El Día del Idioma Español se conmemora el 23 de abril de cada año en todas aquellas latitudes del planeta que se integran, como la nuestra, a la llamada hispanidad. La efeméride celebra, como sabemos, la imponderable y canónica obra maestra del Manco de Lepanto. Los hispanos reconocemos en abril no solo un mes de tránsito que nos convida a disfrutar de estos primeros aires, sino que nos trae, en su última semana, la alegría de atender y reflexionar sobre una fecha en que se conmemora un año más de la muerte del insigne don Miguel de Cervantes Saavedra, creador del célebre hidalgo Don Quijote, nacido en un lugar de La Mancha, hace algo más de cuatro siglos.
La comunidad hispanoparlante es inmensa y constituye una de las experiencias lingüísticas más aleccionadoras de nuestra época, puesto que, al atravesar numerosos territorios a lo largo de varios continentes ―cuyas culturas son, en su mayoría, un crisol de diversidades—, presenta características que nos permiten la más sencilla comunicación.
El idioma español no disponía de voces como tomate, canoa, maíz, piragua o cacao antes de producirse el encuentro entre las culturas europeas y americanas. Hemos sido testigos y protagonistas de ese enriquecimiento solo posible por la acción del pueblo: el único que la crea y recrea. Las academias las estudian y registran. Nada más. Por ello, el poder de nuestra lengua materna es proverbial. Solo los pueblos que la emplean han sido capaces de crearla, pulirla, recrearla siempre y hacerla suya.
La Academia Cubana de la Lengua, que arribó el 30 de septiembre a sus primeros 90 abriles, se ha encargado de registrar sus modalidades y variantes, preservando siempre el espíritu limpio de quienes la fundaron: Enrique José Varona, José María Chacón y Calvo y Fernando Ortiz, entre otros ilustres nombres, hasta llegar a Adolfo Tortoló, Salvador Bueno y Delio Carreras, quienes, junto esa figura tutelar que fue Dulce María Loynaz del Castillo, en la segunda mitad del siglo XX, pusieron en órbita los mejores valores lingüísticos de nuestra identidad.
Alrededor del parquecito que los habaneros llamamos de San Juan de Dios, se yergue la más emblemática estatua que tiene Cervantes en la Isla. Fue Eusebio Leal quien relató al gran poeta camagüeyano la historia del hermoso monumento «instalado el 1ro. de noviembre de 1908», cuyo autor fuera el «escultor italiano Carlos Nicolini», precisa Nicolás Guillén en crónica no recogida aún en su prosa periodística[i].
Para la gran escritora española María Teresa León, fue Cervantes «el soldado que nos enseñó a hablar». Por otra parte, «el ilustre manchego», encarcelado y pobre como fue, sobreponiéndose a toda suerte de calamidades, supo legarnos a través de su vida azarosa uno de los idiomas más ricos del planeta y más frecuentado por eso que hoy conocemos bajo el nombre de modernidad.
Las lecciones del Quijote y su escudero Sancho Panza, un indestructible binomio de trascendencia universal, integran ese imaginario popular que se ha perfilado como el más exquisito signo de justa permanencia y, a la vez, de signo imborrable de esta civilización de raíz hispana que nos conforma, nos confirma y nos alienta hacia un porvenir marcado por una incuestionable diversidad cultural, pero que nos permite comunicarnos en un idioma construido junto a las dos orillas de un mismo océano, vivo, enriquecido y vuelto a visitar por los numerosos acentos provenientes de América y de la propia España.
