Mariano Azuela González (Lagos de Moreno, Jalisco, 1 de enero de 1873- Ciudad de México, 1 de marzo de 1952), médico y escritor mexicano. Opositor al régimen de Porfirio Díaz, trabajó como médico en un campamento de Pancho Villa, experiencia que reflejó en su novela más popular, Los de abajo, y en otros de sus trabajos ambientados durante la Revolución Mexicana de 1910. Está considerado uno de los fundadores de la literatura de la Revolución Mexicana. A continuación compartimos algunos de los primeros capítulos de Los de abajo, uno de los libros mayores de las letras hispanas en el principio del siglo XX.
I
—Te digo que no es un animal… Oye cómo ladra el Palomo… Debe ser algún cristiano…
La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra.
—¿Y que fueran siendo federales? —repuso un hombre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una cazuela en la diestra y tres tortillas en taco en la otra mano.
La mujer no le contestó; sus sentidos estaban puestos fuera de la casuca.
Se oyó un ruido de pesuñas en el pedregal cercano, y el Palomo ladró con más rabia.
—Sería bueno que por sí o por no te escondieras, Demetrio.
El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se acercó un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió agua a borbotones. Luego se puso en pie.
—Tu rifle está debajo del petate —pronunció ella en voz muy baja.
El cuartito se alumbraba por una mecha de sebo. En un rincón descansaban un yugo, un arado, un otate y otros aperos de labranza. Del techo pendían cuerdas sosteniendo un viejo molde de adobes, que servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas dormía un niño.
Demetrio ciñó la cartuchera a su cintura y levantó el fusil. Alto, robusto, de faz bermeja, sin pelo de barba, vestía camisa y calzón de manta, ancho sombrero de soyate y guaraches.
Salió paso a paso, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.
El Palomo, enfurecido, había saltado la cerca del corral. De pronto se oyó un disparo, el perro lanzó un gemido sordo y no ladró más.
Unos hombres a caballo llegaron vociferando y maldiciendo. Dos se apearon y otro quedó cuidando las bestias.
—¡Mujeres…, algo de cenar!… Blanquillos, leche, frijoles, lo que tengan, que venimos muertos de hambre.
—¡Maldita sierra! ¡Sólo el diablo no se perdería!
—Se perdería, mi sargento, si viniera de borracho como tú…
Uno llevaba galones en los hombros, el otro cintas rojas en las mangas.
—¿En dónde estamos, vieja?… ¡Pero con una!… ¿Esta casa está sola?
—¿Y entonces, esa luz?… ¿Y ese chamaco?… ¡Vieja, queremos cenar, y que sea pronto! ¿Sales o te hacemos salir?
—¡Hombres malvados, me han matado mi perro!… ¿Qué les debía ni qué les comía mi pobrecito Palomo?
La mujer entró llevando a rastras el perro, muy blanco y muy gordo, con los ojos claros ya y el cuerpo suelto.
—¡Mira nomás qué chapetes, sargento!… Mi alma, no te enojes, yo te juro volverte tu casa un palomar; pero, ¡por Dios!…
No me mires airada…
No más enojos…
Mírame cariñosa,
luz de mis ojos,
… acabó cantando el oficial con voz aguardentosa.
—Señora, ¿cómo se llama este ranchito? —preguntó el sargento.
—Limón —contestó hosca la mujer, ya soplando las brasas del fogón y arrimando leña.
—¿Conque aquí es Limón?… ¡La tierra del famoso Demetrio Macías!… ¿Lo oye, mi teniente? Estamos en Limón.
—¿En Limón?… Bueno, para mí… ¡plin!… Ya sabes, sargento, si he de irme al infierno, nunca mejor que ahora…, que voy en buen caballo. ¡Mira nomás qué cachetitos de morena!… ¡Un perón para morderlo!…
—Usted ha de conocer al bandido ese, señora… Yo estuve junto con él en la Penitenciaría de Escobedo.
