Uno de los factores de mayor importancia para una comprensión cabal del Caribe, es su profundo carácter fractal y el sentido distintivo de una región donde se funden en hirviente transculturación factores provenientes de las más variadas culturas del planeta. Esa amalgama, empero, ha sido también un elemento que, mal observado por ciertos analistas, ha conducido a la búsqueda de identificaciones parciales que, por su mismo carácter, lejos de conjurar, intensifican mucho más la construcción de una imagen disgregada, antes que la organicidad de un rostro integral. En superar este escollo radica uno de los aspectos más deslumbrantes de El discurso antillano, de Édouard Glissant, quien, con una clarividencia poco común, percibe la necesidad de una perspectiva culturológica sobre el Caribe: “[…] cualquier intento de formar un grupo de investigación acerca del tema nos parece enraizado en el propio corazón de la problemática de la investigación en ciencias sociales en las Antillas […]”.
Una de las cuestiones centrales en el enfoque de Glissant, es su distanciamiento de la proliferación de dicotomías que ha marcado por mucho tiempo los estudios del Caribe. El énfasis en formular problemas en términos dicotómicos un elemento que Mireya Fernández Merino capta muy bien al considerar. Puede observarse cómo ciertos rasgos distintivos sobre los que se estructura la criollidad tienen sus cimientos en oposiciones como espacio de origen – nuevo espacio, progenitor — descendiente, pureza —impureza, superior — inferior, propio — extranjero, aceptación — rechazo, identidad — hibridez. Estas oposiciones caracterizan la retórica alrededor de la cual ha girado el discurso europocentrista.
Además de tales cuestiones que jalonan las reflexiones hermenéuticas sobre la cultura caribeña, la situación se complica porque ella ha recibido también la influencia de una dudosa percepción que —con particular intensidad a partir de la segunda mitad de la pasada centuria— deriva del complejo sistema de mercadeo internacional. Atenazada por variados factores y lastres histórico-sociales —multilingüismo, emigración secular (externa e interna), diversas metrópolis coloniales, diferencias de estatus político, etc. —, vinculada desde las últimas décadas del siglo XX a mecanismos de internacionalización del turismo, la cultura caribeña sufre un embate que ha introducido un nuevo factor de entropía. Las consecuencias de todos estos factores afectan, en medida diversa, el grado de problematización de la cultura caribeña. Sobre esto, Édouard Glissant ha señalado una cuestión de gran interés en relación con su Martinica natal, y sus advertencias pueden generalizarse, en grado variables, a buena parte del Caribe:
Martinica no es una isla de la Polinesia. Mucha gente así lo cree y, por su manifiesta reputación, desearía ir en viaje de recreo. Ahí conozco a alguien, dedicado desde siempre a la causa antillana, que afirmaba en broma que los antillanos (se refería a los de lengua francesa) han alcanzado una fase límite de sub-humanidad. Un dirigente político martiniqueño imaginaba, con amarga ironía, que en el año 2100 los turistas serían convidados por publicidad satelital a visitar esta isla y conocer en vivo “lo que era un colonia en siglos pasados!.
Glissant enfrenta el problema de la cultura del Caribe desde una perspectiva integradora y, a la vez, abierta a las más diversas perspectiva: El discurso antillano es tanto como una propuesta de análisis —tal vez la más orgánica de que se ha dispuesto en muchas décadas—, como un gesto de rescate ante la fragmentación y disolución de la conciencia cultural. Por eso es capaz de abordar ángulos múltiples, de violento dinamismo y actualidad, de los procesos culturales en la región. Uno de ellos, por traer a colación un ejemplo deslumbrante, es su breve, pero punzante consideración acerca del turismo:
Los martiniqueños están convencidos de que las turistas desembarcan masivamente con miras a un consumo sexual. Al margen de lo que pueda pensarse acerca de los fundamentos reales de tal aseveración, resulta desconcertante la rapidez con la que se ha arraigado colectivamente y, sobre todo, la intensa satisfacción que provoca, sin contar desde luego las “cacerías”, fructíferas o no, que genera. Yo propongo que se discuta si hay en esto un fenómeno increíble de autocosificación, con el cual el ser humano se obrece y se vende como un objeto de consumo.
