrofa constituye unidad cerrada. El acento es categórico. Se han suprimido los enlaces y las comparaciones; desaparece (cumpliéndose uno de los ideales de Mallarmé) la servidumbre del «como». La actividad verbal rige los versos, y entre dos verbos posibles, Martí prefiere el más activo, el más violento: donde pudiera decir: «sacar mis versos del alma», dice: «echar mis versos del alma». El asunto es uno: la unidad contradictoria y dolorosa de la vida; pero no hay transiciones, discurso, secuencia. En esa reducción a lo esencial está la madurez poética de Martí. En ese atacar cada vez desde un ángulo distinto, en ese despego de toda continuidad lógica y retórica, está para mí la cubanidad intrínseca de su madurez.
El poema III nos muestra el mismo fenómeno. Entre estrofa y estrofa se abre un vacío; no sospechamos cómo va a irrumpir la próxima, pero sentimos, sin explicaciones, el evidente parentesco de una idea con la otra. Así en estas dos:
Odio la máscara y vicio del corredor de mi hotel: me vuelvo al manso bullicio de mi monte de laurel. Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar: el arroyo de la sierra me complace más que el mar.
A veces la ausencia de enlaces y explicaciones produce esos momentos enigmáticos, de un encanto misterioso e inextinguible, como en el pasaje del obispo del templo natural de la montaña:
El obispo por la noche sale, despacio, a cantar: monta, callado, en su coche, que es la piña de un pinar. Las jacas de su carroza son dos pájaros azules: y canta el aire y retoza, y cantan los abedules.[6]
Lo natural y lo extraño se barajan sin cesar en la poesía de Martí. Así después de esas estrofas fantásticas, con atmósfera de elfos y duendes, que al menos en nuestra sensibilidad tienen un sabor casi onírico, salen los versos rotundos, clarísimos, henchidos de bienaventuranza cósmica, dorados por la abeja que preside la plenitud de este libro:
Duermo en mi cama de roca
mi sueño dulce y profundo:
roza una abeja mi boca
y crece en mi cuerpo el mundo.
La penúltima estrofa es un amanecer cubanísimo:
El clarín, solo en el monte,
canta al primer arrebol:
la gasa del horizonte
prende, de un aliento, el sol.
b) Cubano me parece también, en medio del hervor, la abundancia y la gallardía de Martí, su anhelo de echarse a morir, sin hiel y sin cólera, en el último rincón, al pie del «último tronco»; su peculiarísima sensibilidad, aparentemente contradictoria en un espíritu tan activo y solar, para «lo callado», «lo mudo», «lo oscuro». Así en estos versos:
Yo sé de un gamo aterrado
que vuelve al redil, y expira,—
y de un corazón cansado
que muere oscuro y sin ira.[7]
* * *
¡Volveré, cual quien no existe,
al lago mudo y helado:
clavaré la quilla triste:
posaré el remo callado!
* * *
Mi verso es de un verde claro
y de un carmín encendido:
mi verso es un ciervo herido
que busca en el monte amparo.
Los ejemplos pudieran multiplicarse, sobre todo en sus cartas.
c) Imponderablemente cubanos me parecen también esos otros versos que están como en el abismo cristalino de la sencillez del alma, con su contrapunto ornamental sombrío:
Yo pienso, cuando me alegro
como un escolar sencillo,
en el canario amarillo,—
que tiene el ojo tan negro.
Y, sin duda, los versos a «la rosa blanca», tan fatalmente destinados al tópico escolar de la República, a la imagen simple, candorosa, con el punzó y el azul celeste y el blanco aire de la bandera detrás, pero en el fondo ferviente y segura como ninguna otra devoción de nuestro pueblo.
Pasando ahora a los poemas ocasionales de sus últimos años, comprobamos cómo en ellos gana terreno el sabor de lo cubano. Véanse, por ejemplo, sus versos «A Ana RitaTrujillo» (1893) y «A Melitina Azpeitia» (1894):
No sé, Melitina hermana, que en este mundo haya cosa como la mañana hermosa en una selva cubana. Primero es perla dormida que va despertando al coro, y luego la perla es oro, y luego fragua encendida.
Véase sobre todo la redondilla blanca, inmensa en su brevedad, escrita ya con la pluma de las secretas despedidas:
Un niño, de su cariño,
me dio un beso tan sincero
que al morir, si acaso muero,
sentiré el beso del niño.
La nota cariñosa, cubanísima, es invasora en las cartas llenas de gracia, de efusión, de blandura afectiva, de detalles tiernísimos; y en sus despedidas que nos sobrecogen. ¿Cómo leer en calma las cartas a Manuel Mercado, y las arrasadoras de belleza y ternura que escribió en sus últimos días a María y Carmen Mantilla, con esa larga y anhelante letra doblegada por un poderoso viento? Cubana a fondo es toda esta veta de su obra. Véanse también las redondillas «A Serafín Sánchez»: «Mi señor don Serafín…», síntesis de su vida en vísperas del viaje final:
De tanto mover la pluma por obligación y oficio, sin más fruto y beneficio que un poco de pan y espuma. De tanto forzar los bríos que —siguiendo el noble ejemplo de un don Serafín, retiemblo más, mientras más son los fríos. De tanto avivar la fe que se muere, o que se esconde, de tanto cuidar adonde nadie cuida, y nadie ve. De tanto alzar con mis manos pobres, obscuras y solas, sobre la hiel y las olas casa igual a mis cubanos. De tanto esperar —¡es cierto que lo espero cada día!— que acabe al fin la agonía en el reposo del muerto, me entran como temporales de Silencio —precursor de aquel silencio mayor donde todos son iguales.
