Hace unas semanas, cuando todavía evocaba las emociones que me produjo una excelente película llamada Good bye, Christopher Robin, pensaba en los vínculos que establecen los autores con su obra hasta el punto de apresar en ellas a personajes de su propia vida: hijos, hermanos, padres, amigos… El filme en cuestión relata la tumultuosa relación entre Alan Alexander Milne con su hijo Christopher Robin Milne, quien le inspirara su exitosa Winnie the Pooh, la saga de un osito de peluche (que en realidad existió) y sus buenos amigos Kanga y Roo, Eeyore el burro, el travieso Tigger, Rabbit y Owl y el cerdito Piglet, criaturas que conforman una pintoresca fauna campestre que razona sobre grandes verdades humanas.
Los hermanos Yáñez, Mirta y Albertico, surgen a la literatura infantil cubana en los años 80, una década en la que todavía esa especialidad entre nosotros daba sus primeros pasos por asentarse, no solo partiendo de una tradición esporádica con antecedentes como las obras de Dora Alonso, Onelio Jorge Cardoso, Renée Potts, Adelaida Clemente o Renée Méndez Capote, sino en una oleada de textos animistas y falsamente patrióticos heredados de la década precedente.
Ambos hermanos, pese a la diferencia de edad, se asoman al panorama de entonces con una propuesta bien diferente, original y definiendo desde sus inicios un estilo que les caracterizaría por su singularidad y que todavía hoy les mantiene como autores vigentes y necesarios en el variopinto panorama de la LIJ cubana.
Sin duda alguna, hereditarios ambos del nonsense de obras como Alicia en el país de las maravillas, el propio Winnie The Pooh o El viento en los sauces, crean un discurso en el que una serie de personajes cotidianos asumen dimensiones mágicas al protagonizar, de una parte, simpáticas aventuras en paisajes cercanos a un niño medio —como la propia casa, el patio, las calles del barrio o una ciudad—, y de la otra se ven revestidos con aquel ribete mágico de aquellas obras inmortales de la literatura anglosajona.
Con Cuentan que Penélope debuta Albertico Yáñez en 1981 al ganarse un Premio 13 de marzo de la Universidad de La Habana y Mirta ya lo había hecho en 1977 con Serafín y su aventura con los caballitos, por el que recibiera el Premio La Edad de Oro de ese año. En ambos se aprecia por momentos el afán de instruir a su lector en aquello que le ofrece el mundo cotidiano, pero que en el estilo de ellos se revitaliza positivamente de una fantasía que surge de la propia manera de ver este mundo desde los ojos de un niño.
La historia de la literatura para niños y jóvenes a escala universal está llena de un rico anecdotario que las más de las veces es fruto de la casualidad o del llamado azar. ¡Cuántas obras fueron escritas para quedar eternamente guardadas adentro de un cajón de escritorio o permanecer dormidas, cual Bellas Durmientes, cien años en un viejo armario! Cuántas hay que, sin embargo, conocen la luz y al instante se convierten en un verdadero suceso editorial o de aceptación de los lectores. De ese modo, también esta misma historia guarda un rico anecdotario de autores que, sin dedicarse por entero a escribir para los niños, un buen día legaron importantes obras que hoy ya se consideran clásicos del mal llamado género.
Decía que en 1977, una de nuestras grandes narradoras, poetas, ensayistas, profesora universitaria y estudiosa de la literatura hispanoamericana, sorprendía a la crítica con su primer acercamiento a la literatura para niños. Mirta Yánez se daba a conocer con ese libro devenido emblemático en nuestras letras y que conoce varias afortunadas ediciones en Cuba y en el extranjero: Serafín y su aventura con los caballitos, especie de fábula muy bien hilvanada que, tomando de base la realidad cotidiana, nos va sumergiendo en un universo mágico que mucho debe agradecer a la mejor tradición de literatura clásica y contemporánea inglesa.
Serafín y su aventura con los caballitos es como un viaje detrás del conocimiento —y nunca olvidemos que toda la literatura para niños (y la cubana no es excepción) está llena de afortunados e inolvidables viajes que hacen crecer espiritual y humanamente a su posible lector: un tesoro, un amor, un descubrimiento—, viaje en el cual Serafín, Crin-crin-bo, Misu-Miau y Jiribilla, el conejo, van encontrando caballos de cualquier tipo por doquier y el modo en que ellos ayudan en la vida cotidiana.
El libro se refuerza por cierto aire de ingenuidad, en realidad aparente, pues siempre estará presente el ojo humorístico y la ironía de la autora, quien es capaz de entretejer divertidas y aleccionadoras situaciones de un capítulo al siguiente. De este modo a Serafín y su aventura con los caballitos se le puede inscribir dentro de una corriente muy en boga en este periodo fundacional de una literatura cubana para niños con asidero en la realidad y que vuela hábilmente hacia lo imaginativo y fantástico, una especie de realismo ingenuo pero cargado de connotaciones éticas y, por fortuna, desprovisto de cualquier didactismo, patrioterismo o amaneramiento infanticida o el por entonces tan frecuente acomodamiento en falsas y manidas poses de edulcorar a la infancia su mundo cotidiano.
