
Paradiso, novela río si las hay, continúa siendo un texto que invita a acercamientos diversos. Pendiente todavía una investigación cabal de su carácter simultáneo de espléndida propuesta neobarroca, hay otros muchos ángulos que aguardan por un estudio específico. Este es el caso de la función del mito en la gran novela cubana que constituye ciertamente el culmen de la trayectoria literaria de José Lezama Lima. El mito, en verdad, es capital en los exuberantes entresijos semánticos de Paradiso —que posiblemente, según el propio propósito de Lezama, debiera incluir, en una edición definitiva, el cuerpo de la actualmente considerada como novela o secuela inconclusa de Paradiso, es decir, Oppiano Licario, idea que el propio autor le confió en su día al destacado ensayista y narrador cubano Reynaldo González[1]—.
El mito, antiguo como la humanidad misma, se mantiene como un mecanismo sicosocial de interpretación y valoración de la realidad, que existe y actúa aún en el presente. Uno de los más peraltados teóricos del mito, Mircea Eliade, ha señalado:
El mito es una realidad cultural extremadamente compleja, que puede abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias. Personalmente, la definición que me parece menos imperfecta, por ser la más amplia, es la siguiente: el mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los «comienzos». Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea esta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Es, pues, siempre el relato de una «creación»: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser. El mito no habla de lo que ha sucedido realmente, de lo que se ha manifestado plenamente. Los personajes de los mitos son Seres Sobrenaturales. Se les conoce sobre todo por lo que han hecho en el tiempo prestigioso de los «comienzos». Los mitos revelan, pues, la actividad creadora y desvelan la sacralidad (o simplemente la «sobre-naturalidad») de sus obras. En suma, los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo sagrado (o de lo «sobrenatural») en el Mundo. Es esta irrupción de lo sagrado la que fundamenta realmente el Mundo y la que le hace tal como es hoy día. Más aún: el hombre es lo que es hoy, un ser mortal, sexuado y cultural, a consecuencia de las intervenciones de los seres sobrenaturales.[2]
Paradiso, ciertamente, está abrumadoramente incrustado con referencias míticas que provienen de las más variadas culturas. Pero no es esta inmediata presencia de lo mitológico en la novela lo que resulta de mayor envergadura en su construcción. El mito, en verdad, tiene como primera función en la obra mayor de Lezama la de contribuir de una manera altamente personal al esplendor estilístico del texto. Sin embargo, esta no es la misión de mayor relieve de lo mítico en la novela.
El interés por el mito es más que profundo en el poeta de la calle Trocadero. No se puede ignorar el hecho de que el ensayo capital de Lezama, La expresión americana, comienza precisamente con un enjundioso epígrafe titulado «Mitos y cansancio clásico», en el cual, como un eco difuso de la definición de Eliade sobre el mito, el gran poeta cubano se detiene en la cuestión de la búsqueda de los ancestros culturales:
Solo lo difícil es estimulante, solo la resistencia que nos reta, es capaz de marcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento, pero en realidad ¿Qué es lo difícil? ¿Lo sumergido, tan solo, en las maternales aguas de lo oscuro? ¿Lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica. Una primera dificultad es su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica. He ahí, pues, la dificultad del sentido y de la visión histórica. Sentido o el encuentro de una causalidad regalada por las valoraciones historicistas. Visión histórica que es ese contrapunto o tejido entregado por la imago, por la imagen participando en la historia.[3]
Esa polifonía entre imagen e historia constituye el eje fundamental del texto de Paradiso. Marcada por fortísimos trazos de entonación autobiográfica, si bien no una autobiografía stricto sensu, la gran novela de Lezama se abre precisamente con la indagación biográfico-mítica de José Cemí. No es gratuito recordar que este apellido, bien alejado de la tradición del antropónimo hispánico, es ya una indicación mítica, o al menos resulta inevitable vincular ese inusual apellido con el término precolombino —posiblemente taíno— que se refiere a un espíritu ancestral, precisamente uno de esos seres sobrenaturales y fundadores de estirpes a los que se refiere Eliade. El cemí, además, era una representación —objeto— del ser sobrehumano al que designaba. Es, por tanto, un elemento mítico-religioso común al Caribe insular, pero también a algunas zonas de Sudamérica continental. Paradiso, por lo demás, constituye tanto una mitificación de la familia Lezama Lima y de elementos biográficos del propio novelista, como una representación, a la vez ficcional y mítica, de los orígenes y evolución de la nación cubana en sus más variados contextos y componentes. De aquí la necesidad del autor de apelar a una lengua peculiarísima, como si reconstruyera, aquí y allá, elementos del idioma irrepetible de un niño y, a la vez, de un pueblo en trance de crecimiento. El mismo Lezama Lima hizo esto evidente al escribir: «Un lenguaje para estar vivo debe desvestirse y vestirse de continuo, abrirse el saco delante de las estatuas, descorchar vinos y trastabillar ebrio, olisquear en todos los sahumerios y adoptar lo que se aproxime y engrose, aun cuando no se trata de dejar las puertas desguarnecidas».[4] Tampoco puede soslayarse que uno de sus primeros textos de gran estatura, el inmenso poema-libro Muerte de Narciso, gira en torno de uno de los mitos más famosos de la cultura euroccidental. Eloísa Lezama Lima, hermana del poeta, refiere que el poema fue publicado en 1936, pero que había sido escrito ya desde 1932,[5] y el propio autor había afirmado: «mi poema Muerte de Narciso fue escrito a mis veintiuno o veintidós años, y publicado en Verbum en 1936»[6]—. Esta genial obra temprana pone de manifiesto que, en el joven Lezama, ya estaban asociándose mito y barroco.