De puro juego es la cubanía de las «Rimas» que reprodujo Darío en su artículo sobre Martí: «Guajirilla ruborosa / la mejilla tinta en rosa…». En cambio, con una cubanidad coloquial entrañable nos llega este extraño poema vallejiano, quizás mero apunte o fragmento, que es, junto con aquellos versos «libres», también prevallejianos:
... yo respeto
la arruga, el callo, la joroba, la hosca
y flaca palidez de los que sufren...
(«Bien: yo respeto»)
lo más adelantado a su tiempo, lo más inimaginable en una sensibilidad romántica o modernista, lo más actual o secretamente destinado para nosotros:
Mi padre era español: ¡era su gloria
los Domingos, vestir sus hijos!
Pelear, bueno: no tienes que pelear, mejor:
aun por el derecho, es un pecado
verter sangre, y se ha de
hallar al fin el modo de evitarlo. Pero, si no
santo sencillo de la barba blanca.
Ni a sangre inútil llama tu hijo,
ni servirá en su patria al extranjero:
Mi padre fue español: era su gloria,
rendida la semana, irse el Domingo,
conmigo de la mano.
(«Yo callaré»)
Solemne, sobrecogedora página; líneas como escritas con sangre; de un desaliño, de un despojamiento ya supraliterario; alma echada en el papel como lo hará el peruano; letras donde está la síntesis desnuda y desgarrante, el drama completo del pobre viejo español y el hijo cubano rebelde, que lo ve, que los ve ahora, en el recuerdo, con los ojos arrasados de una insondable piedad.
Resumiendo, los rasgos que hemos señalado hasta aquí, con independencia del tema cubano explícito y de las evocaciones ocasionales de la isla, son los siguientes:
- El despego del encadenamiento lógico y retórico, de la secuencia temática formal; la rapidez imprevisible, la agilidad intuitiva, la ausencia de transiciones que son características de sus Versos sencillos.
- Su desvío de lo apoteósico, de lo retumbante y espectacular, notable en el orador que era capaz de hacer las más deslumbradoras fiestas del idioma; su rechazo de ese vicio español (reverso de la virtud senequista) que pudiéramos llamar «el destino retórico».
- El cariño, la ternura, el tono querencioso, la exquisitez afectiva que campean en sus versos de amistad y sobre todo en sus cartas.
- La cubanidad coloquial entrañable a que llega en algunos momentos de su poesía, señaladamente en el poema «Mi padre era español».
B. Visión de la naturaleza y el hombre nuestro
Cuando Martí arriba a Santo Domingo, en febrero de 1895, está en el colmo de sus facultades humanas y poéticas. El dolor del hombre, la «agonía» de la patria, lo han afinado como un instrumento maravilloso. Su mirada es un cénit. Por eso al enfrentarse con el paisaje y el hombre antillanos, lo ve todo con ojo de piedad entrañable, que no significa lástima sino participación en la luz del espíritu.
Le interesa en seguida el lenguaje antillano: «La frase aquí es añeja, pintoresca, concisa, sentenciosa: y como filosofía natural». Le interesa en seguida, y más, el que habla, su misterio: «El que habla es bello mozo, de pierna larga y suelta, y pies descalzos, con el machete siempre en puño y al cinto el buen cuchillo, y en el rostro terroso y febril los ojos sanos y angustiados». En la adjetivación de la última frase ya está la penetración, no sicológica, sino poética, amorosa, secreta, participante.
Los retratos son prodigiosos. Véanse el de don Jacinto, el de Ceferina Chávez, el del guía haitiano, el de Nephtalí, el del «eterno barbero». Los paisajes, de una plenitud que desconocían nuestras letras, y las españolas de su tiempo: «Nos rompió el día, de Santiago de los Caballeros a la Vega, y era un bien de alma, suave y profundo, aquella claridad. A la vaga luz, de un lado y otro del ancho camino, era toda la naturaleza americana…». Y así hasta: «De autoridad y fe se va llenando el pecho». O bien el inolvidable, realísimo y como soñado paisaje de costa: «A paso de ansia, clavándonos de espinas, cruzábamos a la media noche oscura, la marisma y la arena…».
Le interesa la ciencia campesina; ve los tipos pintorescos, sin quitarles su color y sabor local ni su extravagancia, antes subrayándolos como dignidades propias: cada hombre, un rey. Así como hace con una sala, que de un «ojeo», dice, la copia, igual hace con un pueblo. Véase la minuciosidad de lo que ve en Ouanaminthe un sábado y en Petit Trou el domingo siguiente: «Como un cestón de sol era Petit Trou aquel domingo…». Léase todo, que todo es joya. Señalo tres: «Y abrí los ojos en la lancha, al canto del mar…». «Pasan volando por lo alto del cielo, como grandes cruces, los flamencos…». Y, sobre todas, la página absoluta de este cuaderno: «David, de las islas Turcas…», quizás el más bello elogio que hizo, y el mayor ejemplo de su participación con los humildes.
