Cuando en la última Feria del Libro en Artemisa le dijeron al reconocido librero colombiano Álvaro Castillo Granada que, a dos cuadras apenas de la biblioteca provincial Ciro Redondo, donde conversaba con público y escritores, habían estado alojados tres Premios Nobel de Literatura, no pudo evitar un gesto de asombro y conmoverse con la misma expresividad de los habitantes residentes en la mayor de Las Antillas.
Conversador imparable, lleno de anécdotas, proclive a la risa y el chiste, conocedor de la literatura cubana al punto de citar decenas de autores y librerías ejemplares de toda nuestra nación, prueba —como aseguró el narrador Enrique Pérez Díaz— de que Álvaro Castillo es «un verdadero librero» que ancló en el alma del pueblo cubano.
Y ancló entre seres que le regalaron historias maravillosas que ha contado en títulos de su autoría como Librovejero y Con los libreros cubanos. De labios de Álvaro conocimos anécdotas tan jugosas como una que lo vincula a su coterráneo, el Nobel Gabriel García Márquez, quien le dedicó una colección entera de sus obras, entre ellas la siempre codiciada primera edición de Cien años de soledad.
Un ladrón decidió que aquella novela firmada por el Gabo le aportaría, en caso de venta, una buena cifra monetaria y decidió hurtarla. Ante la denuncia de Álvaro, la policía de Colombia se movilizó en busca de la novela y, por fin, el ladrón pudo ser atrapado y la obra rescatada.
Un jefe de policía decidió entonces declarar públicamente que aquella pieza firmada por la mano del hijo más célebre de Aracataca y devuelta a su verdadero dueño, valía 60 mil dólares, declaración que, por el inmenso peligro que entrañaba, dejó petrificado a su dueño.
Pasando por alto su valor monetario, Álvaro le dio el fin que creyó más conveniente: la entregó, a cambio de nada, a una importante biblioteca cubana.
Para su amistad con el poeta artemiseño Alberto Rodríguez Tosca, tuvo palabras conmovedoras, pues siempre sintió que el autor de Todas las jaurías del rey, con largo tiempo de residencia en Colombia, donde hoy yacen la mitad de sus cenizas, pertenecía por igual a lo mejor de la cultura de ambas naciones latinoamericanas.
Juan José Jordán, director y dramaturgo bautense reconocía, en fecha cercana y en esta biblioteca, cuánto de espiritualidad le aportó conocer de cerca al pueblo colombiano y cómo, en apenas un par de días, recibió respuestas del presidente Gustavo Petro y la vicepresidenta Francia Márquez a un par de misivas enviadas a ellos, en tanto el doctor Oscar Rodríguez valoraba el rico contexto geográfico de un país con muchos retos por delante.
Sobre la llegada de Petro al poder, Álvaro reconoció que la veía como un soplo de esperanza después de tantos años de guerra, muerte y dolor, volvió a evocar anécdotas maravillosas, vividas en La Habana, donde un librero cubano, al ver su interés en la compra de un libro de Lydia Cabrera para el cual no contaba ni con un solo centavo, le dijo: «Llévatelo y cuando regreses a Cuba me lo pagas».
Tras su retorno, saldó su deuda de diez dólares y, desde ese minuto, fraguó una relación de hermandad eterna con este librero de la capital cubana, como también la fraguó con los vecinos de una calle de La Habana Vieja, donde una mujer muy humilde, sin conocerlo, lo acogió en su casa al caer enfermo. «Fue increíble: cuando salía a la calle, todos los vecinos de la cuadra me preguntaban por mi estado de salud», dijo Álvaro riendo.
Álvaro lleva con especial orgullo el recuerdo de su abuelo, el general José Rogelio Castillo, combatiente internacionalista de nuestras guerras de independencia que yace enterrado en el cementerio de Colón. Álvaro se ha prendado de Cuba, de la cual puede hablar largamente, de los más diversos lugares del país, donde no predominan los hoteles y el turismo, sino el cubano común, que tantas emociones le ha regalado desde su primera visita.
«Ustedes son un pueblo muy querido, generoso, solidario, y quizás no se den cuenta. Como ustedes dicen, el que tiene un amigo, tiene un central. Yo tengo muchos amigos en Cuba», confesó sinceramente el prestigioso librero.
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Tomado de El Artemiseño
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