—Sargento, tráeme una botella de tequila; he decidido pasar la noche en amable compañía con esta morenita… ¿El coronel?… ¿Qué me hablas tú del coronel a estas horas?… ¡Que vaya mucho a…! Y si se enoja, pa mí… ¡plin!… Anda, sargento, dile al cabo que desensille y eche de cenar. Yo aquí me quedo… Oye, chatita, deja a mi sargento que fría los blanquillos y caliente las gordas; tú ven acá conmigo. Mira, esta carterita apretada de billetes es sólo para ti. Es mi gusto. ¡Figúrate! Ando un poco borrachito por eso, y por eso también hablo un poco ronco… ¡Como que en Guadalajara dejé la mitad de la campanilla y por el camino vengo escupiendo la otra mitad!… ¿Y qué le hace…? Es mi gusto. Sargento, mi botella, mi botella de tequila. Chata, estás muy lejos; arrímate a echar un trago. ¿Cómo que no?… ¿Le tienes miedo a tu… marido… o lo que sea?… Si está metido en algún agujero dile que salga…, pa mí ¡plin!… Te aseguro que las ratas no me estorban.
Una silueta blanca llenó de pronto la boca oscura de la puerta.
—¡Demetrio Macías! —exclamó el sargento despavorido, dando unos pasos atrás.
El teniente se puso de pie y enmudeció, quedóse frío e inmóvil como una estatua.
—¡Mátalos! —exclamó la mujer con la garganta seca.
—¡Ah, dispense, amigo!… Yo no sabía… Pero yo respeto a los valientes de veras.
Demetrio se quedó mirándolos y una sonrisa insolente y despreciativa plegó sus líneas.
—Y no sólo los respeto, sino que también los quiero… Aquí tiene la mano de un amigo… Está bueno, Demetrio Macías, usted me desaira… Es porque no me conoce, es porque me ve en este perro y maldito oficio… ¡Qué quiere, amigo!… ¡Es uno pobre, tiene familia numerosa que mantener! Sargento, vámonos; yo respeto siempre la casa de un valiente, de un hombre de veras.
Luego que desaparecieron, la mujer abrazó estrechamente a Demetrio.
—¡Madre mía de Jalpa! ¡Qué susto! ¡Creí que a ti te habían tirado el balazo!
—Vete luego a la casa de mi padre —dijo Demetrio.
Ella quiso detenerlo; suplicó, lloró; pero él, apartándola dulcemente, repuso sombrío:
—Me late que van a venir todos juntos.
—¿Por qué no los mataste?
—¡Seguro que no les tocaba todavía!
Salieron juntos; ella con el niño en los brazos.
Ya a la puerta se apartaron en opuesta dirección.
La luna poblaba de sombras vagas la montaña.
En cada risco y en cada chaparro, Demetrio seguía mirando la silueta dolorida de una mujer con su niño en los brazos.
Cuando después de muchas horas de ascenso volvió los ojos, en el fondo del cañón, cerca del río, se levantaban grandes llamaradas.
Su casa ardía…
II
Todo era sombra todavía cuando Demetrio Macías comenzó a bajar al fondo del barranco. El angosto talud de una escarpa era vereda, entre el peñascal veteado de enormes resquebrajaduras y la vertiente de centenares de metros, cortada como de un solo tajo.
Descendiendo con agilidad y rapidez, pensaba: «Seguramente ahora sí van a dar con nuestro rastro los federales, y se nos vienen encima como perros. La fortuna es que no saben veredas, entradas ni salidas. Sólo que alguno de Moyahua anduviera con ellos de guía, porque los de Limón, Santa Rosa y demás ranchitos de la sierra son gente segura y nunca nos entregarían… En Moyahua está el cacique que me trae corriendo por los cerros, y éste tendría mucho gusto en verme colgado de un poste del telégrafo y con tamaña lengua de fuera…».
Y llegó al fondo del barranco cuando comenzaba a clarear el alba. Se tiró entre las piedras y se quedó dormido.
El río se arrastraba cantando en diminutas cascadas; los pajarillos piaban escondidos en los pitahayos, y las chicharras monorrítmicas llenaban de misterio la soledad de la montaña.
Demetrio despertó sobresaltado, vadeó el río y tomó la vertiente opuesta del cañón. Como hormiga arriera ascendió la crestería, crispadas las manos en las peñas y ramazones, crispadas las plantas sobre las guijas de la vereda.
Cuando escaló la cumbre, el sol bañaba la altiplanicie en un lago de oro. Hacia la barranca se veían rocas enormes rebanadas; prominencias erizadas como fantásticas cabezas africanas; los pitahayos como dedos anquilosados de coloso; árboles tendidos hacia el fondo del abismo. Y en la aridez de las peñas y de las ramas secas, albeaban las frescas rosas de San Juan como una blanca ofrenda al astro que comenzaba a deslizar sus hilos de oro de roca en roca.