Pero leer el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos es como leer un texto sagrado. El estilo resulta mucho más rápido, más urgido, a puro apunte y cifra. Mundos del alma se acumulan en palabras sueltas, en pausas hondas. La despedida, en tres trazos: «Lola, jolongo, llorando en el balcón». La llegada (la inmensa llegada) en dos: «Salto. Dicha grande».
Lo antillano (que desde lejos puede parecer lo mismo) no es igual que lo cubano. Ahora sentimos otra cosa. Menos ondulación y blandura en la atmósfera, en el paisaje, en el habla; ningún pintoresquismo; algo más ardiente, más velado, más seco y despegado sobre el fondo cariñoso. Es también la tensión, la fraternidad en el peligro, el fervor de la guerra.
No se reposa este Diario, como el anterior, en escenas y cuadros aislables. La agitación de la marcha, la apretura del apunte, lo impiden. Comidas agrestes, medicina guajira, cuentos de la otra guerra, se agolpan y mezclan, en el libre y azaroso fluir de las jornadas, con rápidos esbozos humanos, y venturas del paisaje, y preocupaciones crecientes de Martí por el destino de la Revolución. Su mirada es ya una centella. Lo ve todo, hasta el fondo: la solicitud cariñosa, el pudor de los hombres, la pena callada; y también la corrupción, la miseria, el recelo.
Rara vez se le solaza la prosa. Pero en las vislumbres fúlgidas nos prende, y coge, como nunca antes, lo cubano en su plenitud natural y espiritual. Veamos algunos pasajes, sin perder detalle. Ya aquí todo (cada palabra, cada giro, cada pausa, cada signo de puntuación) es esencial.
Primero, escenas de la marcha:
Luego, a zapato nuevo, bien cargado, la altísima loma, de yaya de hoja fina, majagua de Cuba, y cupey de piña estrellada. Vemos, acurrucada en un lechero, la primera jutía. Se descalza Marcos, y sube. Del primer machetazo la degüella. Está aturdida: Está degollada. Comemos naranja agria, que José coge, retorciéndolas con una vara: «¡qué dulce!». Loma arriba. Subir lomas hermana hombres.
(Es tan absoluto su modo de nombrar, que ya las plantas parecen cuerpos gloriosos, llenas de otra luz radiante: «yaya de hoja fina», «cupey de piña estrellada». En seguida aparece la jutía, y en el machetazo que la degüella, toda la intemperie cubana. Lo aforístico, la ley escondida en cada experiencia, salta natural).
Todos ellos, unos raspan coco, Marcos, ayudado del General, desuella la jutía. La bañan con naranja agria, y la salan, El puerco se lleva la naranja, y la piel de la jutía. Y ya está la jutia en la parrilla improvisada sobre el fuego de leña. De pronto hombres: «¡Ah hermanos!». Salto a la guardia. La guerrilla de Ruenes. Félix Ruenes, Galano, Rubio, los 10. Ojos resplandecientes.
(El idioma, atestado de realidad. Estamos viendo ese «fuego de leña», sus lenguas entrando ávidas en la luz. «De pronto» [todo sucede así, por apariciones y desapariciones súbitas], los otros carbunclos, el cargado y misterioso brillo fugaz (la sed, que él ve siempre] de los que llegan: «ojos resplandecientes»).
Pronto llegan también, reproduciéndose un gesto inmemorial, las sagradas ofrendas:
Dormimos, envueltos en las capas de goma. ¡Ah! antes de dormir, viene, con una vela en la mano, José, cargado de dos catauros, uno de carne fresca, otro de miel. Y nos pusimos a la miel ansiosos. Rica miel, en panal. Y todo el día, ¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado! Miro del rancho afuera, y veo, en lo alto de la cresta atrás, una paloma y una estrella.
(Hasta la gravedad del destino se transfigura entre nosotros como ingravidez dichosa, ligereza, aire). Veamos ahora el retrato de un mozo, mínimo y magistral, con arte ávido: «El pájaro, bizambo y desorejado, juega al machete; pie formidable; le luce el ojo como marfil donde da el sol en la mancha de ébano».
Y el retrato de un espía. (¡Cómo ve siempre, secreta, la angustia! ¡Y cómo se le desborda, en vena que sin quererlo él nos regocija, la sobreabundancia de la expresión!):
Se fue a la centinela, y se escurrió. Descalzo, ladrón de monte, práctico español; la cara angustiada, el hablar ceceado y chillón, bigote ralo, labios secos, la piel en pliegues, los ojos vidriosos, la cabeza cónica. Caza sinsontes, pichones, con la liria del lechuzo.
Y la fragancia, en la resonante soledad azul, de un tiroteo, con ese lindo diálogo ejemplar de Hispanoamérica, que ya, en el momento de producirse, parece legendario:
A las once, redondo tiroteo. Tiro graneado, que retumba, contra tiros velados y secos. Como a nuestros mismos pies es el combate, entran, pesa das, tres balas que dan en los troncos. «¡Qué bonito es un tiroteo de lejos!», dice el muchachón agraciado de San Antonio, un niño. «Más bonito es de cerca», dice el viejo.
Y el retrato neto, con fino y ponderado elogio, de un jefe negro.
