La trama es más reflexiva que progresiva, eso es preciso señalarlo desde las primeras palabras de esta crítica. Se concentra más en develar el ejercicio de la conciencia de la protagonista —su historia, su prehistoria, sus sentimientos— que en dinamizar la historia con sucesos. Habría que cuestionarse —al menos yo lo hago— si es este un cuento o el capítulo de una novela; un capítulo que bien podría centrarse en la presentación de la protagonista, en su convencimiento y sus dudas, en todo aquello que la define y la (in)moviliza. Ya que el relato se nuclea en torno a esta mujer y sus deseos de liberación, bien podría ser este el caso; y entonces sí que el señuelo sería señal, y no fuego fatuo.
Por otro lado, la historia se concentra en el fenómeno de la aproximación y la evitación. La protagonista cuenta su relación —que es pujante, sin dudas— con el mundo de la cocina, este ya de por sí arquetipo y símbolo que ha sido asociado con la feminidad, con la condición materna y el concepto de lo nutricio. Madre, mujer y alimento son palabras imbricadas según una falsa naturaleza de las ideas. Esto es lo que la protagonista rechaza, lo que condena, y en su negación busca cierta forma de libertad, cierta forma que le permita destruir el molde donde se cocina la idea de lo que es ser mujer.
El cuento es un contenedor de ideas y estas se apropian a plenitud del terreno que le ha sido otorgado. No hay nada negativo, a priori, en este orden que la autora ha elegido para su historia. Sí lamento, por otro lado, que la cadencia del relato apueste por lo monótono, por una recreación circular que parte del mismo punto y hacia él retorna. Pocos elementos son introducidos en el cuento y cuando así sucede, no movilizan la trama, no friccionan, no confabulan. Se adaptan, se moldean, se homogeneizan en esta ritualidad donde la mujer es sacerdotisa (según las propias palabras de la autora) y sierva.
El Dios de los fogones advierte: No liberarás. Y es esta noción, tal vez, el peso que no se manifiesta como lastre sino como simple aceptación de los sucesos; un pesimismo que ha invadido todo, que se ha apoderado de los rincones de esta cocina simbólica y también de los rincones del texto. El único cambio en la monotonía terrible de la vivencia de la protagonista sucede, brevemente, en los últimos párrafos de la historia. Pero, una vez más, la mujer ha sido condenada a repetir el mismo error (No pecarás, advierte el Creador); la mujer ha quedado atrapada en las mismas redes que niega, en el mismo punto que la contiene y al cual volverá, en busca de algo que no existe y que quizás no existió jamás.
Este pequeño momento de liberación, de algo semejante a la progresión dramática, se licúa, se pierde, y no es negativa la forma en que sucede, sino que obedece a su propia coherencia y a las leyes internas que el relato ha propuesto. En esto, la autora es fiel a la propia textura de su cuento.
Existe un Dios en las mentes de todos, y ese Dios es terrible. Como no tiene forma, está en todos sitios, y bien puede convertirse en un fogón, en las especias, en las cacerolas, en el hambre de la familia y en la boca del hombre que exige. A ese Dios no se le alaba, pero se le obedece. Y en esa obediencia se cocina el precio de la heroicidad.
Sheyla Valladares Quevedo (Unión de Reyes, 1982) Licenciada en Periodismo. Poeta, narradora y editora. Egresada del XII Curso del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Mención en el concurso César Galeano de cuentos, 2010. Finalista en el concurso de minicuentos El dinosaurio, 2013. Tiene publicados los poemarios Lo que se me olvida (Premio Pinos Nuevos 2014, Gente Nueva, 2015) y La intensidad de las cosas cotidianas (Sed de Belleza Ediciones, 2015), también el libro de cuentos Relojes con miedo al agua (Premio Luis Rogelio Nogueras, 2015; Editorial Extramuros, 2016). Participa en la antología Superflacas (cuentos, Ediciones Cubanas, 2015), Dice el musgo que brota (poesía infantil, Ediciones La Luz, 2018) y Dos naciones en versos V (poesía, Editorial Shushikuikat, 2018). En 2017 recibió el Premio de Periodismo Sed de Belleza, de la AHS, por el volumen escrito en coautoría con Yunier Riquenes, Dicen los escritores de la Generación 0 (Sed de Belleza Ediciones, 2017). Poemas suyos han sido publicados en varias revistas cubanas.