Como de cualquier manera se le puede considerar un hito de nuestras letras, desde su misma aparición, Serafín y su aventura con los caballitos, reveló el potencial de la autora para incursionar en las letras para niños, pero que también quedó plasmado en el simpático Poesía casi completa de Jiribilla, el conejo (Editorial Gente Nueva, 1994) o Serafín en el reino de los comejenes, Serafín y sus aventuras con el último Guacamayo Rojo o La maceta de los seis marpacíficos y más recientemente en su libro homenaje, preparado por Gente Nueva: Las aventuras de Serafín y sus grandes amigos, ilustrado por Raúl Martínez y que tuve el privilegio de editar.
En la génesis literaria de la obra infantil de Mirta y Albertico se aprecia una deuda de influencias recíprocas, una connivencia entre sus personajes y aquel toma y daca enriquecedor que es evidente en los libros de la saga.
Si se toma, por ejemplo, el personaje de la perra Penélope —que existió en la vida real—, Albertico da una imagen más idílica del animal al ubicarla en sus dos volúmenes Cuentan que Penélope I y II (y un tercero que aparecerá por la Editora Abril) como una perra alocada que va recorriendo la ciudad e interactúa con personajes que mucho tienen que ver entre sí y con otras obras suyas como Cuentos de las maticas o los Libro primero y Libro segundo de las cosas raras. Sin embargo, Mirta en el libro inédito “Antiguas aventuras de Serafín y de Jiribilla el conejo” da su versión, quizás más realista, al hablar del mal carácter proverbial de la perrita y del pánico que infundía a algunos vecinos, trancados en casa cuando la sentían pasar.
En ambos autores los personajes tienen nombres muy pintorescos y adjetivados con funciones vitales u oficios y el absurdo de las situaciones o los diálogos —permeados de un rico vocabulario y de imaginativas referencias intertextuales— llega al delirio. Mirta Yáñez es mucho más sobria en sus obras, sobre todo porque las ya mencionadas aventuras de Serafín o las de Jiribilla el conejo, van más de la mano con un nonsense citadino, circunscrito espacialmente a un mundo más cercano al familiar y emotivo-vivencial de cada autor-hermano y menos aleatorio que el desborde planetario referencial (y a veces intergaláctico) al que acudía Albertico en cada nueva creación.
Lo verdaderamente interesante es que cada autor-hermano, pese a tener un punto de partida en una infancia compartida —de personajes reales e inventados, anécdotas, ambientes y sueños— toma su propio camino y tributa al otro, pese a todo, en una alternativa auto referencial a su propia niñez y a la de la otra (y entrañable) voz escritural.
En el libro inédito que comento, en el cuento “Las aventuras de la perra Penélope en el Patio de Serafín” es donde mejor podría demostrarse tal aseveración, aunque nadie dudaría que hay influencias compartidas en “El Grillo Coco quiere conocer mundo”, “Ña Manolita y el “Baúl de la Buena Pipa”, o en “El Juego de la letra K”.
Literatura sobre la vida de unos niños idealizados desde la nostalgia de rescatar una infancia y desde la evocación compartida, Mirta y Albertico edifican un mundo perdido que legan a la infancia que les alcance a leer —pues su literatura no desciende a planos de gratuidades o concesiones o modas pasajeras. La literatura de ambos se mantiene firme en sus postulados y propone, pese a su aparente simpleza, una relectura de símbolos y alusiones, de referencias e intertextualidades cruzadas, que no todo lector es capaz de asumir en su rica y estimulante profundidad. Sin embargo, sí es posible una entendimiento lineal del argumento, plagado de situaciones humorísticas , de mucho ritmo, con amables personajes afectivos y cercanos al niño y argumentos que incitan a la búsqueda constante de una razón para la aventura y el divertimento a partir del acto de leer. Por eso pienso que esta obra inédita redondea de manera magistral la creación literaria de Mirta para los niños, pues de alguna manera es capaz de rescatar su línea narrativa anterior, la de su propio hermano y entre ambos estilos —que no por hermanados en tantos elementos pueden considerarse idénticos—, tender un puente hacia una fantasía inagotable que remarca aún más el ideario creativo que siempre defendió.
Evidentemente será muy significativa la aparición de “Antiguas aventuras de Serafín y de Jiribilla el conejo”, rescatado del baúl de los recuerdos, ese espacio lleno de inéditos que existe en casa de cualquier escritor y que, además de significar punto de reencuentro para ambos, es homenaje al hermano ausente (siempre recordado) quien perennemente estará, para dar testimonio de un mundo, que no se pierde irremisible como la nostalgia pudiera hacer suponer, sino que es redimido en el Siempre-Jamás eterno, donde Mirta Yáñez lo mantiene a salvo del tiempo, de los humanos, de la vida y sus azares, o del más cruel y pertinaz olvido.
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