La narradora ha hecho su elección y esta elección nos conduce al inframundo, a ese espacio remoto que hemos asociado con pesadillas de hombres devorados y sin futuro. En realidad, lo que la narradora nos propone no es otra cosa que un ejercicio afinado de reescritura: asistir a la fábula mítica y conocer de qué forma se ha logrado pulsar la cuerda. Y es que la realidad dramática de esta historia es harto conocida, forma parte del cuerpo de la sabiduría ancestral de los lectores; por tanto, el ejercicio narrativo que se devela ante nuestros ojos se concentra solo en exponer un punto de vista, en recordarnos que siempre existe una vuelta de tuerca, un filón de la desgarradura que un escritor, con algo de oficio y buen ojo selectivo, puede explorar.
Es eso precisamente lo que Almas del Hades nos ofrece. ¿Su mérito?: el valor de viajar a la estructura del mito clásico griego y otorgarle, a través de la elección del lenguaje (poético y contemporáneo) una mirada joven y hasta cierto punto desprejuiciada sobre la realidad, ya asentada por los siglos de los siglos, de esta historia. A mi entender, importa menos lo que se cuenta que la manera en que se hace. Y es que el lenguaje juega aquí su más importante carta, es mesurado y, sin llegar a lo coloquial, hace gala de recursos extraídos de la poesía, para así conformar un mundo nebuloso, cruel, que se construye mucha veces a saltos o a través de las elipsis pero que, aun así, es un mundo totalmente creíble.
«Adaptaciones» míticas como estas son necesarias porque aproximan al lector contemporáneo a otro sistema de realidad narrativa. La brevedad del cuento ofrece también un buen sabor de boca, la sensación de que se avanza a grandes trazos, como si anduviéramos sobre las pinceladas de un cuadro impresionista. Importa la silueta, sí, pero también la mancha que insinúa la presencia de la silueta. Este cuento ha de leerse de esta manera (recomiendo): como un cuadro, como un dibujo en el que importa más la sugerencia que la realidad a secas.
Buena parte del texto se conforma gracias al uso de los sentidos, a esa sinestesia que engendra/incuba el narrador personaje mientras vive y fenece en las entrañas de Cronos. El hecho de palpar. El hecho de sentir. El hecho de ser a través del tacto, de las vísceras, de la sangre. El acto primordial que nos hace gritar en lo oscuro, a través de las nieblas del sujeto que nos engendra, nos destruye y recompone (ese ciclo vital que es tan importante el mito clásico como en esta pieza narrativa). No somos más que carne vomitada, afirmo mientras parafraseo la sentencia de Cronos. Carne y espiritualidad regurgitada, que ansía volver a recomponer su naturaleza sacra.
Esta es también la historia de un huérfano de padre, de madre y hermanos. Es la historia de una soledad que se ha incubado hasta convertirse en venganza. Un llanto en tonos de gris que viaja hasta el inframundo en la barcaza de nuestros miedos, que alcanza la costa más cercana a bordo de nuestros odios y que, una vez allí, es capaz de fragmentar la realidad con un grito, con ese grito que también, en ocasiones, se hace música.
Foto: Yoylán Cabrales Gómez
Iris Frías Rivero nació el 28 de junio de 1998 en La Habana. Estudia Educación en Lenguas Extranjeras, en la Facultad Educacional de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Ciencias Pedagógicas Enrique José Varona. Graduada con excelencia del Taller de guion de Radio, Cine y Televisión de la Sociedad Cultural José Martí. Miembro del Grupo Creativo Literario Letra D´ Kambio. Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso
Almas del Hades
Mi nombre es Hades, soy el Rey del Inframundo. Guardián de las almas y de la muerte. He tenido muchos nombres a través de los siglos, pero un día no fui más que un pequeño niño condenado a morir. Pocos pueden decir que fueron devorados por su propio padre y es que esa es la gracia de nuestra historia. La divinidad siempre está cubierta de sangre, no importa si lo quieres o no. No importa cuánto te molestes en enmascararlo.
Fui el primero en nacer. De mi madre recuerdo sus manos aferrándose a mi cuerpo, la recuerdo cálida y acogedora. Recuerdo, mientras caía, el eco muy lejano de una melodía tranquila. Sé que no quería dejarme. A ninguno de nosotros.
Estuve solo. Estuve solo por muchos años. En realidad, estuve solo con Cronos por muchos años. Mientras crecía, pude notar que nos unía un vínculo diferente. Percibió algo en mí que le era semejante y le gustaba hablar conmigo. Lo odiaba, pero estaba tan harto de oír solo el vacío, tan desesperado de afecto, que comencé a esperar su voz. Me sentía aliviado de escucharlo, de ya no sentirme solo. Sentí a mis hermanos caer, los cinco ecos que resonaron en las paredes de sus entrañas al tocar el fondo. La sangre se movía como una ola que te aplastaba con violencia. Abofeteándote. Riéndose de ti. Aquí va otro —me decía— ¿quieres tratar de encontrarlo?
