Cuando en 1984 el novelista inglés Julian Barnes publica El loro de Flaubert (Faubert’s Parrot), se abren las compuertas de los diques que la modernidad literaria mantenía a duras penas. Había señales por doquier, pero los cánones se resistían, dando por raros, excepcionales o casuísticos los experimentos. Baste saber que ya el venezolano Luis Britto García había publicado Abrapalabra, premiada por Casa de las Américas en 1980 o que más de diez años antes el cubano Guillermo Cabrera Infante escribió Tres tristes tigres.
El loro de Flaubert sería la tercera novela de Barnes —nacido en 1946—, quien tuvo su debut exitoso con Metroland, premiada con el William Somerset Maugham y claramente emparentada con Bouvard y Pécuchet, el mismo año en que el venezolano publicaba la suya. Escandalosa e inmediata fue la repercusión de El loro de Flaubert, al punto de convertirse en hito, aunque ese mérito no sea del todo suyo. Es muy probable que un investigador curioso, y con el tiempo necesario, aporte una nómina abundante de ejemplos que anticipen a los que acabo de citar. No es esencial determinar quién fue el primero —si es que hubo realmente un precursor—, sino cuánto se pudo hacer después en el ámbito de la semiosfera literaria sin demasiado cortapisas respecto a las barreras estructurales levantadas por los cánones modernos.
Lo relevante, en esencia, fue que se abriera el espectro de la recepción, el universo del lector, menos asombrado cada día de esas presuntas rarezas. Es importante, si no esencial, tener en cuenta estos elementos para entender las normas predominantes de la narrativa cubana posterior a ese tiempo. En su edición de Anagrama, traducida por Antonio Mauri, de mano en mano circuló entre nosotros esta sorprendente novela de Barnes que alcanzaría después numerosas ediciones. Tengo la impresión de que no la entendemos con profundidad y que, a la postre, se ha tornado invisible a la hora de reconocer dónde se encuentran buena parte de los antecedentes.
Si revisamos, por ejemplo, los libros premiados en el concurso Alejo Carpentier, tanto en Novela como en Cuento, apreciaremos la huella universal de estas tendencias. Desde los títulos, hasta las normas de exponer los sucesos y describir las circunstancias de lo que se cuenta, pero no encontraremos desarrollo del giro relativo que se ha abierto del todo en la posmodernidad. Se ha asimilado, en el contexto cubano, como una especie de chiste de trasfondo, o de capricho discursivo.
La literatura del siglo XXI deja de presentarse, poco a poco y no sin resistencia, como el desfile glorioso de una serie de autores ejemplares y canónicos, para asumirse como una red interconectada de obras en las que se entrecruzan las normas y los cánones y se disocia el sentido de los temas. Esto, por supuesto, no suprime a los autores por antonomasia, pues la industria cultural necesita todavía usarlos como iconos para su reproducción a escalas comerciales, pero sí relativiza su importancia y pone en duda la universalidad de su valor. También el criterio de autoridad se relativiza y se convierte en un lugar común, de común y libertino uso, lo que disocia y desestabiliza los estamentos discursivos.
Mientras en general se reproducen los modos de relativización de la interpretación ideológica, en la literatura cubana se desplaza el acento hacia estos elementos, en principio a partir del propio llamado de atención que creó Tres tristes tigres, con un despliegue mediático marcado por las confrontaciones de la guerra fría, y luego a partir de ciertos tópicos que surgían rígidamente asociados a la visión del socialismo cubano. Se reedita, con algunas variantes, un reordenamiento ideológico que había sido superado por una buena parte de la literatura que cierra el siglo XX. La serpiente literaria gira sus fauces y se muerde la cola, como si intentara estrechar cada vez más las posibilidades del canon, ya expandido en la rada universal. A esto se suma una limitación general respecto a los estamentos que permiten valorar con la profundidad necesaria el texto. De las interpretaciones maniqueas que legaba el marxismo ortodoxo del socialismo europeo en el poder, pasamos a un impresionismo salpicado de términos teóricos que poco, o nada, se aprehendían.
Por si no fuera suficiente con estas limitaciones, el derrumbe del campo socialista europeo genera una especie de trama universal que restriñe el asunto de Cuba, en lo literario, a un dilema social de competencia ideológica. Lejos de utilizar la apertura, se reduce su espectro y se retrocede a fórmulas prácticamente agotadas. Muchos, muchísimos autores, y autoras, en niveles varios de divulgación y reconocimiento, se automutilan respecto a las posibilidades abiertas por el canon narrativo de la posmodernidad —a mi modo de ver su verdadero aporte es la apertura de posibilidades, en perspectiva futura— y dejan de apostar por el riesgo literario. Se va, supuestamente, al seguro. Un ejemplo modal, y aun heredero del canon literario moderno, como Un tema para el griego, de Jorge Luis Hernández, no va a tener digamos continuidad. El río revuelto y pestilente de la forzosa ideologización temática, y argumental, dejará sin opciones la expansión del canon, sea este moderno, como lo sigue siendo el nuestro, o posmoderno, como el que ronda en las industrias globales.
