No hay riesgo alguno de objeción al considerar a Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964) como una de primerísimas personalidades de la cultura y la vida pública cubana en la primera mitad del siglo XX. Este ilustre cubano comenzó por ser Emilito para sus allegados, pero con el tiempo todos sus compatriotas, incluidos aquellos que lo reconocían solo por su obra, lo llamaban de esa forma. Bien se le puede considerar el publicista –entendido el término en su cabal significación– por excelencia de su tiempo.
De la seriedad de un historiador como Emilito nadie duda… como tampoco de su buen humor. Su obra escrita se encauzó hacia tres temas principales: el costumbrismo, dirigido a la crítica de los vicios que tanto desmejoraban la salud de la incipiente República; el martiano, acerca del cual rebuscó en archivos, descubrió documentos y dejó importante obra; y el antiimperialismo, ejemplificado en sus estudios sobre la Enmienda Platt, la Guerra hispano-cubana-norteamericana y el intervencionismo.
Orador brillante —en palabras del siempre recordado doctor Eusebio Leal—, gustaba de hablar sin amplificación, su voz metálica se escuchaba en las fábricas y tabaquerías, en los parques. De pequeña figura y robusta complexión física, la mano se movía en el aire con la misma cadencia y acento de su palabra.
Es José Zacarías Tallet, quien recuerda este pasaje de la vida* de quien fuera también miembro del Grupo Minorista:
… Tenía una habitación en una casa de huéspedes en el centro de La Habana, para cuando le cogiera tarde en la noche dormir allí. Y sucedió que en los momentos de la insurrección armada que preparaba la Dirección del Movimiento de Veteranos y Patriotas, teníamos fabricada una potentísima bomba para hacerla explotar en el Palacio Presidencial, la cual estaba adecuadamente guardada en una maleta, y había que esconderla en algún lugar apropiado, por un tiempo.
Pues se decidió que debía esconderse en la habitación aquella de la casa de huéspedes, y allí, debajo de la cama, Emilito puso la maleta. Sin embargo, ese día, o al otro, él se quedó a dormir en la mencionada habitación, en aquella misma cama que escondía la mortífera bomba, que, finalmente, nunca se usó.
Al día siguiente le preguntamos algunos de nosotros si no había tenido miedo dormir junto a aquella máquina infernal, y con la mayor tranquilidad nos contestó:
– Si supieran que, por si acaso, hice parar el reloj despertador; no fuera a ser que la bombita funcionara por control remoto.
No es la primera vez, amigo lector, que una anécdota nos da la medida de un hombre y de sus valores, de una personalidad y sus ocurrencias, mejor que varias páginas de explicaciones farragosas. Es, además, una manera de mantener viva la memoria de quien tanto empeño puso por la conservación de la capital cubana y por enaltecer la dignidad y la cultura nacionales.
Notas:
*La anécdota ocurrió durante los convulsos años veinte cubanos.
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