Señuelos
Preparo la comida sin reparar en los ingredientes de los platos. Muevo mis manos mientras pienso en una multitud de cosas. Todo sucede inconexamente. Una detrás de otra, vienen y van las imágenes. Después, apenas recuerdo el resultado de esas disquisiciones ni el orden en que fui pensando y ordenando la comida a mi alrededor. Ajo, pimiento, cebolla, sal, comino, orégano, arroz, papa, tomate, frijol… Ingredientes de la hora que más maldigo en el día. Los inermes verdugos de mi vida de mujer que odia la cocina con todas las fuerzas que la habitan. A pesar de mi desagrado desfilan, se imponen cotidianamente como ejercicios, de cuya importancia recelo, vigilar los minutos de cocción de las carnes, la elección de la mejor cacerola, mantener el fuego lento, la limpieza de la superficie donde pongo la comida, la selección de agua o vino o cerveza, para brindar… Mejor agua, así no habrá pretexto para inútiles demostraciones de afecto.
Las mujeres de mi casa no hicieron resistencia a la imposición de género que es cocinar. Se adscribieron a este mandato social con entusiasmo y resignación. Prepararon sus cocinas con lo imprescindible, y enfrentaron con estoicismo y ternura las acometidas del apetito familiar. Pero no me legaron la alegría al ver triturar los distintos alimentos entre los molares de esposos, hijos, primos, hermanos, nietos y visitantes a deshora; alimentos convertidos en cuerpos del deseo una y otra vez, tras ser amasados con incertidumbre y ansiedad. Desde que tuve conocimiento de los poderes y vasallajes que se mezclan en esta habitación, rechacé unos y otros. Quise ser libre. Vivir de respirar. No atarme a horarios ni necesidades. No poner mi regocijo vital a expensas de una frase o un reconocimiento efímero. Pero la vida es una consecución de pesadillas cumplidas. El Dios de los fogones me atrajo a sus dominios. Bastó un solo señuelo.
Pero las herramientas más poderosas también tienen su fecha de caducidad. Dejan de ser hipnóticas, producen cansancio, obligan a camuflarse. Empezó el tiempo de las sujeciones, y mi cuerpo perdió la cuenta exacta de la vitalidad desperdiciada en cada abandono. Aun así, nadie puede decir que la ingenuidad no fue un atributo que, en cierto momento, mostré orgullosa al mundo. Creí poder convertirme en una sagaz aprendiz de cocina. Mis manos encontrarían entre ollas, vapores y quemaduras una utilidad desconocida o rechazada. Alimentaría al otro con ingredientes más allá de mi cuerpo y mi persona. El experimento fue desechado después de las primeras sesiones.
No me interesa preparar los alimentos. Es un trámite que apenas cumplo para seguir moviéndome a trompicones por las habitaciones de la casa. Pienso en la más reciente adhesión al club de los cocineros muertos, como macabramente tituló un periódico, la noticia del suicidio de un chef famoso. Su cuerpo no quiso reaccionar a los estímulos de las exquisitas combinaciones culinarias, ni a sus estrellas Michelin, tampoco al título de Mejor Chef del mundo. No hubo alicientes para que ese domingo de enero, en la noche, Violier desechara la idea de morir. Hay decisiones que crecen progresivamente, sin alterar el orden aparente de las cosas, pero corroen la base sobre la que creemos erigir con seguridad nuestro pequeño mundo. Y un día el ruido de las cosas al caer se hace ensordecedor, ineludible. Violier encontró un modo de morir. Tuvo suerte. Pudo elegir su libertad.
