
Aunque la mirada viaje a través de la huella en el aire, no es la flecha ni su destino lo que persigue; su afán es el regreso, el origen de ese recorrido en el que los símbolos cobran dimensiones más allá de la oración común. Al ser este el modo, al verse en el agua la marca que en su vuelo ha dejado atrás la piedra, puede el intruso develar el aroma de la infinitud del tiempo. El poeta contiene un primer hálito, un instante en el que la iluminación conjuga ingenuidad y éxtasis, un ímpetu que luego se va disuadiendo y, sin dejar de ser, articula planos que el otro no siempre suele mostrar de primera. Al menos así es en el caso del libro Hablar la noche, de Jesús Lozada (Camagüey, 1963).
En el devenir, la mano vuela desde/sobre la emoción, los universos que enhebra, a través de lo sensorial, suelen ofrecer cuadros de un impresionismo pulcro, donde la imaginación halla los espacios abiertos y, a través de ella, regresa a los paisajes humanos como un cuadro absoluto, donde hay juego de símbolos y sentencias.
El lenguaje como experiencia vital, la manera de ser en sus operaciones sintácticas, ofrecen nuevos modos de construir el espíritu, para llevarlo a esa consagración inapelable que es la expresividad en la que se refugia una época para salvarse de los excesos, de la promiscuidad fatal del ser humano, de sus vicios. El poeta eleva la palabra sobre el eje transversal de la existencia; sus dos fuentes principales son, el ser primitivo y la densidad simbólica, lo que la palabra ha encriptado para restablecer el estado de ánimo.
Los temas, el acento intimista, el tono confesional, la visión del ser como actante en ese cosmos diverso, como él mismo, se matiza con versos que marcan pautas hacia el esplendor que espera. Cuando la voz comienza a extenderse dice, «Magnífico es Dios cuando se para / Y las sombras con él /…». Lo magnánimo está en el verbo, en la ecuanimidad de la voz que intenta (y logra) ponernos a tono con el todo de ese ser que a partir de entonces allanará para el cómplice, el lector, un sendero que tiene fijeza, palabra que viene ya siempre de la mano maestra.
Al lanzarse bajo la luz de la palabra, cada uno ha de saber que todo habrá en la viña del poeta, que es también la del Señor; pero, como «todo» ha de ser preciso, el poeta lo quiere en su medida, en su justo espacio, orden y equilibrio, para que cada pieza sea parte de un cuerpo mayor, sin dejar de ser una unidad absoluta. El dramatismo, ubicado en los momentos requeridos, incorpora puntos de giro que agregan matices fundamentales, con el fin de mostrar al ser humano transfigurado en ese tejido social que no se nombra, pero tampoco se elude. Aquí los nexos del ser, sus entornos, se muestran con dolor y fe, con las pérdidas y la voluntad de persistir en la búsqueda de lo semejante, lo verdadero.
Cada uno de nosotros
Es el pasado de Dios que no tiene pasado.
Lo ingenuo, en el sentido estético, a la manera de maestros como Henri Rousseau (1844-1910), pero sin esa «graciosa falta de conocimientos», sino con un marcado interés en sobreponer ese aliento naif como acto de fe, como postulado ético, aun cuando no sea explicito en el propósito, permite que se advierta un ímpetu limpio, provisto de la emoción con el que Jesús Lozada trabaja la palabra; pero, para mejor, le agrega un cuidadoso enhebrado lingüístico, una densidad intelectual que al unirse con ese espíritu en el que la sinceridad resuena, deja ante el lector una ganancia esencial, la belleza.
De lo que se trata en su caso es, que desde los primeros poemas contenidos en el libro Archipiélago (Editorial Letras Cubanas, Colección Pinos Nuevos, 1994), el poeta se deja llevar por las sonoridades de su tiempo.
Tan propicia tan bella para descansar las palabras
Que la mía puede ser la de un adolescente
Pero hoy prefiero esta sombra
En la que todo será sacado de su templo.
Solo un místico de lealtad irrefrenable a la existencia, logra llevar a un mismo ritmo las corrientes renovadoras desde la devoción por lo originario; lo que sobre la línea del horizonte agrega es el fulgor de lo asentado en la realidad. En la reconstrucción constante de ese espíritu, en el que la consagración a las creencias se eleva como los templos en los que Dios abre sus manos, se suman las representaciones de la lengua; una vez llevada a la oscura pradera de la que hablase José Lezama Lima, se levantan los entresijos de una existencia que se duele y, con humildad proverbial, condona lo que ha venido acompañando ese dolor y, con esa preceptiva, el poeta construye unas voces que se dejan definir en el agua y la luz.