Y lo intenté, corría de un lado a otro, palpando viseras y carne con la esperanza de hallar una mano cálida junto a la mía. Gritando a la oscuridad. Creo que di vueltas sobre mí mismo todo el tiempo. Intenté atacarlo, liberar mi poder, pero me controlaba. La ira resultaba ser una explosión de energía interna. Sientes que tu cuerpo quiere explotar con violencia, que pronto te fundirás y no serás más que sangre, pero te regeneras, te deja destrozado, sin aliento y mucho más solo.
Nunca pensé en su vientre como mi hogar. Ninguno de los otros lo hizo. De eso estoy seguro. No era padre para nosotros, más bien nuestro carcelero. Una ironía, sin duda, que después fuera eso en lo que me convertí.
Fuimos liberados. Lo sentí expulsar cada cuerpo con sorprendente facilidad, como si en el fondo no les interesara perderlos. «No son nada más que carne vomitada». Pero a mí, a mí no quería dejarme. Enredó mis piernas con látigos de su hígado. Me arrastraba hasta el fondo. Tomaba pedazos de mi alma con mordidas violentas. No quería volver a escuchar el vacío, me agarré con furia de sus paredes y me permití explorar el vínculo. Siempre quiso que fuera parte de él, parte de su sangre, parte de la oscuridad, así que eso es lo que sería, me mezclaría en sus entrañas y expandiría mis propios demonios dentro de su cuerpo, me liberaría yo solo. La sangre, el miedo, el dolor, de pronto todo eso me supo muy dulce. Liberé la oscuridad como una enredadera, exprimí cada órgano, convertí cada pedazo de carne en ceniza. Los pedazos de alma que me había arrancado, los que quedaron fuera de mí y dentro de su cuerpo, esos los destruí también. «No vas a saborear mi poder por más tiempo».
Exploté, y me lo llevé todo.
Caí tambaleándome, no puede hacer más que reír cuando mis pies tocaron la tierra. Levanté la mirada y ahí estaban todos. Los que había tratado de encontrar. Vi que nunca me habían necesitado. Pero también que les hubiera gustado tener a alguien, al menos al principio, antes que Cronos les arrebatara el anhelo. Por una fracción de segundo nos permitimos ser vulnerables y reconocernos como hermanos. Me devolvieron la mirada, y al verme lleno de sangre y rodeado de sombras, supe al instante que ya veían al dios de la muerte, y seguro como el infierno que me sentía como uno.
Recuerdo cuando se acercó a mí. Me estrechó la mano con una sonrisa. Sellamos un pacto silencioso ese día. Es de lo único que se arrepiente el Rey del Olimpo de haberle dado un día la mano al Dios de la Muerte.
Cronos no estaba muerto. Seguía siendo poderoso. No nos necesitaba para serlo, en eso siempre tuvo razón. Pero éramos mucho más que carne vomitada.
Luchamos Por muchos años fue todo lo que hicimos. Luchamos juntos.
Y aunque vencimos, pudimos hacerlo mucho mejor. Los mortales nunca conocieron el universo tan hermoso que había creado Gea después del Caos. Todavía recuerdo, al principio de la guerra, entre puños y sangre, algunos fragmentos del cosmos, todo hecho de lunas y estrellas, y que quedó reducido a ese insípido cielo azul que tanto Zeus cree poseer. Nunca pudimos devolverle a madre aquellos fragmentos de su mundo que cayeron sangrando a la tierra. Por los que dio la vida.
Vencimos. Encerramos todo lo que quedo en las profundidades del Tártaro.
Y nos repartimos el nuevo mundo.
Siempre supe que pertenecía al Infierno. Lo reconocí como mi hogar desde el primer momento, cuando no era más que piedra sombría y muerte. Aquel fue el segundo arrepentimiento de Zeus, regalarme las profundidades, cuando se dio cuenta de lo que podía hacer con ellas. Y eso que nunca ha visitado mis verdaderos dominios. Ve lo que todos ven. Lo que quiero que vean. La parte más horrible de la muerte. Ignoran que puede ser muy hermosa si se maneja bien, como el eco de una canción tranquila.
Todavía me baño en el Lete para aliviar el dolor de algunas cicatrices. Me acuerdo de todo. Siempre me acuerdo de todo. Pero las cicatrices olvidan el dolor, y mi corazón olvida que hay partes de mi alma que yo no están.
Me gusta contemplar el cielo de mi reino lleno de estrellas y lunas.
Me gusta sentir el peso del mundo.
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