Victoriano Garzón, el negro juicioso de bigote y perilla, y ojos fogosos, me cuenta, humilde y ferviente, desde su hamaca, su asalto triunfante al Ramón de las Yaguas: su palabra es revuelta e intensa, su alma bondadosa y su autoridad natural: mima, con verdad, a sus ayudantes blancos, a Mariano Sánchez y a Rafael Portuondo; y si yerran en un punto de disciplina, les levanta el yerro. De carnes seco, dulce de sonrisa: la camisa azul y negro el pantalón: cuida uno a uno de sus soldados.
Y la flor de la generosa hospitalidad de amplio gesto (con rápidos lienzos esbozados, y el ojo siempre agudo para la pena oculta):
El ingenio nos ve como de fiesta: a criados y trabajadores se les ve el gozo y la admiración: el amo, anciano colorado y de patillas, de jipijapa y pie pequeño, trae Vermouth, tabacos, ron, malvasía. «Maten tres, cinco, diez, catorce gallinas». De seno abierto y chancleta viene una mujer a ofrecernos aguardiente verde, de yerbas: otra trae ron puro.
«Aquí tienen a mi señora», dice el marido fiel, y con orgullo: y allí está en su túnico morado, el pie sin medias en la pantufla de flores, la linda andaluza, subida a un poyo, pilando el café. El casco tiene alzado el cabello por detrás, y de allí le cuelga en cauda: se le ve sonrisa y pena.
Y el retrato formidable de otro héroe negro, que en su elogio casi alcanza talla homérica. (¡Y qué categóricos, absolutos, legendarios, suenan también los nombres en su prosa: Victoriano Garzón, Casiano Leyva! Diríase que, después de él, ya no hay nombres ni hombres así):
Veo venir a caballo, a paso sereno bajo la lluvia, a un magnífico hombre, negro de color, con gran sombrero de ala vuelta, que se queda oyendo, atrás del grupo y con la cabeza por sobre él. Es Casiano Leyva, vecino de Rosalío, práctico por Guamo, entre los triunfadores el primero, con su hacha potente: y al descubrirse le veo el noble rostro, frente alta y fugitiva, combada al medio, ojos mansos y firmes, de gran cuenca; entre pómulos anchos; nariz pura; y hacia la barba aguda la pera canosa: es heroica la caja del cuerpo, subida en las piernas delgadas: una bala, en la pierna: él lleva permiso de dar carne al vecindario; para que no maten demasiada res. Habla suavemente; y cuanto hace tiene inteligencia y majestad.
(La imagen del negro épico, como la de las ofrendas de la tierra —que tiene su origen en los presentes de los indios a Colón—, aparece ya en el Espejo de paciencia. Casiano Leyva es de la estirpe del heroico Salvador La figura máxima de este linaje, desde luego, Antonio Maceo).
Nos sobrecoge, como algo sagrado, el contacto de Martí en sus últimos días con la arcilla y el agua de su tierra (la tierra, por vez primera entre nosotros, del espíritu). Su fruición es filial, profunda, misteriosa: «La lluvia de la noche, el fango, el baño en el Contramaestre: la caricia del agua que corre: la seda del agua».
A Rosalío, el vecino de Leyva, lo queremos como a David de las islas Turcas, porque en la última página del Diario, dos días antes de morir, escribe Martí: «Rosalío, en su arrenquín, con el fango a la rodilla, me trae, en su jaba, de casa, el almuerzo cariñoso: “por usted doy mi vida”».
El primer texto que conocemos de Martí, la carta a su madre cuando tenía nueve años (fechada en Hanábana, octubre 23 de 1862), habla de un río crecido, el Sabanilla. La última página de su Diario (mayo 17 de 1895) termina también con un rio crecido: «Está muy turbia el agua crecida del Contramaestre, —y me trae Valentín un jarro hervido en dulce, con hojas de higo».
El contacto directo con nuestra naturaleza, monte adentro y en la madurez de su mirada y su palabra, religa a Martí de un golpe con tradiciones poéticas cubanas que hasta entonces no lo habían tocado por modo apreciable. Y de un golpe también las lleva a su mayor belleza y sentido. Así ocurre con la enumeración arbórea y el rumor, que desde las primeras Lecciones venimos persiguiendo.
Los árboles, tan ingenua e infatigablemente trabajados por nuestra poesía anterior, los coge ya en su categoría, en su ser completo. He aquí —¡ah, ciegos precursores anhelantes: Poveda, Iturrondo, Cucalambé…!—, al fin satisfactoriamente asumido y nombrado, no como simple paisaje, sino como fondo natural absoluto del destino, el bosque cubano:
De suave reverencia se hincha el pecho y cariño poderoso, ante el vasto paisaje del río amado. Lo cruzamos, por cerca de una seiba, y, luego del saludo a una familia mambí, muy gozosa de vernos, entramos al bosque claro, de sol dulce, de arbolado ligero, de hoja acuosa. Como por sobre alfombra van los caballos, de lo mucho del césped. Arriba el curujeyal da al cielo azul, o la palma nueva, o el dagame que da la flor más fina, amada de la abeja, o la guásima o la jatía. Todo es festón y hojeo, y por entre los claros, a la derecha, se ve el verde del limpio, a la otra margen abrigado y espeso. Veo allí el ateje, de copa alta y menuda, de parásitas y curujeyes; el caguairán, «el palo más fuerte de Cuba», el grueso júcaro, el almácigo, de piel de seda, la jagua, de hoja ancha, la preñada güira, el jigüe duro, de negro corazón, para bastones, y cáscara de curtir, el jubabán, de fronda leve, cuyas hojas, capa a capa, «vuelven raso el tabaco», la caoba, de corteza brusca, la quiebra hacha de tronco estriado, y abierto en ramos recios cerca de raíces, el caimitillo y el cupey y la pica-pica y la yamagua, que estanca la sangre.
