La rimbombante exageración del cine de Russ Meyer, un hombre obsesionado por los autos vertiginosos, la violencia femenina, la erótica camp y la desmesura, hacen de él un estilista descuidado. Acabo de fabricar una suerte de oxímoron que, empero, alcanza a ser explicable. Meyer dibuja, sin perder su sentido de la curiosidad, lo femenino en estado de ignición, la feminidad atrayente como estocada, o como deseo de venganza. Y así trenza la crueldad con lo banal y con el mal gusto del kitsh. Y dado que no le interesa elaborar personalidades complicadas, sino más bien sujetos que se ejercitan en la fascinación de lo sensual —sus mujeres tienen caderas hiper-notorias y ostentan esas tetas que salen de Betty Boop, las flappers y los gestos de Clara Bow—, su cine es sencillo, directo y no se demora en lo accesorio. La descarnadura de la violencia tiende a prescindir de matices, excepción hecha de esas marcas de estilo tras las cuales uno ve el cine de Meyer y lo identifica con precisión.
Cuando en 1965 estrenaFaster, Pussycat! Kill! Kill!, ya la imagen originaria de donde brotan estas mujeres había desaparecido de la escena de la fotografía comercial. Estoy pensando en Bettie Page, una mujer que, durante los años cuarenta y parte de los cincuenta, concentró en su cuerpo —un cuerpo prodigioso, digámoslo así— una serie de atributos heredados después por las playmates, por la iconografía soft del bondage y por el fetichismo relacionado con la ropa interior femenina. Uno de los aciertos de Page (que intervenía en la confección de su propia lencería) fue el de incorporar en su cuerpo y su actitud ante la cámara, lo mismo las maneras de una sometida desnuda que las de una dominatrix envuelta en piel de leopardo. Todo esto pasó a la gráfica pulp —historias baratas, fáciles de entender, saturadas de acción y muy populares— y, eventualmente, al imaginario de las pin-up girls, desde los años sesenta hasta hoy.
Pero no es lo mismo ver a Tura Satana, protagonista de Faster, Pussycat! Kill! Kill!, que ver a Bettie Page. ¿Cómo se metamorfosea esta en aquella? Diez años después del apogeo comercial de Page y de su re-semantizada imagen, Meyer da a conocer esta película garrafal, apenas manejable, en la que aparece, delineado por primera vez con precisión, el mito de las pandilleras, tan letales o más (y con refinamiento y lucidez mayores) que los pandilleros. Sin embargo, aun cuando estas chicas son dictatoriales, no usan floggers, ni bastones, ni rebenques, ni cinturones. Tura Satana interpreta a Varla, el personaje cabecilla de esa tropa, y aporta su muy mezclada sangre —donde hay un ingrediente japonés, un añadido cheyenne, una nota escocesa y un toque filipino— para configurar el lado fosco y duro de una marginal experta en artes marciales que descree del matrimonio, de las buenas maneras y del diseño masculino —y masculinizante— de las relaciones sociales. En medio del desierto, Varla y las otras atacan a una pareja y es ella quien pelea a puñetazos con el joven y acaba asesinándolo, para después secuestrar a la joven.
Meyer es un artesano poco hábil, sin duda, pero pone en práctica ideas seminales que, en la más estricta visualidad, hacen de Faster, Pussycat! Kill! Kill! un filme de colección. No hay que hacerles caso a sus cuantiosos contrapicados, llenos de excesos, ni al movimiento escenográfico de estas mujeres que parecen hallarse todo el tiempo en una pasarela. Ellas rinden culto a la agresión mientras sus rostros permanecen dentro de un conjunto de mohines que expresan una erótica activa. Se trata de chicas fálicas, entendido el falo, aquí, como una conquista, una incautación que se incorpora y supedita a la feminidad. En 1965 esto es muy sintomático, y más si las chicas dibujan esa feminidad conquistadora desde la perspectiva de una racialidad polémica: Varla es asiática, Billie es caucásica, Rosie es italiana.
Al inicio de la película se enteran Varla y sus amigas de que hay una familia de tres hombres —un viejo paralítico y sus dos hijos: Kirk y El Vegetal— en cuya solitaria casa, alejada de todo contacto humano y casi en medio de la nada, se guarda una gran cantidad de dinero. El viejo recibe a Varla y a Linda, la joven secuestrada. Varla le cuenta una historia —que la chica está perturbada y ellas han prometido llevarla a su casa discretamente, para evitar comentarios— y el viejo promete cuidar a Linda mientras las pandilleras, que fingen estar preocupadas, se disponen a asearse. Nada nos muestra Meyer, pero es obvio que el viejo, aunque está en una silla de ruedas, intenta abusar de Linda. Esta huye, después de empujar al viejo, pero uno de los hijos del paralítico la encuentra en la carretera, la recoge y la trae de regreso.
Billie intenta seducir a El Vegetal, el hijo enajenado —corpulento y hermoso, sin embargo—, mientras que Varla logra atraer a Kirk. Linda vuelve a huir, y el viejo persiste en un delirio al parecer recurrente: que Linda es aquella joven por culpa de la cual sufrió el accidente en la línea del tren. Pero los hechos se precipitan aún más, y entonces vemos cómo Kirk ayuda a Linda, mientras Varla mata a Billie y descubre que el viejo guarda el dinero en la propia silla de ruedas.
La acción se enrarece y adquiere visos de pesadilla. Si pudiéramos avanzar unos pasos más allá —con la ayuda de una fotografía emotiva, personajes enigmáticos y un sonido expresionista—, caeríamos de lleno en alguna película de David Lynch, o acaso en una zona del cine de Quentin Tarantino. Y esto hace de Faster, Pussycat! Kill! Kill! un relato fílmico inevitable.
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