Se advierte en esta obra una de las características más relevantes del estilo de su autor: la peculiaridad evidente de su lenguaje, sobre el cual lo que más ha llamado la atención de la crítica es la sobreabundancia barroca. Apertura genial de una obra magna, Muerte de Narciso testimonia una voluntad artística particular en el tallado del lenguaje, pero también una sutil reconfiguración del mito. Este primer arranque creativo irá modificándose luego de modo sutil, pero en ese poema-libro deja sentadas las bases de un modo de construir el enorme edificio lírico lezamiano.
Esa voracidad de palabras, sin embargo, no puede verse como una catarata sin estructura ni sentido último: en este primer gran texto lírico de Lezama, se evidencia una actitud especial ante el lenguaje. Hay lectores que manifiestan un rechazo a priori a un poeta cuyo lenguaje consideran inextricable. Desde muy temprano, Medardo Vitier advirtió: «Los que se desentienden de Lezama porque no «entienden» sus versos (cuestión estética que habría que sustanciar), sepan que existe un Lezama esclarecedor de figuras y de temas universales, y tiene uno que habérselas con él».[7] Y uno de esos temas universales es el de la reconquista de los fundadores, es decir, la esencia misma del mito antiguo, pero también un modo de construir el mito moderno. Es necesario recordar una afirmación —de claros perfiles antropológicos— de Gillo Dorfles en su brillante ensayo Nuevos ritos, nuevos mitos:
Así, discurriendo acerca del «mito» (y del rito), me propongo, antes que nada, reafirmar la necesaria concepción simbólica de los mismos, y al decir «simbólica» entiendo que tales formas expresivas y comunicativas —usadas por el hombre desde épocas remotísimas y presentes aún hoy en muchos aspectos de la vida cotidiana— tienen su origen en una situación analógica y transferida de sucesos, de imágenes, de situaciones, de las que son a veces un registro inconsciente y a veces una transcripción metafórica, pero sumergida siempre en un halo de indeterminación racional, que es precisamente lo que permite diferenciarlas de las formas perfectamente racionalizadas, tales como las transmisibles a través de las expresiones lingüísticas normales (de la palabra o de la figuración).[8]
El espléndido neobarroquismo ya perceptible en Muerte de Narciso está sin duda asociado en el texto al brillante trabajo a la vez de interpretación y de reconfiguración del mito. El propio Lezama, en su decisivo ensayo La expresión americana, apunta hacia la necesaria vinculación entre la literatura latinoamericana, la reflexión sobre el lenguaje y su modelación neobarroca:
[…] el americano no recibe una tradición verbal, sino la pone en activo, con desconfianza, con encantamiento, con atractiva puericia. Martí, Darío y Vallejo lanzan su acto naciente verbal, rodeado de ineficacia y de palabras muertas. El sentencioso se puede volver cazurro; el reflexivo puede adormecerse en el fiel del balanceo. Pero al americano, Martí, Darío o Vallejo, que fue reuniendo sus palabras, se le concentran en las exigencias del nuevo paisaje, trocándolas en corpúsculos coloreados. En todo americano hay siempre un gongorino manso, que estalla su verba al paso del vino, confortable, no trágico como en el español, en el bautizo ingenuo o en el día en que naufraga deliciosamente en cobranzas aljofaradas.[9]
Asumir este primer gran poema lezamiano como una estructura de profundas intertextualidades, conduce a otra interrogante: ¿se trataba de un proceso consciente en el joven Lezama? Si no lo era ya entonces, lo fue más tarde, cuando escribió en La expresión americana consideraciones que evidencian una cabal comprensión de las interconexiones culturales, esas resonancias de significado que constituyen, para él, esencia de la expresión americana, y que, por lo demás, se muestran en Muerte de Narciso como uno de los componentes más intensos de su estilo. Sobre la importancia estética crucial del trabajo con los «modos verbales» y sus connotaciones culturales, sobre los cuales explicó años más tarde Lezama:
Determinada masa de entidades naturales o culturales, adquieren en un súbito, inmensas resonancias. Entidades como las expresiones, fábulas milesias o ruinas de Pérgamo, adquieren en un espacio contrapunteado por la imago y el sujeto metafórico nueva vida, como la planta o el espacio dominado. Si digo piedra, estamos en los dominios de una entidad natural, pero si digo piedra donde lloró Mario, en las ruinas de Cartago, constituimos una entidad cultural de sólida gravitación […]. Lo que hace que una expresión sea máscula y eficaz es que adquiera relieve en ese espacio, animado por una visión donde transcurren las diversas entidades. Inútiles y brumosas se deslizan expresiones como pedúnculos de holoturias desinfladas o como mojadas gorgonas, inapresables por las redes tendidas para llevar la infinitud espacial a un posible de creación. Son los modos verbales, hamacas para lo accidental y perentorio, donde el gesto o el guion triunfan en las modulaciones del aliento sobre la arcilla.[10]
Muerte de Narciso, pues, es el punto de arranque de un camino que habría de desembocar en Paradiso. En La expresión americana señala una cuestión que resulta de enorme importancia para la interpretación de Paradiso como obra que desborda los límites genéricos de la estricta ficción canónica, e inicia, subrepticiamente, lo que habría de desplegarse más tarde –con un mayor o menos cimiento en nuevos mitos, pero también en antiguos– en una nueva narrativa cubana en la que destacan, sin duda, por su integración de una perspectiva antropológica y a la vez histórica con una refinada voluntad narrativa, textos renovadores y que superan todo precedente clasicismo de género, como Pedro Blanco el negrero, de Lino Novás Calvo; El recurso del método, de Alejo Carpentier; Biografía de un cimarrón y Gallego, de Miguel Barnet; Siempre la muerte, su paso breve, de Reynaldo González; o El pan dormido, de José Soler Puig. En Nuevas formas del mito. Una metodología interdisciplinar. Estudios reunidos y presentados por José Manuel Losada, el propio compilador, en su ensayo «Mitocrítica y metodología», ofrece más que una definición unas consideraciones de gran interés sobre el concepto de mito:
Mito: relato explicativo, simbólico y dinámico, de uno o varios acontecimientos extraordinarios personales con referente trascendente, que carece en principio de testimonio histórico, se compone de elementos invariantes reducibles a temas y sometidos a crisis, presenta un carácter conflictivo, emotivo, funcional, ritual, y remite siempre a una cosmogonía o a una escatología absolutas, particulares o universales.
Esta definición, general, fría e indeterminada, requiere un tiempo, un espacio, y sobre todo una conciencia que la viva. El mito no es un constructo mental ajeno a las vicisitudes socioculturales: lleva marcada en su piel y sus entrañas la huella de cada individuo y sociedad. El mito es un esclavo ilusionado con la libertad: de igual modo que no puede desembarazarse por completo de una forma y un contenido heredados, tampoco puede dejar de soñar con nuevas formas y contenidos, promesas de una liberación improbable.[11]
Losada tiene una comprensión multidisciplinar del estudio contemporáneo del mito, que rebasa la mera perspectiva filológica de interpretar su texto fantástico. Por el contrario, este autor proporciona una visión compleja y multifacética de la indagación científica del mito a través de su disciplina actual, la mitocrítica. Losada afirma con razón:
La mitocrítica, disciplina que estudia los mitos (la mitología los contiene, como un panteón sus estatuas), es por naturaleza interdisciplinar: aúna las aportaciones de la teoría literaria, la historia de la literatura, las bellas artes y los nuevos modos de difusión en la era de la comunicación. Así mismo acomete su objeto de estudio desde su interrelación con otras ciencias humanas y sociales, de manera particular la sociología, la antropología y la economía. Se justifica entonces la necesidad de un acercamiento, de una metodología que permita comprender la complejidad del mito y sus manifestaciones en la época contemporánea.[12]
Quiero subrayar la noción de Losada, señalada antes, en cuanto a que el mito entraña «promesas de una liberación» que sueña con nuevas formas y nuevos contenidos. Pero también puede presentarse, qué duda cabe, de manera sigilosa y entrañando significados vetustos y venerables. Así el inicio mismo de Paradiso revela esta perspectiva de modo implícito, pues nos presenta a José Cemí como niño prisionero del «aire interior», del asma que está llevando a la criatura a las puertas de la muerte. Es revelador encontrar que uno de los más importantes mitólogos del siglo XX, Juan Eduardo Cirlot, explica de la manera siguiente el antiquísimo simbolismo del concepto de aire:
De los cuatro elementos, el aire y el fuego se consideran activos y masculinos; el agua y la tierra, pasivos y femeninos. En las cosmogonías elementales, se da a veces la prioridad al fuego, como origen de todas las cosas, pero está más generalizada la creencia en el aire como fundamento. La concentración de este produce la ignición, de la que derivan todas las formas de la vida. El aire se asocia esencialmente con tres factores: el hálito vital, creador y, en consecuencia, la palabra; el viento de la tempestad, ligado en muchas mitologías a la idea de la creación; finalmente, al espacio como ámbito de movimiento y de producción de procesos vitales. La luz, el vuelo, la ligereza, así como también el perfume y el olor, son elementos en conexión con el simbolismo general del aire. Dice Gastón Bachelard que, para uno de sus más preclaros adoradores, Nietzche, el aire es una especie de materia superada, adelgazada, como la materia misma de nuestra libertad.[13]
En el angustioso pasaje inicial, la criada Baldovina intencionalmente hace caer gotas de cera —semánticamente ligada al concepto de abeja— fundida sobre la piel enrojecida —por un posible ataque anafiláctico— y asume que esto habría ayudado a que superase la angustiosa crisis —algo que relata después, con orgullo, a los horrorizados padres a su regreso al hogar—. Sin embargo, Cirlot nos sorprende al develarnos lo siguiente:
En el lenguaje jeroglífico egipcio, el signo de la abeja entraba como determinativo de los nombres reales, a causa de la analogía con la monarquía de estos insectos, pero especialmente por las ideas de laboriosidad, creación y riqueza que derivan de la producción de la miel. En la Biblia, aparece la abeja con igual sentido en la parábola que pone Sansón. En Grecia, constituyó el emblema del trabajo y de la obediencia. Una tradición délfica atribuía a las abejas la construcción del segundo templo erigido en el lugar. Según los órficos, las almas eran simbolizadas por las abejas, no solo a causa de la miel, sino por su individuación producida al salir en forma de enjambre: igual salen las almas de la unidad divina, según dicha tradición. En el simbolismo cristiano, particularmente durante el período románico, simbolizaron la diligencia y la elocuencia. Con el sentido puramente espiritual que las hemos hallado entre los órficos se encuentran en la tradición indoaria y en la musulmana. También es símbolo de matriarcado.[14]
Para un lector atento de Paradiso, este simbolismo convierte el pasaje primero de la novela en una caracterización profunda, al mismo tiempo que en la primera peripecia del niño-héroe José Cemí, de la trayectoria que habrá de seguir este personaje, marcado en su agonía respiratoria como un sujeto de creación por la palabra, un trabajador incansable que obedecerá el llamado de su vocación y, también, un sujeto encerrado en las sutiles rejas del matriarcado. Una revisión mitocrítica de Paradiso es una dura, pero necesaria tarea que cumplir aún para una comprensión y un goce mejores de esta novela. Y no se trata meramente de hacer un inventario de los incontables mitos referidos por Lezama en su texto, ya sean helénicos, hindúes, medievales y hagiográficos relatos típicos del cristianismo, tanto como africanos, musulmanes, chinos, amerindios, etc., por necesario que sea, también, organizar un minucioso rastreo de tales elementos, al menos como guía inicial para un estudio superior. En última instancia, lo que debe interesarnos se refiere a las funciones que dichos mitos cumplen dentro del texto y contribuyen particularmente a su eficacia como obra de arte. Ante todo, desde luego, tratándose de arte literario, hay que pensar en las funciones que, en otro grado de intensidad, son inherentes a todo lenguaje lingüístico. José Manuel Losada se refiere a su integración con el mito de la manera siguiente:
No debe ignorarse nunca el concepto de función. Sin función no hay ni relato, ni mito, ni mitocrítica posible. Tres tipos de funciones del lenguaje parecen atraer en la actualidad los estudios sobre el mito: la función referencial, la función heurística y la función poética. Aplicando parcialmente las teorías de Jakobson y las leyes de la analogía, se puede decir que también el mito presenta estas funciones, si bien de modo más complejo que el lenguaje.
