En el Camagüey de los años 60 del pasado siglo, había en la casa de mi abuelo un misterioso librero, enmascarado tras una puerta del comedor, que rara vez me permitían abrir. Allí encontré en una ocasión un ejemplar de hojas amarillentas de El fantasma de la Ópera, que me permitieron leer porque no era más que «una novela vieja» que no podía contener nada escandaloso para mi edad.
Mi lectura fue constante y gustosa. Yo tenía referencias e imágenes del Palacio Garnier por otro añoso volumen de aquella biblioteca, el Libro Victrola de la Ópera, y me eran familiares argumentos y grabados de dramas líricos que el libro citaba, desde el Fausto de Gounod que haría la desdicha de la diva Carlota y el triunfo de la novel Cristina Daaé, hasta El rey de Lahore de Massenet, cuyo decorado marca la frontera del misterio y el peligro en la novela.
Por varias jornadas me senté junto a Eric en su palco, presencié la caída de la emblemática araña y navegué por el lago subterráneo bajo el edificio. Aquellos juegos de espejos, la mezcla de refinamiento y horror y la superposición de dos espectáculos -el del drama folletinesco y el de la escena- me deslumbraron con sus máscaras y sortilegios. Estoy seguro de que mi incipiente pasión por la ópera se hizo definitiva con esta lectura, que recomendé con tanto fervor a mis conocidos que acabé por perder el libro.
Unos años después, en algún cine de barrio, pude ver la versión fílmica de 1943, que me pareció pobre. Mi padre aseguraba que era muy inferior a la encarnada por Lon Chaney en 1925. Pero la novela de Leroux parecía haber muerto, como tantas otras que habían sido célebres en el pasado. Mas el Fantasma resucitaría, gracias al mismo género que lo había hecho nacer, en 1986, de la mano de Andrew Lloyd Weber, quizá el más auténtico compositor de teatro musical de las últimas décadas del siglo XX.
El éxito de la versión fílmica de ese espectáculo, dirigida por Joel Schumacher en 2004, multiplicó su presencia en el mundo y motivó un retorno de la novela y otros libros de Leroux a las vidrieras de las librerías. Solo entonces fueron reconocidos los méritos de su novela deductiva El misterio del cuarto amarillo que inició la extensa saga centrada en el detective Joseph Rouletabille y aquella otra dedicada a las sucesivas desapariciones y retornos de Chéri-Bibi. Sin embargo era el escurridizo Eric, mezcla de Ángel de la Música y Mefistófeles, quien centraría la atención de una nueva generación de lectores. Era la venganza última de aquel espectro contra los historiadores de la literatura francesa que habían proscrito su nombre de los manuales.
El fantasma de la Ópera no es solo un producto derivado de la literatura folletinesca. Es el resultado de numerosas confluencias textuales. Antes publicarse por entregas en el periódico conservador Le Gaulois ya su autor había asimilado las lecciones de los dos mejores folletinistas del Romanticismo: Alejandro Dumas, padre, y Víctor Hugo, a lo que iban añadiéndose otras influencias: por ejemplo, los relatos de Edgar Allan Poe, no solo los de carácter deductivo, sino los de horror gótico como La máscara de la muerte roja y El tonel de amontillado. Los críticos actuales señalan la influencia de la novela Trilby de George du Maurier, en la que el malvado Svengali hechiza a la protagonista, una modistilla, para convertirla en la mejor cantante lírica del mundo y desde luego en una femme fatale. Claro que a su vez este autor debió inspirarse en un cuento de Hoffmann llamado El consejero Krespel ó El violín de Cremona, que sirvió de base para uno de los actos de la ópera Los cuentos de Hoffmann de Offenbach.
En el terreno interdiscursivo, es la música de Charles Gounod la que más resuena en la novela, se incorporan a la acción sus óperas Romeo y Julieta y especialmente Fausto, pero también pasan como sombras por sus páginas Massenet, Saint Saëns, Delibes y hasta los casi olvidados Gustave Reyer, autor de una versión lírica de la novela Salambó de Flaubert y el franco-norteamericano Ernest Guiraud.
