Siempre dije que la mejor profesora que habíamos tenido en la Universidad, en la Facultad de Letras, mientras cursábamos la carrera era Beatriz Maggi, con su verbo llano, su voz firme, su alta figura. Era nuestra profesora de Literatura General e impartía esas inmensidades que son Dante y Shakespeare. Siempre me precié de caer en el subgrupo al que le daba clases la Maggi, que lo formaban los alumnos que se apellidaban desde la A hasta la L, si no me falla la memoria. El resto, de la M en adelante, recibía conferencias con otra destacada profesora. Un amigo condiscípulo me comentaba cómo le gustaba que aquella fuera su profesora de Literatura. Él la veía hermosa a sus cuarenta, estilizada, muy culta, pero yo siempre le decía que la Maggi era una maestra con mayúsculas, que enseñaba literatura de verdad a sus alumnos, que los enseñaba a amarla, a entender sus esencias, no alguien que demuestra que tiene mucho conocimiento y halla una forma única de trasmitirlo. Beatriz nos hacía entender a esos complejísimos personajes del dramaturgo inglés, a comprender sus móviles. Aún me parece verla, sin subir al estrado en el que se daba clases, colocada al mismo nivel que sus alumnos, recostada en la mesa afirmando con énfasis: «A mí no me importa que el alumno diga “Chespier” o “Chakespeare”, lo que quiero es que lo entienda, que llegue a amar y a comprender esa literatura».
Recuerdo en primer año cómo muchos de nosotros, al ver los grandes volúmenes de obras que teníamos que leer en tan corto espacio de tiempo, nos limitábamos a consultar dos o tres criterios eruditos de la bibliografía pasiva, para epatar al profesor, práctica que se vio fracasada con la primera frase que nos dijo: «Prefiero que el estudiante se lea solo la obra. No importa si la entiende o no la entiende. Lo que me importa es el criterio que ustedes lleguen a tener de ella».
Su clase era como un espejo y radiografía de actitudes humanas que exponía ante nuestros ojos asombrados. Los más burlones entre los alumnos siempre recordarán la vez que la Maggi llegó a darnos clases con su delantal puesto, y no reparó en ello hasta que alguien en el receso la alertó. En su cabeza tenía múltiples labores que hacer, y era más importante llegar a tiempo para estar con nosotros que prestarle demasiada atención a aquellos otros detalles. O pensarán en esa otra ocasión en que la profesora regañó a una alumna muy tímida por creer que conversaba mientras ella impartía la clase, y la estudiante negaba cometer indisciplina, pero Beatriz la increpaba. Cuando terminó el turno le aclararon que el causante de la indisciplina era otro. Cuando volvimos a tener clases con la Dra. Maggi lo primero que hizo fue disculparse con la estudiante, pero de una manera muy inusual y bien vinculada a sus clases de literatura cuando exclamó: «¡De lo que dije ayer me retracto como Galileo!». Su trato llano y respetuoso hacia el alumno siempre lo recordaré. Decía que sus exámenes eran una especie de comprobación de lectura, no algo para sacar de paso al estudiante por no dominar el criterio de este o aquel estudioso.
Ya siendo escritora, hubo de manifestarme su orgullo de haber sido mi profesora, a lo que yo le respondí con el argumento de que era la mejor maestra entre todos los muy buenos que tuve en la universidad. Me sugirió escribir sobre sus libros, reseñarlos, pero yo tenía una carga investigativa considerable, y no podía dedicarme a estudiar una obra distinta y compleja que no conocía, sin saber ella y sin saber yo, que ya las páginas que le dedicaría estaban vivas y seguirían vivas dentro de mí: esas líneas son estas, para el encantado conocimiento que me entregó Beatriz Maggi.
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