Y al bosque nocturno, a la fiesta y delicia y misterio del rumor (ya anotado por Colón, según vimos), se dedica la página más poemática del último Diario, su fragmento de más libre poesía:
La noche bella no deja dormir. Silba el grillo; el lagartijo quiquiquea, y su coro le responde, aún se ve, entre la sombra, que el monte es de cupey y de paguá, la palma corta y espinada; vuelan despacio en torno las animitas, entre los nidos estridentes, oigo la música de la selva, compuesta y suave, como de finísimos violines; la música ondea, se enlaza y desata, abre el ala y se posa, titila y se eleva, siempre sutil y mínima —es la miríada del son fluido: ¿qué alas rozan las hojas? ¿qué violín diminuto, y oleadas de violines, sacan son, y alma, a las hojas? ¿qué danza de almas de hojas?
Este Diario significa el primer contacto inmediato del espíritu, en el trance supremo del sacrificio, con nuestra naturaleza y nuestros hombres. Pero una cosa es lo que Martí gana para todos en el precioso testimonio de sus incorporaciones, y otra lo que su mirada transparenta como realidad distinta de él. Detrás de sus palabras y su fervor, palpita el hecho cubano a secas (no ya el hecho martiano) con tanta fuerza y legitimidad, que de ese trasfondo nos llegan nuevos rasgos para enriquecer la caracterización venimos intentando.
En medio de una naturaleza que no es nunca desmesurada, que tiene que siempre la medida manual del hombre, que es puro destello y rumor, «festón y hojeo», y vetas cambiantes del aire, los hombres comunes, oscuros, que nos pinta Martí (a veces de un solo trazo), están, rigurosamente hablando, a la intemperie. Sentimos que nada los abriga, que ningún escudo (llámese catolicismo, nacionalismo o simple regionalismo) los protege. Solo el misterio del calor humano les da un poco de sombra. Pero en sus relaciones, aún estrechadas por la tensión del peligro y la comunidad del ideal patriótico, percibimos un peculiar despego. El modo mismo de querer, de ser cariñoso, es en el fondo como cálida o suavemente huraño, como provisional, como despegado. El cubano es más tierno que el español, pero no tiene apego último. Esta contradicción es típica de su carácter. Puede ser cariñoso hasta el mimo, pero no se hunde ni enraiza en ese cariño; de pronto se desprende, sale, salta, va a otra cosa. Así en el Diario hallamos la ternura viril, la fineza natural en el trato, la devoción estremecida, la hospitalidad hermosa del cubano, pero sentimos también su fondo de despego ardiente (porque no se trata de frialdad o indiferencia), el rescoldo siempre vivo de su soledad ontológica. No una soledad individual, de la que seamos conscientes (pues este es rasgo universal del hombre), sino una soledad inconsciente, histórica, casi diríamos nacional, en la cual se reside. Porque el cubano, en cuanto tal, no se asienta en ningún dogma ni echa raíces en sus propias costumbres ni se aposenta profunda y realmente, como el español o el mexicano, en su ser de cubano. Claro que al no hacerlo, por eso mismo, toca la peculiaridad de su ser. En el momento del último Diario de Martí, por otra parte, hay dos fuerzas cohesivas tremendas que actúan sobre esos hombres que él nos pinta o nos transluce: el ideal de la patria libre y la presencia del propio Martí. Añádanse los trabajos comunes, el peligro que están corriendo juntos. El Diario está lleno de ojos que centellean, de gestos de fina y pudorosa reverencia, de cortesías recias y veladas. Pero en el machetazo que degüella a la jutía, está la intemperie cruda, destemplada y sin amparo de lo cubano. Si de Heredia a Zenea vimos su revelación como lejanía, ya aquí se nos abalanza como hiriente inmediatez. Y sabemos que cuando aquellos ideales pierdan su vigencia y este hombre maravilloso desaparezca, habrá que vivir a pulso, irguiéndose sobre la nada suave y creciente de los días.
C. Nuevas dimensiones espirituales que incorpora
Cuatro son, a mi juicio, los grandes aportes de Martí a nuestra poesía y al ahondamiento de nuestro ser
El sentido trascendente de la vida
Para él la existencia es un combate espiritual, una «agonía» en la acepción que le dará Unamuno, a la cual se adelanta (y el propio Unamuno alguna vez llamó la atención sobre este hecho). Pero, aunque seamos malheridos, si militamos del lado de la pureza, podemos contar con el triunfo. De aquí lo que podría llamarse su «doloroso optimismo»:
La desdentada envidia
irá, secas las fauces,
hambrienta, por desiertos
y calcinados valles,
royéndose las mondas
escuálidas falanges;
vestido irá de oro
el diablo formidable,
en el cansado puño
quebrada la tajante;
vistiendo con sus lágrimas
irá, y con voces grandes
de duelo, la Hermosura
su inútil arreaje—
y yo en el agua fresca
de algún arroyo amable
bañaré sonriendo
mis hilillos de sangre.