La reinterpretación de la Historia a través de ficciones apócrifas, por ejemplo, se desarrolla como un tópico común en la literatura del siglo XXI. De ahí que una novela como El abuelo que saltó por la ventana y se marchó, de Jonas Jonasson, se convirtiera en un fenómeno global y diera pie a una forzada saga comercial. El punto de partida de este «descubrimiento» se halla, sin embargo, en el ejercicio de reescritura que ha hecho ya Jorge Luis Borges desde mediados del propio siglo XX. Sus bases conceptuales estaban a la vista desde mucho antes.
En la reescritura apócrifa de la Historia, universal o local, el juicio de valor se establece por antonomasia y coincide, por lo general, con el que promulga la ideología dominante a través de sus redes de comunicación. La prensa dominante a escala global se esmera en representar al sistema socialista cubano como un régimen autoritario y dictatorial donde son imposibles tanto el ejercicio de la inteligencia como la libertad de expresión, y eso va a estar reflejado, cada vez más explícitamente, en la literatura que busca ser reconocida desde el exterior del país. Es hasta cierto punto lógico que se recurra a mecanismos de ese tipo, por cuanto la literatura latinoamericana que más universalmente se conoce, se valora y se demanda comercialmente, ha conseguido ese estatuto a través de editoriales que se insertan también dentro del panorama dominador de la industria cultural. A fin de cuentas, los autores del boom —conocidos a través de editoriales españolas y reconocidos en otras lenguas mediante las grandes empresas de la industria del libro— revelaban los horrores consecuentes del poder dictatorial en América Latina.
Mientras que estas técnicas discursivas buscaban un efecto satírico en el transcurso de la modernidad, ya en el siglo XXI parece preferible quedarse en la acción lúdica, para disfrutar de ella por sí misma. La frontera entre lo real y lo apócrifo se desvanece y hasta se contamina a propósito. También ocurre de un modo análogo con la apropiación de contenido. Ernesto Peña en su novela Una biblia perdida, premio Alejo Carpentier 2010, se apropia de investigaciones históricas para asumir como propias sus revelaciones, en un acto que él considera un homenaje a esos profesionales, historiadores de reconocida obra, y en ningún caso un robo o saqueo de inteligencia. Su reconstrucción histórica se atiene al canon moderno, sin que su perspectiva ficcional pretenda especular más allá de «lo posible», es decir, lo que pudo ocurrir aunque no podamos demostrarlo, o documentarlo. Esta norma especulativa, de riesgo, la había planteado ya Leonardo Padura en La novela de mi vida (Ediciones Unión, La Habana, 2002), al reconstruir con arbitraria libertad el rol social de una persona históricamente archiconocida como Domingo del Monte. Esta reconstrucción, como otros varios ejemplos, convierte lo apócrifo en posible, contrario al canon posmoderno.
Un pasaje que anuncia, sin desarrollarlo a la postre, esta especulación, se haya en el relato de la muerte de Trotski, precisamente en Tres tristes tigres, supuestamente contada por varios escritores cubanos de reconocida relevancia. Las pretensiones de su autor no van más allá de lo estilístico y se limitan, por tanto, al narcisista, o tal vez autofágico ejercicio satírico de parodiar los estilos elegidos. Un discípulo epigonal de Cabrera Infante, Orlando Pardo Lazo, malogrará intenciones estilísticas análogas en su debut narrativo para refugiarse, de inmediato, en el canon de dominación ideológica. Otros autores, de menos persistencia en el riesgo hacia el giro relativo de la especulación discursiva, han anunciado intentos pálidos, de inmediato incumplidos.
Ya en la tercera década del siglo XXI, Julian Barnes va a expandirse en una narración de historia antigua a partir del personaje de Elisabeth Finch, una profesora que, como tal, imparte clases comentadas de historia universal. Lecciones y comentarios forman el núcleo duro de una trama que avanza un tanto subrepticiamente, como un deprimido bosque shakespereano. Tampoco esa norma parece haberse roto en el canon literario cubano y Ella escribía poscrítica, libro de ensayo con técnicas estilísticas de narración, de Margarita Mateo, continúa apareciendo como un referente de ruptura y, a la postre, como un ejemplo solitario. Tampoco, a mi modo de ver, rebasa el carácter de proyecto y se ajusta a la moderna humildad de lo posible, aunque con algo de tibio desafío y atrevimiento.
Tal vez el giro relativo de especulación deliberadamente apócrifa, sea esta histórica, social o ideológica, si es que no podemos dejar de seguir filialmente obsesionados con el trauma, para el panorama de la narrativa cubana se encuentre en las gavetas, o en los archivos almacenados en las computadoras. Bueno sería, aunque, según las cosas, tendría que ver para creer y vista no ha hecho fe. Mucho me gustaría, no obstante, y en este caso al menos, estar equivocado.
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