Demetrio se detuvo en la cumbre; echó su diestra hacia atrás; tiró del cuerno que pendía a su espalda, lo llevó a sus labios gruesos, y por tres veces, inflando los carrillos, sopló en él. Tres silbidos contestaron la señal, más allá de la crestería frontera.
En la lejanía, de entre un cónico hacinamiento de cañas y paja podrida, salieron, unos tras otros, muchos hombres de pechos y piernas desnudos, oscuros y repulidos como viejos bronces.
Vinieron presurosos al encuentro de Demetrio.
—¡Me quemaron mi casa! —respondió a las miradas interrogadoras.
Hubo imprecaciones, amenazas, insolencias.
Demetrio los dejó desahogar; luego sacó de su camisa una botella, bebió un tanto, limpióla con el dorso de su mano y la pasó a su inmediato. La botella, en una vuelta de boca en boca, se quedó vacía. Los hombres se relamieron.
—Si Dios nos da licencia —dijo Demetrio—, mañana o esta misma noche les hemos de mirar la cara otra vez a los federales. ¿Qué dicen, muchachos, los dejamos conocer estas veredas?
Los hombres semidesnudos saltaron dando grandes alaridos de alegría. Y luego redoblaron las injurias, las maldiciones y las amenazas.
—No sabemos cuántos serán ellos —observó Demetrio, escudriñando los semblantes—. Julián Medina, en Hostotipaquillo, con media docena de pelados y con cuchillos afilados en el metate, les hizo frente a todos los cuicos y federales del pueblo, y se los echó…
—¿Qué tendrán algo los de Medina que a nosotros nos falte? —dijo uno de barba y cejas espesas y muy negras, de mirada dulzona; hombre macizo y robusto.
—Yo sólo les sé decir —agregó— que dejo de llamarme Anastasio Montañés si mañana no soy dueño de un máuser, cartuchera, pantalones y zapatos. ¡De veras!… Mira, Codorniz, ¿voy que no me lo crees? Yo traigo media docena de plomos adentro de mi cuerpo… Ai que diga mi compadre Demetrio si no es cierto… Pero a mí me dan tanto miedo las balas, como una bolita de caramelo. ¿A que no me lo crees?
—¡Que viva Anastasio Montañés! —gritó el Manteca.
—No —repuso aquel—; que viva Demetrio Macías, que es nuestro jefe, y que vivan Dios del cielo y María Santísima.
—¡Viva Demetrio Macías! —gritaron todos.
Encendieron lumbre con zacate y leños secos, y sobre los carbones encendidos tendieron trozos de carne fresca. Se rodearon en torno de las llamas, sentados en cuclillas, olfateando con apetito la carne que se retorcía y crepitaba en las brasas.
Cerca de ellos estaba, en montón, la piel dorada de una res, sobre la tierra húmeda de sangre. De un cordel, entre dos huizaches, pendía la carne hecha cecina, oreándose al sol y al aire.
—Bueno —dijo Demetrio—; ya ven que aparte de mi treinta-treinta, no contamos más que con veinte armas. Si son pocos, les damos hasta no dejar uno; si son muchos aunque sea un buen susto les hemos de sacar.
Aflojó el ceñidor de su cintura y desató un nudo, ofreciendo del contenido a sus compañeros.
—¡Sal! —exclamaron con alborozo, tomando cada uno con la punta de los dedos algunos granos.
Comieron con avidez, y cuando quedaron satisfechos, se tiraron de barriga al sol y cantaron canciones monótonas y tristes, lanzando gritos estridentes después de cada estrofa.
III
Entre las malezas de la sierra durmieron los veinticinco hombres de Demetrio Macías, hasta que la señal del cuerno los hizo despertar. Pancracio la daba de lo alto de un risco de la montaña.
—¡Hora sí, muchachos, pónganse changos! —dijo Anastasio Montañés, reconociendo los muelles de su rifle.
Pero transcurrió una hora sin que se oyera más que el canto de las cigarras en el herbazal y el croar de las ranas en los baches.
Cuando los albores de la luna se esfumaron en la faja débilmente rosada de la aurora, se destacó la primera silueta de un soldado en el filo más alto de la vereda. Y tras él aparecieron otros, y otros diez, y otros cien; pero todos en breve se perdían en las sombras. Asomaron los fulgores del sol, y hasta entonces pudo verse el despeñadero cubierto de gente: hombres diminutos en caballos de miniatura.
—¡Mírenlos qué bonitos! —exclamó Pancracio—. ¡Anden, muchachos, vamos a jugar con ellos!
