Cuando Ash, el biólogo de a bordo en Alien (1979), comenta que la criatura es el hijo de Kane, ya hemos sido testigos de la asombrosa mutación del facehugger —el crustáceo que se adhiere, al salir del huevo, a la cara de Kane—, tras la cual, al inicio de la última cena antes de la hibernación —están a casi un año de vuelo del sistema solar—, Kane es destrozado durante un alumbramiento terrorífico que podría juzgarse el de mayor impacto visual en la historia del cine de ciencia ficción. Ni antes ni después de esa película —con las excepciones de BladeRunner (1982) y Legend (1985)— mereció Scott con tanta justicia el calificativo de artesano. Es un cineasta de lo convincente y por eso Alien, en lo que toca a su huella dentro del cine contemporáneo, está ahí como un monumento a la índole extraña e inapelable de las criaturas lúcidas, hostiles y espeluznantes.
Todo eso brota de una dirección de arte que tuvo efectos sorprendentes y que Scott urdió con el propósito de establecer una atmósfera única y radicalmente apelativa. Sin embargo, las cosas suben de tono con la entrada de H. R. Giger en el estudio, con su aerógrafo, tras un proceso de diseño de ambientes, formas inhumanas (pero muy humanas), objetos ignotos, contextos anómalos e inverosímiles, y sujetos atemorizadores que expresan sentimientos de goce dentro del dolor, o viceversa. Giger, maestro de la configuración de un mundo gótico post-apocalíptico, sexualizado, y que se ubica en una zona ignota del espacio, es un dibujante de excepción, capaz de aglutinar visiones infernales y de pesadilla, muy estilizadas, dentro de un dramatismo cuya narrativa dialoga con algunos tópicos fuertes de la ciencia ficción. Por ese motivo, cuando Scott pone en sus manos la visualidad del ámbito extraterrestre —concentrado en dos zonas de todo lo que el filme anhela mostrarnos: la criatura y el interior de la nave donde vienen los huevos que contienen a los facehuggers—, no sólo está causando un efecto de pasmo, exotismo y repugnancia, sino que subraya los orígenes culturales de esas formas en uno de los mitógrafos más inquietantes de la literatura: H. P. Lovecraft.
Acariciador de los límites, no pudo Lovecraft prescindir de la humedad terrorífica. Sus creaciones son hijas de lo resbaladizo —lo baboso, las excrecencias de colores infames, el hedor que empapa— y juegan a entreverarse con la seriedad investigativa y la documentación académica de la ciencia. Lovecraft amó las carnosidades purulentas y detalló el encuentro entre seres humanos oprimidos por lo horripilante y esas creaciones posesivas, tentaculares, marítimas, inmersas en el chapoteo humoral y pantanoso. La criatura de Giger depende de un parto, de un anfitrión, y no es marítima, pero proviene de las excrecencias lovecraftianas, que, en rigor, son las de lo horrendo. La criatura tiende a ser, sin serlo aún, un Cthulhu en estado latente que hubiera despertado en la ciudad sumergida de R’lyeh, donde hay un sello que protege a los hombres del pavor y lo atroz.
El sistema de signos y referencias del mundo alienígeno, incluida la morfología visible del monstruo, combina la sinuosidad del tubo y lo tubular con lo afilado, lo fibroso y lo que, en términos técnicos, tendría que ver con una formulación biomecánica de los objetos y las superficies. Cuando Ripley encuentra a Dallas, el capitán del Nostromo, metido dentro de una especie de capullo —Dallas le suplica que lo mate—, el ámbito que Scott y Giger diseñan se aproxima bastante a la exasperación de la muerte de acuerdo con las expresiones, digamos, de las momias de Guanajuato. Aquí habría que conjeturar cuánto le debe Giger a esas momias alucinantes, a las cuales —si se les añade un entorno tecnofuturista en el sentido distópico, dentro de un porvenir alejado en el tiempo y en el espacio, en otra galaxia, miles de millones de años hacia adelante o hacia atrás— tendríamos que calificar de prehistoria conceptual de la dimensión que Giger dibuja y alcanza a construir.
La herencia de Lovecraft queda en Alien despojada de lo sobrenatural, y su operatoria es, en parte, una especie de trasiego de símbolos sobre el horror de las “inversiones” sexuales. ¿Formas vitales latentes que, por sí mismas, son capaces de encerrar un conocimiento espantoso y desconocido para el hombre? Por supuesto. Además, el “hijo” de Kane quizás abstrae el principio del mal recombinándolo con las características somáticas, de acuerdo con su genoma, del monstruo. ¿Cuánto de Kane tiene? Quizás un poco.
Alien enseña una zona de erotismo morboso, raigalmente aterrador, visible si consideramos que el facehugger, abierto por Ash y examinado como un crustáneosemiblando, es una suerte de vulva transfigurada, con un pedúnculo clitoriáceo introducido a la fuerza en la boca y el esófago de Kane. ¿Qué ocurre aquí? ¡Atención, teóricas del mundo queer! Una violación, la más formidable y densa de cuantas el cine de horror/ciencia ficción ha mostrado en los últimos cincuenta años. Una violación que algunos críticos identifican como una reivindicación de género.
La tradición del cuerpo lesionado tiene a la mujer como el centro pasivo de esa dramaturgia del delito sexual. Pero toda esa historia, tan sazonada, se inscribe en la modernidad del cuerpo y le vuelve la espalda a las brumas, tan sólidas, del mundo arcaico, lleno de emblemas y dominado por lo femenino. Aquí, en Alien, el receptor es un hombre. Es como si lo primitivo, lo instintivo y lo remoto hicieran valer su supremacía frente a la endeble ventaja tecnológica. Después se desarrolla toda una saga: la del crustáceo vulvar que implanta el embrión de la criatura abriéndose paso a través de la boca de un hombre. La preeminencia gráfica, formal, la tiene la criatura. Pero el umbral del horror es violentamente femenino.
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