Un referente invisible en el texto es el de la cantante sueca Christine Nilsson, hija de campesinos, cuyo talento fue descubierto en una feria por un misterioso benefactor y que conquistó escenarios de Londres, San Petersburgo, Viena y New York, sitio este último donde la escuchó José Martí quien señaló con cierta crueldad que su «voz, como un águila herida ya no alcanza a su cielo natural, y muere». Ella se había casado, primero con el banquero francés Auguste Rouzaud y luego de enviudar de él en 1882, contrajo nuevas nupcias con el noble español Ramón María Vallejo y Miranda, por lo que asumió el título de Condesa de Casa Miranda. Esta estrella nunca pisó el escenario de la Ópera parisina, debió limitarse a la escena del Théâtre Lyrique, pero Leroux tomó de ella una serie de detalles biográficos para forjar su personaje de Christine Daaé.
Sin embargo, con perdón del temible Ángel de la Música, no es el estímulo sonoro el que predomina en la novela, sino el arquitectónico. El edificio concebido por Charles Garnier como uno de los símbolos de la grandeza imperial de Napoleón III, domina cada pasaje de la novela, cuya acción se desarrolla en su interior la mayor parte del tiempo, unas veces desde un palco, otras en el escenario, o entre bastidores, o desde las alturas que solo dominan los tramoyistas y de los camerinos puede pasarse a esos laberintos donde tantos incautos pueden perderse y que constituyen los verdaderos dominios de Eric.
El novelista mezcla realidad con imaginación al referirse al lago subterráneo que en realidad es una alberca de aguas represadas concebida por Garnier para resolver la cuestión acústica del coliseo y en cuanto a la red de pasadizos que comunicaban con calles aledañas, esta se pensó para facilitar la entrada y salida del teatro de extras, utilería y hasta animales necesarios para las espectaculares puestas de la llamada «Gran ópera», de moda durante el período del Imperio. Se sabe que algunos dejaron de tener utilidad y se permitió a ciertos empleados jubilados del teatro asentarse en ellos, mientras otros fueron ocupados por mendigos.
En su interior, los mármoles, espejos y artesonados cubiertos de oro, sirven de escenario a las batallas por los primeros papeles de cantantes y bailarinas, las intrigas de los directores y los poderosos abonados y tienen como coro la miseria de los artistas de última fila que si no encuentran a tiempo un protector, serán lanzados a envejecer a la calle, donde les esperan la marginalidad y la miseria.
La acción de la novela transcurre hacia 1880, cuando el teatro es aún nuevo pues fue inaugurado en enero de 1875. Fuera de sus muros transcurre el gobierno de Jules Grévy, tercer presidente de la Tercera República. Banqueros e industriales prosperan tanto que pagan grandes sumas para recibir condecoraciones como la Legión de Honor. Todavía no han podido borrarse las huellas de la Guerra franco-prusiana, ni los agitados días de la Comuna y su represión por el gobierno de Thiers que ocasionó miles de muertos, prisioneros y deportados. En los alrededores del teatro hay fosas comunes llenas de cadáveres anónimos.
Para conocer el ambiente social del París de esa época bastaría con repasar la novela Nana de Émile Zola. Mientras en los pasillos del Palacio del Elíseo, nueva sede de la Presidencia, Waldteufel, el compositor de moda, dirige su Vals de los patinadores, se suceden entre escándalos las exposiciones de los impresionistas y Edgar Degas, un habitué de la Ópera, misántropo y avaro, da a conocer en 1881 la escultura de la Pequeña bailarina que la crítica consideró «monstruosa». Sencillamente aquella estaba copiada de las petites rats de la compañía de ballet, niñas prematuramente envejecidas, insensibilizadas por el medio y lanzadas a todos los vicios.
En la Francia de aquel tiempo había demasiados espectros, muertos y vivientes, Eric era solo uno más de ellos, pero su corazón sentimental y sus gustos de artista decadente, un poco a lo Baudelaire, conmovieron a los lectores de inicios del siglo XX y, más de un siglo después volvemos a esas páginas, gracias a la Editorial Arte y Literatura, mientras las redes sociales nos avisan de que la actual compañía de ballet ha obligado al teatro a cerrar sus puertas, mientras transcurre una huelga que defiende las pensiones de retiro concedidas desde los días de Luis XIV. Quizá un nuevo Eric se haya calado un chaleco amarillo y ande proyectando hacer caer otra vez la gran lámpara que cuelga bajo los frescos de Chagall.
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