Por la función referencial, el lenguaje se orienta hacia una realidad extralingüística, es decir, al objeto de la comunicación lingüística. Análogamente, mediante la función referencial, el lenguaje y el discurso míticos se orientan hacia objetos no solo extralingüísticos (como en toda referencia) sino trascendentes (diversos del mundo primario de nuestro cuerpo y nuestro espíritu). Lo propio del mito es ser el médium del binomio contextual formado por dos mundos en apariencia inconexos. Ahí, en la interacción de esos dos mundos, el relato mítico adquiere su sentido pleno.
Por la función metalingüística, el lenguaje se orienta hacia sí mismo, es decir, hacia el código o sistema de signos que lo constituye. Análogamente, mediante la función metalingüística, el lenguaje y el discurso míticos definen los términos del código mítico, más precisamente, lo redefinen, es decir, reinterpretan el sistema subyacente en la organización del relato mítico. De ahí que esta función se denomine heurística o interpretativa. De modo más certero y eficaz que un razonamiento, el mito puede explicar el mundo, a la manera como el metalenguaje glosa el lenguaje.
Por la función poética, el lenguaje se orienta principalmente hacia el modo como el mensaje es emitido. Análogamente, mediante la función poética, el relato mítico transmite su mensaje de modo prioritariamente literario, es decir, según los dos modelos básicos de la conducta verbal ―la selección y la combinación― basados respectivamente en las dos relaciones fundamentales entre objetos ―la similaridad y la contigüidad―, que corresponden a los dos mecanismos discursivos principales ―la condensación y la traslación― cuyas figuras literarias respectivas son la metáfora y la metonimia. El lenguaje mítico es fundamentalmente metafórico o metonímico; también puede ser sinecdóquico (metonimia y sinécdoque están íntimamente ligadas), e incluso antonomásico (no en vano en la antonomasia concurren a un tiempo la metáfora y la sinécdoque).[15]
En este sentido, un estudio mitocrítico de las funciones cumplidas por los mitos referidos por Lezama, tendrá también que atender a las libertades descomunales que, desde la ortografía y la pertenencia histórico-cultural de los mitos aludidos en su novela, pues el novelista jamás abandona su voluntad poética ni su profundo sentido de la libertad creadora, ajena a presupuestos filológicos, exigencias de dómines furibundos. Lezama era, y en Paradiso más que nunca, el ordenador de su propio cosmos. Para comprenderlo, hay que asumir, como la exquisita Rialta de su texto, una voluntad de unificación sin fusiones violentas, una perspectiva que nos permita transitar, con reverencia y temor, los caminos profundos de este otro ser sagrado, uno entre los más altos creadores de la esencia insondable de la nación cubana.
[1] Cfr. Reynaldo González: Lezama revisitado, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2009, pp. 152-153.
[2] Mircea Eliade: Mito y realidad, Ed. Labor, S. A., 1991, p. 6.
[3] José Lezama Lima: La expresión americana, Instituto Nacional de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1957.
[4] Ápud Félix Guerra: Para leer debajo de un sicomoro. Entrevistas con José Lezama Lima, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 123.
[5] Cfr. Eloísa Lezama Lima: «Para leer Paradiso…», en: José Lezama Lima: Paradiso, Ed. Cátedra, Madrid, 1984.
[6] Pedro Simón, compilador: Recopilación de textos sobre José Lezama Lima. Serie Valoración Múltiple, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 1970, p. 11.
[7] Medardo Vitier: Valoraciones. La Habana, Úcar García, S. A., 1960, p. 251.
[8] Gillo Dorfles: Nuevos ritos, nuevos mitos, Ed. Lumen, Barcelona, 1963, p. 54.
[9] José Lezama Lima: La expresión americana, ed. cit., pp. 262-263.
[10] Ibídem, p. 216.
[11] José Manuel Losada, compilador: Nuevas formas del mito. Una metodología interdisciplinar. Estudios reunidos y presentados por José Manuel Losada, Logos Verlag, Berlín, 2015, p. 9.
[12] Ibídem, pp.9-10.
[13] Eduardo Cirlot: Diccionario de símbolos. Ed. Labor, S. A., Barcelona, 1992, p. 60.
[14] Ibíd., p. 49.
[15] José Manuel Losada, compilador: ob. cit., pp. 15-16.
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