«La mariposa negra» presenta una historia con determinados pespuntes narrativos que podrían despertar un interés centrado en el horror de la metamorfosis. En el relato, la adjetivación excesiva carece de eficacia y no aporta demasiado al discurso sino que ralentiza su expresión; una expresión que, de por sí, está limitada a una sucesión y sumatoria de acciones. De alguna manera, la historia parece condensada al fenómeno de la caja cerrada donde todo, o casi todo, se resume en la descripción del acontecimiento.
Estilos de narrar aparte, se agradecería que la autora se detuviera, al menos por un segundo, en la idea de particularizar a su personaje central más allá de calificarlo como torturador, objetualizador, coleccionista; calificativos estos que, si bien no dichos expresamente en el texto, pueden leerse entre líneas. Interesante sería pensar en quién es, o fue, este personaje. Construirlo más allá de lo obvio, de la caracterización típica, ayudaría a que el relato ganara en hondura y que la acción, por ende enfocada en algo más que un solo ángulo incompleto de la realidad, conquistara profundidades.
No obstante, la historia no carece de cierta originalidad que bien se agradece, al menos en una primera instancia donde aún no se ha analizado su recurrencia en la historiografía literaria. El horror de la mariposa, de la transformación, son alicientes para continuar hacia adelante.
Es cierto: el cierre del relato peca de inocencia, de cierto influjo naif no demasiado estimado, al menos en contexto. Hubiera sido preferible que la autora optara por colocar un punto final en el momento en que el cazador se transforma en presa. La coda, lo agregado —entiéndase el instante en que las criaturas son devueltas a la vida y a la libertad bajo su verdadera apariencia feérica— funge como un elemento sacado de la nada, una disonancia. Ninfas, duendes y hadas no son figuras necesarias de sentido, ni aportan a la narración. De igual, e incluso mayor terror, es la idea de la venganza insectoide. En el punto donde el universo feérico invade lo real e incluso lo extracotidiano se crea una rajadura no demasiado bienvenida: el costurón es visible en la tela y en el cuerpo del texto.
De igual forma, la aparición del personaje de la muchacha parece truco de mago sacado de la manga. En cuanto a continuidad temporal, en cuanto a salto de nivel de realidad, no se entiende la transformación de la mariposa en muchacha, aunque sí pueda visualizarse como parte del contexto narrativo. El cabo suelto —dígase en vulgata— se pudo sortear con un poco de previsión.
Dicho todo esto, es preciso agregar que «La mariposa negra» es un relato iniciático al que no le faltan errores primerizos pero que, a su vez, muestra una lectura sin densidades —el lector lo agradecerá— y una historia, repito, que no carece de esencial belleza. Se hace necesario, entonces, aferrarse a la metáfora y al horror: al insecto que deviene carcelario, y al cazador petrificado frente a los ojos de su propia circunstancia.
Daniela Rodríguez Pérez (Matanzas, 1996). Graduada del preuniversitario José Smith Comas de Cárdenas. Integrante de grupo teatral Arte Urbano de Cárdenas (2013-2014). Premio Colateral de La Red de Educación Popular Libélulas de Matanzas en el Concurso Nacional Cuentos Fríos”, en homenaje a Virgilio Piñera (2016) y Primer Premio compartido en el concurso provincial Fray Candil (2017). Alumna del curso “Escritura Creativa”, impartido por el Profesor Manuel A. Navea Fernández. Graduada del 2000 Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.
La mariposa negra
Al fin la encuentra. Se lanza sobre ella. La captura. La aleja de su bosque, sus flores y su olor. La lleva a una habitación llena de tumbas de madera y cristal, donde descansan cientos de aliados, de toda especie y color, con o sin alas, de ocho y cien patas. Objetos desconocidos, paredes de madera carcomida, estantes, libros…
La pequeña criatura intenta escapar inútilmente. Choca contra muros invisibles y un techo circular repleto de agujeros diminutos.
El captor la contempla con ojos destellantes: aún no puede creer su presencia. La deja sobre la mesa de trabajo y toma un lápiz. Lleno de emoción, la dibuja en su diario de campo. Tarda casi una hora en plasmar con detalle las antenas en espiral, el color azabache y las alas tornasoladas: perfecta.
Agarra un ataúd de cristal y unos cuantos alfileres. Con una sonrisa se acerca al frasco. Se hace el ciego ante los desesperados revoloteos. Coloca su mano sobre la tapa. Se detiene. Hay algo afuera. Se asoma a la ventana. Aleteos se acercan desde la distancia. ¿Una nube negra? No, criaturas voladoras. ¿Cuervos? No, algo mucho más… hermoso.
Aterrado quiere cerrar la ventana pero el enjambre ya está dentro. Lo envuelve en una manta negra de alas. Trata de quitárselas de encima. Deja caer el frasco. La mariposa vuela lejos de los trozos de vidrio. Sus hermanas color ébano la envuelven también.
El coleccionista ya no es humano. Corre veloz pero la mano lo atrapa. El escarabajo marrón le mira a los ojos. Su cabello es de color noche tornasolado.
La muchacha lo lleva hasta la caja y le brinda una sonrisa tierna y siniestra. Clava una aguja dejándolo incrustado en la madera.
Sus dedos tocan la pared. Una a una, las cajas se abren. Mariposas, arañas, orugas, grillos y otros cautivos regresan a la vida, tomando su verdadera forma: hadas, duendes y ninfas escapan por cualquier agujero de la casa.
La joven sonríe. Él tendrá que esperar.
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