La belleza de una historia depende, en gran medida, del contenido simbólico que logra despertar en la mente del lector, de la corriente de referencias que consigue arrastrar a su paso. La belleza de una historia no depende de su brevedad sino del fulgor que despliega, no importa si en pocas o muchas cuartillas. El material dramático auténtico no puede encerrarse en un sarcófago y esto, precisamente esto, Kristorn Naum lo ha descubierto y también Vasily Mendoza Pérez —el testigo no mencionado de esta historia, el testigo creador de los axis que rigen y sostienen este mundo narrativo.
Kristorn Naum y Vasily saben que la acción de un relato es solo medida por sus acontecimientos más relumbrantes (y, además, que dicha acción vale tanto como estos acontecimientos). Es por eso que el narrador no se detiene en un excesivo recuento de situaciones, no de demora en detalles que no sean los indispensables: la acción queda reducida al acontecimiento en sí, al acontecimiento desnudo, lo cual es una carta de triunfo muy arriesgada que, cuando se juega adecuadamente (y este el caso), da como resultado un cuento muy cerrado, lleno de ángulos, de lecturas y referencialidades que beben de nuestra iconografía mental y de nuestras esquinas memoriosas. Para el narrador, los detalles importantes son aquellos que remiten al hallazgo del objeto y, en esto, es prolijo: desarrolla sin frenos la capacidad de fabulación y la mezcla a conciencia con la posposición o detenimiento de la acción, para así disparar el gatillo que pone en movimiento la capacidad de asombro —y también la necesidad de saber— que todo lector activo posee.
Un aparte merece la recreación y particularización que el autor le confiere al objeto en el cual se basa la acción. Su hallazgo no solo es el eje que sostiene el equilibrio de la historia sino que, además, su develado paulatino es el detonante final de los acontecimientos. Vasily ha logrado exponerlos sin detenerse en otras apreciaciones que no sean las puramente descriptivas, tanto del objeto como del acontecer de los personajes que intervienen en la fábula dramática. Este particular sarcófago es un parteaguas narrativo que el autor consigue posicionar en el centro de la acción, desplazando así el interés del lector y condensando su capacidad de asombro.
Existen historias como esta, historias que no requieren presentación de ningún tipo y que solo nos invitan a sumergirnos en su descubrimiento, un hallazgo que dialoga, perfectamente y sin disonancias, en el idioma de Dios.
Vasily Mendoza Pérez.1976. Narrador y ensayista. Licenciado en Psicología. Miembro de la UNEAC. Egresado del primer curso del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Como narrador ha obtenido diversos premios. Entre ellos destacan: Fundación de la Ciudad de Santa Clara 1998 y 2000, Pinos Nuevos 1999, Premio Nacional Emilio Ballagas 1999, Beca de Creación Fronesis, Premio Nacional de Narrativa Eliseo Diego 2006, entre otros. Ha publicado una decena de libros en los géneros de cuento, novela y ensayo. Su más reciente título es Todos los perros conmigo, Ediciones Ávila, 2012.
Kristorn Naum
El hallazgo fue en las tierras del río Jaboc, cerca de Canaán y se le atribuye a Kristorn Naum, un alfarero reconocido por sus vasos de alabastros y sus sarcófagos. Alguien argumentó que lo encontrado no era auténtico y que se trataba de una simple artesanía. Kristorn Naum aseguró, así consta en los Libros Antiguos de la Sombra, que era verdadero. Dice que una mañana mientras escarbaba la ribera del río en busca de arcilla, notó que su pico chocaba contra algo duro. Supuso que era una piedra y fue a quitarla con sus propias manos. No era una piedra. Para sacarlo, necesitó la ayuda de sus tres hijos que fueron, a la vez, testigos directos. Sacaron una caja del tamaño de un hombre descomunal. Estaba labrada en un material que brillaba como el oro pero que no se trataba de algún metal conocido. Cuando lo sacaron, limpiaron y delinearon en detalle todas sus formas, nadie pensó que podía llevar miles de años enterrado. Con asombro observaron una inscripción en una de sus caras orientales. No la descifraron porque según Kristorn Naum, que alguna vez le habían enseñado unos caracteres semejantes, pertenecían al idioma de Dios y que solo unos pocos podían traducir. La admiración fue subiendo de tono y ni los hijos ni el alfarero querían ya abrir el sarcófago. Preferían llevarlo a casa, tomarlo como punto de adoración. Pero la mujer de Kristorn Naum advertida por el brillo de la caja vino corriendo y consiguió despertar la avaricia en su familia. «Ábranla de prisa», dijo, «así sea la caja de Pandora. Ábranla.» Y los cuatro hombres, fascinados, corrieron los cerrojos, la tapa cedió a un leve empuje y al caer al piso, Kristorn Naum y su familia quedaron paralizados, silenciosos. Ninguno se atrevió a cerrar los ojos ni a dar un paso; después de un momento de contemplación, Kristorn Naum se decidió a meter las manos dentro del ataúd. Los hijos lo miraron consternados, la mujer lloraba. El alfarero acomodó en sus brazos a la momia que yacía dentro en posición fetal. Tenía la boca abierta, los ojos desorbitados; presa de algún horror deslumbrante, aquel ser había sido asesinado. Muchas ideas pasaron por la cabeza de Kristorn Naum cuando vio que en la espalda del cadáver había dos auténticas alas.
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