En esas montañas suele verdear la obra de Jesús Lozada, un «hacedor» que no abandona la inocencia. Como él, su poesía es descarnada, el curso por los libros revela que se está ante una voz que ha sabido beber el agua que luego nos ofrece como regalo de dioses. Los títulos de cada conjunto («Archipiélago», «Los ojos quebrados», «Sentado en el olvido», «Canciones eslavas», «Rectángulo de San Juan de Dios», «Llamas del mendigo» y «Las puertas de Dite») remedan un paisaje sobre el que levitan los códigos que van, desde la tierra hasta esos mitos en los que se aferra para volver a sentir en ese recorrido, la epifanía, el acto de ver la obra de Dios y reconocer que se busca «en el monte amparo». Una mirada profunda a sus títulos ofrece también un índice de su espíritu y un atajo en el que se refieren preguntas que nacen de la relación con la memoria literaria y con del arte en su más sagrado fin. Nada es gratuito, todo ha sido digerido y expuesto con sinceridad, con esas «sonoridades difíciles» que fueran tan caras al poeta del verso amigo.
La pasión, las frustraciones, el tiempo, la ausencia, la muerte, lo sagrado, la desesperanza, y la luz, confluyentes en un ámbito donde lo sensorial cobra tonos disímiles, todos coexisten en el caleidoscopio a través del cual el poeta nos conmina a justipreciar el acto de la vida. Jesús Lozada es un ser místico y cada verso, silencio, distancia entre una palabra y otra, dan fe de su fe, de su diálogo con el pasado literario que ha digerido y desde el cual se aferra a la tradición para armar un escenario en el que nada está por azar, la fractura de los versos, los espacios entre sus mares, la pausa entre una palabra y otra, las mayúsculas, todo aquello que es también imagen visual, paisaje mediante el cual intenta tocar los sentidos, para luego ajustar la expresión y dejar al otro ante una suma en la cadencia, caídas y letanías, propias de una voz definida. En fin, el mar y todo, todo se ha configurado para favorecer la idea del viejo Walt Whitman, quien toca este libro toca a un hombre, sus desesperanzas y anhelos:
Estos hombres pugnan por salir
Aseguro no existen recodos vados
Aseguro que mi cuerpo es río
Porque el agua y los comunes me tuvieron en el mundo.
La religiosidad y el mito, la pérdida, la permanencia de un cosmos creado con la gracia del lenguaje, el tiempo irrevocable y lo permanente, más allá de ese tiempo, la noche, inmensa, definida, la noche de las celebraciones y las aguas, la noche de la libertad y el hallazgo del camino, del mar y las batallas, el sueño y la luz, una y otra vez la luz, son cabos a los que la voz se aferra para sorprender, en una suerte de bosque en el que el hombre disipa sus obsesiones y la poesía se manifiesta como un signo de tiempos remotos que, sin embargo, incorpora el lenguaje de todos, los tiempos y los hombres.
Heredarán las rocas y los sueños
Las razones y el arquetipo
La Noche que arrecia cuando al pasar
Silabean heridos los carbones…
No se puede prescindir —pareciera advertir Lozada— de la armonía entre el insomne y la sangre, la canción de las islas se cuece en una vasija en la que se aprecian los pliegos claros de la sabiduría, a eso le llama luz. Oh, luz mía, vete, vete pronto adonde está ese que avizora los hijos de un tejido tan nuevo como los portones por los que entraron los antiguos a las batallas permanentes, las batallas que aún ocurren en recónditos lugares, de estos abrumadores silencios en los que siempre se ha de esperar esa floración que el lenguaje guarda para los días mejores, aun sabiendo que no habrá sino una edulcoración de esas horas y un sujeto quebrado, caminante cuyas muertes viven en las palabras como el agua y la claridad, como los metales que suenan cuando en voz dúctil los sonidos escapan hacia las estrellas de lo perceptible. ¿De qué fuego podría hablarse cuando junta la sílaba y en sueño? ¿Qué sustancia dará su eco? ¿En qué piedra se calcinan los designios de la pequeña parcela de las dudas? Nadie ha de contestarlo, ni siquiera el poeta, el místico que de manera desmedida siente y explora su lengua y con ella opera y construye las versiones de sí. Un tibetano, un eslavo, una hebra de polvo ancestral, cruzan como los pequeños animales, el viento sopla sobre ellos y en cualquier sitio deja ese sonido que traen los caballos, y la suma es más que una luz que muere despacio en ese follaje que nos cautiva y levanta; nudo a nudo, cada punto es una parte de ese árbol sobre el que vamos ascendiendo para al fin llegar a esa punta donde se dispone otra luz, otro camino hacia las preguntas sobre la existencia humana, tramadas por Jesús Lozada, desde un lenguaje particular, como particular es cada experiencia de vida. Eso le permitirá al lector reconocer que esos caminos, que antes no eran, hoy están al alcance de una palabra que le llevará a la siguiente y cuando cierre el volumen, reconocerá que alguien ha podido encerrar el universo en unas páginas y desde ellas, ha provocado un acontecimiento misterioso pero irrevocable, ha logrado que pueda hablar la noche.
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