En pleno Período Especial yo trabajaba como director de promoción y divulgación de la Dirección Nacional de Aficionados.
Recuerdo que por una decisión del Ministerio de Cultura empezaron a desarmar nuestro trabajo, a pedirnos que hiciéramos un proyecto personal comunitario como trabajo nuestro.
Yo opté por cambiar de trabajo, y aprovechando que mi hermano Ricardo Viñalet pretendía irse a trabajar para el Instituto de Literatura y Lingüística, asumí su cargo en la Uneac, y por segunda vez fui director de las Ediciones Unión.
Si hago esta breve explicación es para referirme a la situación que para la literatura cubana de aquellos tiempos significó la creación en casi todos los municipios del país de los Talleres Literarios.
Yo tuve la suerte de presidir dos: uno en el entonces municipio de Mayajigua, hoy un barrio de Yaguajay, y otro en el municipio de Caibarién. En los dos, por ese entonces, era un iniciático en las faenas literarias, pero tuve la suerte de tener como miembros a verdaderos profesionales que nos enseñaron los mecanismos básicos que impone la escritura literaria, y nos aconsejaron y criticaron todo lo necesario. En Caibarién, Antonio Hernández Pérez, tempranamente fallecido, fue nuestro preceptor y guía hasta su muerte.
Del propio Caibarién surgieron escritores que luego contaron con premios nacionales como Richard Rodríguez Bouben, José Lamadrid, Clotildo Rodríguez Mesa, quien también era pintor, Machinna, que era también teatrista, María Elena y su hermano Román, ella escribía poemas y él tenía una posición crítica muy inteligente.
Además, que yo recuerde, solo en la antigua región de Caibarién con la ayuda de escritores profesionales y de experiencia, se formaron en los Talleres Literarios muchos autores, que, luego con sus libros, vinieron a llenar las librerías y bibliotecas de todo el país.
Pondré algunos ejemplos al respecte:
Senel Paz, Luis Compte Cruz, Esbértido Rosendi, Julio Llanes, Tomás Álvarez de los Ríos, Rogelio Menéndez Gallo, Fidel Galván, René Batista, Miguel Mejides, Enrique Cirulles, Norberto Codina, Omar González, Alex Pausides, Belkis Cuza Malé, Gertrudis Ortiz, Carlos Padrón, Efraín Morciego, Cos Cauce, Efraín Naderou, Waldo Leyva, Alejandro Querejeta, Lina de Feria, José Soler Puig y José A. Portuondo (que iban como maestros), Ernesto Crespo Frutos y Alberto Lezcay (artista plástico).
Obsérvese que no solo se iniciaban en el oficio personas jóvenes, había algunos mayores de edad que también empezaban, pero lo más importante, contábamos con verdaderos maestros que nos trasmitían su quehacer, su experiencia y su sabiduría; porque para formarse como escritor de literatura de ficción no existen escuelas: uno aprende leyendo buenos autores y aprendiendo y aprehendiendo en la lectura.
Cundo comenzamos, y sé que no solo es en mi caso, nos acercamos a los grandes escritores que nos ayudaron, nos criticaron, nos aconsejaron, en fin, nos enseñaron. Yo tuve la suerte de contar con la figura de Onelio Jorge Cardoso. Félix Pita Rodríguez, Gustavo Eguren, Noel Navarro y en el principio de Antonio Hernández Pérez, quien me abrió el camino, luego de Samuel Feijóo, de José Soler Puig, de Manuel Cofiño, de Daniel Chavarría, de José Rodríguez Feo, etc.
En fin, soy del criterio de que esa unión entre los iniciados y los profesionales hoy se ha perdido, y como he sido jurado varias veces del Concurso David de la UNEAC y de otros concursos, caigo en la cuenta que a muchos jóvenes autores les falta camino por caminar y que no se buscan compañía para hacerlo. Por esa razón quiero terminar con una frase de Jorge Luis Borges que pone de manifiesto lo errática de la situación que se vive hoy en la mayoría de los jóvenes escritores: «Para novedades, los clásicos»
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