(«Tábanos fieros»)
Ese combate y esa confianza tienen sentido porque hay una legalidad trascendente, porque todo el ser, en lo visible y lo invisible, obedece a leyes justas e implacables:
Hay leyes en la mente, leyes
cual las del rio, el mar, la piedra, el astro,
ásperas y fatales: ese almendro
que con su rama obscura en flor sombrea
mi alta ventana, viene de semilla
de almendro; y ese rico globo de oro
de dulce y perfumoso jugo lleno
que en blanca fuente una niñuela cara,
flor del destierro, cándida me brinda,
naranja es, y vino de naranjo.
Y el suelo triste en que se siembran lágrimas
dará árbol de lágrimas. La culpa
es madre del castigo. No es la vida
copa de mago que el capricho torna
en hiel para los míseros, y férvido
tokay para el feliz. La vida es grave,
y hasta el pomo ruin la daga hundida
al flojo gladiador clava en la arena.
(«Pollice Verso»)
«La vida es grave» porque tenemos que justificarnos ante las leyes de lo invisible, y porque su verdadero sentido se revela a la luz de la vida futura, en la que Martí cree fieramente, como cree, por las mismas razones, en «la utilidad de la virtud» (dedicatoria de Ismaelillo, última carta a la madre):
Ved que no acaba el drama de la vida
en esta parte oscura! Ved que luego
tras la losa de mármol o la blanda
cortina del humo y césped se reanuda
el drama portentoso!
(«Canto de Otoño»)
Pero en los últimos años Martí supera ese hervor agónico de la batalla espiritual, que es el verdadero asunto de los Versos libres, para intuir la unidad dolorosa y gozosa del destino, el acorde pleno de la armonía y la pasión:
Todo es hermoso y constante,
todo es música y razón
y todo, como el diamante,
antes que luz es carbón.
Y la palabra, en ese mundo trascendente, solo la conducta nos redime, es «la hembra del acto». Pero al cabo también Martí supera esta ojeriza de la palabra, incorporándola a su carne, compartiendo con ella la carga, la pesadumbre de la vida, asumiéndola en su ser, teológicamente, hasta la perdición o salvación eternas:
Verso, nos hablan de un Dios
a donde van los difuntos:
Verso, o nos condenan juntos,
o nos salvamos los dos!
La visión y el símbolo
En la poesía cubana anterior hemos visto imágenes, metáforas, símiles, alegorías. Con Martí aparecen la visión y el símbolo. Visión poética ejemplar es la del hijo al final de «Canto de Otoño»:
Hijo!... ¿Qué imagen miro? ¿qué llorosa
visión rompe la sombra, y blandamente
como con luz de estrella la ilumina?
Hijo!... ¿qué me demandan tus abiertos
brazos? ¿A qué descubres tu afligido
pecho? ¿Por qué me muestras tus desnudos
pies, aún no heridos, y las blancas manos
vuelves a mí, tristísimo, gimiendo?...
Cesa! calla! reposa! vive![8]
El símbolo toma en él diversas formas. A veces consiste en la objetivación, por desdoblamiento, de un estado de alma. Así en «Yo tengo un amigo muerto», que termina con los versos tremendos
En cuanto llega a esta angustia
rompe el muerto a maldecir:
le amanso el cráneo: lo acuesto;
acuesto el muerto a dormir.
Otras veces la objetivación visionaria, con familiaridad en lo fantástico que parece venir de Heine, adquiere una concreta realidad alucinante, como en «Yo tengo un paje muy fiel»:
Mi paje, hombre de respeto,
al andar castañetea:
hiela mi paje, y chispea:
mi paje es un esqueleto.
También cierto sabor de lied simbólico tienen «En el bote iba remando / por el lago seductor» y «Por donde abunda la malva» (cuya analogía ocasional con un poemita de Zenea ya señalamos).
Otras veces la visión simbólica roza la alegoría, como en el grave y desnudo poema de los héroes, que tanto impresionó a Juan Ramón Jiménez; el poema de más recio blancor, y más puro en la grandeza, de nuestra lirica:
Sueño con claustros de mármol
donde en silencio divino
los héroes, de pie, reposan:
¡De noche, a la luz del alma,
hablo con ellos: de noche!
Es precisamente esa «luz del alma» que lo baña todo, la que salva al poema de la oquedad alegórica, la que anima su monumentalidad con un temblor íntimo absoluto.
Otras veces, en fin, es la visión misma de lo real e inmediato la que, no sabemos cómo, adquiere espontáneamente una dimensión simbólica. Diríase que la realidad, sin salir de sí, paradójicamente, se sobrepasa. Es el sobrepasamiento martiano de la realidad. Un baile de disfraces se transforma en «el baile extraño» donde la mascarada, sin dejar de ser ella misma, ya no se sabe qué es, como si aludiera a una fantasmagoría total:
Y pasan las chupas rojas,
pasan los tules de fuego,
como delante de un ciego
pasan volando las hojas.
En el mismo caso, pero aún más trasmutado el dato real desde el principio, está el poema tal vez más misterioso, en su transparencia, de todos los Versos sencillos:
Sé de un pintor atrevido que sale a pintar contento sobre la tela del viento la espuma del olvido. Yo sé de un pintor gigante, el de divinos colores, puesto a pintarle las flores a una corbeta mercante. Yo sé de un pobre pintor que mira el agua al pintar,— el agua ronca del mar,— con un entrañable amor.