La cuestión del turismo en el Caribe tiene un enorme alcance. Para las endebles economías de la región, significa una vía de indudable relieve. Como observa Sergio González Rubiera, “Para la región del Caribe en su conjunto el turismo representa también una gran alternativa de desarrollo económico a partir del surgimiento de nuevas y muy significativas tendencias en el comportamiento y los hábitos de los consumidores”. La orientación en cuanto a explotar el turismo, entraña una problemática más compleja aún en cuanto a la cultura regional. En efecto, uno de los requisitos para ese desarrollo turístico tiene que ver de modo directo con que se mantenga una idiosincrasia cultural: “[…] es vital no solo la preservación de la identidad de cada pueblo y sus costumbres, sino el desarrollo humano desde el punto de vista de la formación, la educación y la conciencia turística”. Dichas ideas de González Rubiera, interesantes en sí mismas, expresan un dilema: hay que salvaguardar una cultura, pero al mismo tiempo hay que desarrollar esta, transformarla de una manera sustancial: “Irónicamente, en muchos de los pueblos del Caribe en los que el turismo es el motor fundamental de la economía, se carece de conciencia real y de cultura turística en buena parte de la población”.
Esta circunstancia exige, entonces, una transformación radical: “Grandes pensadores, ensayistas, politólogos e intelectuales han enunciado que la grandeza de un pueblo estriba en buena medida en los niveles de educación y cultura de sus habitantes. El Caribe tiene que apostar muy fuerte por el enriquecimiento de su gente y su cultura”. La apertura al turismo, pues, es un factor que agrava aún más la complejidad de la región, cuya entera realidad cultural, incluso, resultaría problemática a los efectos de proyección de una imagen turística tranquilizadora y atractiva. La necesidad de educación —referida a cultura turística— advertida por González Rubiera, es por completo válida solo en términos de asumirla preservando la identidad misma. Los riesgos de tergiversación, más aún, de comercio sin escrúpulos destinado a un consumidor foráneo, son muy graves, en particular por su tergiversación interpretativa y por sus clichés; véase la siguiente advertencia de Silvio Torres-Saillant:
El archipiélago y las costas que conforman el cosmos cultural antillano pasaron a verse como zona de obscuridad, de misterios, de frenesí, lugar por excelencia para dar riendas sueltas a las pasiones humanas o para ensayar exploraciones de los recovecos del alma. Los ejemplos abundan […] En la temporada de primavera del año 2001 la cadena de televisión norteamericana Fox encontró en Belice el escenario apropiado para inaugurar un nuevo reality show titulado Tempation Island, cuyo eje temático se basaba en poner a prueba la capacidad de las personas de controlar el deseo sexual. La trama consistía en traer a este sensual paisaje tropical a varias parejas que dicen estar comprometidas con relaciones estables, separar a los hombres y las mujeres en áreas distantes los unos de los otros, luego, someterlos a ambos a intensas provocaciones en las que intervienen hembras y machos con cuerpos esculturales en un ambiente de sugerentes bosques, playas, música y aislamiento social.