Aquellas figuritas movedizas, ora se perdían en la espesura del chaparral, ora negreaban más abajo sobre el ocre de las peñas.
Distintamente se oían las voces de jefes y soldados.
Demetrio hizo una señal: crujieron los muelles y los resortes de los fusiles.
—¡Hora! —ordenó con voz apagada.
Veintiún hombres dispararon a un tiempo, y otros tantos federales cayeron de sus caballos. Los demás, sorprendidos, permanecían inmóviles, como bajorrelieves de las peñas.
Una nueva descarga, y otros veintiún hombres rodaron de roca en roca, con el cráneo abierto.
—¡Salgan, bandidos!… ¡Muertos de hambre!
—¡Mueran los ladrones nixtamaleros!…
—¡Mueran los comevacas!…
Los federales gritaban a los enemigos, que, ocultos, quietos y callados, se contentaban con seguir haciendo gala de una puntería que ya los había hecho famosos.
—¡Mira, Pancracio —dijo el Meco, un individuo que sólo en los ojos y en los dientes tenía algo de blanco—; esta es para el que va a pasar detrás de aquel pitayo!… ¡Hijo de…! ¡Toma!… ¡En la pura calabaza! ¿Viste?… Hora pal que viene en el caballo tordillo… ¡Abajo, pelón!…
—Yo voy a darle una bañada al que va horita por el filo de la vereda… Si no llegas al río, mocho infeliz, no quedas lejos… ¿Qué tal?… ¿Lo viste?…
—¡Hombre, Anastasio, no seas malo!… Empréstame tu carabina… ¡Ándale, un tiro nomás!…
El Manteca, la Codorniz y los demás que no tenían armas las solicitaban, pedían como una gracia suprema que les dejaran hacer un tiro siquiera.
—¡Asómense si son tan hombres!
—Saquen la cabeza… ¡hilachos piojosos!
De montaña a montaña los gritos se oían tan claros como de una acera a la del frente.
La Codorniz surgió de improviso, en cueros, con los calzones tendidos en actitud de torear a los federales. Entonces comenzó la lluvia de proyectiles sobre la gente de Demetrio.
—¡Huy! ¡Huy! Parece que me echaron un panal de moscos en la cabeza —dijo Anastasio Montañés, ya tendido entre las rocas y sin atreverse a levantar los ojos.
—¡Codorniz, jijo de un…! ¡Hora adonde les dije! —rugió Demetrio.
Y, arrastrándose, tomaron nuevas posiciones.
Los federales comenzaron a gritar su triunfo y hacían cesar el fuego, cuando una nueva granizada de balas los desconcertó.
—¡Ya llegaron más! —clamaban los soldados.
Y presas de pánico, muchos volvieron grupas resueltamente, otros abandonaron las caballerías y se encaramaron, buscando refugio, entre las peñas. Fue preciso que los jefes hicieran fuego sobre los fugitivos para restablecer el orden.
—A los de abajo… A los de abajo —exclamó Demetrio, tendiendo su treinta-treinta hacia el hilo cristalino del río.
Un federal cayó en las mismas aguas, e indefectiblemente siguieron cayendo uno a uno a cada nuevo disparo. Pero sólo él tiraba hacia el río, y por cada uno de los que mataba, ascendían intactos diez o veinte a la otra vertiente.
—A los de abajo… A los de abajo —siguió gritando encolerizado.
Los compañeros se prestaban ahora sus armas, y haciendo blancos cruzaban sendas apuestas.
—Mi cinturón de cuero si no le pego en la cabeza al del caballo prieto. Préstame tu rifle, Meco…
—Veinte tiros de máuser y media vara de chorizo por que me dejes tumbar al de la potranca mora… Bueno… ¡Ahora!… ¿Viste qué salto dio?… ¡Como venado!…
—¡No corran, mochos!… Vengan a conocer a su padre Demetrio Macías…
Ahora de estos partían las injurias. Gritaba Pancracio, alargando su cara lampiña, inmutable como piedra, y gritaba el Manteca, contrayendo las cuerdas de su cuello y estirando las líneas de su rostro de ojos torvos de asesino.
Demetrio siguió tirando y advirtiendo del grave peligro a los otros, pero estos no repararon en su voz desesperada sino hasta que sintieron el chicoteo de las balas por uno de los flancos.
—¡Ya me quemaron! —gritó Demetrio, y rechinó los dientes—. ¡Hijos de…!
Y con prontitud se dejó resbalar hacia un barranco.
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