
Es esta una de esas anécdotas no inéditas pero que vale la pena recordar, como tributo a la memoria de un escritor no suficientemente reconocido. Veamos pues. A raíz de la reedición de la novela Contrabando por el Instituto Cubano del Libro en 1977, la ensayista Loló de la Torriente recordaba que cuando Ernest Hemingway la leyó le preguntó dónde estaba Enrique Serpa y le pidió se lo presentara.
Loló localizó al autor y juntos fueron al restaurante Floridita a encontrarse con Hemingway, quien al principio, con cierta aspereza en el tono, dijo así:
— Oiga, amigo, ¿por qué pierde usted su tiempo como reportero?
A lo que el cubano replicó:
— Porque aquí no pagan veinte mil dólares por un cuento corto para el cine, ¿sabe usted? Y mi familia y yo también comemos…
Entonces, mucho más amistoso, el morador de Finca Vigía le dijo sin rodeos:
— Es usted el mejor novelista de América Latina y debe dejarlo todo para escribir novelas.
Al día siguiente, pese a lo tarde en la noche cuando los dos escritores se despidieron, Serpa marchó nuevamente, cuaderno en mano, a cubrir noticias para la prensa. La anécdota nos revela, por si acaso no lo recordamos lo suficiente, quién fue Enrique Serpa y qué representa en el panorama de la literatura cubana del siglo XX.
Contrabando le valió a Serpa el Premio Nacional de Novela convocado en 1938. A diferencia de otros autores que antes y después han tratado el tema marino desde una óptica más bien contemplativa, Serpa lo asumió por su arista dura y cortante, pero transmitiendo un vigor narrativo y belleza en el lenguaje propios del artista genuino. A ocho décadas de su primera edición, Contrabando sigue siendo una lectura apasionante y una novela cubana de todos los tiempos.
Sin embargo, esta obra la escribió un compatriota que por necesidad tuvo que hacer muchas cosas antes de fijar el rumbo hacia las letras, porque Serpa, proveniente de una familia de escasos recursos y nacido en La Habana, se desempeñó en disímiles oficios: zapatero, mensajero, tipógrafo, pesador de caña y empleado de un central azucarero, hasta que su amigo y condiscípulo Rubén Martínez Villena lo colocó junto a sí, como su auxiliar, en el bufete de Fernando Ortiz.
El suyo es pues, un caso como el de muchos escritores: hecho por las lecturas y las desventuras, por la conjunción del talento natural, el amor por el oficio y una cierta dosis de bohemia.
Fue miembro del Grupo Minorista, nucleado junto a Martínez Villena desde mediados y hasta finales de la década de los 20. El periodismo de cada día, como reportero de El País, y sus colaboraciones aquí y allá, le daban lo indispensable para vivir, mantener a los suyos y estar siempre a la caza de noticias para sus crónicas, reportajes, comentarios. Y aunque del Serpa poeta casi nunca se habla, vale apuntar que publicó dos libros: La miel de las horas y Vitrina, ambos con versos de juventud, de su época de adherencia al simbolismo que, procedente de Francia, dejó huella acá.
La trascendencia tampoco la debe exclusivamente a la novela ya citada. Escribió cuentos, uno de ellos recogido en las más selectas antologías del relato corto en Cuba: «Aletas de tiburón», cuya fuerza dramática y denuncia social aún conmueven, y también «La aguja», revelador de la maestría y gusto de Serpa por los asuntos marinos.
«La manigua heroica» es otro de los relatos que mucho se disfrutan y es que Serpa, tal vez debido a su entrenamiento periodístico, nunca se cansó de escribir: era su oficio y lo cumplía con satisfacción.
Su otra novela de gran impacto se tituló La trampa, escrita durante su estancia en París como agregado de prensa de la embajada cubana. Al triunfo de la Revolución volvió a Cuba y reanudó sus colaboraciones en la prensa, tejiendo nuevos relatos. Hoy se le considera uno de los escritores más representativos de la narrativa cubana del siglo XX. Hemingway, con su buen ojo, no se equivocó.
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