De modo que el problema de la cultura del Caribe en el siglo XXI no se constriñe a tan solo un problema hermenéutico —¿cómo es? ¿qué límites tiene?, etc.—, sino que aparece marcado por otras ejes principales y, sobre todo, por una necesidad que no es tan solo cognitiva, sino que comporta la necesidad de una acción social. Como ha sabido precisar Glissant, esta misma circunstancia —la obligación de una gestión dinámica—, exige formular la cuestión de otra manera: “La idea de la unidad antillana es una reconquista cultural. Nos vuelve a instalar en la verdad de nuestro ser, milita para nuestra emancipación. Es una idea que no puede ser tomada en cuenta para nosotros, por otros: la unidad antillana no puede ser manejada por control remoto”. De aquí la importancia crucial de la introspección para el pensamiento cultural caribeño, vale decir, del análisis de la propia cultura a partir de sus mecanismos internos y no de las estructuras y dispositivos de un sistema eurocéntrico. Un factor que subraya la verdad perogrullesca de que el Caribe no es la Polinesia, es la obsesiva difusión que, en términos de expresión cultural, la ironía ha venido desempeñando en todo el Caribe. A poco que se piense, se trata, en verdad, de una práctica compartida. El choteo cubano, el juego de transfiguración lingüística en el créole: son muy diversos los modos de ejercer el trastrocamiento esencial, la carnavalización cultura que van anejos a la ironía como estructura socializada. Uno de los primeros en visualizar este hecho fue, desde luego, Franz Fanon:
Jankelevitch ha mostrado que la ironía era una de las formas de la buena conciencia. Es exacto que la ironía en las Antillas es un mecanismo de defensa contra la neurosis. Un antillano, principalmente un intelectual, que no se oriente sobre el plano de la ironía, descubre su negritud. Así pues, mientras que en Europa la ironía protege de la angustia existencia, en la Martinica protege de una toma de conciencia de la negritud. La misión consiste en desplazar el problema, en colocar lo contingente en su lugar y en dejar al martiniqueño la elección de los valores supremos. Se ve todo lo que podría decirse si enfrentáramos esta situación a partir de las etapas kierkegaardianas. Se ve también que un estudio de la ironía en las Antillas es capital para la sociología de esta región. La agresividad, casi siempre, resulta allí amortiguada por la ironía.
La ironía puede y debe ser subsumida en una categoría mayor: el Desvío. Glissant, al establecer esta noción, la enfoca desde una perspectiva generalizadora, que convierte el Desvío en una manifestación de la resistencia de las poblaciones humildes que resultan sometidas al brutal poderío colonial en todo el Caribe, y también como un mecanismo de auto-defensa que en algunos aspectos permite recordar la carnavalización. Glissant, que apunta al pasar que “La lengua creol es la primera geografía del Desvío y solo en Haití ha escapado a esta finalidad originaria”, añade de inmediato:
Michel Benamou sugería la hipótesis […] de una irrisión sistematizada: el esclavo confisca el lenguaje impuesto por el amo, lenguaje simplificado, apropiado para las exigencias del trabajo (un hablar a lo «yo Tarzán, tú Jane») y lo lleva al extremo de la simplificación. Tú quieres reducirme al tartamudeo, yo voy a sistematizar el tartamudeo, ya veremos si logras entender.
La técnica del desvío cultural, en tanto dispositivo impalpable de toda una región, forma parte de los varios panoramas superpuestos que Glissant propone sobre el Caribe. La simultaneidad de organicidad fractal y polivalencias culturales —“esta realidad cultural ha sido activada y al mismo tiempo fraccionada” —, en su criterio, ha provocado que “[…] el pueblo antillano no vincule el conocimiento de su país a una datación —incluso mitificada— del país, y así la naturaleza y la cultura no han formado para él ese todo dialéctico de donde un pueblo saca el argumento de su conciencia”. ¿Cómo enfrentar este caos?
Más que fórmulas de rápida aplicación, Glissant nos entrega una interpretación, a la vez poética y pragmática, de la cultura caribeña. Precisamente su resumen de hitos y factores de la identidad regional, ponen de manifiesto una capacidad posiblemente única de captar tanto lo esencial de las palabras susurradas en los barracones del esclavo, como el agónico bregar del intelectual antillano, sumergido en la búsqueda de lo que Glissant denomina la transparencia de lo universal, las trampas del folclor, las embelecos de la legitimidad lingüística. De todos estos y otros factores de la convulsa, cuando no desfalleciente cultura caribeña, Glissant subraya la necesidad de una percepción desde dentro de nuestras realidades. Cuaderno de bitácora de una gran aventura intelectual, El discurso antillano es, también, una prodigiosa prueba de la existencia efectiva de estas islas y su cultura, así como una gallarda profesión en su realidad cabal, su negativa iniciadora del libro—“Martinica no es una isla de la Polinesia” — a ser un mero correlato, una Polinesia sin raíces en la América a la cual pertenece y aporta un sello final y perentorio.
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