Desde los inicios mismos del siglo XX, los cubanos viven momentos inolvidables: la irrupción del automóvil, la expansión del servicio telefónico, la comodidad del tranvía eléctrico, la generalización del alumbrado, la higienización y construcción de nuevos caminos… ¡Alberto Yarini ya es el rey de los chulos del barrio de San Isidro y en 1910, vuela el primer aeroplano sobre cielo cubano!
En el orden de la cultura y de las letras se afianzan en el nuevo siglo figuras provenientes del XIX: Juan Gualberto Gómez, Manuel Sanguily, Fernando Ortiz, Emilio Roig de Leuchsenring, Enrique Piñeyro, Emilio Bobadilla, Alfonso Hernández Catá… Pero el siglo XX marca el arribo a la palestra de una nueva generación de literatos que «hacen ruido». Una de esas personalidades entre talentosas, pintorescas y bohemias es el habanero René López, quien ha nacido en 1881y es un señorito de bien, con estudios en el exterior.
Hoy apenas se le conoce, casi ni se le menciona y engrosa el listado de los olvidados. Vivió solo 28 años y en lo literario se le señalan influencias de la poesía de Julián del Casal, a quien admiró. La bohemia consuetudinaria exacerbó su tendencia al consumo de drogas y aceleró el declive de su salud inestable, aunque no quiere decir ello que dejara de escribir, de producir versos, dar que hablar y merecer favorables comentarios críticos.
Las circunstancias de su muerte constituyeron un mensaje de doble lectura: alertaron acerca de los peligros de la droga y lo insertaron en el anecdotario literario cubano. El periodista Félix Soloni lo contaría así muchos años después.
La prensa de La Habana del 13 de mayo de 1909 y de los días posteriores, aunque llena de notas de policía, guardó discreto y respetuoso silencio sobre la muerte de un poeta joven que tenía los ojos azules y que tras una cena opípara puso fin a sus días en un restaurante de la Manzana de Gómez, donde hoy está el Salón H.
Los datos sobre su espectacular suicidio los conozco de boca de su primo, Antonio López Loyola (el Calvo López), que los contaba como una de las cosas raras de sus parientes.
Se afirma que después de cenar, René López extrajo de su bolsillo un pomito de cianuro, lo mezcló con la bebida y cuando el camarero se acercó, escuchó sus últimas palabras, cargadas de humor negro: «Dígale al dueño que esta comida la vaya a cobrar en el infierno».
René López escribió estos versos que pueden ser tomados para su epitafio:
Hermanos yo no tengo, ni escudo ni nobleza;
yo soy un sacerdote de la diosa Belleza
que ha soñado tus versos y tu melancolía.
El Instituto Cubano del Libro publicó años atrás una antología de sus textos. Está en pie la invitación para, cuando menos, echarle un vistazo y conocer un poquito más acerca de este poeta, que llevó dentro de sí la efervescencia de un volcán a punto de entrar en erupción y que un día efectivamente lo hizo.
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