Toca así Martí el misterio poético por excelencia: lo que hemos llamado en otro sitio el «símbolo inverificable»: el sobrepasamiento de las cosas en su propia apariencia o aparición sensible.
La visión
Ya comentada, por primera vez directa y totalmente espiritual, desnuda, sin arcadismo ni romanticismo ni tipicismo superpuestos, de nuestra naturaleza y nuestros hombres.
La integración
Señalada al principio, de lo cubano dentro de lo americano y dentro de lo hispánico eterno.
Martí, en suma, en vez de lejanizar, enraíza nuestro ser en la raza, en la historia y en el espíritu. Nos liga al misterio del mito prometeico y a las gravitaciones del destino. Nos abre a la trascendencia, a la fe y al sacrificio. Toda su vida y su obra tienen un sentido fundacional.
El nombre heráldico de José María Heredia, plantado en Costa Firme desde la fundación de Cartagena de Indias, suavizado por el aroma de los cafetales y el tumbo manso de las olas antillanas; el nombre liso, humilde, húmedo siempre del agua bautismal, movido a la brisa ondeante como el güin de la caña, de Gabriel de la Concepción Valdés; el nombre que parece mentira de tan fino, que es puro cuento romántico y coloquio en la penumbra de las mecedoras, de José Jacinto Milanés; el nombre gigantón y deslavazado por el haz, del inverosímil Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, y demasiado corto por el envés, cresta de gallo, risota y brisas encintadas del Cucalambé; el nombre blando, armonioso y remoto en su esbelto desmayo de ocaso otoñal, vago bosque o playa sonante y sola, de Juan Clemente Zenea; el nombre, en fin, que se diría apócrifo y legendario de Julián del Casal, personaje trunco de qué novela perdida; todos esos nombres vacilantes, anhelantes, incompletos, temblando en la frontera indecisa de la neblina y la luz, rematan de pronto, como un rayo solar que se descerraja entero, en el realísimo, encarnado y categórico nombre de José Martí.
Con su muerte se cierra nuestra época trágica. Un destino aciago, algo como la suerte de los atridas, azota a la poesía cubana durante todo el siglo XIX. Martí resume ese fatum, pero ya no es su víctima sino su dueño. Él es el primero entre nosotros que, asumiéndolo desde la raíz, posee al destino. Por eso está capacitado para que nuestra naturaleza y nuestro hombre reciban de su mirada la iluminación espiritual. Pero, como si nuestro signo fuera lo imposible, tan pronto él toca la tierra suya para redimirla, muere en un misterioso paisaje de aguas. Y es arrastrado, y se pudre bajo la lluvia. Pero ese contacto de sus últimos días, ese encuentro casi increíble de su amor inaudito, en el pleno bosque insular, con los cubanos humildes, oscuros, que él enciende, es la semilla más dura de nuestra realidad, el tesoro mayor que tenemos.
* Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Ediciones UNIÓN, La Habana, 2021, pp. 210-231.
[1] «Él, el padre; él, el silencioso fundador, él que a solas ardía y centelleaba, y se sofocó el corazón con la mano heroica, para dar tiempo a que se le criase de él la juventud con quien se habría de ganar la libertad que solo brillaría sobre sus huesos; él, que antepuso la obra real a la ostentosa…».[2] «¿Por quién manda Céspedes que echen a vuelo las campanas, que Guáimaro se conmueva y alegre, que salga entero a recibir a una modesta comitiva? Entra Ignacio Agramonte, saliéndose del caballo, echando la mano por el aire, queriendo poner sobre las campanas la mano. El rubor le llena el rostro, y una angustia que tiene de cólera: “¡Que se callen, que se callen las campanas!”. El bigote apenas sombrea el labio belfoso: la nariz le afina el rostro puro: lleva en los ojos su augusto sacrificio. Antonio Zambrana monta airoso, como clarín que va de silla, seguro y enfrenado; el Marqués va caído, el ardiente Salvador Cisneros, que es fuego todo bajo su marquesado, y cabalga como si llevara los pedazos mal compuestos; Francisco Sánchez Betancourt le trae a la patria lo que le queda aún del cuerpo pobre, y todos le preguntan, rodean y respetan. Pasa Eduardo Agramonte, bello y bueno, llevándose las almas. ¡Allá van —entre el polvo—, los yareyes, y las crines, y las chamarretas!». ¿Quién diría que Martí no estuvo aquella mañana en Guáimaro? La inmediatez de la evocación y las venturas de la prosa se funden en un solo prodigio.
[3] Muchas estampas, todas bellísimas, escribió sobre cubanos humildes en la emigración Esta que citamos es la que termina así: «Con ojos de centinela y entrañas de madre vigila la cubana de setenta años por la libertad; adivina a sus enemigos, sabe dónde están todos los cubanos que sufren, sale a trabajar para ellos, en la mañanita fría, arrebujada en su manta de lana. ¡Esa es el alma de Cuba!».
[4] En los Versos libres abundan las alusiones al destierro. La siguiente es típica de este libro, por su fondo de exaltada, incontenible indignación:
¡Solo las flores del paterno prado
tienen olor! ¡Solo las ceibas patrias
del sol amparan! Como en vaga nube
por suelo extraño se anda; las miradas
injurias nos parecen, y el Sol mismo,
más que en grato calor, enciende en ira!