Para Ambrosio Fornet ―recientemente galardonado en la ciudad de Nueva York con el Premio LASA 2016 por la obra de toda la vida―, la tríada lengua-nación-literatura[ii] es todavía, ya avanzados los albores del siglo XXI, una carga que determina su uso y su diversa permanencia en el universo de los hispanoparlantes, cuya cifra, en 1999, recién ingresada yo como miembro de número en la Academia Cubana de la Lengua, bordeando el final del siglo pasado, ascendía al número de 320 millones y en nuestros días alcanzó a la de 400, incluido ese mundo en creciente expansión que resulta ser el territorio de los Estados Unidos. Así, en mi discurso de ingreso[iii], reclamaba la conciencia que para este tema nos inculcaba el uruguayo Mario Benedetti cuando avizoraba que: «Hoy que el castellano ha pasado a ser la tercera lengua a escala mundial, ya que la hablan (aunque no siempre la leen o la escriben) unos 320 millones de seres humanos, la palabra, en lo que tiene de lenguaje, de signo y de medio comunicante, nos vincula a todos, y sobre todo vincula a nuestros pueblos, al permitirnos compartir un territorio que todos contribuimos a expandir: la lengua».[iv]
Para Lisandro Otero, «nuestro idioma ha sido un factor de enlace en una galaxia de naciones y se mantiene vivo gracias a su vivaz incorporación de neologismos, y a la manera en que absorbe modalidades coloquiales, asume audacias literarias y sintetiza la variedad de sus raíces. De ahí surge su riqueza propia». Tal como ha afirmado Angel Rosenblat, no debe acomodarse la lengua a la medida del diccionario, sino conformar el diccionario al ritmo del crecimiento de la lengua.
La nuestra es algo vivo, cambiante; su código es el más entramado que pueda encontrarse entre las lenguas romances habladas y escritas de nuestro hemisferio. Esa lengua materna, riquísima fuente de comunicación, o tal vez una suerte de patria, ¿por qué no?, es la posibilidad real de entendernos todos a toda hora ―desde los tiempos medievales hasta los de una ascendente globalización en nuestra época―, pues como descubriera para críticos y lectores de nuestro continente el autor de Montevideanos, la lengua española, en su condición altamente comunicadora, «representa un privilegio del que es importante estar conscientes».[v]
Al velar por su más rigurosa enseñanza, por cuidar el tesoro de su expresión oral, bien sabemos que somos una Academia que se mira en su esplendor reconociéndose como su hija legítima, mientras la observa, la estudia, la registra y la fija cuando enarbolamos como divisa la voluntad irreversible de reconocer que sólo el pueblo la crea, la pule, la recrea y la hace suya.
La nuestra es algo vivo, cambiante; su código es el más entramado que pueda encontrarse entre las lenguas romances habladas y escritas de nuestro hemisferio. Esa lengua materna, riquísima fuente de comunicación, o tal vez una suerte de patria, ¿por qué no?, es la posibilidad real de entendernos todos a toda hora ―desde los tiempos medievales hasta los de una ascendente globalización en nuestra época―, pues como descubriera para críticos y lectores de nuestro continente el autor de Montevideanos, la lengua española, en su condición altamente comunicadora, «representa un privilegio del que es importante estar conscientes».
Al velar por su más rigurosa enseñanza, por cuidar el tesoro de su expresión oral, bien sabemos que somos una Academia que se mira en su esplendor reconociéndose como su hija legítima, mientras la observa, la estudia, la registra y la fija cuando enarbolamos como divisa la voluntad irreversible de reconocer que sólo el pueblo la crea, la pule, la recrea y la hace suya.
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Tomado de La Jiribilla
[i]Nicolás Guillén: «El Quijote en La Habana», en El Mundo, Medellín, Colombia, 1981.
[ii]Ambrosio Fornet: «Variaciones», en Narrar la nación, La Habana, ed. Letras Cubanas, 2009, 271-72.
[iii]Nancy Morejón: España en Nicolás Guillén. Discurso de ingreso a la Academia Cubana de la Lengua. Dibujo de la cubierta de la autora. La Habana, ed. Unión, col. Vagabundo del Alba, 2005.
[iv]Mario Benedetti: «La realidad y la palabra», en El ejercicio del criterio. (Obra crítica 1950-1994). Madrid, ed. Seix-Barral, 1996, p. 113.
[v]Mario Benedetti: op. cit., p. 114.
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