Cocino, nunca pruebo para constatar sabores. Ese tiempo es el que más me cuesta ordenar, entregar. Todos los alimentos se quedan quietos dentro de los recipientes hasta que son puestos sobre la mesa. No me siento presionada. Al hombre, que me obliga a ser la sacerdotisa en negación de este ritual, siempre le parece bien la presentación de los platos. Comer es un ritual que para él no tiene demasiados requerimientos, todo es más simple en su cabeza. Jugar con las texturas y los sabores, combinar los colores, tener presente el balance de proteínas y carbohidratos, sorprender la imaginación. Nada de ello tiene que ver con su idea de saciar su apetito. Su principal objetivo, declarado además, es embestir su estómago con grandes porciones de comida, casi hasta el punto del paroxismo. Y con ello olvidar cada noche, las otras ocasiones en que casi siempre tuvo hambre. Comida contra pasado. Comida contra la memoria de lo que fue cuando no contaba con los recursos para revertir la situación. Cuando la vida era tan absurda como ese hueco eterno en el estómago. Hay fórmulas raras que aligeran mi tortura sin sospecharlo. Tortura contra tortura. ¿Cuál de las dos podrá declararse vencedora?
Después de comer nos sentamos frente al televisor. Es un recorrido que hacemos sin variar el orden. Creo que las baldosas del piso ya lo tienen registrado. Por espacio de dos horas interpreto el papel idiota de reír o llorar o vociferar según el programa de turno. La escuálida programación me permite perfeccionar mi personaje cada vez. Espero que pasen las diez de la noche. A esa hora, el camino que lleva hasta la avenida principal del pueblo es lo suficientemente oscuro como para que no se distinga nada desde las ventanas hacia afuera. En ese momento de la noche, la vida se repliega sobre sí misma y fuera de las habitaciones, al aire libre, todo parece detenido.
Digo que voy a casa de una vecina a buscar una pastilla para calmar el dolor de cabeza, por si le interesa conocer la salida a deshora y fuera de lo habitual. Ante la posible duda, me aseguré previamente de botar por la tasa del baño todos los analgésicos que podía haber en las gavetas. Salgo sin despedirme aunque tengo ganas de hacerlo. Porque cruzar la puerta puede ser el túnel hacia la noche y mi disolución eterna. Porque puedo regresar con un poco más de resolución que la habitual, con el plan de escape delineado perfectamente en mi cabeza, con la fórmula de nuestra muerte escrita en mis manos.
Primero camino despacio, atisbando entre la oscuridad los posibles testigos; pero todos están preparándose para dormir o dormidos ya. Solo algunos perros merodean entre las hierbas. Husmean la basura recostada contra las cercas que rodean los pequeños jardines o persiguen el paso sigiloso de cualquier gato. Desde la avenida no llegan ruidos alarmantes. Transcurre mucho tiempo entre el paso de un vehículo y otro, apenas se vislumbran sus luces desde la distancia. A esta hora nadie cruza la calle. Cuando me sé sola, al menos en el medio del camino, hecho a correr lentamente. Y corro, corro, corro. No puedo contar los minutos, no me interesa. Corro. Llega el momento en que el esfuerzo me deja sin aire, me asfixio un poco, me mareo. El corazón me late descompasadamente, pero no quiero detenerme. Son sensaciones que solo alcanzo en medio de ese calle maltratada, llena de hoyos. Por ella no llega otra cosa que produzca alegría, nada que nos haga aferrarnos a ese pedazo de mundo que habitamos. Voy varias veces de un extremo a otro de la calle, a velocidades diferentes, con los ojos cerrados, con los ojos abiertos. Con la manos pegadas al cuerpo, con las manos extendidas hacia delante, hacia lo oscuro. Tropiezo por los desniveles del suelo, algunas piedras me entran en los zapatos y lastiman mis pies. No me detengo para sacarlas. Piedras. Ninguna sensación importante provocan en este punto del recorrido. En poco tiempo se me llena el cuerpo de sudor, de cansancio, de cierto consuelo. No alcanza a desgastarme esta manera que he elegido.
No cuento el tiempo. No sabría cómo, dentro de la oscuridad dejo de existir. Se borran mis contornos. Soy solo una fuerza que va hacia adelante, sin nombre, sin historia. Cómo se aquilata la cantidad de oscuridad que somos.
Regreso despacio a la casa, sin correr, sin temer a las alimañas sorprendidas por mi caminata. Entro. Apago las luces a mi paso, mientras me dirijo al cuarto. El hombre no me espera despierto. Lo observo en ese estado de indefensión efímero. Aparto con cuidado las sábanas. Miro al techo de la habitación durante un rato, y luego me duermo.
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