(«Hierro»)
[5] «Me ha dicho un colibrí…», «Quiero, a la sombra de un ala…», «Y dice una mariposa…». Es frecuente en Martí, aun en sus momentos más graves, ese tono gentil como de cuento que campea en La Edad de Oro y que probablemente impresionó al Darío de «Margarita, está linda la mar…».
[6] Todo este pasaje del poema III, que forma unidad cerrada o aislable, desde «Busca el Obispo de España» hasta «y cantan los abedules», parece haber influido en «La misa de las flores» de Manuel Gutiérrez Nájera, fechado en 1892, un año después de la publicación de los Versos sencillos. Debo la observación inicial, que me hizo cotejar los textos y las fechas, a Samuel Feijóo. La diferencia es grande, pues lo de Nájera no pasa de ser una «fantasía», un «juguete» de prolijo virtuosismo muy del gusto modernista; mientras lo de Martí son versos concentrados, graves, absolutos, dentro de un poema de resumen vital. Veamos, sin embargo, a más del tema semejante y la forma paralela, algunos giros vagamente martianos de la composición de Nájera:
Vamos al templo. Hoy es fiesta,
Tulipán dirá el sermón;
en la misa, gran orquesta;
y en la tarde, procesión.
Palomas y codornices,
con hojitas de azahares
remiendan sobrepellices
y componen los altares.
Un pobre topo, el más mandria
y apocado, barre el coro.
¡Hoy va a cantar la calandria,
la calandria de voz de oro!
* * *
Van los breves aretillos
repicando cascabeles,
y detrás, rojos claveles
vestidos de monaguillos.
Doble sarta de corales
parecen: mira al monago
que marcha entre dos ciriales
y alza la cruz de Santiago.
Otro guapo y petimetre
va con acetre e hisopo
y el hisopo de su acetre
es un pompón de heliotropo.
* * *
En un sitial la dahalia
como priora se esponja,
mientras la tórtola monja
entra de sayo y sandalia…
Martí solamente insinúa un tema, desvaneciéndolo en libres trazos, sobre un fondo mayor; Nájera se aplica en tratamiento exhaustivo, de límites obvios, hasta agotarlo Dos años después, en 1894, Marti dedica a la hija de su fraterno amigo los versos que encierran, no solo un halago al padre, sino también un homenaje al poeta, adoptando en cierto modo el estilo evanescente y gentil de Nájera:
En la cuna sin par nació la airosa
niña de honda mirada y paso leve,
que el padre le tejió de milagrosa
música azul y clavellín de nieve.
* * *
De su menudo y fúlgido palacio
surgió la niña mística, cual sube,
blanca y azul, por el solemne espacio,
lleno el seno de lágrimas, la nube.
* * *
Niña: si el mundo infiel al bardo airoso
las magias roba con que orló tu cuna,
tú le ornarás de nuevo el milagroso
verso de ópalo tenue y luz de luna.
(Para Cecilia Gutiérrez Nájera)
Estos versos —de los cuales salta, primoroso, «y su mano es el hueco de una joya»— se cuentan entre los pocos francamente modernistas que escribió Martí. Pero sentimos en ellos un suave juego de amigos, un consciente intercambio de «maneras».
[7] Aquí está su intuición positiva de «lo oscuro». La negativa es más obvia, aunque igualmente fuerte en él:
No me pongan en lo oscuro
a morir como un traidor:
Yo soy bueno, y como bueno
moriré de cara al Sol!
Morir «de cara al sol» y morir «oscuro y sin ira» no se contradicen realmente. O en todo caso, la contradicción de ambos anhelos es tan profunda, que significa una fuerza del espíritu.
[8] «La imagen nos deja impasibles, desligados. Ocurre en otro mundo. La vemos por una apertura que es como una silenciosa indiscreción. Las visiones en cambio, aunque también separadas esencialmente de nuestra vida, se agolpan contra nuestra mirada como contra un cristal, en un intento imposible de relacionarse activamente con nosotros. La imagen es silenciosa y desinteresada; la visión, muda e intencionada: viene para algo. Hay siempre un sabor dramático e imposible en las visiones. Por eso el poeta de imágenes —como Rimbaud, mientras no cae en el reverso infernal de las alucinaciones— goza de una especie de beatitud que detiene la sucesión; en tanto el poeta de visiones luce móvil, activo e integrador como Whitman en sus cantos simultáneos, o dramático y jadeante como a veces Martí: «¡Oh, qué visión tremenda! ¡Oh, qué terrible / procesión de culpables!». Pero es sobre todo extraordinario aquel momento de «Canto de Otoño» en que se abre un vacío en el impulso y el hervor poemático, y de golpe, como si el poeta se sintiera obligado a volver la mirada hacia otro sitio porque ha sentido la palidez, el brillo y silencio de la aparición, exclama: «Hijo!…». Nótese el lenguaje angustioso de la visión: cómo abre los brazos, descubre el pecho, muestra los pies desnudos, vuelve las manos, gime sin sonido, y todo ello con una lejana elocuencia impedida, con una inmediatez intocable, con una lentitud de aparición que no puede entrar en el tiempo sicológico del poeta. Siento, me atrevo a decirlo, algo imponderablemente shakesperiano en este pasaje». («Los Versos libres de Martí»).
Visitas: 146
Deja un comentario